Estoy llena de prejuicios.
Me crié en un mundo prejuicioso, con una madre prejuiciosa, en una sociedad prejuiciosa que lo era, sobre todo, porque no conocía sus prejuicios, no los consideraba como tales o no estaba dispuesta a superarlos.
Lo único que puedo decir a mi favor es que yo los voy conociendo poco a poco, los considero denigrantes y estoy deseando dejarlos atrás.
Hace unos meses descubrí, barriendo el fondo de mi inconsciente, que tenía un prejuicio misógino fundamental: me creía todo lo que decían de las feministas. Es decir: no, no me lo creía, ¡pero si yo también soy feminista! ¡pero si encima soy lesbiana! ¡pero si me encantan las mujeres, qué misoginia ni qué niña muerta...!
Pues sí, me lo creía.
No pude seguir negándolo después de lo que ocurrió la última vez que visité la Librería Mujeres para comprar un libro de Historia. La idea de que existiera en Madrid una librería feminista, que además contempla la existencia de las lesbianas, me emocionó desde que supe de ella; y sin embargo, siempre que iba le pedía a mi novia que me acompañara, sin saber por qué.
Aquel día, por suerte, lo comprendí.
Estuvimos fisgoneando por las estanterías, con el gran placer de encontrar sólo libros escritos por o sobre mujeres, hasta que terminamos llevándonos el que habíamos ido a buscar. Cuando fui a pagarlo, sin embargo, surgió un problema: el libro no tenía el precio marcado. Como pertenecía a una colección de la que yo ya tenía un ejemplar, se lo dije a la vendedora que me atendía, por si el precio podía resultarle orientativo. Y entonces ocurrió:
− Oye, Mari (nombre ficticio de la otra vendedora), que esta chica dice que sabe el precio, así que deja de buscar.
Y después, dirigiéndose a mí:
− Si aquí ya ves, otra cosa no, pero confianza... entre nosotras... ¡cómo no vamos a confiar!
Parecerá una tontería, pero en aquel momento yo me di cuenta de que esperaba que aquellas mujeres se comportasen según lo que dicen de ellas: que fueran hostiles, materialistas, desconfiadas, misántropas... Sin embargo, la que me hablaba era una mujer mayor, con el pelo cano, que me miraba con ternura y que suspiraba con una gran calma interior. No estaba crispada, ni me miraba de arriba abajo, ni dudó un sólo instante de mí.
Obviamente.
Me dolió mucho darme cuenta de que todos esos prejuicios misóginos anidaban dentro de mí. Me avergoncé de ser yo la desconfiada con otras mujeres, me avergoncé de haber sido aleccionada en ello y de resultar una alumna ejemplar.
Pero es así. Desde que soy lesbiana y me he ido acercando poco a poco al feminismo y a las mujeres, montones de prejuicios semejantes han surgido de mí. Suerte que no tengo la más mínima intención de mantenerlos y que, según voy siendo consciente de su existencia, me esfuerzo por alejarlos y hacerlos desaparecer. Y me siento orgullosa: no soy responsable de lo que otros me inculcaron, de los prejuicios estructurales de nuestra sociedad; pero sí lo soy de no repensarlos, de no contrastarlos con la realidad, de mantenerlos en mi interior.
Encantada de no hacerlo más.
Me crié en un mundo prejuicioso, con una madre prejuiciosa, en una sociedad prejuiciosa que lo era, sobre todo, porque no conocía sus prejuicios, no los consideraba como tales o no estaba dispuesta a superarlos.
Lo único que puedo decir a mi favor es que yo los voy conociendo poco a poco, los considero denigrantes y estoy deseando dejarlos atrás.
Hace unos meses descubrí, barriendo el fondo de mi inconsciente, que tenía un prejuicio misógino fundamental: me creía todo lo que decían de las feministas. Es decir: no, no me lo creía, ¡pero si yo también soy feminista! ¡pero si encima soy lesbiana! ¡pero si me encantan las mujeres, qué misoginia ni qué niña muerta...!
