lunes, 29 de diciembre de 2008

Dar la cara

Hace poco me hice con este libro y desde entonces no para de darme gratas sorpresas, motivos para reflexionar, nuevos conocimientos y un largo etcétera de estupendos regalos para mi yo lésbico. Uno de ellos lo encontré en el artículo de Empar Pineda que abre el volumen (“Mi pequeña historia sobre el lesbianismo organizado en el movimiento feminista de nuestro país”), un recorrido histórico sorprendente y sumamente esclarecedor. Puede que sea solo un detalle dentro de un texto tan interesante, pero hubo algo que a mí me llamó muchísimo la atención y me hizo pensar. Y es que, entre tantas luces para alumbrar la ignorancia, Empar Pineda enciende una pequeña bombillita al explicar, de manera divertida y rigurosa, que en los años 70 y 80 los homosexuales no hablaban de “salir del armario” sino de “dar la cara”. Y aunque sea solo una cuestión de denominaciones, el descubrimiento me gustó.

“Salir del armario” es una expresión que tiene sus pros y sus contras. A favor de la misma yo diría que está el hecho de que sea algo acuñado por y para la comunidad homosexual, que haga referencia a nuestra experiencia de manera específica, visibilizando una particularidad propia de nuestra condición, por la cual el manejo de nuestra información personal, la revelación y el secreto suelen ser asuntos centrales en nuestras vidas. Alrededor de esta expresión, por otra parte, se ha creado toda una alegoría partiendo de la idea del “armario”: que si tiene doble fondo, que si hay más de uno, que si abrir las puertas, que si sacar a los que se refugian dentro, etc, etc. Sin embargo, a muchas personas homosexuales la metáfora les crea cierta desazón: ¿por qué estamos dentro del armario de serie? ¿cómo es de pronto aparecemos allí? ¿por qué la sociedad no tiene en cuenta nuestra existencia en lugar de obligarnos a dar explicaciones a cada paso? ¿por qué una revelación detrás de otra y no algo más fluido, con menos puertas, dobles fondos y angustias en su interior?

Por su parte, “dar la cara” es una frase hecha que se utiliza en muchísimos contextos, que no viene marcada como propia de la comunidad homosexual y cuyo significado varía enormemente según la situación en que se utilice. Sin embargo, y a pesar de su inespecificidad, presenta algunas connotaciones positivas que creo que le otorgan mucha fuerza. Por un lado, “dar la cara” conlleva un gesto lleno de valentía que, además, resulta fundacional: la historia empieza cuando uno decide dar la cara, no acaba cuando se sale del armario; cuando uno da la cara comienza a construirse un camino que le lleva hacia delante, cuando se sale del armario el acento está puesto en la huida de un lugar en principio no pedido, no construido e incluso negado. Por otro lado, “dar la cara” tiene un matiz colectivo que no presenta “salir del armario”: uno da la cara por sí mismo, pero también por los demás, unos demás sin cara que pueden pertenecer o no a la comunidad homosexual, que incluso pueden formar parte de grupos más amplios por los que también se da la cara, queriéndolo o no, y a los que se ayuda a avanzar con nuestro gesto. Finalmente, “dar la cara” implica la decisión de compartir algo que alguien posee de forma muy obvia, tan obvia como su propia cara. Y esto me gusta porque resta importancia al hecho de que las personas homosexuales “guardemos nuestro secreto” y lanza la pelota al tejado de la sociedad, incapaz de ver la diversidad que todos los seres humanos llevamos pintada en la cara.

En fin, un pequeño gran hallazgo en un pequeño gran artículo.

