Mi abuela paterna se crió en el campo, y al contrario que mi abuela materna, nunca salió de él. Su padre poseía grandes extensiones de cultivo y tenía varios jornaleros a su cargo, pero enseñó a sus hijas que la casa era el lugar destinado a la mujer. Y mi abuela se lo creyó. Se lo creyó tanto que no quiso aprender a leer ni a escribir cuando mi abuelo se ofreció a enseñarla, ni cuando se ofreció mi padre, ni cuando me ofrecí yo. Consideraba que las pocas letras temblorosas que mi abuelo le obligó a saber hacer para firmar dignamente eran estudios más que suficientes para una mujer entregada a sus hijos, su marido y su hogar.
Todo lo contrario que mi abuela materna, que emigró a la ciudad, consiguió un trabajo y aprendió a leer y a escribir casi a la misma vez que lo hacía yo. Por eso siempre fue mi abuela preferida, y por eso también consideré siempre que mi abuela paterna y yo no teníamos nada en común. Así que, para el momento en que ella me regaló su enseñanza, yo la arrugué y la tiré al contenedor del papel reciclado con suficiencia y desdén.
Ocurrió un día cualquiera en el tumulto de mi adolescencia, como respuesta a mis ansias por conseguirme un novio que sirviese para demostrarle al mundo mi valía personal. Ante mis reiterados suspiros, ayes y gimoteos, propios de una edad en la que el hecho de que Pepito no se digne a mirarte o Juanito no caiga rendido a tus pies es más importante que el hambre, las guerras, la destrucción de la naturaleza o el desplome de la economía global, mi abuela tuvo a bien cruzar los brazos sobre su oronda barriga y desde el fondo de sus ojos responder:
- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.
Sobra decir que aquella aseveración fue la gota que colmó mi vaso. ¿Qué pretendía mi abuela? ¿Que me quedara sentada como hacía ella, tarde tras tarde sobre cualquier silla, y que simplemente dejara mi vida pasar? Claro, pensaba yo, como ella no tiene aspiraciones, como nunca las ha tenido, como le importan cuatro cosas en su vida y encima espera que se las proporcione un hombre, no me extraña nada que piense así. ¡Pero a mí eso no me vale, porque yo sé que las mujeres tenemos que luchar! ¡Tenemos que perseguir nuestros sueños, tenemos que salir a por ellos, tenemos que pelear porque se hagan realidad…!
Llené hojas y hojas de mi diario con refutaciones a la frase de mi abuela. Cada vez que era presa de la desesperación (un día sí y otro también en aquellos tiempos), recordaba la frase de mi abuela y me decía a mí misma que no desfallecería, que perseguiría mis objetivos hasta el final, que exprimiría cada día hasta la última gota y que sólo me sentaría en una silla a descansar cuando hubiese hecho tooodo lo que tenía que hacer.
Y no me faltaba razón. Es decir, no me faltaba razón en lo que se refiere a manejar un 50% de mi vida, pero me sobraban nervios y cabezonería para hacerle frente a la otra mitad. Con el paso de los años, he ido descubriendo que no todo se puede controlar, que no todo se puede empujar a suceder, y que no todo lo importante en mi vida, ¡oh, ironía final!, depende directamente de mí. Por eso, cada vez ocupo más y más tardes de mi vida en sentarme tranquilamente en una silla a esperar, y cada vez ocupo más y más páginas de mi diario con comentarios que defienden la sabiduría infinita del “lo que tenga que ser, será”.
Creo que mi abuela condensó en esa frase dos actitudes imprescindibles en la vida: la paciencia y la confianza. Y sí, ella era especialmente paciente porque era especialmente pasiva, cosa que yo no soy; y sí, ella depositaba su confianza en Dios, la Virgen y todos los Santos, cosa que yo no hago; pero, en cualquier caso, ella aprendió a esperar y a confiar en su vida, y yo también trato de hacerlo, a mi manera, gracias a la enseñanza que ella me regaló.
Hoy entiendo, además, que estas actitudes son menospreciadas, entre otras cosas, porque se consideran típicamente femeninas. Y como todo lo femenino, son devaluadas a no ser que, de pronto, aparezcan como por arte de magia en un hombre de cada mil. Así, masas enteras de personas desesperadas se acercan cada día a escuchar a los santones que predican la paciencia y la confianza, mientras que desprecian a los millones de abuelas que, en todo el mundo, te dicen lo mismo, aunque con otras palabras, otros gestos, y mucho menos honor. Y lo dice alguien que ha sido parte de la masa desesperada hasta darse cuenta de que el santón de turno no hacía más que repetir lo que su abuela paterna le dijo una vez.
Así que ahora, cada vez que veo a una mujer mayor sonreír plácidamente ante las inquietudes de la juventud, sonrío yo también y sueño con llegar a su edad y decirle a mi nieta, un día cualquiera:
- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.
Y después, cruzando los brazos sobre mi oronda barriga, estar encantada de dejar el resto de la tarde pasar.
