sábado, 29 de diciembre de 2012

Un año de TERAPIA


En estos días se cumple un año desde que mi novia y yo decidimos ir a terapia de pareja. Y he de decir que, independientemente de cómo resulte para nuestra relación, ha sido una buena idea.

Acudimos a terapia porque teníamos una serie de conflictos que no éramos capaces de resolver solas. Estos conflictos eran lo suficientemente graves como para provocarnos buenas dosis de infelicidad, pero no tan fuertes como para que nos decidiéramos a romper.

La mayor parte de las sesiones han estado repletas de buen rollo y colaboración. Las dos hemos ido a la terapia con muy buenas intenciones, pues teníamos todas las ganas de volver a estar tranquilas y felices, como lo habíamos estado tantas otras veces. Nos hemos reído mucho en gran parte de las sesiones (y nuestro terapeuta con nosotras) y al salir nos hemos vuelto a sentir muy afortunadas de tenernos la una a la otra.

Pero también ha habido sesiones muy duras. Personalmente, he descubierto que, para comprender ciertas cosas, y hacerlo de una manera rápida y profunda, necesito entrar en crisis. Y eso no es agradable ni fácil de sobrellevar. Algunas de las sesiones me sentaron como una patada en el estómago, y después pasé varios días llorando, enfadada o con ganas de mandar a la mierda a todo el mundo.

En este sentido, la terapia de pareja es muy diferente a la individual. Al menos desde mi punto de vista, el saber que no se trata solo de tu propio bienestar, sino también del de tu pareja, hace que todo parezca mucho más grave y que requiera de un esfuerzo mucho más urgente. 

A medio plazo, evidentemente, esto provoca una mejoría más rápida, porque no puedes eternizar los problemas, como a veces se hace en la terapia individual, cuando las mierdas quedan entre tu psicóloga y tú y, si haces como si no hubieran pasado, puedes ser capaz de convencerte de que no pasan.

Pero a corto plazo... los efectos son brutales, al menos en mi caso. Estas crisis, además, se agravan porque mi capacidad de reacción es bastante lenta, y durante la terapia no me doy cuenta de hasta qué punto algo está resultando devastador para mí. Así que no digo nada, y después de la sesión es cuando empiezo a sentirme fatal. Afortunadamente, con el tiempo he mejorado un poco en esto, y ahora ya consigo expresar mis emociones cuando nuestro terapeuta todavía puede reconducirlas lo suficiente.

En cualquier caso, creo que hacer terapia de pareja es algo muy sano, que no debería reducirse solo a los momentos de crisis, sino todo lo contrario. Y es curioso, porque muchas personas estamos convencidas de que el crecimiento personal es algo importante en nuestras vidas, pero no se nos ocurre que igual de importante resulta el crecimiento con los otros. Lo cual es una pena, porque este crecimiento, este aprendizaje, es mucho más rápido, profundo y emotivo, y además engloba también el crecimiento personal.

Gracias a nuestra terapia, mi novia y yo hemos aprendido mucho sobre nosotras mismas y sobre la otra. Creo que ahora somos personas más humildes y empáticas, más generosas y responsables. Y todo ello lo hemos conseguido en pareja, lo cual es una fuente de orgullo y unión, a pesar de todas las dificultades que conlleva.

Y aunque preferiría que la mayor parte de nuestros conflictos nunca hubieran ocurrido, estoy encantada de haber ido a terapia.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Crisis, cambio, oportunidad

Hace algunas semanas recordé eso de que, en chino, la palabra correspondiente a crisis está formada por otras dos: "cambio" y "oportunidad". Investigando sobre el tema, he llegado a la conclusión de que es más una leyenda urbana que otra cosa; aun así, a mí, como a tantas otras personas, me ha servido para reflexionar y llegar a buenas conclusiones.

Y es que, desde hace un tiempo, me vengo preguntando dónde está mi oportunidad en medio de todos los cambios que me suceden últimamente. Y resulta que, al menos en el aspecto laboral, parece que la he encontrado. 

Este año, mis horas de trabajo y mis alumnos se han multiplicado. Y yo no terminaba de entender lo que significaba hasta que no llegaron los primeros exámenes y sus correspondientes correcciones. Hace más de un mes de aquello y, desde entonces, no he podido parar de corregir. Un tema se junta con el siguiente, termino un grupo y ya tengo otros tres esperando. Corregir llena mis días, fines de semana incluidos, y apenas puedo realizar otras tareas (ni laborales ni de las otras). Yo, que era famosa en mi centro por preparar fichas primorosas, por idear actividades creativas, ahora no tengo nada motivador, diferente, estimulante que ofrecer, porque si me dedicara a ello, no tendría de dónde sacar las notas para la evaluación.

