lunes, 13 de agosto de 2007

Iris (2/3)

En la tradición judeo-cristiana, el papel de la mujer como participante de lo divino ha sido eliminado de raíz. Ni tan siquiera se ha respetado la igualdad con el varón en la genealogía, no ya divina, sino humana de las mujeres, pues los hombres se presentan como hijos de Dios, mientras que ellas son las hijas de los hombres. Así, esta tradición se puede considerar como uno de los ejemplos más claros de manipulación patriarcal, de manera que, como herencia directa de una cultura femenina anterior, apenas nos queda un versículo de la Biblia, en alusión a Lilith, y la serpiente.

Sin embargo, si tomamos los atributos y la función de la diosa Iris como punto de partida, podemos rastrear el aroma de lo femenino a través de varios pasajes de la Biblia. Y es que, curiosamente, el papel de intermediario entre Dios y los hombres suele corresponder a una figura alada, multicolor, eminentemente acuática… y de sorprendentes caderas.

Así, en el principio de los tiempos podemos encontrar el Espíritu de Dios (que no él mismo: respetemos el misterio de la Trinidad) como sigue:

La tierra estaba desierta y vacía. Había tinieblas sobre la faz del abismo y el Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas (Gén, 1,2).


De modo que el Espíritu se encontraba revoloteando sobre las aguas, el único elemento que al parecer existía desde siempre, contemporáneo a Dios y no creado por él. Así, lo único que pudo hacer Dios con las aguas fue organizarlas:

Dijo Dios: haya firmamento en medio de las aguas, que separe unas aguas de otras. E hizo Dios el firmamento, y separó las aguas que están debajo del firmamento de las que están encima del firmamento. Y así fue (Gén 1, 6-7).

Dijo Dios: reúnanse en un lugar las aguas de debajo de los cielos y aparezca lo seco. Y así fue. A lo seco llamó Dios tierra, y a la reunión de las aguas llamó mar. Y vio Dios que estaba bien (Gén 1, 9-10).

El Espíritu, parte constituyente de Dios e inseparable de él más que en su función, parece estar esperando a que aconteciese la Creación para así poder ejercer de lo que era: un intermediario.

Soltó después una paloma para ver si habían decrecido las aguas sobre la faz de la tierra; pero no encontrando la paloma donde posar la planta de su pie, se volvió a él, al arca, porque las aguas estaban sobre la faz de toda la tierra. Entonces extendió él su mano, la tomó y la hizo entrar consigo en el arca. Esperó aún otros siete días, y soltó de nuevo la paloma fuera del arca. Por la tarde regresó a él la paloma con una hoja verde de olivo en su pico, por donde supo Noé que habían disminuido las aguas sobre la tierra. Esperó aún otros siete días, y soltó la paloma, que ya no volvió más a él (Gén, 8,8-12).


No deja de resultar paradójico que Noé no confíe ni en su propia observación ni en la palabra de Dios para certificar el fin del Diluvio. Muy al contrario, Noé se encomienda a una paloma, un intermediario alado, como el Espíritu, para que le traiga la buena noticia. Se podría pensar aquí que cualquier animal alado habría servido para lo mismo; sin embargo, anteriormente a la paloma, Noé soltó un cuervo con la esperanza de que le sirviera para tal fin:

Al cabo de cuarenta día abrió Noé la ventana del arca que había hecho, y soltó un cuervo, que salió y estuvo yendo y viniendo hasta que se secaron las aguas sobre la tierra (Gén, 8,6-7).

El cuervo vuela, sí, pero no sirve de intermediario como lo hace la paloma, no es capaz de comunicar a Noé la voluntad de Dios.

