domingo, 12 de octubre de 2008

La voz

Los modelos sobre el proceso de desarrollo de la identidad homosexual que conozco suelen considerar una primera fase de “sensibilización”, en la cual se suceden pensamientos, sentimientos y experiencias que nos hacen “sospechar” que algo no va como debería, aunque todavía no sepamos que ese “algo” es nuestra orientación sexual. Esta fase de sensibilización tiene una duración variable, ya que la asunción de la homosexualidad no es nunca repentina, y además, suele ser más tardía en las mujeres.

En mi experiencia, hay un elemento de mi etapa de sensibilización que destaca por encima de los demás por su extrañeza, su magia y, sobre todo, por constituir una muestra de nuestra poderosa sabiduría interior. Durante años lo oculté como una falta, como algo terrible que sin embargo vivía en mi cabeza, como una vergüenza que me provocaba un terror genuino, como lo incomprensible, lo inexplicable; como la verdad. Si alguna vez, a escondidas, decidí ponerle nombre, este fue tan indefinido como mi experiencia: se trataba, sencillamente, de “la voz”.

Ocurría siempre que creía haberme enamorado de un chico. Recuerdo especialmente aquella vez en que tenía catorce años y pensaba que había descubierto a mi hombre ideal en uno de mis compañeros del colegio, un chico tímido, con gafas y un tanto enrevesado del que me llamaba la atención su manera de hablar. En mi mente permanece intacta la imagen de aquella tarde en la que escribía en mi diario, sentada en la mesa de mi habitación, explicando lo mucho que me gustaba, describiendo la forma de sus manos, la ropa que llevaba puesta la última vez que lo había visto y cuántos hijos había decidido que tendríamos juntos.

Estaba yo tan inspirada, tan concentrada en mi propia historia, tan arrebatada por el romanticismo adolescente, que me quedé clavada en la silla cuando escuché la voz. “Todo es mentira”, decía. “Ese chico no te gusta, no estás enamorada de ese chico, lo que sientes no es amor”. Lo peor de aquella voz es que hablaba como yo lo habría hecho, utilizaba mi mismo timbre para pronunciar unas palabras en las que yo no creía, que no sabía qué significaban y que, sin embargo, salían de mí, eran parte de mí hasta el punto de que aquella voz tan ajena parecía mi propia voz.

Cada vez que encontraba un candidato a mi hombre ideal, la voz reaparecía con la misma cantinela. “Todo es mentira”. Era su frase preferida. La repetía una y otra vez, una y otra vez cada vez que me perdía en mis ensoñaciones, que juraba en mi diario haber conocido a un chico especial, cada vez que imaginaba cómo sería salir con él, nuestra relación, nuestra vida, la voz estaba allí para recordarme que todo era mentira, que yo no sentía amor, que nunca ocurriría eso con lo que yo soñaba, que no era real, que no, que no, que no. Por supuesto, su insistencia me hizo plantearme varias veces si aquella voz en mi cabeza, quienquiera que fuese, tendría razón. Si cabía una posibilidad de que aquel universo de ensoñaciones juveniles, aquellos arrebatos románticos, no fuesen más que un producto de mi imaginación, de manera que lo que yo pensaba que estaba ocurriendo no fuera real.

En esos momentos de confusión extrema, de torpeza ansiosa que busca a tientas una luz, me preguntaba qué motivos podría haber para que yo no fuese ser capaz de enamorarme de verdad. Porque esa era la sensación que me quedaba, tras sufrir los asedios de la voz durante días, la sensación de que era incapaz de amar. ¿Cómo podía ocurrir? ¿Cómo podía ser yo, tan romántica y sensible como me creía, incapaz de amar? Y la única respuesta que me pude dar en aquellos días, durante los muchos años que duró la voz, era que yo, en el fondo, no era más que una niñata caprichosa, que me enamoraba de unos y de otros de manera aleatoria y superficial, y que después de conseguirlos desaparecía toda la emoción de la conquista y yo me lanzaba en busca de una presa mejor. De esta respuesta, claro, se deducía un juicio moral implacable: yo era mala, muy mala persona, o mejor, muy mala mujer, una perdida más entre todas las perdidas, algo terrible de lo cual sacaba una clara enseñanza. Debía cambiar.