Todo lo contrario que mi abuela materna, que emigró a la ciudad, consiguió un trabajo y aprendió a leer y a escribir casi a la misma vez que lo hacía yo. Por eso siempre fue mi abuela preferida, y por eso también consideré siempre que mi abuela paterna y yo no teníamos nada en común. Así que, para el momento en que ella me regaló su enseñanza, yo la arrugué y la tiré al contenedor del papel reciclado con suficiencia y desdén.
Ocurrió un día cualquiera en el tumulto de mi adolescencia, como respuesta a mis ansias por conseguirme un novio que sirviese para demostrarle al mundo mi valía personal. Ante mis reiterados suspiros, ayes y gimoteos, propios de una edad en la que el hecho de que Pepito no se digne a mirarte o Juanito no caiga rendido a tus pies es más importante que el hambre, las guerras, la destrucción de la naturaleza o el desplome de la economía global, mi abuela tuvo a bien cruzar los brazos sobre su oronda barriga y desde el fondo de sus ojos responder:
- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.
Sobra decir que aquella aseveración fue la gota que colmó mi vaso. ¿Qué pretendía mi abuela? ¿Que me quedara sentada como hacía ella, tarde tras tarde sobre cualquier silla, y que simplemente dejara mi vida pasar? Claro, pensaba yo, como ella no tiene aspiraciones, como nunca las ha tenido, como le importan cuatro cosas en su vida y encima espera que se las proporcione un hombre, no me extraña nada que piense así. ¡Pero a mí eso no me vale, porque yo sé que las mujeres tenemos que luchar! ¡Tenemos que perseguir nuestros sueños, tenemos que salir a por ellos, tenemos que pelear porque se hagan realidad…!
Llené hojas y hojas de mi diario con refutaciones a la frase de mi abuela. Cada vez que era presa de la desesperación (un día sí y otro también en aquellos tiempos), recordaba la frase de mi abuela y me decía a mí misma que no desfallecería, que perseguiría mis objetivos hasta el final, que exprimiría cada día hasta la última gota y que sólo me sentaría en una silla a descansar cuando hubiese hecho tooodo lo que tenía que hacer.
Y no me faltaba razón. Es decir, no me faltaba razón en lo que se refiere a manejar un 50% de mi vida, pero me sobraban nervios y cabezonería para hacerle frente a la otra mitad. Con el paso de los años, he ido descubriendo que no todo se puede controlar, que no todo se puede empujar a suceder, y que no todo lo importante en mi vida, ¡oh, ironía final!, depende directamente de mí. Por eso, cada vez ocupo más y más tardes de mi vida en sentarme tranquilamente en una silla a esperar, y cada vez ocupo más y más páginas de mi diario con comentarios que defienden la sabiduría infinita del “lo que tenga que ser, será”.
Creo que mi abuela condensó en esa frase dos actitudes imprescindibles en la vida: la paciencia y la confianza. Y sí, ella era especialmente paciente porque era especialmente pasiva, cosa que yo no soy; y sí, ella depositaba su confianza en Dios, la Virgen y todos los Santos, cosa que yo no hago; pero, en cualquier caso, ella aprendió a esperar y a confiar en su vida, y yo también trato de hacerlo, a mi manera, gracias a la enseñanza que ella me regaló.
Hoy entiendo, además, que estas actitudes son menospreciadas, entre otras cosas, porque se consideran típicamente femeninas. Y como todo lo femenino, son devaluadas a no ser que, de pronto, aparezcan como por arte de magia en un hombre de cada mil. Así, masas enteras de personas desesperadas se acercan cada día a escuchar a los santones que predican la paciencia y la confianza, mientras que desprecian a los millones de abuelas que, en todo el mundo, te dicen lo mismo, aunque con otras palabras, otros gestos, y mucho menos honor. Y lo dice alguien que ha sido parte de la masa desesperada hasta darse cuenta de que el santón de turno no hacía más que repetir lo que su abuela paterna le dijo una vez.
Así que ahora, cada vez que veo a una mujer mayor sonreír plácidamente ante las inquietudes de la juventud, sonrío yo también y sueño con llegar a su edad y decirle a mi nieta, un día cualquiera:
- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.
Y después, cruzando los brazos sobre mi oronda barriga, estar encantada de dejar el resto de la tarde pasar.
Esta segunda parte de "Historia de mis dos abuelas" me ha emocionado tanto como la anterior. ¡Qué hermoso cambio de perspectiva con respecto a la frase de tu abuela! Me alegro de que esa nueva perspectiva te haya permitido recoger la sabiduría que encierran sus palabras y hacerte así tú misma un poco más sabia de lo que sin duda ya eres.
ResponderEliminar¡Muchas gracias por tu comentario! No sé si soy tan sabia como crees, pero al menos sí que tengo más sabiduría desde que comprendí la enseñanza de mi abuela.
ResponderEliminarNo sé qué pensaría ella de que sus palabras sean catapultadas a la fama desde un blog lésbico, pero su humilde nieta considera que el mundo no se las podía perder.
Me alegro de que te hayan gustado ;-)
Que tierna, que lúcida y que inteligente me encanta leerte.
ResponderEliminarUn beso
Escribes muy bien.
ResponderEliminarGracias por vuestros comentarios, son muy amables :-)
ResponderEliminar