¡Encantada de seguir decidiéndome a dar la cara!

sábado, 27 de diciembre de 2008

Reflexiones sobre el depredador interior

La autora del libro Mujeres que corren con los lobos, Clarissa Pinkola Estés, explica que en nuestra psique existe una figura innata que ella, dentro de la estructura simbólica que crea alrededor de la Mujer Salvaje, considera un depredador natural: el depredador interior. Sin embargo, yo pienso que lo que existe de manera innata es tan sólo la posibilidad de ese depredador, posibilidad que se actualiza cuando el depredador surge de la interacción entre el interior y el exterior de nuestra mente. Y lo creo porque en mi cabeza existen tres depredadores interiores básicos, y estoy absolutamente segura de que cuando nací no estaban ahí.

Mi primer depredador se dedica a devorar la seguridad que debería tener en mí misma. Y creo que este depredador ha surgido en mi mente como resultado de mi asimilación interior de la educación autoritaria exterior que he recibido. Desde niña se me enseñó que no estaba bien tomar decisiones por una misma, que los proyectos que se me ocurrían eran locos y descabellados y que, por tanto, debían pasar por el filtro de la opinión ajena para evitar que los llevara a cabo. Pienso que este depredador surgió de esto y no de otra cosa porque la educación autoritaria no extendió sus tentáculos por igual a todos los ámbitos de mi vida, de manera que en aquellos en los que se me dejó mayor libertad hoy gozo de un nivel de autoconfianza que se podría calificar, al menos, como digno.

Mi segundo depredador trata de impedir que haga uso de mi libertad y mi autonomía de una manera sana. Para mí, este depredador ha surgido del manejo que se ha hecho en mi entorno del sentimiento de culpa. Ante cualquier decisión incómoda, diferente, cuestionadora (decisiones bastante abundantes en mi biografía y que no hacen sino aumentar), la reacción siempre tenía forma de reproche, de chantaje emocional, de amenaza. Y de ahí esa permanente sensación de miedo que me invade en los momentos más críticos de mi vida, sensación que no viene provocada por la lógica incertidumbre, la desazón ante lo desconocido o las posibles consecuencias inesperadas de mis actos (los cuales suelen estar concienzudamente planeados, por cierto), sino por mi propio depredador interior, el cual me ha llevado a creer que el uso de mi libertad y mi autonomía siempre conlleva un daño para las personas que me rodean, y que por lo tanto, debe ser un uso discreto, reducido o sencillamente nulo tanto para evitar ese daño como para no minar mi autoconcepto, es decir, para no tener que pensar de mí misma que soy una mala persona.

Mi tercer depredador es casi un recién nacido en mi vida, y sin embargo, ha aprendido muy bien cuál es su presa: mis sentimientos de orgullo, dignidad y capacidad ante el hecho de ser lesbiana. A pesar de la educación homófoba que todos recibimos, yo creo que este depredador ha surgido, en mi caso, a partir del rechazo y la violencia que he sufrido desde que me decidí a exteriorizar esos sentimientos. Y estoy segura de ello porque mantenerlos a flote me cuesta una batalla cada día, algo que podría haberme ahorrado si los hubiese podido construir con los demás y no a pesar de los demás. Por supuesto, este depredador no es más que el cachorro de los otros dos, ya que dudo mucho que pudiera haber surgido en mi mente si esta no hubiese estado previamente abonada por la falta de confianza en mí misma y el miedo y la duda constante hacia mis propias decisiones. Por otro lado, cada vez estoy más convencida de que este depredador es bicéfalo, y que no sólo muerde las emociones positivas que me crea el hecho de ser lesbiana, sino también las que siento cuando me reconozco como mujer.

Pero mi intención no es contradecir a la autora del libro, sino simplemente aplicar sus ideas a mi caso particular. Porque, de hecho, creo que es hasta correcto presentar al depredador de la psique como un depredador innato, natural, ya que este está presente en la mente de la mayoría de las personas. A partir de esta idea podemos preguntarnos por qué una figura psicológica que no es innata ha llegado a naturalizarse de esa manera. Para mí, el problema está en nuestras culturas, no en nuestras mentes: no somos los individuos aislados los que estamos en peligro, sino toda la sociedad la que enferma cada día de la mordedura del depredador. ¿Podríamos entonces erradicar al depredador interior? Yo creo que no, y ni siquiera creo que fuera deseable; pero lo que sí considero que podría ser posible es reducir el número de depredadores mentales, enseñar a las personas a controlarlos, no producirlos de manera estructural en la sociedad, minimizar sus daños, las interacciones malévolas, el dolor. Y pienso que las personas que más los sufrimos, las personas que, no obstante, nos damos cuenta de su existencia y de los daños que nos causa, somos las personas que más podemos contribuir a mejorar nuestra situación personal y colectiva ganándole batalla tras batalla al depredador.

