La autora del libro Mujeres que corren con los lobos, Clarissa Pinkola Estés, explica que en nuestra psique existe una figura innata que ella, dentro de la estructura simbólica que crea alrededor de la Mujer Salvaje, considera un depredador natural: el depredador interior. Sin embargo, yo pienso que lo que existe de manera innata es tan sólo la posibilidad de ese depredador, posibilidad que se actualiza cuando el depredador surge de la interacción entre el interior y el exterior de nuestra mente. Y lo creo porque en mi cabeza existen tres depredadores interiores básicos, y estoy absolutamente segura de que cuando nací no estaban ahí.
Mi primer depredador se dedica a devorar la seguridad que debería tener en mí misma. Y creo que este depredador ha surgido en mi mente como resultado de mi asimilación interior de la educación autoritaria exterior que he recibido. Desde niña se me enseñó que no estaba bien tomar decisiones por una misma, que los proyectos que se me ocurrían eran locos y descabellados y que, por tanto, debían pasar por el filtro de la opinión ajena para evitar que los llevara a cabo. Pienso que este depredador surgió de esto y no de otra cosa porque la educación autoritaria no extendió sus tentáculos por igual a todos los ámbitos de mi vida, de manera que en aquellos en los que se me dejó mayor libertad hoy gozo de un nivel de autoconfianza que se podría calificar, al menos, como digno.
Mi segundo depredador trata de impedir que haga uso de mi libertad y mi autonomía de una manera sana. Para mí, este depredador ha surgido del manejo que se ha hecho en mi entorno del sentimiento de culpa. Ante cualquier decisión incómoda, diferente, cuestionadora (decisiones bastante abundantes en mi biografía y que no hacen sino aumentar), la reacción siempre tenía forma de reproche, de chantaje emocional, de amenaza. Y de ahí esa permanente sensación de miedo que me invade en los momentos más críticos de mi vida, sensación que no viene provocada por la lógica incertidumbre, la desazón ante lo desconocido o las posibles consecuencias inesperadas de mis actos (los cuales suelen estar concienzudamente planeados, por cierto), sino por mi propio depredador interior, el cual me ha llevado a creer que el uso de mi libertad y mi autonomía siempre conlleva un daño para las personas que me rodean, y que por lo tanto, debe ser un uso discreto, reducido o sencillamente nulo tanto para evitar ese daño como para no minar mi autoconcepto, es decir, para no tener que pensar de mí misma que soy una mala persona.
Mi tercer depredador es casi un recién nacido en mi vida, y sin embargo, ha aprendido muy bien cuál es su presa: mis sentimientos de orgullo, dignidad y capacidad ante el hecho de ser lesbiana. A pesar de la educación homófoba que todos recibimos, yo creo que este depredador ha surgido, en mi caso, a partir del rechazo y la violencia que he sufrido desde que me decidí a exteriorizar esos sentimientos. Y estoy segura de ello porque mantenerlos a flote me cuesta una batalla cada día, algo que podría haberme ahorrado si los hubiese podido construir con los demás y no a pesar de los demás. Por supuesto, este depredador no es más que el cachorro de los otros dos, ya que dudo mucho que pudiera haber surgido en mi mente si esta no hubiese estado previamente abonada por la falta de confianza en mí misma y el miedo y la duda constante hacia mis propias decisiones. Por otro lado, cada vez estoy más convencida de que este depredador es bicéfalo, y que no sólo muerde las emociones positivas que me crea el hecho de ser lesbiana, sino también las que siento cuando me reconozco como mujer.
Pero mi intención no es contradecir a la autora del libro, sino simplemente aplicar sus ideas a mi caso particular. Porque, de hecho, creo que es hasta correcto presentar al depredador de la psique como un depredador innato, natural, ya que este está presente en la mente de la mayoría de las personas. A partir de esta idea podemos preguntarnos por qué una figura psicológica que no es innata ha llegado a naturalizarse de esa manera. Para mí, el problema está en nuestras culturas, no en nuestras mentes: no somos los individuos aislados los que estamos en peligro, sino toda la sociedad la que enferma cada día de la mordedura del depredador. ¿Podríamos entonces erradicar al depredador interior? Yo creo que no, y ni siquiera creo que fuera deseable; pero lo que sí considero que podría ser posible es reducir el número de depredadores mentales, enseñar a las personas a controlarlos, no producirlos de manera estructural en la sociedad, minimizar sus daños, las interacciones malévolas, el dolor. Y pienso que las personas que más los sufrimos, las personas que, no obstante, nos damos cuenta de su existencia y de los daños que nos causa, somos las personas que más podemos contribuir a mejorar nuestra situación personal y colectiva ganándole batalla tras batalla al depredador.
Encantada (y armada hasta los dientes) para intentarlo.
