Hace unos meses, mi padre me dijo que tenía muchas ganas de quedar a comer conmigo, para que hablásemos de “nuestras cosas”. Yo me quedé más estupefacta que si se me hubiera aparecido Chavela Vargas en el salón cantándome aquello de “Ponme la mano aquí...”, pero cuando reaccioné, la invitación todavía seguía en pie. Así que me volví a casa pensando en qué serían esas “cosas” que mi padre se empeñaba en calificar como “nuestras”, teniendo en cuenta que, desde hace años, solo hablamos de política y trabajo, temas absolutamente banales y neutrales para nosotros.
El tiempo pasó, y después de varios viajes y eventos laborales a los que se vio obligado a asistir mi progenitor, volvió a la carga y me reiteró la invitación de quedar a comer, subrayando de nuevo la frasecita: “ya sabes, para hablar de nuestras cosas”. Yo me apresuré en fijar la fecha, muerta de curiosidad y de miedo a partes iguales, y finalmente, la tan esperada comida tuvo lugar.
Según se iba aproximando el momento, yo me iba sintiendo más y más nerviosa. Para calmar mi ansiedad, decidí preparar una quiniela sobre lo que podía pasar, reduciendo las variables a tres posibilidades: a) que mi padre decidiera hablar conmigo de algo que tuviera que ver con mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, y que fuera para bien; b) que mi padre decidiera hablar conmigo de algo que tuviera que ver con mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, y que fuera para mal; c) que mi padre solo hablase de política y trabajo, considerando estos temas como “nuestras cosas”, y que fuera yo la que tuviera que sacar el tema de mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, para bien o para mal. Así se fue acercando el momento, hacia el cual avanzaba con las piernas temblorosas y los puños cerrados.
Entonces sucedió. Nos sentamos a la mesa y, apenas el camarero había terminado de servir nuestras copas, mi padre soltó toda la artillería pesada de golpe y porrazo:
− Bueno y... ¿qué tal tu vida personal? −dijo sonriendo de oreja a oreja cual actor en anuncio de dentífrico.
− Bien... −contesté yo, tratando de escudriñar su alma y saber a qué se refería esta vez con “vida personal” (después de tantos años hablando de nada, cuesta entenderse).
− Entonces, ¿eres feliz?
Y así fue como tuvo lugar la conversación que llevaba casi cuatro años esperando. Pude hablar con mi padre de mi novia, de nuestra relación, de nuestra convivencia, de mi orientación sexual, de algunas de mis experiencias de autoaceptación... Supongo que, después de tantos meses, él no quería más que soltarlo todo de golpe, y yo, después de tantos sinsabores, no paraba de preguntarme cómo podía no importarle que medio restaurante se estuviese enterando en aquellos momentos de que su hija era lesbiana.
A pesar de todo el tiempo que llevaba esperando que algo así ocurriera, reconozco que me costó. Me costó hablar de todo aquello después de haberme visto obligada a callar, a ignorar, a hacer como que no existía durante todos estos años. Me costó reconocer que aquella persona que tenía delante era mi padre, o mejor dicho, volvía a ser mi padre tras pasar años abducido y convertido en “ese señor”. Me costó hacerme a la idea de que, contra todo pronóstico y cuando prácticamente había perdido las esperanzas, dejaba de ser huérfana. Me costó contener las lágrimas, mantener firmes mis labios y no saltar sobre mi padre para darle todos los besos y abrazos que ha rechazado en este tiempo, y desahogarme a cortes de manga con el mundo encarnado en los otros comensales.
Mi padre me dijo que me aceptaba. Que le había costado bastante hacerse a la idea, pero que me veía feliz y me reconocía como hija, así que no podía hacer menos que entender que su hija era como soy. Al fin las esperadas palabras salieron de su boca. Y ahora que han llegado a mis oídos apenas se me ocurre qué hacer.
Encantada.
El tiempo pasó, y después de varios viajes y eventos laborales a los que se vio obligado a asistir mi progenitor, volvió a la carga y me reiteró la invitación de quedar a comer, subrayando de nuevo la frasecita: “ya sabes, para hablar de nuestras cosas”. Yo me apresuré en fijar la fecha, muerta de curiosidad y de miedo a partes iguales, y finalmente, la tan esperada comida tuvo lugar.
Según se iba aproximando el momento, yo me iba sintiendo más y más nerviosa. Para calmar mi ansiedad, decidí preparar una quiniela sobre lo que podía pasar, reduciendo las variables a tres posibilidades: a) que mi padre decidiera hablar conmigo de algo que tuviera que ver con mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, y que fuera para bien; b) que mi padre decidiera hablar conmigo de algo que tuviera que ver con mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, y que fuera para mal; c) que mi padre solo hablase de política y trabajo, considerando estos temas como “nuestras cosas”, y que fuera yo la que tuviera que sacar el tema de mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, para bien o para mal. Así se fue acercando el momento, hacia el cual avanzaba con las piernas temblorosas y los puños cerrados.