Y dijo Dios: esta es la señal de la alianza que yo establezco entre mí y vosotros y entre todo ser viviente que está acá con vosotros, para todas las generaciones venideras: pongo mi arco en las nubes para señal de la alianza entre mí y la tierra. Y cuando yo acumule nubes sobre la tierra y aparezca entonces el arco en las nubes, recordaré la alianza que existe entre mí y vosotros y todo ser viviente de toda carne; y las aguas no se convertirán ya más en un diluvio que destruya toda carne. Estará el arco en las nubes y, al verlo, me acordaré de la alianza eterna entre Dios y todo ser viviente de toda carne que hay sobre la tierra (Gén 9,12-16).

Ese pasaje es uno de los hitos mitológicos del Antiguo Testamento. Así, ante un fenómeno natural de origen desconocido, el arco iris, surge la explicación mitológica: el arco iris sale tras la lluvia para recordarnos que Dios nunca volverá a mandar un Diluvio exterminador a la Tierra, pues la calma siempre seguirá a la tempestad. En la traición griega, el mismo fenómeno natural dio origen a otra explicación: el arco iris era el rastro que la diosa Iris dejaba en sus continuos vuelos para comunicar a dioses y hombres entre sí. Por tanto, en ambas tradiciones el arco iris es una señal, un símbolo, un indicio de que se está produciendo un acto de comunicación de origen divino.

En la Biblia, se vuelve al papel de intermediario del Espíritu en varias ocasiones. Así ocurre, por ejemplo, en ciertos fragmentos proféticos de Isaías:

Reposará sobre él el espíritu de Yahvé
espíritu de sabiduría e inteligencia
espíritu de consejo y de fortaleza
(Is, 11,2)

Herirá al violento con la vara de su boca
matará al impío con el aliento de sus labios.
Será la justicia ceñidor de su cintura
y la fidelidad, ceñidor de sus caderas
(Is, 11,4-5)

En el Nuevo Testamento, el poder del Espíritu como portador de la palabra se repite una y otra vez:

Cuando él venga, el Espíritu de la Verdad os guiará hasta la verdad plena; porque no hablará por cuenta propia, sino que hablará todo lo que oye y os anunciará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará (Jn, 16,13-14)

De igual manera, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Porque no sabemos cómo pedir para orar como es debido; sin embargo, el Espíritu mismo intercede con gemidos intraducibles en palabras (Rom, 8,26).

A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común. Y así, a uno se le da, mediante el Espíritu, palabra de sabiduría; a otro, según el mismo Espíritu, palabra de conocimiento […]; a otro, el hablar en nombre de Dios […]; a otro, diversidad de lenguas; a otro, el interpretarlas (1Cor, 12,7-10).

Y por supuesto, es el Espíritu, nuevamente paloma, el que señala a los hombres que Jesús es hijo de Dios:

Apenas bautizado Jesús, salió en seguida del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios descender, como una paloma, y venir sobre él (Mt, 3,16).

Este señalamiento, como no podía ser de otra manera, se produce en presencia del medio acuático.

Creo que el entramado simbólico que nos hace emparentar ciertos momentos de la tradición judeo-cristiana con los atributos y función de la diosa griega Iris pueden servir de inspiración a las mujeres en el proceso de recuperación de su palabra. Las mujeres podemos ser quienes nombremos, quienes señalemos, quienes orientemos, quienes dirijamos, quienes mostremos el camino, a nosotras y a los demás, quienes digamos qué es válido y qué no lo es, quienes consideremos qué es justo y qué no lo es; las mujeres podemos convertirnos en la voz de lo divino, de lo sagrado, de lo importante, de lo que debe ser, llámese Dios o la Ley. El poder de la palabra ha estado siempre en nuestro interior, lo hemos regentado en numerosos momentos a lo largo de la Historia, y estos mitos nos recuerdan que así ha sido y que así debe ser.


Pero a Iris le queda todavía algo más que decir.

(continuará…)

2 comentarios:

  1. gracias a la mujer que escribió eso, porque los hombres a leerlo entenderán mejor el papel de la mujer en el mundo y a su vez la mujer entenderá lo virtuosa que es y no seguirá el defecto.

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¡Encantada de leerte!