Pues sí, me lo creía.
No pude seguir negándolo después de lo que ocurrió la última vez que visité la Librería Mujeres para comprar un libro de Historia. La idea de que existiera en Madrid una librería feminista, que además contempla la existencia de las lesbianas, me emocionó desde que supe de ella; y sin embargo, siempre que iba le pedía a mi novia que me acompañara, sin saber por qué.
Aquel día, por suerte, lo comprendí.
Estuvimos fisgoneando por las estanterías, con el gran placer de encontrar sólo libros escritos por o sobre mujeres, hasta que terminamos llevándonos el que habíamos ido a buscar. Cuando fui a pagarlo, sin embargo, surgió un problema: el libro no tenía el precio marcado. Como pertenecía a una colección de la que yo ya tenía un ejemplar, se lo dije a la vendedora que me atendía, por si el precio podía resultarle orientativo. Y entonces ocurrió:
− Oye, Mari (nombre ficticio de la otra vendedora), que esta chica dice que sabe el precio, así que deja de buscar.
Y después, dirigiéndose a mí:
− Si aquí ya ves, otra cosa no, pero confianza... entre nosotras... ¡cómo no vamos a confiar!
Parecerá una tontería, pero en aquel momento yo me di cuenta de que esperaba que aquellas mujeres se comportasen según lo que dicen de ellas: que fueran hostiles, materialistas, desconfiadas, misántropas... Sin embargo, la que me hablaba era una mujer mayor, con el pelo cano, que me miraba con ternura y que suspiraba con una gran calma interior. No estaba crispada, ni me miraba de arriba abajo, ni dudó un sólo instante de mí.
Obviamente.
Me dolió mucho darme cuenta de que todos esos prejuicios misóginos anidaban dentro de mí. Me avergoncé de ser yo la desconfiada con otras mujeres, me avergoncé de haber sido aleccionada en ello y de resultar una alumna ejemplar.
Pero es así. Desde que soy lesbiana y me he ido acercando poco a poco al feminismo y a las mujeres, montones de prejuicios semejantes han surgido de mí. Suerte que no tengo la más mínima intención de mantenerlos y que, según voy siendo consciente de su existencia, me esfuerzo por alejarlos y hacerlos desaparecer. Y me siento orgullosa: no soy responsable de lo que otros me inculcaron, de los prejuicios estructurales de nuestra sociedad; pero sí lo soy de no repensarlos, de no contrastarlos con la realidad, de mantenerlos en mi interior.
Encantada de no hacerlo más.
Me parece muy valiente el reconocer los propios prejuicios para ir superándolos. No todo el mundo es capaz de hacerlo, pues ante la consciencia de uno de ellos, tendemos a negarlo y a echar kilos de tierra por encima. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarCreo que todxs tenemos prejuicios de algún tipo. Me pasó algo parecido a lo que contás, pero con una señora que vive en la calle. Se me acercó bruscamente y por un instante como que me asusté... Abrió la palma de su mano donde tenía unas monedas y me dijo "señorita, ¿cuanto tengo acá?". Le dije cuanto y se dio vuelta para decirle a la señora que atendía la despensa "deme $1,25de mandarinas". Me sentí tan mal y tan avergonzada que lloré por un buen rato...
ResponderEliminarQue bueno es ir reconociendo los errores, jeje =D ¡muy bien por vos!
qué bueno que puedas liberarte de todo eso que a veces venimos arrastrando de nuestra crianza y que nos pesan como bolsas de arena que nos impiden avanzar
ResponderEliminaryo lo he hecho desde jovencita, sin demasiada consciencia, por llevar la contra nada más
:)
Gracias por vuestros comentarios, es muy agradable recibir tanta comprensión cuando una se siente un desecho... :S
ResponderEliminarMe emocionó mucho tu historia, Julieta. Duele bastante reconocer esas reacciones en nosotras mismas, pero está bien que permanezcamos atentas para que no vuelvan a suceder.