lunes, 24 de mayo de 2010

Receta personal contra el maltrato

Dedicado a Ave, que escribió esto; a Candela, que respondió aquello; y a todas las mujeres y hombres que se encuentran en peligro, que sufren o que se han superado, y hoy están curados y alerta.

Volvía a casa en taxi, acompañada de mi entonces novio. Tras varios años de relación, aquella noche sus padres se habían dignado, por fin, a invitarme a una cena familiar. Yo me sentía emocionada, conmovida, finalmente bientratada. Tal era mi estado interno de turbada felicidad, que en un momento de la noche todos salieron a bailar y yo me quedé anclada en la silla: los brazos no me respondían, las piernas me temblaban. Me excusé como pude, espantada de mi propio bloqueo, y la noche siguió transcurriendo en medio de una apacible calma. Calma que, evidentemente, precedía a la tempestad.

Cuando entramos en el taxi, yo todavía daba por supuesto que mi novio lo había pasado tan bien como yo. Sonriendo luminosamente, le pregunté de manera atropellada qué le había parecido la noche, si había disfrutado del encuentro, si finalmente se sentía tan dichoso como yo me sentía. Él todavía sonreía cuando cerró la puerta y le indicó al taxista la dirección de mi casa, pero de pronto la expresión de su cara cambió súbitamente. Serio, torpemente contenido, comenzó a descargar sobre mí la ira que llevaba acumulando toda la noche.

Que cómo me había atrevido, me gritó. Que cómo podía haber tenido la cara de despreciar a su familia de aquella manera. Que quién me creía que era. Que cómo podía haberme quedado sentada mientras todos salían a bailar. Que si me aburría. Que cómo había tenido el descaro de mostrar así mi aburrimiento. Que si así pagaba a sus padres el detalle que habían tenido al invitarme. Que si esa era mi manera de ser agradecida. Etc. Etc. Etc.

Yo me quedé atónita, sin palabras. Me sentía asustada y confusa. Traté de explicarle que me había quedado bloqueada, que fue la emoción lo que me impidió moverme, pero no valió de nada. Él volvió a empezar. El taxista intentó mediar a mi favor. Eso tampoco sirvió y ninguno de los dos (ni el taxista ni yo) volvimos a abrir la boca en todo el viaje.

Cuando llegué a mi casa, mis padres me esperaban sonrientes, preparados para escuchar el relato de mi gran noche de éxito. A su pregunta, sin embargo, sólo pude responder con un susurrante “mal”. Enseguida me puse a llorar compulsivamente y corrí a encerrarme en mi habitación.

Mis padres corrieron detrás. Como pude, les expliqué lo que había pasado. Haciendo un exceso, y sin ningún precedente, mi madre se puso de mi lado y llamó a mi novio de todo. Eso me hizo intuir la gravedad de lo que había ocurrido.

Al rato, sonó el teléfono. Era mi novio. Durante el viaje de vuelta, el taxista le había cantado las cuarenta. Cuando llegó a su casa, su madre le había dicho que yo había estado muy simpática. Y cuando él le reprodujo nuestra “conversación”, ella le dijo que me llamara de inmediato y me pidiera perdón.

Yo no sabía qué decir. Me sentía humillada, vejada, injustamente tratada. Supongo que le perdoné, aunque a mi madre no se le borrase la cara de alerta, lo cual, y tratándose de mi novio, al que ella adoraba casi más que a su hija, era toda una señal.

No fueron muchas, pero fueron varias. Yo nunca fui suficiente y él me lo hizo saber. Después de la que sería la última, decidí ponerle punto final a nuestra relación. No me conmovieron sus súplicas, ni sus lágrimas, ni su chantaje emocional. Yo sabía que no podía volver a caer, que en aquella relación había algo que no era bueno, y no caí.

Desde entonces, trato de despejar mis relaciones, y especialmente la actual, de cualquier viso de maltrato. Conozco los límites y me mantengo alerta, porque, con el tiempo, la confianza puede empezar a asquear. Tardé mucho tiempo en reconstruirme a mí misma y todavía hoy lucho por respetarme cada día, porque nadie está libre de ser maltratada ni de maltratar, porque la tentación de dominar y humillar vive detrás de cada puerta, se esconde en cualquier habitación, y la única manera de disiparla, de lograr que salga por la ventana cada vez que aparece, es permanecer despierta, permanentemente advertida del peligro, sin dar nada por hecho, sin restarle importancia, sin perdonar antes de reflexionar.