No deja de resultarme curioso cómo la voz no sólo no consiguió guiarme por otros caminos más adecuados sino que me acabó avocando con más fuerza si cabe a cometer el mismo error. Porque cada vez que me enamoraba de un chico nuevo, y la voz, con sus frasecitas, volvía a estar ahí, yo me empeñaba en que aquel sería el definitivo, mantenía viva una llama más artificial que las olímpicas, me esforzaba cada minuto en convencerme de que aquello era amor verdadero, de que esta vez le ganaría la batalla a la voz, de que pronto se harían realidad todas mis fantasías, de que me sentiría bien siendo correspondida y la voz se esfumaría para siempre.

Sobra decir que esto nunca ocurrió.

A veces me pregunto por qué no fui capaz de darme la respuesta de que todo era mentira porque yo no podía amar sino a una mujer. Me pregunto por qué opté por sentirme tan culpable, tan pérfida y manipuladora, cuando se ve a la legua que yo nunca he sido nada de eso, que era la más pánfila de las enamoradas, que mi pasión era tan falsa como inocua, que no pude convertirla más que en arte mediocre y no en la tragedia terrible que vaticinaba a partir de la voz. Pero supongo que en el fondo, esa culpabilidad, esa idea de que yo era “mala”, formaba también parte de mi periodo de sensibilización. Me indicaba, de alguna manera, que lo que en realidad me pasaba para muchas personas no estaba bien.

A veces me pregunto, sorprendida, de dónde salió aquella voz. ¿Quién me mostraba, tan sabia, tan clara, el camino hacia mi verdadero yo? ¿Cómo podía tener una voz así dentro de mi cabeza? ¿Por qué sabía ella quién era si mi identidad era para mí misma una incógnita brutal? Y lo único que sé responderme, ahora, tras varios años libre de la voz que tanto me atormentaba, es que lo que yo escuchaba era lo que algunos llaman el guía interior, la voz del inconsciente o, incluso, del mismo Dios. Para mí, tal y como me parecía en un principio, aquella voz era la mía, era yo misma allanándome el camino, una yo misma más intuitiva y sabia que la yo misma que finalmente actuaba, pero una parte de mí al fin y al cabo, la misma parte de mí que ahora descansa una vez que me ha visto arribar al puerto de mi yo real.

Encantada de haber comprendido el mensaje de mi propia voz.

4 comentarios:

  1. Desde luego, como muy bien sugiere tu post, poseemos una sabiduría interior que sólo quiere porcurar nuestro bien. Escucharla y atenderla es una de las tareas más importantes que debemos aprender a llevar a cabo, porque si no pueden surgir los malentedidos, y con ellos el dolor que, en tu caso, te causó a ti interpretar esa voz como la advertencia de tu ser caprichoso y superficial, cuando en realidad no era sino la advertencia de que debías cambiar el objeto de tu amor para poder ser tú plenamente. ¡Eres sabia, Encantada!

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  2. mmm, la voz de dios? qué interesante... y raro

    yo digo que un duende me toca el hombro... o incluso que dios a veces me toca el hombro para advertirme de algo

    curioso, no?

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  3. Hola Encantada,

    Me llamo poderosamente la atencion este post.

    Yo tambien recibo visitas frecuentes de esa misma voz que me despoja de toda careta y me dice a la cara mi realidad.

    A veces es muy crudo, a veces no la quiero escuchar, pero definitivamente si me hace reflexionar muchisimo acerca de mis propios motivos para actuar.

    En este mismo momento, me esta gritando tan fuerte que apenas y puedo escuchar mi pripia voz... y me tiene completamente amedrentada.

    Saludos!

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  4. Lo de la voz de dios lo he oído por ahí... obviamente, no es mi caso.

    Por otro lado, claro que la voz interior existe dentro de cada persona, es nuestra guía, nuestro inconsciente o lo que cada uno decida que le habla. Y, efectivamente, escucharla y atenderla son tareas vitales fundamentales.

    ¡En ello estamos!

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¡Encantada de leerte!