Esta es la historia de la madre de la madre de la madre de mi madre; es decir, de mi tatarabuela. Aunque, para no resultar presuntuosa, debería añadir que este es sólo un retazo de su historia, apenas un suspiro, un ligero recuerdo que, afortunadamente, hace unos días mi propia madre decidió legarme.
Ocurrió durante la Guerra Civil, en un pueblo de Zamora, donde residía la familia de mi abuela materna. Por aquella época, mi abuela era una niña y su madre una jovenzuela, así que mi tatarabuela debía de ser una mujer algo entrada en años, aunque no demasiado. Toda su familia era republicana, y como tal se había significado, de manera que a mi tatarabuelo “se lo habían llevado” al poco tiempo de llegar al pueblo los fascistas. Sin embargo, la represión no quedó ahí, y pronto volvieron “a por más”. Esta vez pretendían llevarse también a algunos de los hijos de mi tatarabuela, hermanos de mi abuela, tíos de mi madre. Pero mi tatarabuela lo impidió.
No sé cómo sería aquella mujer, ni cómo se la conocería en el pueblo, ni cómo se mostraría ante los militares, ni cómo cimentaría su argumentación; pero el caso es que la creyeron. La creyeron cuando dijo que sus hijos eran inocentes, la creyeron cuando se autoinculpó de todos los cargos que caían sobre ellos, la creyeron tanto que la hicieron subir al camión destinado a sus hijos, y ellos, que decidieron también creerse sus mentiras, nunca más la volvieron a ver.
Cuando escuché esta historia, una parte de mí pensó que la actuación de mi tatarabuela fue la actuación natural de toda madre que trata de proteger a sus hijos, que es capaz de darles vida pero también de dar su vida por ellos. Por alguna razón inconsciente, proyecté en mi mente la imagen de una madre amantísima, llena de ternura y entrega, abierta siempre a los requerimientos de los demás.
Afortunadamente, otra parte de mí se rebeló ante ello y me recordó que, por encima de su condición de madre o mujer, mi tatarabuela era una persona. Una persona completa, con sus miedos, sus ambiciones, sus instintos naturales de supervivencia, sus proyectos. Una persona que decidió enfrentarse al maltrato, la violación y la muerte para salvar a otros de una pena parecida. Una persona que dejó su casa, que salió con lo puesto, que fue zarandeada y obligada a subir al camión que la conducía a la cárcel, a la celda, al paseíllo, al paredón. Una persona que vio alejarse su hogar, el pueblo donde se crió, su vida, para perderse en cualquier descampado, con un tiro en nosedónde, y acabar en una fosa común.
No puedo decir el nombre de mi tatarabuela porque su nombre, como el de tantas mujeres en la Historia, fue silenciado. Sus hijos, a los que dio la vida dos veces, decidieron olvidarlo. No volvieron a hablar de aquel “suceso” durante generaciones, de manera que lo que ha llegado hasta mis manos es el códice roído de un relato sin cara, sin dignidad, sin nombre. La acción de mi tatarabuela fue la vergüenza de la familia. No se la erigió ningún monumento, no consta en ninguna enciclopedia, no se hacen series ni novelas sobre ella. Ni aunque quisiera buscarla, rastrearla, podría esta tataranieta enervada hallar ni rastro de su persona, pues hasta sus apellidos se perdieron por las vicisitudes del orden en la sucesión.
Un pequeño homenaje, un mínimo altar a su memoria, es todo lo que le puedo ofrecer. A ella como a tantas, cuyas gestas quedan empañadas por el deber de entregarse que se le presupone no a toda persona, sino a toda mujer.
Encantada de que sea su sangre la que ahora me permite devolverle el mínimo aliento que se le debe a su voz.
Ocurrió durante la Guerra Civil, en un pueblo de Zamora, donde residía la familia de mi abuela materna. Por aquella época, mi abuela era una niña y su madre una jovenzuela, así que mi tatarabuela debía de ser una mujer algo entrada en años, aunque no demasiado. Toda su familia era republicana, y como tal se había significado, de manera que a mi tatarabuelo “se lo habían llevado” al poco tiempo de llegar al pueblo los fascistas. Sin embargo, la represión no quedó ahí, y pronto volvieron “a por más”. Esta vez pretendían llevarse también a algunos de los hijos de mi tatarabuela, hermanos de mi abuela, tíos de mi madre. Pero mi tatarabuela lo impidió.