Esta situación me ha amargado profundamente. Me he hecho preguntarme cuál es el sentido de mi profesión y, sumida en una desesperación absoluta, hasta cuál es el sentido de mi vida. Para mí, no había nada positivo en esto, y no dejaba de repetírmelo: "Nos han jodido. Con los recortes, nos han jodido la vida".

Hace unos días, sin embargo, empecé a ver la luz. Si bien es cierto que esta situación es prácticamente insostenible, y que las políticas que nos han llevado a ella son injustificables, y que a los peperos les desearía yo la mitad de lo que nos desean al resto; esta crisis, estos cambios me están sirviendo para alcanzar unas cotas inimaginables de asertividad.

En lo que respecta a darme a los demás, siempre he sido bastante pringada. Y más en mi trabajo que, hasta hace poco, era mitad empleo, mitad voluntariado social. Sin embargo, a base de no tener más remedio, he aprendido a decir que no con una soltura que roza el desparpajo.

Y eso que antes me apuntaba a todos los saraos. Estaba metida en mil comisiones, preparaba actividades extraescolares de todo tipo (concursos, gymkanas, fiestas), participaba en los programas de mejora de la convivencia, de la biblioteca... Al principio lo hacía porque estaba ansiosa de aprender un poco de todo. Después, porque todo el mundo contaba conmigo y me costaba muchísimo decir que no. Y aunque mi psicóloga me ayudó a aprender a decir que no y a comprometerme solo con aquello que podía sacar adelante, la crisis, los cambios han conseguido que mi nivel de participación se ajuste a la perfección a mi horario laboral.

Creo que dentro de poco alcanzaré lo que se ha convertido en mi ideal: ser como el típico funcionario que, cuando llega la hora de marcharse, cierra el garito y se va.

Quizá quienes me conozcan en ese estado piensen que soy una raspa con falta de compromiso y motivación. Y a mí me dará igual. Para una persona que se ha entregado con alegría a aquello en lo que creía, verse obligada a tener que dejar de hacerlo ya es lo suficientemente triste como para, encima, sentirse culpable por ello. Para alguien que, además, tenía ciertos problemas para poner límites, se convierte, irónicamente, en toda una oportunidad.

Seguro que si un pepero (o un cualquiero pro-recortes) leyera esto, pensaría que he ganado en eficacia, y que de eso se trata: de hacer más con menos, todo un éxito. Al pepero le diría yo unas cuantas cositas (si es que tengo paciencia para hablar, porque lo que me apetece no es precisamente eso), pero, sobre todo, le explicaría que toda la eficacia del mundo no le llega ni a la suela de los zapatos a un trabajo hecho con alegría e ilusión.

A mí me han robado ambas, y si me consuelo es porque quiero consolarme y ver en esta impuesta asertividad, en esta eficacia por narices, mi trocito de oportunidad.

En espera de poder recuperarme y volver a hacer un trabajo con auténtica calidad.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La personalidad de S


Cuando escribí la entrada sobre la personalidad de V, recibí varios comentarios en los que me explicabais que vuestros gatos tenían mucho en común con el mío. Como yo nunca había tenido un gato y no sabía qué era algo así como un comportamiento "de especie" y qué "personalidad", pensé que tal vez me había confundido, y que lo que yo consideraba propio de V era en realidad un rasgo gatuno más.

Estas dudas quedaron definitivamente resueltas cuando llegó S. Ahora sé que cada uno de mis gatos (y cada uno de los vuestros) tiene su propia personalidad, con muchos rasgos en común, por supuesto, tal y como tenemos los humanos.

Lo que más me llamó la atención de S cuando vino a vivir a nuestra casa fue su enorme capacidad de observación y aprendizaje. Tal vez fue porque tenía otro gato grande al que imitar, pero tardó muy pocos días en comprender el funcionamiento de su nuevo hogar. Pronto identificó sus pertenencias (juguetes, comedero... el rascador que V no usa ni muerto), pero muy pronto también supo cuáles eran las cosas "de gatitos". 

