viernes, 29 de febrero de 2008

Un año más

Se va febrero, el mes que llega de puntillas y se marcha sigiloso antes de que podamos abrazarlo. Se va febrero, el mes que nos regala una esperanza nueva cada cuatro años. Se va febrero, el mes que me vio nacer, el que cada año me deja el regalo de doce meses más de vida, empaquetados y adornados con un lazo.

Este año febrero también me dejó una carta. Era la primera vez que pasaba mi cumpleaños fuera de casa, la primera vez que celebraba la fiesta que yo elegí y no la que otros me preparaban. Al fin había llegado el momento de la autodeterminación, de la posibilidad de dirigir mi propia barca. Y lo encaré con fuerza, con valentía, pero también con nostalgia.

El derecho y el deber de vivir. El miedo de lanzarse al agua.

Se va febrero, y la brisa de su partida aún me tiembla en el alma.

Encantada.

domingo, 24 de febrero de 2008

Dina

Y salió Dina, la hija que Lía le dio a Jacob, a ver a las mujeres del lugar. (Gén, 34)

Creo que Dina es, en la actualidad, una de las figuras menos conocidas de las que aparecen en la Biblia. Sin embargo, esto no siempre ha sido así; de hecho, durante la Edad Media europea, Dina fue el centro de gran número de predicaciones dirigidas a las mujeres.

La historia de Dina es sencilla: llegó a una nueva ciudad con su familia y decidió salir de su casa para conocer a las mujeres que vivían allí. Esto es todo lo que Dina hizo; sin embargo, dio lugar a poco menos que una guerra. Apenas había cruzado el umbral de su puerta, el hijo del rey se encaprichó de ella, violándola primero y después tratando de hacerla su esposa. Dina sólo había querido conocer a otras mujeres con las que pudiera entablar una relación, nueva como era en aquella tierra. Pero los hombres tenían otros planes, falo incluido: que si no te circuncidas no puedes casarte con mi hija, que si se tienen que circuncidar todos los hombres de tu pueblo, que si cuando te estás recuperando de la circuncisión voy y te abro en canal por haber deshonrado a mi hija, que si Dios me amonesta, que si me cambia el nombre, blablabla. La mujer, nuevamente, es sólo la excusa para liarse a tortas y demostrar quién es el más macho.

En la Edad Media europea, la historia de Dina se les contaba a las mujeres para asustarlas y, de ese modo, impedir que salieran de casa. En la época, y durante siglos, las mujeres apenas salían para ir a la Iglesia, e incluso en ese momento, debían ir siempre escoltadas por un miembro varón de su familia. Así que generaciones enteras de mujeres fueron educadas en el miedo de ser como Dina y provocar una guerra entre hombres por esa estúpida manía de querer ver lo que había fuera de las cuatro paredes donde las encerraban*.

Algunas historiadoras actuales ponen énfasis en la idea de que Dina fue castigada por su curiosidad, y de este modo se sirven de su figura para ejemplificar la separación forzada del conocimiento y de la acción que la mujer ha sufrido a lo largo de la Historia. Sin ánimo de contradecir esta interpretación, sino con el objetivo de ampliarla, yo creo que es importante destacar cómo Dina no pretendía salir de su casa a conocer las calles o los paisajes de su nueva ciudad, sino que ella quería salir a conocer a otras mujeres.

Más allá del conocimiento puro, de la acción milenarista, lo que este pasaje bíblico pretende evitar es el conocimiento mutuo de las mujeres. Dina quería conocer a otras como ella, tener amigas, relaciones, integrarse en la comunidad femenina de su nueva ciudad. Pero las mujeres, en la tradición, pertenecen al ajuar privado de los hombres, no pueden definirse más que a través de ellos, para bien y para mal, y resulta inconcebible no sólo que tengan iniciativa propia, sino que esta se dirija al conocimiento y relación con otra mujer.

Para mí, Dina no sólo es un símbolo para todas las mujeres, un símbolo que nos recuerda la fuerza de nuestras relaciones, de nuestros lazos y nuestra comunidad; para mí Dina es también un símbolo especial para las lesbianas, las mujeres que llevamos más lejos nuestra relación, y un recuerdo de cómo la Historia ha tratado la mera posibilidad de que existiésemos, de que se diese el momento y el lugar para existir.

Creo que la única manera de evitar que esta historia se repita es hacer oídos sordos a sus predicaciones y, sencillamente, salir. Salir a conocer esa hermosa ciudad de las mujeres, sin miedo a guerras que no nos atañen ni a las violaciones que ya no nos mancillan, salir y conocer a las demás, salir a estrechar entre nuestros brazos a otra mujer.

Ser como Dina y no dejarnos avasallar por cómo otros nos digan que debemos ser.

Encantada de participar.


* Las mujeres a las que me refiero en este pasaje son mujeres pertenecientes a la clase nobiliaria y burguesa, por supuesto. Nadie duda de que las mujeres campesinas y obreras estaban obligadas a salir de casa para trabajar de sol a sol, como tampoco se duda de que la vida de estas mujeres y sus pecados no importaban para nada.

sábado, 23 de febrero de 2008

Mi primer amor

Buceando en mi memoria he rescatado a la que creo puede ser mi primer amor. Nunca la catalogué como tal a lo largo de mi infancia, la encerré bajo siete candados durante mi adolescencia, y sólo hace un par de años que, como bengala en medio de la noche, su nombre ha salido a flote en la superficie de mi conciencia.

Elvira.