No sé cómo sería aquella mujer, ni cómo se la conocería en el pueblo, ni cómo se mostraría ante los militares, ni cómo cimentaría su argumentación; pero el caso es que la creyeron. La creyeron cuando dijo que sus hijos eran inocentes, la creyeron cuando se autoinculpó de todos los cargos que caían sobre ellos, la creyeron tanto que la hicieron subir al camión destinado a sus hijos, y ellos, que decidieron también creerse sus mentiras, nunca más la volvieron a ver.
Cuando escuché esta historia, una parte de mí pensó que la actuación de mi tatarabuela fue la actuación natural de toda madre que trata de proteger a sus hijos, que es capaz de darles vida pero también de dar su vida por ellos. Por alguna razón inconsciente, proyecté en mi mente la imagen de una madre amantísima, llena de ternura y entrega, abierta siempre a los requerimientos de los demás.
Afortunadamente, otra parte de mí se rebeló ante ello y me recordó que, por encima de su condición de madre o mujer, mi tatarabuela era una persona. Una persona completa, con sus miedos, sus ambiciones, sus instintos naturales de supervivencia, sus proyectos. Una persona que decidió enfrentarse al maltrato, la violación y la muerte para salvar a otros de una pena parecida. Una persona que dejó su casa, que salió con lo puesto, que fue zarandeada y obligada a subir al camión que la conducía a la cárcel, a la celda, al paseíllo, al paredón. Una persona que vio alejarse su hogar, el pueblo donde se crió, su vida, para perderse en cualquier descampado, con un tiro en nosedónde, y acabar en una fosa común.
No puedo decir el nombre de mi tatarabuela porque su nombre, como el de tantas mujeres en la Historia, fue silenciado. Sus hijos, a los que dio la vida dos veces, decidieron olvidarlo. No volvieron a hablar de aquel “suceso” durante generaciones, de manera que lo que ha llegado hasta mis manos es el códice roído de un relato sin cara, sin dignidad, sin nombre. La acción de mi tatarabuela fue la vergüenza de la familia. No se la erigió ningún monumento, no consta en ninguna enciclopedia, no se hacen series ni novelas sobre ella. Ni aunque quisiera buscarla, rastrearla, podría esta tataranieta enervada hallar ni rastro de su persona, pues hasta sus apellidos se perdieron por las vicisitudes del orden en la sucesión.
Un pequeño homenaje, un mínimo altar a su memoria, es todo lo que le puedo ofrecer. A ella como a tantas, cuyas gestas quedan empañadas por el deber de entregarse que se le presupone no a toda persona, sino a toda mujer.
Encantada de que sea su sangre la que ahora me permite devolverle el mínimo aliento que se le debe a su voz.
¡Impresionante historia la de tu tatarabuela...! Me ha dejado sin palabras. ¡Lástima que su nombre quede en el olvido...! Al menos queda tu emotivo reconocimiento.
ResponderEliminarSaludos.
¿Seremos hoy en día tan valientes como tu tatarabuela o dejaremos que se lleven a nuestros hijos?
ResponderEliminarBuen recordatorio.
Que hermoso relato. Y que valiente fue tu tatarabuela, ese tipo de historias, que se trasmiten de boca en boca, son los verdaderos tesoros de las familias. Ojala pudieras dar con su nombre. Gracias por compartir tu tesoro.
ResponderEliminar"¿Seremos hoy en día tan valientes como tu tatarabuela o dejaremos que se lleven a nuestros hijos?".
ResponderEliminarWow, qué gran pregunta.
Eres conciente de que a través de un relato la has hecho inmortal?... No importa el nombre de tu antepasado, porque dondequiera que hoy esté, puedo asegurarte que se siente orgullosa de haber dado la vida por sus hijos, porque hoy tú estás en este mundo y no permites ella quede en el olvido... un nombre... acaso importa cuando tantos utilizamos seudónimos y tu misma te llamas "encantada"... el valor de no olvidar es más importante... Gracias por compartir tu historia... tu sangre y la sangre de esa valiente mujer están más involucradas de lo que te imaginas... Gracias por no callar... Besos...
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario, ha sido precioso :)
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