Durante varios meses he estado siguiendo una noticia que me provocaba profundos sentimientos de horror e indignación: se trata del caso de José María Cenamora, un guardia civil que sometió tanto a su hija como a su hijastra a abusos sexuales.
En ausencia de la madre, este hombre se metía en la cama de su hijastra, Patricia, tocándola contra su voluntad. La niña de diez años, adolescente de quince después, calló como lo hacen, lo han hecho y tristemente lo harán tantas y tantas mujeres en cualquier rincón del mundo y en cualquier momento de la Historia, presa de la vergüenza, la confusión y el miedo. Cuando contaba con diecisiete años, y ante las preguntas de sus familiares, que la encontraban “rara”, ella explotó y acusó a su padrastro de los abusos. Parecía que todo iba a ir bien a partir de entonces, pero un día su hermana pequeña, de cinco años, le explicó a su madre la clase de “juegos secretos” que mantenía con su padre. Cuando Patricia se enteró de que también su hermana había empezado a sufrir el mismo calvario que ella, sólo pudo aguantar dos meses el inmenso dolor que la inundaba, al que dio fin cuando decidió suicidarse arrojándose una noche a las vías del metro.
Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad comprende que una experiencia tan terrible no puede olvidarse o repararse, a pesar de lo cual, es nuestra obligación acudir a la justicia para que se produzca algún tipo de compensación simbólica. La humillación final se obtiene cuando dicha compensación, que en el fondo no representa más que migajas inútiles contra el dolor, ni siquiera tiene lugar en unos términos que puedan calificarse como dignos.
Y así, gracias a una decisión judicial profundamente injusta, se revelan los verdaderos valores de nuestra sociedad, por encima de leyes de igualdad o palabras bonitas del político de turno. En este caso, se ponían en juego dos valores: por un lado, el derecho a la integridad física y psicológica de una persona, y más específicamente, de una mujer a todos los efectos, independientemente de su minoría de edad; por otro lado, tenemos a un padre que, como tal, detenta la patria potestad sobre su hija, debido precisamente a su minoría de edad.
Ante tal dilema, la decisión tomada deja clara la escala de valores que realmente funciona: con la vigencia más rancia del más rancio derecho romano, resulta que la patria potestad de un hombre sobre su hija es más importante que el derecho en principio inalienable de esta a su propia integridad. Así, este hombre fue condenado a dieciocho meses de cárcel, tras los cuales, recuperará la patria potestad sobre su hija, a la que no obstante “indemnizará” con 6000 euros. En esta decisión, por supuesto, no parece haberse tenido en cuenta que dicho señor está diagnosticado de pedofilia limitada al incesto, con evidente reincidencia, y que además, la niña tiene ahora diez años, justamente la edad con la que su hermanastra empezó a sufrir abusos sexuales. Por si tamaña cadena de despropósitos fuese poca, el guardia civil podrá volver a ejercer como tal una vez que abandone la cárcel.
En cuanto a Patricia, no se considera probado que su suicidio hubiese sido motivado por los abusos sexuales que sufría, así que la condena sólo contempla estos. El “daño moral” que le fue causado, por cierto, vale exactamente 30000 euros.
Creo que este caso es tristemente paradigmático de la situación en la que nos encontramos las mujeres cuando se trata de salvaguardar nuestra integridad. El camino que conduce a nuestra dignidad es arduo y profundamente humillante; se avanza en la legislación pero se avanza lentamente y con recelos: al fin y al cabo, se trata de condenar a los hombres por el daño que infringen a las mujeres, daño que hasta hace no tanto se consideraba un derecho. Declarar delante de su violador, repetir la declaración una y otra vez, someterse a exploraciones bochornosas, ser tratada como la sospechosa y no como la víctima, obtener condenas irrisorias... Dicen que estamos en el buen camino, pero después de casos como este una ya no sabe qué pensar.
Por eso es importante que reflexionemos, que nos demos cuenta de qué estructura se oculta detrás del hecho de que el Padre tenga sobre nosotras tanto poder, de cómo cualquier excusa (por ejemplo, la minoría de edad) se esgrime para mantener a la mujer en el estatus de subalterna, que le devolvamos la voz a quien la ha perdido (como esta niña, que ni siquiera fue capaz de declarar en el juicio) y que no paremos de quejarnos y luchar para que desaparezcan estas injusticias que nos afectan a todas, que afectan a la mujer. Digan lo que digan, nos llamen lo que nos llamen, se trata de nosotras, se trata de nuestras hijas, se trata de la dignidad de unas personas que representan más de la mitad de la población mundial.
Encantada de no callarme, de no dejar que me hagan callar.
