martes, 28 de diciembre de 2010

Mis cuadernos de terapia

Portada de mi cuaderno grande.
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Me gustan las manualidades. Me gustaban desde que iba al colegio, y me han seguido gustando durante todo este tiempo, aunque no siempre me haya expresado a través de ellas con la misma intensidad. Considero que hacer manualidades es una manera de sencilla de crear y que, además, te permite rodearte de objetos especiales que reflejan tu personalidad. A veces esto también ocurre con un objeto comprado, que encontraste en un lugar recóndito del mundo o en el supermercado de la esquina; pero si ese objeto no aparece y tú lo necesitas urgentemente y de una manera concreta, puedes echarle imaginación y crearlo con tus propias manos. Eso es lo que me pasó a mí con mis cuadernos de terapia.

Cuando empecé a ir a la psicóloga, me dijo que tenía que hacerme con un cuaderno para ir apuntando algunas cosillas que hablásemos en las sesiones, y también para hacer los deberes que me iba a ir mandando cada vez. Yo ya tenía experiencia en este ámbito, pues durante muchos años escribí mis diarios en pequeños cuadernos, y sabía que su portada, así como el tipo de cuadros y rayas, o la textura y el grosor del papel, solían influenciar, de alguna manera, el periodo de mi vida que quedaba escrito en su interior. Por eso, en esta ocasión quise elegir un cuaderno especial, un cuaderno que me transmitiera serenidad y buenas vibraciones, para poder enfrentarme a la terapia con una actitud positiva y optimista.
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Contraportada de mi cuaderno grande.
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Busqué mi cuaderno en algunas papelerías, hipermercados y tiendas de todo a cien; pero no lo encontré. Una vez salí del último establecimiento, supe que nunca iba a encontrar mi cuaderno de aquel modo, que aquel cuaderno era demasiado especial para no fabricarlo con mis propias manos, que el cuaderno ya existía en mi mente y que no aparecería a no ser que lo sacara de ella, de la manera que fuera. Así que me puse manos a la obra.

Hacía tiempo que tenía en casa un cuaderno de tapas duras y hojas de cuadros todavía sin estrenar. Me lo había comprado algunos veranos atrás, mientras mi novia y yo estábamos de vacaciones en Cantabria. Durante aquellos días, tuve varios sueños muy intensos que necesité apuntar en un papel, así que arrastré a mi novia hasta la única (y, evidentemente, carísima) papelería del pueblo, y allí me compré un cuaderno y un boli. Ya por aquel entonces sus tapas me disgustaban: tenían algo de peleón (que me venía bien), pero también algo de frío (que me paralizaba); así que terminé por dejarlo en blanco.
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Mi cuaderno grande, abierto.
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Pero, para esta ocasión, decidí rescatarlo. ¡Aquel iba a ser mi cuaderno de terapia! Sin embargo, seguía transmitiéndome las mismas sensaciones encontradas, por lo que tenía que modificarlo. No sé cómo, recordé que hacía unos días había tirado a la basura unas revistas de decoración que mi madre me pasa cuando ya las ha leído, y de las que yo voy recortando algunas fotografías que me sirven de inspiración para decorar nuestra casa. Mientras las hojeaba, algunas imágenes me llamaron la atención, imágenes que no tenían nada que ver con muebles, cuadros o lámparas; sino con flores y otros objetos decorativos de pequeño tamaño, que solían formar composiciones especiales. Rebusqué entre la basura (afortunadamente, en casa tenemos una bolsa especial para el papel y el cartón) y saqué todas las revistas. ¡Allí estaban! Flores y más flores, pequeños objetos como velas, jardineras, libros abiertos, farolillos e incluso retazos de anuncios publicitarios que me resultaban evocadores. Recorté todos los que pude encontrar, y sigo recortándolos desde entonces cuando mi madre me da más revistas, por si acaso.

De entre todos los recortes, fui seleccionando aquellos que me parecían más adecuados para la ocasión y que, además, hacían juego con las tapas que, inevitablemente, iban a seguir viéndose por algún lado. Había recortado tantas imágenes que me emocioné y quise poner muchas en cada tapa; después fui reduciendo su número hasta quedarme con dos: una pequeña y una grande. Hoy creo que habría dejado solo una por cada lado, pero estos son detalles que se van aprendiendo con la práctica y, además, nuestros gustos también cambian con el tiempo.
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Portada de mi cuaderno pequeño.