Encantada (y armada hasta los dientes) para intentarlo.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Navideñas

Este año, mi novia y yo estamos muy navideñas. Y es curioso, porque al menos la que suscribe llevaba casi una década haciéndole el boicot a estas fechas, y en especial, a toda la decoración moña con la que mi madre se empeñaba en ambientar la casa. Pero este año me prometí a mí misma que no pasaría la navidad sin, al menos, un árbol, y lo he conseguido:

Claro que no ha sido fácil, porque durante unos días pareció que todos los objetos navideños habían decidido hacernos el boicot a nosotras en justa venganza por el ostracismo al que los habíamos sometido en los últimos años. Aviso para navegantas: en Madrid es casi imposible encontrar un abeto de plástico a partir del día veinte de diciembre (en realidad, yo sospecho que los abetos ya están agotados allá por el quince de agosto, al poco de empezar a anunciar la lotería de navidad), así que quien decida buscarlo en esa fecha, tendrá que recorrerse una media de cinco o seis centros comerciales, a ser posible en un par de tardes (pues de lo contrario comprobará no sólo que ya no queda un puñetero árbol en la ciudad con más superficie comercial de España, sino que a medida que pasan las horas, los adornos navideños van decayendo en progresión exponencial, con lo que, cuando por fin una logra hacerse con el último abeto de la última tienda, no tiene nada con qué adornarlo).

Y hablo por propia experiencia, que no quedaban adornos ni en el Ikea (!).

Lo bueno de todas estas adversidades es que lograron aumentar nuestras ansias navideñas, haciendo realidad el milagro de que nos desplazásemos al centro de Madrid en plenas “semanas prohibidas”. Mi novia, en especial, se desayunó sus propias advertencias (“este año no pienso ir a Sol en todas las navidades”, “¿a la Plaza Mayor? ¿yo? ¡nunca más en la vida!”), y me llevó de la mano por todos los puestecitos navideños más contenta que unas castañuelas. Segunda advertencia para navegantas: si te quedaste sin adornos para tu árbol y la Plaza Mayor es tu última opción de compra, prepara un buen fondo de billetes porque allí los precios sencillamente triplican los de cualquier otro sitio que hubieras visitado antes (sí, sí, aquellos sitios en los que no había árboles pero sí unos adornos muy monos que luego desaparecieron cuando al fin tenías dónde ponerlos).

Menos mal que al lado de nuestra casa hay un chino muy cuco donde estaban todos los adornos de la Plaza Mayor a mitad de precio. Con excepción, claro está, de nuestro precioso muñeco de nieve navideño: lleva dos días pegado en la puerta de casa... ¡y todavía no nos lo han robado!

¡Encantada con el espíritu navideño!

lunes, 8 de diciembre de 2008

De la Mujer y otros mitos (II)

De todos estos mitos, ninguno está más anclado en los corazones masculinos que el del “misterio” femenino. Tiene un montón de ventajas. Para empezar, permite explicar de balde todo lo que parece inexplicable; el hombre que no “entiende” a una mujer, está feliz de transformar una deficiencia subjetiva en resistencia objetiva; en lugar de admitir su ignorancia, reconoce la presencia de un misterio ajeno a él: explicación que alimenta tanto la pereza como la vanidad.