Esta es mi receta personal contra el maltrato, que hoy he querido compartir con el fin de poner mi granito de arena para que todas podamos avanzar hacia el respeto, a nosotras mismas y a nuestras parejas. No importa su sexo: el maltrato puede presentar caras distintas pero siempre tiene el mismo corazón. Frío, despiadado, insensible. Soberbio, ciego, irracional.

Encantada de colaborar para combatirlo.

domingo, 23 de mayo de 2010

Incomprendida

Uno de los sentimientos que más alienantes me resultan es la incomprensión. Tratar de explicar tu mundo interior, de compartirlo con otra persona, y darte cuenta de que resulta inútil. Que sus observaciones, consejos, reacciones, no tienen nada que ver contigo.

Me avergüenza un poco hablar de este sentimiento porque me recuerda a mi adolescencia, a aquella postura atormentada que tanto me gustaba adoptar, en forma de barrera infranqueable para el resto, que, en cualquier caso, no me iba a entender. Y aunque, de hecho, es probable que entenderme no fuera fácil (para mí misma la primera), hoy creo que es una actitud que, en general, he conseguido dejar atrás.

Y sin embargo, de alguna manera necesito decir que, desde hace unos días, me siento muy incomprendida. Siento que mis últimas conversaciones han caído en saco roto, que sólo han servido para mostrar una visión deformada de mí misma, una imagen con la que no me identifico y que ahora no sé cómo borrar.

Entiendo que la incomprensión de los demás parte de una inexplicación mía. Porque a veces no sé explicarme. A veces no sé lo que me pasa. A veces no encuentro las palabras. Y otras veces, sencillamente, no quiero hablar.

Estos días necesitaba estar sola. Estar sola y triste, no para regodearme en mis desgracias, sino para pensar. En algunos momentos, este es el único método que conozco para ver un poco más claro: sentarme conmigo misma, estrujarme los lacrimales y, después de repasar todas las hecatombes posibles, dar milagrosamente con una solución.

Pero este método no goza de mucha popularidad entre algunas personas, que consideran que, cuando una se encuentra mal, necesita, invariablemente, hablar con alguien. Y esto es algo que a veces es verdad, y otras no. Que para algunas personas es verdad, y para otras no.

¿Qué es lo que he aprendido de esta experiencia de incomprensión? Que cuando todo mi cuerpo, mi sabio inconsciente, me digan que necesito estar sola, debo hacerles caso. Que cuando no me apetezca hablar, aunque me pregunten, debo mantener silencio. Que para dar el paso siguiente, tengo que escuchar mi propia voz y no dar a luz una caricatura de mí misma. Y que todo esto es bueno, está bien y puede resultar fácilmente comprensible para quien me conoce un poco o, al menos, desea hacerlo.

Y que quien no esté en ese caso… es posible que no sea importante.

Encantada.

lunes, 17 de mayo de 2010

The time of my life

Estos días me ha venido a la cabeza un bello recuerdo de los años en que comenzaba mi adolescencia, uno de esos recuerdos de lesbiana inconsciente que hoy me llenan de ternura... y estupefacción.

Tenía yo una amiga en el colegio que se llamaba M. Entre otras muchas cosas, M y yo compartíamos nuestra afición por la música y el baile. Gracias a M, además, contábamos con un equipo tecnológico de última generación para desarrollar nuestro arte: una grabadora que le había pimplado a su padre, a través de la cual inmortalizábamos nuestras creaciones, y que también nos servía como cadena musical punterísima a la hora de representar nuestras coreografías.

Aquel año decidimos entregarnos de lleno a una única canción, grabada y regrabada en la misma cinta de casete, y que de vez en cuando parecía mandarnos mensajes del más allá después de habernos dedicado a rebobinarla o pasarla de manera compulsiva. Pertenecía a la banda sonora de nuestra peli preferida, cuya coreografía central creíamos estar reproduciendo milimétricamente, salto del ángel incluido.

Hacia la mitad del curso todo parecía perfecto. Habíamos logrado ejecutar cada movimiento con exquisitez, nuestros cuerpos se deslizaban por la pista (léase “el patio”) como si tuviéramos alas en nuestros pequeños piececillos, y general nos la sabíamos tan bien, que la bailábamos de corrido mientras nos contábamos qué tal lo habíamos pasado el fin de semana o cómo nos había salido el último examen. Todo parecía perfecto, y probablemente lo era, hasta que yo tuve una genial idea que terminaría por dar al traste con nuestro trabajo.