Una vez seleccionadas las fotografías, llegó el momento de “montar” el cuaderno. Al principio no tenía ni idea de cómo hacerlo. Sabía que no podía pegar los recortes sin más, pues acabarían despegándose. Comprendí que tenía que forrar el cuaderno, pero no conseguía decidir cómo. ¿De lado a lado, como un libro? ¿Cada tapa independiente, dejando libre la parte del muelle? Al final decidí ser intrépida y opté por el máximo riesgo: agarré mis alicates, deshice el gurruño que tenía el muelle por ambos lados, y lo separé de las hojas. ¡Mi cuaderno quedó desparramado! ¿Sería capaz de volver a montarlo? Con el corazón en la boca, pegué las imágenes y fui a buscar el forro. Entonces supe lo que era sufrir: ¡sólo teníamos forro del que se pega!

Mi aversión por el forro del que se pega viene de lejos. Me llevo muy bien con el forro transparente tradicional: soy capaz de estirarlo al máximo y los libros suelen quedarme estupendos, casi como si el forro estuviera pegado, pero sin el inconveniente (¡el terrorífico inconveniente!) de las burbujitas. Sí, esas burbujitas de aire que se van quedando a medida que tratas de pegar el forro, y que en las instrucciones te explican que se quitan pinchándolas y pasándoles un trapo húmedo, pero es MENTIRA. Una vez que te ha quedado una burbujita, YA NO HAY VUELTA ATRÁS. Tu manualidad se ha ido a la mierda, y siempre que la mires, verás única y exclusivamente la burbujita que te quedó. Eso, si tienes la suerte de que SÓLO te haya quedado una.

Contraportada de mi cuaderno pequeño.

Era domingo y yo no podía esperar. Mi cuaderno estaba desparramado, las fotografías pegadas y los deberes que la psicóloga me había mandado continuaban sin hacer. Tenía que intentarlo, pero estaba paralizada. Afortunadamente, mi novia vino en mi ayuda, aconsejándome que fuera despegando el forro del papel adhesivo poco a poco, presionando sobre él con algún objeto que no permitiera emerger a las burbujitas. Pero, ¿qué objeto? ¿Un rodillo de cocina? ¡No tenemos un rodillo de cocina! Tenía que ser algo que se le pareciera. No quedaba mucho tiempo y yo, cual Ártax en el Pantano de la Tristeza, me hundía en los lodos de la negatividad y la autocompasión. Me iba mucho en aquel cuaderno.

Entonces lo vi. Había estado ahí durante todo este tiempo. ¡El jarrón de mi escritorio! Un jarrón de cristal alargado, un jarrón del IKEA que seguramente muchas de vosotras también tenéis en vuestra casa (esto lo digo por si también carecéis de rodillo de cocina y os ha entrado el gusanillo de poneros a forrar cuadernos). He de decir que la operación fue espectacular: ni una burbujita. Asimismo admitiré, muy a mi pesar, que el resultado fue seguramente mejor que con el forro tradicional, el cual, si bien sigue siendo mi preferido para forrar libros, ha dejado de serlo para forrar cuadernos.

Mi cuaderno pequeño, abierto.

Una vez que tuve mis tapas forradas, llegó la hora de idear cómo volver a montar el cuaderno. En un principio, pensé que el propio muelle podría ir agujereando el forro; pero, meditándolo con detenimiento, me pareció un poco arriesgado: así que, finalmente, decidí ir haciéndole agujeritos con el punzón de la caja de herramientas. Después, ordené hojas y portadas, volví a meter el muelle, despacito y con cuidado, y rehice los gurruños. Aunque no lo parezca, esta última operación es la más difícil de todas, sobre todo cuando se utiliza un alicate de grandes dimensiones, como el mío. De todos modos, yo me conformé con que el cuaderno se pudiera abrir y cerrar con normalidad, aunque los gurruños no quedaran lo que se dice estéticos.

