Cuando era pequeña solía jugar al cubo de Rubik que tenía mi tío I., uno de los hermanos pequeños de mi madre. A menudo le encontraba enzarzado con el cubo cuando llegábamos de visita a casa de mis abuelos, donde él vivía. Le daba vueltas y vueltas y yo le miraba asombrada, esperando que se produjera el milagro. Algunas veces, quizá de pura desesperación, mi tío I. me prestaba el cubo para que yo también pudiera jugar. Cuando lo sostenía en mis manos sentía que era algo mágico, poderoso, lleno de misterio. Entonces empezaba a darle vueltas sin ton ni son, ante la sonrisa irónica de mi tío, que con toda la superioridad narcisista que otorga la adolescencia trataba de explicarme que el cubo tenía unas reglas, que no consistía en moverlo de cualquier manera sino en seguir una estrategia. Yo le miraba extrañada, pensando que aquello que decía no tenía ningún sentido: al fin y al cabo, dándole vueltas al cubo a mi manera a veces había conseguido juntar dos o tres cuadritos de colores, lo que para mi mente infantil significaba que así era como funcionaba, y no con la reglas de las que hablaba mi tío. Por eso, cada vez que conseguía la hazaña de juntar algunos colores, corría a enseñárselo para mostrarle el divino azar que gobernaba el cubo. Entonces mi tío I. me acariciaba la cabeza, sonriéndome condescendiente.
Hace poco, descubrí que una de mis amigas tenía un cubo de Rubik en su casa. Lo había conseguido gracias a esa extraña moda que nos invade ahora reivindicando los 80, de los que siempre nos habíamos avergonzado los que nacimos en ellos y que tanta morriña nos producen según nos vamos acercando a la treintena. Le pedí que me lo dejara para jugar en homenaje a mi infancia, pero ella hizo algo más por mí: me prestó también las instrucciones. Aunque no alcancé a entenderlas todas (¿alguna vez habéis intentado descifrar las instrucciones de un cubo de Rubik? ¡yo creo que resulta más sencillo resolverlo!), sí que descubrí que, como mi tío I. aseguraba, existían algunas reglas que te permitían armar el cubo convenientemente, sin dejar espacio para el azar. Pasé aquella tarde enzarzada con el cubo, dándome cuenta de hasta qué punto mi mente había evolucionado desde mi infancia, sintiéndome poderosa y capaz de resolverlo, y deseando tener mi propio cubo para demostrármelo aunque tuviera que superar las náuseas (jugar trepidantemente marea) y me dejara la vista (como buena miope) por el camino.
Así que mi novia, que está al quite de todo, me regaló un cubo de Rubik coincidiendo con el final de nuestras vacaciones. Pero no lo hizo solamente para que me entretuviese con él, para que me sintiera superior a la niña que fui, para que yo también sonriese irónicamente como mi tío. Lo hizo porque este verano me he venido abajo muchas veces pensando que nunca superaría los problemas que tengo, que mi situación nunca podría ir a mejor. Que nunca me llevaría bien con mis padres, que la relación que mantengo con mi novia sucumbiría ante las presiones, incompatibilidades y nuestra incapacidad para reconducirla, que el mundo seguramente seguiría presentándoseme como un lugar inhóspito y que, en fin, todo iría mal, se estropearía y sería horrible.
Hace poco, descubrí que una de mis amigas tenía un cubo de Rubik en su casa. Lo había conseguido gracias a esa extraña moda que nos invade ahora reivindicando los 80, de los que siempre nos habíamos avergonzado los que nacimos en ellos y que tanta morriña nos producen según nos vamos acercando a la treintena. Le pedí que me lo dejara para jugar en homenaje a mi infancia, pero ella hizo algo más por mí: me prestó también las instrucciones. Aunque no alcancé a entenderlas todas (¿alguna vez habéis intentado descifrar las instrucciones de un cubo de Rubik? ¡yo creo que resulta más sencillo resolverlo!), sí que descubrí que, como mi tío I. aseguraba, existían algunas reglas que te permitían armar el cubo convenientemente, sin dejar espacio para el azar. Pasé aquella tarde enzarzada con el cubo, dándome cuenta de hasta qué punto mi mente había evolucionado desde mi infancia, sintiéndome poderosa y capaz de resolverlo, y deseando tener mi propio cubo para demostrármelo aunque tuviera que superar las náuseas (jugar trepidantemente marea) y me dejara la vista (como buena miope) por el camino.
Así que mi novia, que está al quite de todo, me regaló un cubo de Rubik coincidiendo con el final de nuestras vacaciones. Pero no lo hizo solamente para que me entretuviese con él, para que me sintiera superior a la niña que fui, para que yo también sonriese irónicamente como mi tío. Lo hizo porque este verano me he venido abajo muchas veces pensando que nunca superaría los problemas que tengo, que mi situación nunca podría ir a mejor. Que nunca me llevaría bien con mis padres, que la relación que mantengo con mi novia sucumbiría ante las presiones, incompatibilidades y nuestra incapacidad para reconducirla, que el mundo seguramente seguiría presentándoseme como un lugar inhóspito y que, en fin, todo iría mal, se estropearía y sería horrible.
Mi cubo de Rubik, intacto.