Entonces sucedió. Nos sentamos a la mesa y, apenas el camarero había terminado de servir nuestras copas, mi padre soltó toda la artillería pesada de golpe y porrazo:
− Bueno y... ¿qué tal tu vida personal? −dijo sonriendo de oreja a oreja cual actor en anuncio de dentífrico.
− Bien... −contesté yo, tratando de escudriñar su alma y saber a qué se refería esta vez con “vida personal” (después de tantos años hablando de nada, cuesta entenderse).
− Entonces, ¿eres feliz?
Y así fue como tuvo lugar la conversación que llevaba casi cuatro años esperando. Pude hablar con mi padre de mi novia, de nuestra relación, de nuestra convivencia, de mi orientación sexual, de algunas de mis experiencias de autoaceptación... Supongo que, después de tantos meses, él no quería más que soltarlo todo de golpe, y yo, después de tantos sinsabores, no paraba de preguntarme cómo podía no importarle que medio restaurante se estuviese enterando en aquellos momentos de que su hija era lesbiana.
A pesar de todo el tiempo que llevaba esperando que algo así ocurriera, reconozco que me costó. Me costó hablar de todo aquello después de haberme visto obligada a callar, a ignorar, a hacer como que no existía durante todos estos años. Me costó reconocer que aquella persona que tenía delante era mi padre, o mejor dicho, volvía a ser mi padre tras pasar años abducido y convertido en “ese señor”. Me costó hacerme a la idea de que, contra todo pronóstico y cuando prácticamente había perdido las esperanzas, dejaba de ser huérfana. Me costó contener las lágrimas, mantener firmes mis labios y no saltar sobre mi padre para darle todos los besos y abrazos que ha rechazado en este tiempo, y desahogarme a cortes de manga con el mundo encarnado en los otros comensales.
Mi padre me dijo que me aceptaba. Que le había costado bastante hacerse a la idea, pero que me veía feliz y me reconocía como hija, así que no podía hacer menos que entender que su hija era como soy. Al fin las esperadas palabras salieron de su boca. Y ahora que han llegado a mis oídos apenas se me ocurre qué hacer.
Encantada.
Q lindo =) Entiendo muy bien lo que es sentirse "huérfana", lo que es callar y ocultarse detrás de conversaciones y temas neutros.
ResponderEliminarMe llega cada palabra de lo que escribiste... y me hace tener esperanzas para mi, aun que creo que con 18 años aun tengo para rato no? xD
Felicitaciones!! ;)
Saludos chilenos.
Shimako.
Ya lo hiciste. Me hiciste soltar lagrimas en el trabajo. Encuentro muy lindo tu historas... espero que mas de nosotros lo podemos compartir.
ResponderEliminaruayssssssssss... qué a gusto y descansada te tuviste que quedar... :) Así tenía que ser siempre! Un abrazo!
ResponderEliminarUfff, me hiciste revivir tantas cosas, pero principalmente esa sensacion de mirar frenta a frente a los padres y que nos digan: Te acepto, es como volver a nacer, volver a ser su hija nuevamente.
ResponderEliminarFelicitaciones has conseguido algo muy importante y vital para tu vida.
qué belleza de post, y qué bien escrito
ResponderEliminarme sentí muy identificada, sólo que yo nunca tuve -y calculo que no tendré-, una conversación así.
hay relaciones de silencios y viejos rencores que no las remontas con nada...
me alegro por ti
felicitaciones a los dos
besos!
Que post más bonito! como suelen decir, "más vale tarde que nunca", me alegro que por fin tu padre te haya aceptado. Besos.
ResponderEliminar"... me costó hablar de todo aquello despues de haberme visto obligada a callar, a ignorar a hacer como que no existía durante todos estoa años..." ¡Ah, esa situación es terrible!, si lo sabré yo... y además es tan cansado.
ResponderEliminarQue bueno que hayas podido entenderte con tu padre. Felicidades.
Me gusta tu forma de expresarte, tal simple y tan bien descrito, enhorabuena por tu padre que supo evolucionar, es dificil por educacion, vivencias, pensar diferente, pero supongo que ahora recuperareis el tiempo perdido.
ResponderEliminarSi se puede llamar perdido.
me alegro mucho por ti
ResponderEliminarMuchas gracias por vuestros comentarios, la verdad es que me entristece que tengamos estas experiencias en común, no debería ocurrirle a nadie, pero bueno, ya sabemos que los "no debería" no funcionan en esta vida, y que lo importante es seguir adelante, mejor si se tiene apoyo como lo tengo yo a través de vuestros comentarios :D
ResponderEliminarSe me han puesto los pelos de punta.
ResponderEliminarHa sido muy emocionante leerlo.
Para mí también fue muy emocionante vivirlo :D
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