Elvira era la mejor amiga del colegio de la hija de unos amigos de mis padres. Solamente nos veíamos en los cumpleaños de la niña, una vez al año, por tanto. A mí me encantaba ir a esos cumpleaños porque nos juntábamos muchísimos niños, porque jugábamos durante horas hasta acabar sudando, y porque la casa de los amigos de mis padres tenía muchísimas habitaciones, y a mí me llamaban mucho la atención los recovecos que se formaban en los pasillos.

Pero hubo un año (tendría yo 8 ó 9, quizás menos) en el que Elvira no pudo venir. Yo había buscado su rostro entre el de los otros niños, había esperado encontrármela al final de alguno de los pasillos, tenía la ilusión de que simplemente llegaría más tarde que los demás.

– ¿Y Elvira? –preguntó alguien por mí, y yo se lo agradecí en el alma.
– Elvira no puede venir.

No recuerdo el motivo: tal vez estaba enferma, o de viaje, o tenía otro compromiso más importante. Sólo recuerdo la desolación que invadió mi cuerpecillo infantil y cómo a duras penas logré controlar las ganas de llorar. Entonces supe que, por encima de las horas de juego, por encima del misterio de los pasillos, lo que realmente esperaba de aquellos cumpleaños era ver a Elvira.

Elvira era alta, delgada, tenía el pelo liso y castaño, y su risa mostraba una hilera de dientecillos blancos irresistibles. Además de estas virtudes, tenía un año más que yo, lo cual hacía que mi mirada se arrobase en el abismo que, tan pequeñas, parecía separarnos. No recuerdo nada más de ella, ni aficiones, ni notas del colegio, ni ideas sobre nada, ni siquiera si alguna vez hablábamos, si nos caíamos bien, si jugábamos juntas. Sólo preservo una imagen de Elvira sonriendo, y el vuelco que me dio el corazón, y mi boca medio abierta. Pero sobre todo, recuerdo su ausencia y el vacío que prendió en mi alma.

Encantada.

viernes, 22 de febrero de 2008

Las formas de la infamia

Hace unos días salieron publicados los resultados de un estudio antropométrico llevado a cabo por el Ministerio de Sanidad, en el que midieron el cuerpo de más de diez mil mujeres, entre doce y setenta años, a lo largo y ancho de la geografía española. El propósito del estudio era conocer a la mujer española “real”, pero los resultados nos devolvieron nuevamente al parece ser que inevitable “ideal”: las mujeres españolas debemos tener la forma de un diábolo (no lo dice el estudio, pero se puede deducir y se deduce), aunque muchas desgraciadas nos quedemos en campana, o peor aún, en simple cilindro.

Entiendo el “buenismo” que se encuentra detrás de dicho estudio: las mujeres no entramos en los pantalones que venden en las tiendas, no sólo por nuestra delgadez o gordura presuntamente extremas, sino porque las proporciones no encajan, y en el que te cabe el culo se te pierden las piernas, etc, etc. Entiendo también que, debido a la desventaja tan atroz y enquistada que sufrimos, nos vemos obligadas a avanzar de la mano de una discriminación positiva que a veces nos avergüenza en lo más íntimo. Entiendo, finalmente, que el estudio puede tener repercusiones interesantes a largo plazo, y que las tallas pueden variar, y que los diseñadores pueden repensar, y que la sociedad puede avanzar, ya que por primera vez se estudia la forma del cuerpo de la mujer en sí mismo, y no se deduce a partir de la forma del cuerpo del varón.

Pero lo que por encima de todo entiendo es que las mujeres seguimos siendo las medidas, pesadas y apodadas, las que somos empujadas al escenario desnudas para que otros hagan mofa, critiquen y arrojen hortalizas sobre nuestros cuerpos.

Es sencillo: nadie necesita medir a los hombres de nuestro país para saber que unos son altos y otros son bajos, unos gordos y otros delgados, unos con patas de gallina y otros con tetas de señora. Y porque simplemente se sabe, los pantalones tienen diferentes largos y diferentes anchos, formas flexibles y cinturas que concuerdan, y si te pones tonto, servicio de sastres que te cosen de donde sea para que el pantalón te ajuste por muy deforme que parezcas.

El maltrato que las mujeres sufrimos, ya sea en forma de pantalones imposibles o de estudios vejatorios, es una maltrato estructural. Si necesitan medirnos es porque seguimos siendo ese ser desconocido, imposible de concebir, porque seguimos siendo el otro y porque siguen siendo otros los que nos conciben. Seguimos siendo el objeto, la niña que llora para que papá arregle el mundo, la histérica depresiva que si no triunfa en su tarde de compras se da a la anorexia y pone en peligro la supervivencia de la especie.

La enfermedad, la dependencia, la infelicidad, la frustración, son males producidos por nuestra posición en el mundo, una posición que nos impide gozar de buena salud, de autonomía personal, alcanzar una equilibrada felicidad y sentirnos realizadas.

Y ponernos motes no ayuda.
El estudio, tal vez; pero los motes sobraban.

Encantada.

viernes, 8 de febrero de 2008

Fábula doméstica

Cuando regresé, el resfriado todavía seguía ahí. Así que me metí en la cama diez minutos nada más, diez minutos (más) nada más, diez minutos (más todavía) nada más… hasta que decidí enfrentar la catástrofe:

¡El fregote también seguía ahí!
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Pero yo era más fuerte, mis víruses y yo éramos más fuertes y logramos clasificar el fregote, de manera que, media hora después, el milagro se había producido:
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"Es mi sueño todo limpio..."
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Sin embargo, en un rincón de la cocina, resistiendo ahora y siempre al invasor, se encontraba... ¡el vaso de tomate!
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Porque la felicidad nunca puede ser completa.
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Encantada.