Mi primer depredador se dedica a devorar la seguridad que debería tener en mí misma. Y creo que este depredador ha surgido en mi mente como resultado de mi asimilación interior de la educación autoritaria exterior que he recibido. Desde niña se me enseñó que no estaba bien tomar decisiones por una misma, que los proyectos que se me ocurrían eran locos y descabellados y que, por tanto, debían pasar por el filtro de la opinión ajena para evitar que los llevara a cabo. Pienso que este depredador surgió de esto y no de otra cosa porque la educación autoritaria no extendió sus tentáculos por igual a todos los ámbitos de mi vida, de manera que en aquellos en los que se me dejó mayor libertad hoy gozo de un nivel de autoconfianza que se podría calificar, al menos, como digno.
Mi segundo depredador trata de impedir que haga uso de mi libertad y mi autonomía de una manera sana. Para mí, este depredador ha surgido del manejo que se ha hecho en mi entorno del sentimiento de culpa. Ante cualquier decisión incómoda, diferente, cuestionadora (decisiones bastante abundantes en mi biografía y que no hacen sino aumentar), la reacción siempre tenía forma de reproche, de chantaje emocional, de amenaza. Y de ahí esa permanente sensación de miedo que me invade en los momentos más críticos de mi vida, sensación que no viene provocada por la lógica incertidumbre, la desazón ante lo desconocido o las posibles consecuencias inesperadas de mis actos (los cuales suelen estar concienzudamente planeados, por cierto), sino por mi propio depredador interior, el cual me ha llevado a creer que el uso de mi libertad y mi autonomía siempre conlleva un daño para las personas que me rodean, y que por lo tanto, debe ser un uso discreto, reducido o sencillamente nulo tanto para evitar ese daño como para no minar mi autoconcepto, es decir, para no tener que pensar de mí misma que soy una mala persona.
Mi tercer depredador es casi un recién nacido en mi vida, y sin embargo, ha aprendido muy bien cuál es su presa: mis sentimientos de orgullo, dignidad y capacidad ante el hecho de ser lesbiana. A pesar de la educación homófoba que todos recibimos, yo creo que este depredador ha surgido, en mi caso, a partir del rechazo y la violencia que he sufrido desde que me decidí a exteriorizar esos sentimientos. Y estoy segura de ello porque mantenerlos a flote me cuesta una batalla cada día, algo que podría haberme ahorrado si los hubiese podido construir con los demás y no a pesar de los demás. Por supuesto, este depredador no es más que el cachorro de los otros dos, ya que dudo mucho que pudiera haber surgido en mi mente si esta no hubiese estado previamente abonada por la falta de confianza en mí misma y el miedo y la duda constante hacia mis propias decisiones. Por otro lado, cada vez estoy más convencida de que este depredador es bicéfalo, y que no sólo muerde las emociones positivas que me crea el hecho de ser lesbiana, sino también las que siento cuando me reconozco como mujer.
Pero mi intención no es contradecir a la autora del libro, sino simplemente aplicar sus ideas a mi caso particular. Porque, de hecho, creo que es hasta correcto presentar al depredador de la psique como un depredador innato, natural, ya que este está presente en la mente de la mayoría de las personas. A partir de esta idea podemos preguntarnos por qué una figura psicológica que no es innata ha llegado a naturalizarse de esa manera. Para mí, el problema está en nuestras culturas, no en nuestras mentes: no somos los individuos aislados los que estamos en peligro, sino toda la sociedad la que enferma cada día de la mordedura del depredador. ¿Podríamos entonces erradicar al depredador interior? Yo creo que no, y ni siquiera creo que fuera deseable; pero lo que sí considero que podría ser posible es reducir el número de depredadores mentales, enseñar a las personas a controlarlos, no producirlos de manera estructural en la sociedad, minimizar sus daños, las interacciones malévolas, el dolor. Y pienso que las personas que más los sufrimos, las personas que, no obstante, nos damos cuenta de su existencia y de los daños que nos causa, somos las personas que más podemos contribuir a mejorar nuestra situación personal y colectiva ganándole batalla tras batalla al depredador.
Encantada (y armada hasta los dientes) para intentarlo.
me cuesta entender lo que dices... educación autoritaria, manipulación de la culpa... parece que me hablaras de otro siglo, hace muchos muchos años...
ResponderEliminarqué pena que todo eso haya hecho tanta mella en ti, en una personalidad tan rica y compleja
deseo de todo corazón que puedas aumentar tu autoetima y desestimar la culpa, que no sirve absolutamente para nada
besos
En la educación autoritaria hay grados, no hace falta pegar a un niño con cinturón para negarle las iniciativas y mantenerle bajo control. Por otro lado, la manipulación a través de la culpa es un clásico de la educación femenina. Pero bueno, todo eso se va superando... o por lo menos se intenta.
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