¿Qué podía faltarle a una obra de arte creada en virtud de la intimidad existente entre dos mujeres? Para mí, durante aquellos años y también mucho después, estaba claro. ¡Hombres! ¿Cómo íbamos a ser la perfecta imitación de Jennifer Grey y Patrick Swayze siendo dos mujeres? ¿Dónde se había visto algo semejante? Así que me decidí a comentárselo a M: para que nuestra creación fuera perfecta, debíamos encontrar urgentemente a dos chicos dispuestos a bailar con nosotras.

A M aquello debió de parecerle poco menos que alta traición. ¿Dos chicos? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo se me podía haber ocurrido despropósito semejante? Trató de convencerme de que mi idea era una locura, de que el baile estaba bien como estaba, de que, a pesar de todo, éramos la imitación perfecta de la mítica pareja. Nadie podía dar vida a nuestra coreografía mejor que nosotras, eso era algo que podíamos comprobar con sólo bailarla, y la presencia de dos extraños sólo vendría a estropear las cosas.

Pero yo seguía pensando que una pareja de baile formada por dos mujeres no estaba bien. Pensaba que era algo incompleto, imperfecto, insuficiente. Así que le prometí a M que encontraría a dos chicos suficientemente comprometidos con nuestra coreografía, de manera que ésta no sólo no se estropearía, sino que ganaría con el cambio. ¡Cuán equivocada estaba!

La búsqueda se convirtió en un proceso sumamente arduo. Tras cosechar un sinfín de negativas, burlas y comentarios sarcásticos, me vi obligada a hacer uso del as que guardaba en la manga y convencer a G, que desde hacía tiempo le ponía ojitos a M, y al que soborné con la promesa de que el baile le proporcionaría una irrepetible oportunidad de conseguir de M algo más que desplantes. Aprovechando la coyuntura, encargué a G que consiguiera de algún amigo suyo el favor de bailar conmigo. Sólo pudo arrastrar a P, quien en secreto parecía estar enamorado de él y no de mí, por más que insistiera en que sólo bailaba conmigo por si pillaba.

Por supuesto, M no se lo puso fácil, bufando constantemente, quejándose de sus torpezas, regalándome miradas repletas de telodijes que yo apenas conseguía ignorar. Por mi parte, tampoco podía negar la evidencia: mi compañero de baile era tímido, patizambo y soso; lo que conseguía acabar con mi (casi) inagotable paciencia y sacaba lo peor de mí.

A veces, en medio del desastre en que se había convertido nuestra preciosa coreografía, volvía a salir el sol cuando M y yo decidíamos hacerles una demostración de cómo se bailaba. Entonces, quedaba patente que nuestros cuerpos se entendían a la perfección, que nuestros brazos, pechos, caderas y piernas se correspondían en sus movimientos como sólo pueden hacerlo dos cuerpos de mujer. Hasta para nuestros dos compañeros era patente que nuestra pareja de baile era completa, perfecta, más que suficiente en su hermosa unidad.

Finalmente, tanto ellos como nosotras terminamos por cansarnos. Ellos, porque el baile les aburría, porque no habían conseguido de nosotras más que una colección de improperios, y porque el resto de compañeros pronto empezaron a murmurar. Nosotras, porque a pesar de las evidencias, a pesar del trabajo y de los grandes momentos que habíamos compartido, no podíamos dejar se sentir que entre nuestros cuerpos y nuestra creación se interponía un nosequé inadecuado, prohibido, marginal.

Tuvieron que pasar muchos años para que yo pudiera comprender el inmenso regalo que es aprender a disfrutar con la unión de dos cuerpos de mujer. Tuvieron que pasar muchos años para que mi mente obtusa se abriera a la evidencia, una evidencia que yo conocía desde pequeña: que dos mujeres juntas son capaces de explorarse, buscarse, encontrarse y entregarse mutuamente en un baile de intimidad, deseo y placer. Porque dos mujeres juntas son una pareja completa, perfecta y suficiente, en todos los sentidos.

Por fortuna, hoy lo sé.
Y estoy encantada de haberlo descubierto.

sábado, 15 de mayo de 2010

Tres años ENCANTADA

Mi blog vuelve a estar de aniversario. Esta vez cumple tres años. Y para celebrarlo, he querido hacerle un regalo muy especial:

A partir de ahora, esta será mi nueva foto de perfil.

