lunes, 28 de marzo de 2011

Los chicos están bien

Los chicos están bien es, para mí, una de las mejores películas sobre lesbianas que he visto, sino la mejor.

Quizá es por el momento vital en que me encuentro, pero esta película me devolvió una imagen clara, real y optimista de lo que yo, en medio de una nebulosa de confusión, acierto a identificar con mi visión sobre las relaciones personales en las parejas y familias de lesbianas.

Clara, real y optimista. Un trinomio que mi mente considera imposible, pero que esta película me ha ayudado a conjugar.

Clara, porque no rehuye ningún aspecto de la situación que retrata, aunque tampoco se recrea en ellos de manera dramática. Temas como las relaciones sexuales en una pareja estable, la infidelidad, los complejos, la falta de empatía, el miedo, la violencia adolescente, la iniciación sexual, las decepciones, las crisis emocionales, el deseo… son tratados de manera sencilla y directa, como aspectos inevitables de la realidad con los que debemos aprender a lidiar.

Real, porque ninguno de los personajes que aparecen es perfecto, todos muestran sus miserias junto con una buena dosis de heroicidad. Están caracterizados con suficiente complejidad como para reconocer la humanidad que representan; pero, al mismo tiempo, sus personalidades están descritas con la sencillez necesaria para no convertirlos en un dilema abstracto y sin solución.

Optimista, porque, para mí, su mensaje final se podría resumir en la idea de que los problemas tienen solución. No podemos evitarlos, no es necesario evitarlos: debemos enfrentarnos a ellos, de hecho, con la confianza puesta en que tienen solución, aunque no sepamos cuál es o sintamos, por momentos, que nunca seremos capaces de encontrarla. Y esta confianza, en el caso concreto de la película, surge del amor, la comunicación, el respeto y la aceptación que reinan en una familia de mujeres lesbianas: valores con los que me he sentido plenamente identificada.

Una bocanada de aire fresco, un subidón emocional.

¡Encantada!

sábado, 26 de marzo de 2011

Escribir con la mente

Clara trajo la idea salvadora de escribir con el pensamiento, sin lápiz ni papel, para mantener la mente ocupada…

Hace tiempo que escribo con la mente. Numerosas entradas de este blog han sido compuestas, corregidas y revisadas mentalmente mucho antes de aparecer tecleadas en una pantalla. Escribir con la mente me aleja del vértigo del folio en blanco, permitiéndome divagar como quien dibuja un cuadro abstracto, hasta que las frases van tomando forma poco a poco, sin sentirse forzadas ni empujadas a ser.

El valor terapéutico de esta forma de escribir he llegado a conocerlo en toda su extensión durante estos meses, en los que he sufrido una concentración especial de noches de insomnio. De manera natural a veces, intencionadamente otras, he dedicado esas largas horas nocturnas previas al sueño a escribir textos. Textos autobiográficos, pequeños relatos, entradas de blog e, incluso, el germen de una novela. Tumbada en la cama, con los ojos cerrados y el cuerpo relajado, mi mente ha viajado por innumerables universos literarios, coloreando mis noches en blanco y ayudándome a dormir mecida por el eco de mis propias palabras.

Una de esas noches, antes de apagar la luz de mi mesilla, descubrí por casualidad un hermoso fragmento de La casa de los espíritus, donde Isabel Allende trata precisamente del valor terapéutico de la escritura mental, capaz de hacerte viajar a lugares seguros aun inmersa en el más terrible de los infiernos. Me gustó descubrir que otras personas también utilizan la escritura mental para curarse el alma, sin necesidad de tener una hoja delante o un ordenador, con la esperanza puesta en ese momento futuro en que las palabras puedan salir de nuestra cabeza y adoptar la vida propia de los textos.

… entonces pudo hundirse en su relato tan profundamente, que dejó de comer, de rascarse, de olerse, de quejarse, y llegó a vencer, uno por uno, sus innumerables dolores.

Encantada.

martes, 15 de marzo de 2011

Pasarán

Empecé a tomar ansiolíticos el mismo día en que sufrí la crisis de ansiedad, y seguí tomándolos durante todo el mes que duró mi baja, uno por la mañana y otro por la tarde. La ansiedad no disminuyó: siempre fue más alta que antes de la crisis. Tampoco pude emplear la baja para descansar: en plenas fiestas navideñas, tuve más charlas trascendentales y más discusiones con mis padres de las que habíamos tenido en varios años, salpicadas de reuniones familiares en las que me sentí obligada a jugar una vez más al juego de la familia feliz. Con cada momento de estrés emocional, la ansiedad se disparaba, pero mi cuerpo no tenía fuerzas para provocarme otra crisis. Así que la ansiedad tomó formas histriónicas: ataques de risa, ataques de euforia, ataques de locuacidad. Solo quienes me conocen bien sabían que estaba pasando algo raro; el resto decidió pensar que, a pesar de no haber probado una gota de alcohol, me estaba divirtiendo de lo lingo. Yo pensé que nunca podría superar aquel estado de trágica embriaguez, pero, afortunadamente, pasó.

Cuando por fin pude reincorporarme al trabajo, se descubrió el pastel: ocuparme de algo más que de mí misma y de mis problemas me ayudó a rebajar mi estado de ansiedad, pero empecé a sentir que todo me daba igual. Por primera vez en muchos años, es posible incluso que por primera vez en mi vida, sentí que no me importaba el futuro, que ya no me quedaba nada que esperar, nada con lo que soñar. Mi único desafío vital, mi única perspectiva, era levantarme cada mañana y cumplir con mis obligaciones, ser capaz de vaciar el plato de comida en mi estómago y no olvidarme de ducharme ni de lavarme los dientes. Fue entonces cuando empecé a tomar antidepresivos, que tras un intenso síndrome de abstinencia logré intercambiar por el ansiolítico matinal. No estaba segura de poder recuperar la ilusión a través de aquella pastilla blanca, pensé que mi vida se había vaciado sin remedio pero, afortunadamente, aquel momento pasó.

Un mes y medio después, mi doctora me preguntó si había recuperado las ganas de hacer cosas. Aliviada, genuinamente entusiasmada, le contesté que sí. Nuevamente volvía a sentirme yo, una yo cansada y dolorida, apenas a un tercio de su capacidad, pero lo suficientemente vital como para hacer planes, imaginar estados futuros e iniciar proyectos modestos. La pastilla blanca empezaba a funcionar, pero el ansiolítico nocturno había dejado de hacerlo. Así que lo sustituimos por una pastilla para dormir, con la esperanza de que las pesadillas, las piernas hormigueantes, los sobresaltos nocturnos y los despertares de madrugada fueran empezando a desaparecer. Ahora mismo siento que nunca volveré a dormir toda la noche, que no podré levantarme descansada nunca más; pero mi intuición me dice que, afortunadamente, estos estados también pasarán.

Encantada.