Cuando entramos en el taxi, yo todavía daba por supuesto que mi novio lo había pasado tan bien como yo. Sonriendo luminosamente, le pregunté de manera atropellada qué le había parecido la noche, si había disfrutado del encuentro, si finalmente se sentía tan dichoso como yo me sentía. Él todavía sonreía cuando cerró la puerta y le indicó al taxista la dirección de mi casa, pero de pronto la expresión de su cara cambió súbitamente. Serio, torpemente contenido, comenzó a descargar sobre mí la ira que llevaba acumulando toda la noche.
Que cómo me había atrevido, me gritó. Que cómo podía haber tenido la cara de despreciar a su familia de aquella manera. Que quién me creía que era. Que cómo podía haberme quedado sentada mientras todos salían a bailar. Que si me aburría. Que cómo había tenido el descaro de mostrar así mi aburrimiento. Que si así pagaba a sus padres el detalle que habían tenido al invitarme. Que si esa era mi manera de ser agradecida. Etc. Etc. Etc.
Yo me quedé atónita, sin palabras. Me sentía asustada y confusa. Traté de explicarle que me había quedado bloqueada, que fue la emoción lo que me impidió moverme, pero no valió de nada. Él volvió a empezar. El taxista intentó mediar a mi favor. Eso tampoco sirvió y ninguno de los dos (ni el taxista ni yo) volvimos a abrir la boca en todo el viaje.
Cuando llegué a mi casa, mis padres me esperaban sonrientes, preparados para escuchar el relato de mi gran noche de éxito. A su pregunta, sin embargo, sólo pude responder con un susurrante “mal”. Enseguida me puse a llorar compulsivamente y corrí a encerrarme en mi habitación.
Mis padres corrieron detrás. Como pude, les expliqué lo que había pasado. Haciendo un exceso, y sin ningún precedente, mi madre se puso de mi lado y llamó a mi novio de todo. Eso me hizo intuir la gravedad de lo que había ocurrido.
Al rato, sonó el teléfono. Era mi novio. Durante el viaje de vuelta, el taxista le había cantado las cuarenta. Cuando llegó a su casa, su madre le había dicho que yo había estado muy simpática. Y cuando él le reprodujo nuestra “conversación”, ella le dijo que me llamara de inmediato y me pidiera perdón.
Yo no sabía qué decir. Me sentía humillada, vejada, injustamente tratada. Supongo que le perdoné, aunque a mi madre no se le borrase la cara de alerta, lo cual, y tratándose de mi novio, al que ella adoraba casi más que a su hija, era toda una señal.
No fueron muchas, pero fueron varias. Yo nunca fui suficiente y él me lo hizo saber. Después de la que sería la última, decidí ponerle punto final a nuestra relación. No me conmovieron sus súplicas, ni sus lágrimas, ni su chantaje emocional. Yo sabía que no podía volver a caer, que en aquella relación había algo que no era bueno, y no caí.
Desde entonces, trato de despejar mis relaciones, y especialmente la actual, de cualquier viso de maltrato. Conozco los límites y me mantengo alerta, porque, con el tiempo, la confianza puede empezar a asquear. Tardé mucho tiempo en reconstruirme a mí misma y todavía hoy lucho por respetarme cada día, porque nadie está libre de ser maltratada ni de maltratar, porque la tentación de dominar y humillar vive detrás de cada puerta, se esconde en cualquier habitación, y la única manera de disiparla, de lograr que salga por la ventana cada vez que aparece, es permanecer despierta, permanentemente advertida del peligro, sin dar nada por hecho, sin restarle importancia, sin perdonar antes de reflexionar.
Esta es mi receta personal contra el maltrato, que hoy he querido compartir con el fin de poner mi granito de arena para que todas podamos avanzar hacia el respeto, a nosotras mismas y a nuestras parejas. No importa su sexo: el maltrato puede presentar caras distintas pero siempre tiene el mismo corazón. Frío, despiadado, insensible. Soberbio, ciego, irracional.
Encantada de colaborar para combatirlo.