Con seguridad, la mujer es misteriosa, “misteriosa como todo el mundo”, en palabras de Maeterlinck. Cada cual sólo es sujeto para sí; sólo puede captarse a sí mismo en su inmanencia: desde ese punto de vista, el otro siempre es misterio. Pero lo que se llama misterio no es la soledad subjetiva de la conciencia, ni el secreto de la vida orgánica. La palabra adquiere todo su sentido cuando hablamos de comunicación: no se reduce al puro silencio, a la noche, a la ausencia; implica una presencia balbuciente que fracasa al manifestarse. Decir que la mujer es un misterio es decir, no que calla, sino que su lenguaje no es escuchado; está ahí, pero oculta bajo unos velos. ¿Quién es ella? ¿Un ángel, un demonio, una inspirada, una actriz? Suponemos, o bien que estas preguntas tienen respuestas imposibles de descubrir, o más bien que ninguna es adecuada, porque el ser femenino implica una ambigüedad fundamental; en su corazón, es indefinible para ella misma: una esfinge.

El hecho es que le daría mucho trabajo decidir quién es; la pregunta no tiene respuesta, pero no porque la verdad oculta sea demasiado cambiante para dejarse atrapar, sino porque en este terreno no hay verdad. Un existente no es nada más que lo que hace; lo posible no sobrepasa la realidad, la esencia no precede a la existencia: en su pura subjetividad, el ser humano no es nada. Se mide con sus actos. De una agricultora se puede decir que es buena o mala trabajadora, de una actriz que tiene o no talento, pero si consideramos a una mujer en su presencia inmanente, no podemos decir absolutamente nada de ella, está más acá de cualquier calificación.

Sin embargo, el Misterio femenino, tal y como lo reconoce el pensamiento mítico, es una realidad más profunda: está inmediatamente implicado en la mitología de la Alteridad absoluta. Observemos que no se considera “misterioso” al ciudadano norteamericano, que sin embargo, desconcierta profundamente al europeo medio: más modestamente, se afirma no comprenderlo; así, la mujer no siempre “comprende” al hombre, pero no existe el misterio masculino; es porque la rica América, el varón, están del lado de los Amos, y el Misterio es propiedad del esclavo.

El mito de la mujer es un lujo. Sólo puede aparecer si el hombre se libra del apremio de sus necesidades; cuanto más concretamente vive estas relaciones, menos las idealiza. El fellah del Antiguo Egipto, el campesino beduino, el artesano de la Edad Media, el obrero contemporáneo tienen, inmersos en las necesidades del trabajo y de la pobreza, relaciones demasiado definidas con la mujer singular que es su compañera como para dotarla de un aura fasta o nefasta. Las épocas y las clases a las que se les concedía el privilegio de soñar alzaron las estatuas negras y blancas de la feminidad. Pero el lujo tiene también una utilidad: la superación de la experiencia hacia la Idea trascendente es un paso deliberado de la sociedad patriarcal con fines de autojustificación; a través de los mitos, imponía a los individuos sus leyes y sus costumbres de una forma gráfica y sensible; el imperativo colectivo se insinuaba en cada conciencia en una forma mítica. Cada cual puede encontrar en ellos una sublimación de sus modestas experiencias: los unos, engañados por la mujer amada, declaran que es un útero rabioso; los otros están obsesionados por la idea de su impotencia viril y transforman a la mujer en Mantis Religiosa; aquellos se complacen en compañía de su mujer, que se transforma así en Armonía, Reposo, Tierra, nutricia. El afán de eternidad con poco gasto, de un absoluto de bolsillo, que encontramos en la mayor parte de los hombres, se sacia con mitos. La menor emoción, una contrariedad se convierte en el reflejo de una Idea intemporal; esta ilusión halaga agradablemente la vanidad.