Hasta entonces, por ejemplo, V había tenido dos camitas, que apenas hacía algunos meses que utilizaba, porque prefería dormir en cualquier otro lugar. En cuanto S las vio, supo que era ahí donde se dormían los gatos, así que, ni corta ni perezosa, intentó que V le hiciera un hueco junto a él para dormir la siesta. Creo que nunca olvidaré a la pobre S, tan delgadita como estaba cuando vino del refugio, metiéndose despacito en la camita de V y quedándose muy quieta para ver si "colaba". Lo cual, evidentemente, no coló nunca, y V se encargó de hacérselo saber.

Esto me lleva al segundo rasgo de personalidad de S: la asertividad. Parecerá una locura, pero S es una gatita muy tranquila y segura, que sabe perfectamente lo que quiere... y lo consigue. En el caso de las camitas para gatos, no logró que V la aceptara como compañera de siesta, pero a base de tenacidad, consiguió otro efecto, absolutamente imprevisible: que fuera V quien abandonara su recién estrenada camita para dejársela a ella.

La verdad es que, durante algunas semanas, V tuvo que tragar quina de la buena con la nueva gatita. Porque no sólo le robó su cama. Recuerdo una noche, en la que V y yo caminábamos hacia el dormitorio, y de pronto vimos a S esperándole tranquilamente justo en la esquina de nuestra cama donde él se echa a dormir. Y no le miraba desafiante, ni nerviosa. Simplemente estaba allí como diciendo: "Esta es la esquina de los gatos, ¿no? Pues yo soy un gato, así que me pongo aquí. Y tú, si quieres, te pones aquí conmigo, y si no... pues a dormir en el suelo". El pobre V no daba crédito, la miraba absolutamente consternado, luego me miraba a mí como diciendo: "Pero... ¡haz algo!", y finalmente... se resignaba a dormir en el suelo, o en cualquier otro lugar.

Lo cierto es que, al final, hubo que hacer algo: poner las dos camitas para gatos juntas para que cada uno tuviera la suya, castigar a S a estar sola cuando se empeñaba demasiado en no respetar el espacio de V, darles de comer por separado para que S no le robara la comida, el comedero y el alma al pobre V... Y aunque por fin han finalizado las negociaciones territoriales, he de decir que, frente a una gatita asertiva, nuestro gato pasivo-agresivo no tiene nada que hacer.

Por otro lado, S también es una gatita muy cariñosa, igual que V de cachorrito, pero con una diferencia nada desdeñable: que S no muerde. Cuando no quiere que la acaricies, gira la cabeza, se va tranquilamente, te da un pequeño zarpazo sin uñas o te muerde suave... pero no te arranca la vida como hacía V. Esto es algo que nos ha dejado más tranquilas respecto a los gatos en general y a V en particular, al que ahora queremos y aceptamos en su idiosincrasia sin sentirnos culpables o frustradas por ella.

S también tiene algunos comportamientos bastante diferentes a los de V en otros aspectos. Por ejemplo, apenas maúlla. Cuando vino a casa, maullaba mucho, pero después dejó de hacerlo. Yo pensé que ya no lo haría más, pues sé que algunos gatos casi no maúllan, lo cual me apenó bastante. Acostumbrada a la comunicación con un gato charlatán como es V, me parecía que una gatita muda era un poco triste. Sin embargo, el periodo silencioso no duró mucho, y ahora vuelve a maullar... pero muy raro. No es como V, que articula los maullidos con todas sus letras, "miauuuuu"; ella hace un ruido más parecido a "ih, ih, ih", un sonido que yo no le había oído a un gato jamás, pero bueno, así es.

Para terminar, algo que me sorprende mucho de S es que no saluda. V siempre nos acompaña a la puerta cuando nos vamos, y viene a vernos cuando llegamos, y esos dos momentos están llenos de mimos y ronroneos. S viene a la puerta cuando llegas, pero no a verte a ti, ni a saludarte, sino a ver "qué pasa". Cuando ve que lo que "pasa" eres tú, se pone a jugar con cualquier otra cosa o se va corriendo. Y si intentas acariciarla para decirle hola, procura escurrirse de entre tus dedos, mirando a lo lejos como pensando: "¡Ag, qué pesadilla de ser humano!". Cosa que V agradece infinitamente, claro, porque así los mimos son solo para él.

El único momento del día en el que S saluda es cuando suena el despertador. Entonces viene corriendo, se pone a ronronear junto a tu cabeza, y te pega un par de lametones en la cara. Y en ese momento, como en tanto otros, la gatita asertiva y zalamera te desarma y anexiona a su ya vasto territorio un milímetro más de tu corazón.

Encantada.