Pero ella me animó a comprender que la vida, como mis problemas, es solamente un cubo de Rubik. Cuanto más la vivimos, cuanto más la movemos, más se complica, más se van mezclando todos los colores. Y a veces pensamos que los cuadros están juntos o separados por puro azar, que sólo podemos seguir moviéndola de cualquier manera, cruzando los dedos para que se produzca el milagro. Pero el cubo de Rubik, como la vida, tiene sus instrucciones, difíciles de leer aunque las tengamos delante de las narices, que en ocasiones logramos atisbar para completar una fila, una cara, donde todos los colores aparezcan armonizados y nos permitan sentirnos un poco dueños de nuestro destino, un poco capaces de conducir nuestra vida sin que los imprevistos la desbaraten una y otra vez.
Mi cubo de Rubik, tras sufrir un frenesí existencial.
Muchas gracias, cariño, por hacerme este fantástico regalo.
A tu lado me siento fuerte y segura para resolver el cubo de Rubik y cualquier otro puzzle que la vida nos invite a resolver.
Te quiero.
Encantada.
Cuando tenía unos 14 años, una tía que había llegado de Estados Unidos me regaló un cubo de rubik. Recuerdo que me dijo con tono desafiante "¡resuélvelo!".Yo lo miré, fuy a la cocina, tomé un cuchillo, lo desarmé y luego lo volví a armar, cada color en su sitio; entonces fuy donde ella y le dije "¡ya esta!". Ella se rió y me dijo que esa no era la manera, que había que darle vueltas, yo alegé que ella no me había dicho eso, solo había pedido que lo resuelva y yo lo había hecho a mi manera...en fin, todo se simplifica si sigues tus propias regalas y se complica si sigues las ajenas.Creo que a pesar de cualquier obstáculo que nos ponga la sociedad hay que sacar adelante nuestras decisiones. es nuestro derecho.
ResponderEliminarY si, nací mucho antes de los 80´...jeje.
Yo, que soy más viejuna que tú (del 76, hija, ni siquiera puedo decir aquello de "yo viví bajo una dictadura, ¡ja!) tenía un cubo de Rubik de los de verdad. Creo que lo heredaron mis primeros, porque a mí la inteligencia visual y tal como que no. Igual si lo hubiera resuelto de pequeña no me habría hecho semejante "chocho" vital, pero pensándolo bien, me gusta más la segunda versión de tu cubo tras el frenesí existencial :-) Es más bonito así todo mezcladillo.
ResponderEliminarY yo como cicutarsenica: directamente quitaba las pegatinas y las pegaba de nuevo donde me daba la gana. Pero debían de tener alguna pega especial o algo porque si quitabas más de dos o tres, se te estropeaba el cubo. A saber.
Muy buena la analogía.Yo me siento ahora un pco así:mi cubo está casi armado,sólo me quedan un par de cuadritos y ahora no sé si son un par de sencillos movimientos que no descubro,o que hay que moverlo todo y empezar de nuevo.
ResponderEliminarCambiaría las pegatinas...
Yo también he querido saber cual es el "truco" (en este caso la reglas) para poder resolver el cubo... me llegué a hacer 3 caras completas, pero por pura intuición... quizás ahora ya sería capaz de resolverlo! Ainss, ahora me ha entrado la cosilla... pero se me rompieron los que tuve....
ResponderEliminarUna gran comparación de la vida con el cubo.
saludos!
Por aquí, sólo lo conocíamos como "el cubo mágico". Mi novia, que no se crió en estas tierras, se frenó unía en una tienda al grito de:"el cuuuubo de Rubik". Tardé unos segundos en rebautizar al aparatito de mi infancia.
ResponderEliminarSólo logré armar las caras de a una (uan vergüenza) y no hace mucho tiempo, en una reunión de amigas, casi todas confesamos haberlo (litarlamente) desarmado para armarlo. Doblemente vergonzoso. Pero tu bello post merecía la confesión.
(Bravo por los crecimientos y tanto más por el símbolo)
Un beso
Que bonito lo que dices de la vida.
ResponderEliminarRespecto al cubo... yo creo que es más fácil vivir la vida, que juntar los colores.
yo soy muuuucho más vieja y el cubo de rubik me llenó muchas horas. Es más, al final, me regalaron un libro con las soluciones y así conseguí armarlo, hasta que me supe las instrucciones de memoria (cabezota que es una).
ResponderEliminar¿así que se llamaba tan dificil? jaja
ResponderEliminarNunca supe sus reglas, pero sí aprendí, y fue uno de los mejores aprendizajes de mi vida, que para terminar de armarlo, tenía que lograr renunciar, aunque más no fuera por un rato, a las filas que ya tenía armadas.
Sí, soltar lo armado, desarmar para volver a armar...
Igual coincido con alguien que ya comentó... a que es mas bonito con los colores mezclados...
beso
A mí me sigue enganchando. Me sabía las instrucciones de memoria pero las olvidé, he intendado buscarlas por internet pero las hacen muy complicadas. Ahora es mi sobrina la que lo intenta.
ResponderEliminarQué grandes historias, todas alrededor del cubo.
ResponderEliminarMe gustaron especialmente las analogías con la vida, como que a veces hay que renunciar a lo que se ha conseguido para poder seguir avanzando, o que en ocasiones intentar colocar dos cubitos puede estropearlo todo.
Seguiremos intentándolo :D