El mito es una de esas trampas de la falsa objetividad en las que la seriedad cae con los ojos cerrados. Se trata una vez más de sustituir la experiencia vivida y las libres opiniones que exige por una ideología estereotipada. El mito de la Mujer sustituye las relaciones auténticas con un existente autónomo por la contemplación inmóvil de un espejismo. El hombre no tendría nada que perder, todo lo contrario, si renunciara a disfrazar a la mujer de símbolo. Los sueños, cuando son colectivos y dirigidos, son muy pobres y monótonos comparados con la realidad viva. Reconocer en la mujer a un ser humano no es empobrecer la experiencia del hombre: no perdería nada de su diversidad, de su riqueza, de su intensidad si se asumiera en intersubjetividad; rechazar los mitos no es destruir toda relación dramática entre los sexos, no es negar los significados que se revelan auténticamente al hombre a través de la realidad femenina; no es suprimir la poesía, el amor, la aventura, la felicidad, el sueño: es simplemente pedir que conductas, sentimientos, pasiones se fundamenten en la verdad.

A los ojos de lo hombres, y para la legión de mujeres que ven por sus ojos, no basta con tener un cuerpo de mujer, ni con asumir como amante, como madre, la función de hembra para ser una “mujer mujer”; a través de la sexualidad y la maternidad, el sujeto puede reivindicar su autonomía; la “mujer mujer” es la que se acepta como Alteridad. En la actitud de los hombres de nuestros días hay una duplicidad que crea en la mujer un desgarramiento doloroso; aceptan de forma bastante extendida que la mujer sea una semejante, una igual; no obstante, le siguen exigiendo que sea lo inesencial; para ella, estos dos destinos son irreconciliables; duda entre uno y otro sin adaptarse exactamente a ninguno, y de ahí viene su falta de equilibrio. En el hombre no hay ninguna cesura entre vida pública y vida privada: cuanto más afirma en la acción y en el trabajo su control sobre el mundo, más viril parece; en él, los valores humanos y los valores vitales se confunden; en cambio, los éxitos autónomos de la mujer están en contradicción con su feminidad, pues se pide a la “mujer mujer” que se convierta en objeto, que sea Alteridad.

Ahora es muy difícil para las mujeres asumir a un tiempo su condición de individuo autónomo y su destino femenino; es la fuente de estas torpezas y malestares que a veces las presentan con un “sexo perdido”. De todas formas, la vuelta al pasado no es posible ni tampoco deseable. Lo que hay que esperar es que los hombres, por su parte, asuman sin reservas la situación que se está creando; sólo entonces podrá vivir la mujer sin desgarrarse.

Simone de Beauvoir, El segundo sexo.

Encantada.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Maneras de ser mamá (lesbiana)

Cuando pienso en ser mamá, en mi mente surgen miles de preguntas; pero una de mis preferidas, por lo bien que me hace sentir es: ¿cómo? Es decir: ¿qué clase de mamá? Y no me refiero a buena, mala o regular, sino a la riqueza de posibilidades que nos brinda la maternidad lésbica.

Después de visitar numerosos blogs de mamás lesbianas y compartir sus experiencias, he elaborado una clasificación de la maternidad lésbica, que como cualquier otra resulta incompleta y no puede abarcar la multitud de experiencias reales en las que se ha inspirado. En cualquier caso, creo que puede servir como fuente de reflexión para todas las que anden cavilando sobre el tema, y como homenaje para las que ya pasaron del dicho al hecho y nos van allanando el camino a las demás.

A. MATERNIDAD BIOLÓGICA
.
Dentro de esta categoría pueden incluirse todas aquellas posibilidades tradicionalmente relacionadas con la maternidad biológica, que en el caso de la maternidad lésbica pueden separarse y compartirse entre dos mamás, o no.