En fin, que como la experiencia fue tan buena, decidí forrar otro cuaderno que también tenía por casa para ir escribiendo en él algunas ideas y ejercicios sacados de los tropecientosmil libros de autoayuda que, o bien me he comprado, o bien han ido apareciendo por casa, prestados, regalados o enviados por internet. En este cuaderno, que es de tamaño grande, no pude aprovechar las tapas, porque tenían publicidad y las fotos no la cubrían completamente. Así que hice lo siguiente: utilicé la contraportada, que era de color blanco, para pegar la imagen de portada; y a la portada, que era la que tenía la publicidad, le di la vuelta, de manera que quedó como contraportada de color cartón. Utilicé el mismo procedimiento que la vez anterior (jarrón y forro del que se pega incluidos) y el resultado fue bastante bueno.

Útiles empleados: forro, punzón, alicates y tijeras. Os perdono el jarrón :D

Y ahora, un último apunte: si os animáis a hacer algo parecido y tenéis hijas, os recomiendo que les enseñéis a hacerlo, no que se lo hagáis. De lo contrario, no me hago responsable de la esclavitud consecuente a la que puedan someteros: yo habría sometido a mi madre a una parecida si hubiera sabido forrar igual.

¡Encantada!

domingo, 26 de diciembre de 2010

Dulce Navidad

Este año he pasado la primera Navidad con mi familia política. Mi novia decidió salir del armario con su familia de Madrid, con la que se junta en estas fiestas, y ellos me invitaron a comer en Navidad.

Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Y a pesar de ello, lo viví con una alegría serena, algo extraño en mí, que suelo ponerme muy nerviosa en las ocasiones especiales. Mi cuñado no dejaba de preguntarme que qué me había tomado para estar tan tranquila, y aunque le hice una lista de las drogas que, en contra de mi voluntad, llevo en el cuerpo; lo que realmente me había tomado era un buen copazo de autoestima, de respeto por mí misma y por el amor que le tengo a mi novia.

He de decir que varios de los familiares de mi novia son personas mayores, conservadoras y muy religiosas, que viven estas fechas con toda la solemnidad que para ellas merecen. Por eso, para mí tiene un valor especial que salieran a recibirme con una sonrisa, que me invitaran a ver su casa, que bendijeran la mesa dando gracias por mi presencia, que me preparasen una buena cantidad de platos vegetarianos buenísimos y que me despidieran recordándome que, de aquí en adelante, formaba parte de la familia. En un momento de descuido, además, mi suegra me confesó que me habían considerado "muy atractiva": supongo que, después de esperar al troll de las cavernas, al verme aparecer respiraron tranquilos.

Ya por la noche, le contaba a mi novia lo bien que me lo había pasado, reído y divertido, y lo comparaba con todos los momentos de nerviosismo e inseguridad que, sin embargo, pasé las primeras (y las segundas, y las terceras, y las cuartas...) veces que fui a su casa invitada por mis suegros. He pasado tanto miedo... Al rechazo, a hacer algo mal que precipitase todo lo demás, a que alguien se sintiera incómodo por mi presencia, a decir algo inconveniente que despertara al monstruo de la homofobia que todos llevamos dentro... Resumiendo: a casi cualquier cosa. Pero a base de empeño, de trabajo interior, de procurar tener dos o tres cosas claras, unidos a una pizca de valentía y siendo generosa con el tiempo, he conseguido que esa montaña de horror se haya quedado en una colina de mariposas en el estómago y prudencia que, supongo, forman parte de la vida.

Han sido seis Navidades juntas, pero a la sexta ha ido la vencida.
No perdáis la esperanza: con un poco de paciencia, habrá para todas.

¡Encantada!

jueves, 23 de diciembre de 2010

¡Familiarízate!

He conocido esta preciosa iniciativa de la FELGTB a través del blog de Núria y Luisa. Me encanta el eslogan, que invita a la sociedad a familiarizarse con nuestras familias, además de recordar que, mientras persista el recurso ante el Constitucional contra la Ley del Matrimonio y las amenazas del PP de retirarla en caso de ganar las próximas elecciones, nuestras familias, las que ya son y las que serán, se encuentran en peligro. Por eso, ayudemos a la sociedad a que se familiarice con nosotros, tratemos de visibilizarnos y de seguir luchando por unos derechos que, aunque muchos den por consolidados, desgraciadamente no lo están.