En ausencia de la madre, este hombre se metía en la cama de su hijastra, Patricia, tocándola contra su voluntad. La niña de diez años, adolescente de quince después, calló como lo hacen, lo han hecho y tristemente lo harán tantas y tantas mujeres en cualquier rincón del mundo y en cualquier momento de la Historia, presa de la vergüenza, la confusión y el miedo. Cuando contaba con diecisiete años, y ante las preguntas de sus familiares, que la encontraban “rara”, ella explotó y acusó a su padrastro de los abusos. Parecía que todo iba a ir bien a partir de entonces, pero un día su hermana pequeña, de cinco años, le explicó a su madre la clase de “juegos secretos” que mantenía con su padre. Cuando Patricia se enteró de que también su hermana había empezado a sufrir el mismo calvario que ella, sólo pudo aguantar dos meses el inmenso dolor que la inundaba, al que dio fin cuando decidió suicidarse arrojándose una noche a las vías del metro.
Cualquier persona con un mínimo de sensibilidad comprende que una experiencia tan terrible no puede olvidarse o repararse, a pesar de lo cual, es nuestra obligación acudir a la justicia para que se produzca algún tipo de compensación simbólica. La humillación final se obtiene cuando dicha compensación, que en el fondo no representa más que migajas inútiles contra el dolor, ni siquiera tiene lugar en unos términos que puedan calificarse como dignos.
Y así, gracias a una decisión judicial profundamente injusta, se revelan los verdaderos valores de nuestra sociedad, por encima de leyes de igualdad o palabras bonitas del político de turno. En este caso, se ponían en juego dos valores: por un lado, el derecho a la integridad física y psicológica de una persona, y más específicamente, de una mujer a todos los efectos, independientemente de su minoría de edad; por otro lado, tenemos a un padre que, como tal, detenta la patria potestad sobre su hija, debido precisamente a su minoría de edad.
Ante tal dilema, la decisión tomada deja clara la escala de valores que realmente funciona: con la vigencia más rancia del más rancio derecho romano, resulta que la patria potestad de un hombre sobre su hija es más importante que el derecho en principio inalienable de esta a su propia integridad. Así, este hombre fue condenado a dieciocho meses de cárcel, tras los cuales, recuperará la patria potestad sobre su hija, a la que no obstante “indemnizará” con 6000 euros. En esta decisión, por supuesto, no parece haberse tenido en cuenta que dicho señor está diagnosticado de pedofilia limitada al incesto, con evidente reincidencia, y que además, la niña tiene ahora diez años, justamente la edad con la que su hermanastra empezó a sufrir abusos sexuales. Por si tamaña cadena de despropósitos fuese poca, el guardia civil podrá volver a ejercer como tal una vez que abandone la cárcel.
En cuanto a Patricia, no se considera probado que su suicidio hubiese sido motivado por los abusos sexuales que sufría, así que la condena sólo contempla estos. El “daño moral” que le fue causado, por cierto, vale exactamente 30000 euros.
Creo que este caso es tristemente paradigmático de la situación en la que nos encontramos las mujeres cuando se trata de salvaguardar nuestra integridad. El camino que conduce a nuestra dignidad es arduo y profundamente humillante; se avanza en la legislación pero se avanza lentamente y con recelos: al fin y al cabo, se trata de condenar a los hombres por el daño que infringen a las mujeres, daño que hasta hace no tanto se consideraba un derecho. Declarar delante de su violador, repetir la declaración una y otra vez, someterse a exploraciones bochornosas, ser tratada como la sospechosa y no como la víctima, obtener condenas irrisorias... Dicen que estamos en el buen camino, pero después de casos como este una ya no sabe qué pensar.
Por eso es importante que reflexionemos, que nos demos cuenta de qué estructura se oculta detrás del hecho de que el Padre tenga sobre nosotras tanto poder, de cómo cualquier excusa (por ejemplo, la minoría de edad) se esgrime para mantener a la mujer en el estatus de subalterna, que le devolvamos la voz a quien la ha perdido (como esta niña, que ni siquiera fue capaz de declarar en el juicio) y que no paremos de quejarnos y luchar para que desaparezcan estas injusticias que nos afectan a todas, que afectan a la mujer. Digan lo que digan, nos llamen lo que nos llamen, se trata de nosotras, se trata de nuestras hijas, se trata de la dignidad de unas personas que representan más de la mitad de la población mundial.
Encantada de no callarme, de no dejar que me hagan callar.
Tenia que comentar, aunque no hay nada que añadir.
ResponderEliminarUna historia horrible, una de miles que pasan ante nuestras embotadas mentes cada día en las noticias.
Gracias por no callarte.
6000 euros por la una...30.000 euros por la otra...caramba, no sabía que la dignidad, la integridad y la vida de las personas tuviese precio...¡que desinformada que estoy!
ResponderEliminarAdemás podrá continuar siendo poli para "proteger" a las personas...¡que belleza!
Completamente de acuerdo, chicas :(
ResponderEliminarsinceramente como es de costumbre; nunca hay justicia para nosotras...
ResponderEliminarNo perdamos la esperanza, no dejemos que estas noticias, que deben estimularnos para luchar, nos incapaciten y nos depriman.
ResponderEliminar¡Ánimo!