sábado, 13 de marzo de 2010

Hipotecadas

Y por fin llegó el día de firmar las escrituras y la hipoteca, y de recibir las llaves de nuestra casa. Y a pesar de cierta descoordinación horaria, de las desavenencias lingüísticas entre el notario y la representante del banco, y de que mi novia y yo casi nos matamos camino a la notaría por culpa del tomtom; todo salió bien.

Lo cierto es que firmar una hipoteca es una experiencia reveladora. Hasta entonces, una hipoteca era para mí un ente rodeado de un halo de misterio bastante parecido al que rodeaba a las relaciones sexuales cuando yo todavía no había tenido ninguna.

Cuando era adolescente, pensaba que las personas que ya habían mantenido relaciones sexuales habían asistido, por fin, al desvelamiento de lo oculto, adquiriendo un conocimiento trascendente que las transformaba en seres que, a partir de ese momento, se desarrollaban en niveles superiores de la existencia que el resto, pobres ignorantes todavía vírgenes, no podíamos ni imaginar.

Algo parecido creía yo sobre los hipotecados: me resultaban seres nimbados que se movían en otro nivel, inalcanzable para mí, una mera inquilina. Parecía como si, para firmar una hipoteca, hiciera falta estar dotado de un poder trascendental, que se filtraba desde tu mano hasta el bolígrafo, y que sellaba una cantidad incalculable de papeles con una firma incandescente que dejaba claro esa superioridad.

Mi iniciación sexual fue, sin embargo, decepcionante. No por la acción en sí, el placer o la compañía, sino porque todo ese conocimiento trascendental que yo esperaba recibir, ese vuelco en mi vida que me trasladaría a un nivel superior de la existencia, el esperadísimo desvelamiento de lo oculto, no tuvieron lugar. Cuando me enfundé mis vaqueros y volví a salir a la calle, me di cuenta de que, para mi decepción y contra todo pronóstico, seguía siendo la misma persona.

Y así fue como tuvo lugar la firma de nuestra hipoteca. A la mañana siguiente, tras deshacerme de las confusas brumas del sueño, me giré para mirar a mi novia y le pregunté extrañada:

─ Ayer nos compramos un piso, ¿verdad?
─ Sí ─dijo ella.

Y pese a la felicidad que me embarga desde entonces, no alcancé ningún nivel superior de la existencia, ni obtuve un conocimiento trascendental, ni asistí al desvelamiento de lo oculto. Sigo trabajando, durmiendo y comiendo como lo hacía antes, y he de añadir que pagando lo mismo por la hipoteca que por el alquiler.

Así que no tengáis miedo: el halo de nosequé que rodea a las hipotecas no es más que vana tramoya. Firmar una no implica ser una persona distinta a la que eras ayer.

Afortunadamente.

Encantada.