Os dejo un par de vídeos entrañables y divertidísimos que demuestran, una vez más, que nuestra familias son como el resto. ¡Familiaricemos esta sociedad!
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¡Encantada!

martes, 21 de diciembre de 2010

Crisis de ansiedad

Siguiendo el ejemplo de Candela, he decidido poner un título bien obvio a mi post, para que cualquier persona que buscara información sobre lo que verdaderamente se siente durante una crisis de ansiedad pudiera encontrarla. A mí, el post de Candela me ayudó mucho a identificar lo que me pasó una noche en la que sufrí una crisis de ansiedad que entonces me aterrorizó y que hoy considero suave; y también me ha servido (tras leerlo una y otra vez, pues no quería desorientarme aún más navegando por fuentes que no me resultasen fiables) para aceptar, después de varios días, lo que me pasó cuando una tarde de confidencias y reencuentros felices en una cafetería acabó dando con mis huesos en el hospital.

Antes de pasar a explicar algunos de los síntomas que yo tuve, quiero advertir que, a base de usar y abusar de la palabra “ansiedad”, hemos terminado por vaciarla de significado. La mayor parte de la gente que conozco afirma que también ha sentido ansiedad, pero cuando les pregunto por sus síntomas, puedo asegurar y aseguro que lo que han notado ha estado producido por los nervios, el estrés, el malestar psicológico, la tristeza, el miedo, la angustia y un sinfín de emociones negativas que, sin dejar de ser graves y dolorosas, no son ansiedad, o al menos, no son una crisis de ansiedad. Evidentemente, yo no soy quién para decir lo que es mejor o peor haber sentido, y sobre todo, creo que decir algo semejante es absurdo e inútil. Solo quiero puntualizar que las crisis de ansiedad son una cosa, y el resto, otra.

Según me explicó el maravilloso médico que me atendió en urgencias, una de las características de las crisis ansiedad es la somatización a través de síntomas que, si no fuera por la incongruencia del cuadro, estarían apuntando a algo verdaderamente grave. En mi caso, y de manera repentina, empecé a notar un mareo difuso, dejé de sentir las manos y los antebrazos, y tuve la necesidad irrefrenable de salir corriendo de aquella cafetería; cuando me quise dar cuenta, ya estaba en la calle. Al parecer, la sensación de laxitud, pérdida de fuerza y hormigueo en las extremidades u otras partes del cuerpo (técnicamente, se denomina “parestesia”) es uno de los síntomas típicos de una crisis de ansiedad; como también lo es la necesidad de huir, como si huyendo de un lugar pudiéramos huir de nuestro propio cuerpo y de las terroríficas sensaciones que lo invaden. El mareo, así como la idea de que vamos a perder el conocimiento, también son frecuentes.

Durante unos momentos, el frío de la calle me hizo sentir mucho mejor. Fue como volver en mí: sentir que mi cuerpo era mi cuerpo, que yo estaba dentro de él y que ninguno de los dos íbamos a irnos a ninguna parte separados. Prefería estar así, tumbada en un banco en plena calle (al que, por cierto, no recuerdo cómo llegué), que regresar a un lugar cálido y seguro. Necesitaba sensaciones corporales fuertes para cerciorarme de que no iba a perder la conciencia. Sin embargo, al rato empecé a empeorar: tampoco sentía los pies ni las piernas, ni creía tener fuerza en ellos (a esto se le llama “piernas de goma”, otra forma de parestesia); posteriormente, empecé a dejar de sentir también los labios, la punta de la nariz y la punta de la lengua (más de lo mismo, evidentemente). No obstante, estos síntomas iban y venían; no como los de las manos y antebrazos, que me duraron un par de días.