1. Maternidad genética
Este tipo de maternidad tiene lugar cuando una mamá comparte con su hijo o hija su material genético, lo cual ocurre siempre que esa mamá haya aportado uno o varios óvulos para la gestación. Las variantes dentro de esta posibilidad son:

a) Maternidad genética y de gestación
Este es el caso más conocido, en el cual, la mamá que aporta el óvulo es la mamá que lleva al bebé en su interior durante todo el periodo gestacional (embarazo).

b) Maternidad genética
En este caso, la mamá que presta el óvulo no es la que se queda embarazada, de manera que el embarazo lo llevaría a cabo la otra mamá. Esta posibilidad no existe en todos los países; por ejemplo, en España y hasta donde yo tengo entendido, las mujeres no podemos donar óvulos a otra mujer en concreto, ni siquiera aunque esta sea la mujer con la que estamos casadas. Este hecho constituye una discriminación, ya que los hombres sí pueden donar semen a una mujer en concreto, estén o no casados con ella, siempre que asuman la paternidad del bebé. Acabar con esta situación es uno de los retos que la comunidad lesbiana tiene por delante.

2. Maternidad biológica no genética
No toda la maternidad que incluye lazos biológicos incluye necesariamente lazos genéticos. Este hecho, para las parejas lesbianas, representa la posibilidad de compartir o disociar algunas de las tareas generalmente unidas en la concepción tradicional de maternidad.

a) Maternidad de gestación
Este sería el caso complementario al anterior: la mamá de gestación no cmparte lazos genéticos con su bebé, ya que el óvulo ha sido proporcionado por la otra mamá, pero indudablemente comparte lazos biológicos, al haberlo llevado durante todo el embarazo en su interior, con todo lo que esto conlleva.

b) Maternidad por lactancia
Esta posibilidad permite a cualquier mamá, del tipo que sea, establecer lazos biológicos con su bebé amamantándolo. Cualquier mujer, haya dado a luz o no, puede llegar a segregar leche en cantidades suficientes como para alimentar a un bebé. Para ello, necesita recibir estímulos, sobre todo por parte de su niño o niña, y también apoyo suficiente por parte de quien la rodea. Por tanto, en una pareja lesbiana, ambas mamás podrían amamantar a su bebé, independientemente de los lazos genéticos que tengan entre sí, o de que estos existan siquiera.


B. MATERNIDAD POR ADOPCIÓN
.
En esta categoría se incluyen las distintas combinaciones que surgen cuando entre madres e hijos o hijas media un vínculo no biológico, apenas reconocido legalmente y que, en caso de estarlo, se denomina adopción. Las mamás que escogen esta forma de maternidad suelen llamarse “madres adoptivas” o “adoptantes” (el segundo término es preferido porque connota mayor implicación). No obstante, y debido a la carencia de un reconocimiento legal de este vínculo en muchos países, con todos los inconvenientes que ello implica, algunas mujeres han escogido denominarse “madres por opción”.

1. Individual
En este caso, sólo una mamá tiene el vínculo adoptivo, lo cual puede tener lugar en el contexto de una mamá soltera o bien de una pareja. Si la situación es esta última, la pareja de la mamá adoptiva podría ser mamá genética y de gestación o sólo de gestación, de manera que la mamá genética estaría reconocida como madre adoptiva y no como madre biológica. Este es otro de los retos de la comunidad lesbiana: conseguir que se reconozca la posibilidad de una maternidad biológica compartida, y que no se obligue a la madre no gestante a aparecer como madre de adopción cuando cualquier prueba de adn desmentiría esta situación legal. Dependiendo de la legislación de cada país, este derecho puede no ser sólo cuestión de dignidad, sino una medida de protección de muchas familias lesbianas.

2. Compartida
Esta situación tiene lugar cuando las dos mamás tienen un vínculo de adopción con sus hijos o hijas. Nuevamente, puede que sólo una de ellas vea reconocida legalmente su maternidad, aunque también es posible que las dos puedan adoptar. En España, este último caso es posible sólo dentro del matrimonio, lo cual también constituye una discriminación, ya que una pareja heterosexual puede adoptar sin estar casada, lo cual evidencia, nuevamente, que la igualdad legal de la comunidad homosexual va más allá del matrimonio.

¿Alguien da más?
¡Encantada!