Desde hacía tiempo, necesitaba dejar atrás el burka: si bien fue un gran hallazgo, poco a poco y afortunadamente había ido dejando de tener sentido para mí. El miedo y el silencio se van difuminando en mi horizonte, y aunque todavía me quedan muchos terrenos por conquistar, en mi interior bulle una fuerza que me renueva y me impulsa a recorrer la siguiente etapa de mi viaje.

Esta fuerza se alimenta, en parte, de la de todas aquellas mujeres que, con sus blogs, me alientan y dan esperanzas cada día. Su ejemplo, repleto de pequeñas heroicidades diarias, de grandes e importantes hazañas, contribuye a hacer de mi mundo, y del mundo que todas compartimos, un mundo sin duda mucho mejor. Por eso, me gustaría celebrar este aniversario dándoles las gracias por estar ahí, latiendo al otro lado de la pantalla, en algún lugar remoto o quizá muchísimo más cerca, llegando hasta mis ojos y mis emociones como una bocanada de aire fresco, como una promesa de que es posible, de que es hermoso, de que sí.

Me siento profundamente orgullosa y privilegiada de poder caminar a vuestro lado.

Encantada de ser con vosotras.

miércoles, 12 de mayo de 2010

De vuelta (Crónicas de supervivencia)

Me he comprado una casa.
Me he enfrentado a una mudanza.
Y he sobrevivido.

He sobrevivido a las veintiocho mil novecientas noventa y cinco llamadas que he tenido que hacer para cambiar los contratos de luz, teléfono, gas, comunidad e internet, he hablado con personas, con máquinas, con personas que parecían máquinas y con máquinas que se me antojaban personas, he descubierto que una empresa comercializadora no es una empresa distribuidora, que aunque dos empresas pertenezcan al mismo grupo y te pongan la misma musiquita de fondo, no comparten datos ni tienen intención de compartirlos, que te pueden hacer un contrato mal, dos también, y que al tercer mes de equivocaciones te llegará una factura que desearías no haber nacido.

He sobrevivido a un fin de semana dedicado en exclusiva a limpiar el polvo del lijado sin polvo del parqué, a las neuras que un parqué recién lijado crea en personas anteriormente cuerdas (“¡no! ¡la aspiradora no! ¡usa la mopa!”, “está bien, usaremos la aspiradora, ¡pero no la arrastres! ¡yo la sujeto!”) y a la más dura evidencia: el parqué se raya a los dos días, es inevitable, pero asimilar este hecho puede llevar semanas (¡e incluso meses!).

He sobrevivido a una caldera de tiro potencialmente explosivo, al precio (desorbitado) y el montaje (inacabable) de una caldera nueva, y a las discusiones que ésta ocasiona (“¿pongo la calefacción, cariño?”, “¡ni se te ocurra!”, “¡pero es que tengo frío!”, “¿frío? ¡frío! ¿cómo vas a tener frío, si estamos en mayo?”).

He sobrevivido a la odisea de elegir un color para pintar las paredes (sólo pudimos ponernos de acuerdo en uno entre cien mil, y de ese color están pintadas), a la de preparar las habitaciones para la batalla (la cinta de carrocero y yo somos incompatibles) y a las críticas implacables de mi suegro una vez terminada una obra que yo consideraba de arte (“huy, esta pared ha quedado fatal… mira, mira… ¡si todavía se ve lo blanco!”).

He sobrevivido a una mudanza que amenazaba con hacer que mis brazos se estirasen alrededor de quince centímetros (cada uno), realizada utilizando tecnología mudancil de última generación (es decir, bolsas del carreful) y recorriendo la increíble distancia de cuatro pisos sin ascensor (la celulitis debería de haber desaparecido, pero no lo hizo; el dolor de cuello, tampoco).

He sobrevivido a mantener una habitación del pánico (así la bautizamos) llena de libros, dvds y otros objetos no identificados (todavía me pregunto de dónde han salido algunos de ellos) especialistas en generar polvo (pelotero cual criter) durante demasiadas semanas.

He sobrevivido a la inenarrable experiencia de probarme la ropa de cuando tenía veintimuypocos años, para donar aquella que no me ponía desde entonces y que ahora no cabe en nuestro irrisible aunque provisional armario (contaba con los kilos ganados; de la deformidad consecuente, me había mantenido felizmente ignorante).

He sobrevivido, en fin.

Y me siento encantada de estar de vuelta.