Al ver que no mejoraba, y muy asustada, llamé a mi novia para que me llevara a urgencias. Durante el trayecto en coche, de apenas unos minutos, tuve que abrir la ventanilla para sentir el frío de la noche en mi cara, porque debido a la calefacción volvía a tener las sensación de que no sentía mi cuerpo y de que iba a perder el conocimiento en cualquier momento. El frío me aliviaba, me hacía sentir viva, ya que desde el comienzo de la crisis me había invadido la certeza de que iba a morir: algo que también es muy común. Esta sensación es muy intensa, desagradabilísima y, desde mi punto de vista, muy difícil de explicar. ¿Por qué, de pronto, sabes que vas a morirte? ¿Por qué eso y no cualquier otra cosa? Sinceramente, no tengo respuestas.

Mientras esperábamos a que nos atendieran en urgencias, necesitaba estar en continuo movimiento. Cada vez que trataba de sentarme, calmarme y esperar tranquila, volvía a perder el control sobre mi cuerpo: dejaba de sentir las piernas y los pies y me mareaba de esa manera difusa, que no se parece a un mareo real, pero que te hacer creer que vas a desmayarte inmediatamente. Así que pasé un buen rato recorriendo un pasillo minúsculo de lado a lado, una y otra vez. Cuando me hiceron pasar y me tuve que sentar en una silla de ruedas, me dio vergüenza levantarme y seguir andando de manera compulsiva, así que empecé a temblar y a frotarme las manos contra las piernas continuamente. Al poco empecé a sentir una sequedad en la boca terrible, que no pudo aliviar ni el vaso de agua que me dieron bajo amenaza de ponerme violenta.

El médico me hizo pruebas objetivas de fuerza y sensibilidad, y entonces pude comprobar que, de hecho, conservaba toda la fuerza de mis manos y no había perdido sensibilidad alguna. Sin embargo, yo seguía sintiendo que sí. Y así lo seguí sintiendo durante un par de días, aunque poco a poco se me fue pasando. Lo único que verdaderamente puedo decir que tenía en las manos era cierto agarrotamiento, así como un frío inmenso. Suelo tener las manos y los pies muy fríos, pero aquel frío era especial. De hecho, el frío fue el único síntoma especial que sentí antes de la crisis de ansiedad: llevaba varios días destemplada, tenía frío en cualquier momento y lugar, aunque tampoco pueda asegurar que realmente tenga algo que ver (personalmente, estaba segura de que incubaba una gripe o un resfriado).

En urgencias me pincharon media ampolla de valium y me recomendaron tomar lexatín cada doce horas. Yo todavía no daba crédito a que todo aquello hubiera sido una crisis de ansiedad, por más que el médico hubiera tenido la paciencia de hacerme un análisis pormenorizado de muchos otros trastornos neurológicos para convencerme de que no sufría ninguno de ellos. A pesar de todas las drogas que llevaba encima (una cantidad estimable para alguien como yo, que hasta el momento había tomado tres lexatines contados en mis veintiocho años de vida), no pude pegar ojo en toda la noche, paralizada por la idea de que seguía sin sentir las manos ni los antebrazos y de que si me dormía no volvería a despertar nunca. Por fortuna, y porque no puede ser de otra manera, poco después del amanecer me quedé dormida, y durante el día siguiente me iba durmiendo en cualquier parte.

Actualmente llevo diez días de baja, sigo tomando lexatín cada doce horas y parece que voy a seguir así durante un tiempo, pues mi recuperación es lenta, por más que yo trate de poner todo de mi parte. Los síntomas físicos han remitido bastante, aunque siga frotándome las manos a cada rato para comprobar que siguen ahí; y los psicológicos… bueno. Los psicológicos no se arreglan en lo que dura una baja; pero yo sé que irán mejorando poco a poco, porque ya lo están haciendo. De todas formas, he de admitir que lo que más me cuesta es darme cuenta de que verdaderamente padezco ansiedad, de que estoy sufriendo psicológicamente más de lo que creía y estaba dispuesta a admitir, y de que necesito el descanso que los médicos me han recomendado, aunque piense que el mundo se hundirá dentro de poco si yo no vuelvo a trabajar.

Y ahora llega la pregunta que todo el mundo me hace: pero, ¿qué te ocurrió aquel día? Pues nada. Nada más ni nada menos de lo que me ha podido ocurrir cualquier otro día en el que no he sufrido una crisis de ansiedad. Porque algo que tampoco se entiende es que las crisis de ansiedad no se producen en el momento exacto del suceso traumático: eso son otras cosas, como por ejemplo, una crisis de pánico. Las crisis de ansiedad se producen por la acumulación de muchos momentos, generalmente durante un día o periodo de cierto sosiego, cuando nuestro cuerpo, por fin, puede expresar todo lo que llevaba dentro y que tuvo que guardarse en todas esas otras ocasiones en las que no pudo permitirse el lujo flaquear y tuvo que dar la talla.

De la acumulación de qué momentos, hablamos otro día.
Encantada.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Tres años viviendo JUNTAS

Tortellinis con amor.

El mes pasado cumplimos nuestro tercer año de convivencia, y esta vez la guinda del pastel fue darnos cuenta de que ya llevamos más tiempo viviendo juntas que saliendo. Además, estamos pasando un momento particularmente bueno y, para colmo, hemos podido celebrarlo en nuestra propia casa.

Tres años son ya unos cuantos. Tres años, dos casas y una mudanza que me hacen pensar en la cantidad de recuerdos (buenos y malos) que hemos ido acumulando.

Ahora me pregunto cómo éramos capaces de dormir la siesta tumbadas en el sofá que había en nuestro primer piso, cuando apenas cabíamos sentadas; me asombro ante el hecho de que mis padres decidieran dejarnos una tele pequeña, teniendo en cuenta que, por lo demás, procuraban boicotear milimétricamente nuestra relación; y no puedo evitar reírme cuando recuerdo cómo compramos nuestras sábanas aprovechando un dos por uno del hipermercado, y cómo a los pocos meses tuvimos que pasarles el quitabolas (el momento quitabolas se ha convertido ya en una tradición familiar) porque temíamos que se convirtieran en una pelota gigante que nos engullera cualquier noche.

Hoy tenemos dos sofás, aunque seguimos prefiriendo dormir la siesta juntas; nos compramos una tele a los pocos meses y mis padres, ante la evidencia de que resultaba inútil, han ido dejando de boicotear nuestra relación; y todavía utilizamos las mismas sábanas: sorprendentemente, además, nunca hemos tenido que volver a pasarles el quitabolas.

Mi deseo es seguir acumulando recuerdos como estos, buenos y malos, que consigan volver a arrancarnos una sonrisa dentro de muchos, muchos años.

Encantada.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Outing

La amiga que le cuenta a su madre que su amiga de la infancia es lesbiana. La madre que no se sorprende de que los padres de la amiga de la infancia se lo hayan tomado a mal, pues siempre ha sabido que eran bastante retrógrados. La cara de estupefacción de la amiga de la infancia cuando se da cuenta de que la única que todavía creía en la leyenda de los progres simpáticos era ella.

La prima que decide tantear a su familia para saber qué opinan acerca de la homosexualidad de la prima que es lesbiana en secreto. La misma prima a la que se le calienta la boca y termina contándoles la historia completa de la prima que es lesbiana en secreto. La tía que decide invitar a la prima que es lesbiana en secreto y a su novia a comer. La sonrisa estúpida de la prima que es lesbiana en secreto al no comprender por qué con algunos es tan fácil y con otros (sangre de su sangre) tan difícil.

Las amigas del instituto que preguntan a la amiga de la amiga si es verdad lo que han oído de que la amiga de la amiga sale con una chica. La amiga de la amiga que calla, y advierte a su amiga que, quien calla, otorga. La amiga de la amiga que se pregunta cómo puede andar su caso de boca en boca, después de años de abandonar la casa y el barrio paterno, y sin haberse hecho siquiera un triste feisbuc.

Mi visibilidad cobrando vida propia, expandiéndose, reproduciéndose a su antojo, sin pedirme permiso.

Mi armario agujereado, lleno de pequeños puntos brillantes por donde entra aire fresco y perfume antipolillas.

El vértigo de saberse sabida, el alivio de estar fuera del armario aun sin haber salido.

Encantada.