martes, 28 de septiembre de 2010

Si te aceptas, te aceptan: esa gran falacia

Desde hace algún tiempo, vengo revisando la cultura heredada que recibí cuando empecé a tomar contacto con el ambiente homosexual, y he ido identificando algunas ideas que, si bien pretendieron hacerme fuerte en un principio, creo que, a la larga, me han debilitado y resultado dolorosas.

Una de ella es la idea de que, si te aceptas, te aceptan: desde mi punto de vista, una gran falacia. Y no solo porque, sencillamente, sea mentira; sino porque, además, creerla a pies juntillas entraña serios peligros.

Que esta idea es mentira resulta fácil de demostrar. En primer lugar, existen numerosas personas homosexuales que se aceptan plenamente y a las que, sin embargo, su entorno continúa rechazando. Seguramente podemos encontrar varios ejemplos a nuestro alrededor, pero a mí me viene uno especial a la cabeza: el del juez Grande-Marlaska. Recordaréis aquella entrevista en El País donde decidió salir públicamente del armario. Desconozco el gran exacto de autoaceptación que tendría en ese momento, pero muy mal no lo llevaría el hombre cuando, estando como estaba en el ojo del huracán, tomó la decisión de mostrarse como gay. En la entrevista, hablaba de la importancia que creía que tenía esta visibilidad para las personas más vulnerables, como aquellas que vivían en un entorno rural, y también bromeaba sobre las peleas que tenía con su marido por cuál de los dos debía ostentar ese título. En medio de aquel alarde de valentía, una nota triste nos recordaba que no todo puede ser siempre paz y amor en la vida de los homosexuales, pues el juez también reconocía que su madre no había querido asistir a su boda. Tanto se aceptaba, que incluso se daba el lujo de mostrar comprensión y cariño hacia esa madre negadora. Se aceptaba, sí, pero no por eso era aceptado.

Menos obvio parece el argumento contrario: que aunque tú no te aceptes, puede que tu entorno sí lo haga. Es algo que nos han dicho que no podía ocurrir, que tu aceptación iba primero y la suya, después. Pues bien, yo tengo un puñado de ejemplos que demuestran lo contrario. Porque, de hecho, una gran parte de las personas homosexuales que conozco están en este caso:

Mi amiga C, cuya más que evidente pluma había conseguido que su familia y amigos la aceptasen como lesbiana mucho antes de que ella conociese la palabra o el concepto, algo que le producía una vergüenza terrible cuando tenía que confesar que, frente a la homofobia que padecían otras mujeres de su entorno, su sufrimiento no tenía nada que ver con este odio. Al menos, tenía la honestidad de admitirlo: “Si yo sé que el problema no son ellos… ¡¡SOY YO!!”.

Mi amiga S, cuya hermana le restó importancia al hecho de que fuera lesbiana, como también lo hicieron su hermano, su mejor amiga del barrio, sus ex-compañeros del colegio, sus compañeros de trabajo e incluso algún que otro antiguo profesor. Sin embargo, mi amiga S todavía pretende negar su condición y pone todos sus esfuerzos en lograr, por arte de birlibirloque, regresar a su presunta heterosexualidad original.

Mi amiga T, cuya madre, asomándose desde el quicio de la puerta, le rogaba que le confesase su lesbianismo para que ambas pudieran descansar en paz. “Que si a ti lo que te pasa es que te gustan las mujeres, cariño, que de verdad que no pasa nada, que yo lo acepto y te quiero igual, y que si tienes problemas con ese tema, que yo te ayudo y voy adonde sea, pero por favor, confía en mí y DÍMELO”. Muchos fueron los años que tuvo que esperar la buena mujer para que su hija le confesase lo que ya sabía, a pesar de lo que algunas le repetíamos: que habríamos matado por estar en su lugar.

Para mí, además de mentira, esta idea resulta peligrosa, ya que puede aportar más dolor y confusión a un proceso ya de por sí doloroso y confuso como es el de la aceptación de la propia homosexualidad.

En primer lugar, podemos hacernos la ilusión de que, si en algún momento alcanzamos cotas suficientes de autoaceptación, nuestro entorno mutará súbitamente y, donde antes hubo rechazo, de pronto volverá a haber amor. Y esto no es así. La gente no cambia de un día para otro. Pueden ir avanzando poco a poco, pueden alcanzar niveles asumibles de respeto, pueden acabar compartiendo tu vida… pero no van a mutar porque tú te hayas aceptado. Porque tu aceptación es un proceso, y el suyo, otro. A veces, paralelos, y otras veces, no. A veces, interrelacionados, y otras veces, no. ¿Podemos saber en qué caso nos encontramos? Yo creo que es difícil y, por eso, elegiría dejar a un lado esa ilusión.

Por otra parte, también existe la posibilidad de que, haciendo depender la aceptación de los demás de la nuestra, nos sintamos responsables de su grado de homofobia. “Claro, como no me atrevo a darle la mano a mi novia por la calle, es lógico que mi madre me odie”. Y esto tampoco es así. Muchas personas homosexuales han sido llevadas de la mano por su familia y amigos en el camino de la autoaceptación. Muchas cuentan con apoyo, desde el principio, independientemente de lo que se quieran a sí mismos. Y el hecho de que no todos podamos contar con ello no significa que la culpa sea nuestra. Que los que tienen a sus seres queridos de su lado es porque se lo han ganado. A veces nosotros luchamos por querernos y ellos continúan odiándonos, y esto ocurre porque sí. Es decir: ocurre por un montón de razones, profundas, superficiales, idiosincrásicas y culturales, pero no porque “como yo no me quiero, ellos me pegan la patada en el culo”. Las relaciones humanas son más complejas que eso y, para nuestra desgracia, la homofobia también.

Para terminar, creo que esta idea deja a los heterosexuales muy mal parados. ¿Acaso ellos no son capaces de ponerse en nuestro lugar? ¿No pueden usar sus cabecitas para pensar que la homofobia es ilógica e injusta? ¿Es que no tienen ideales como la igualdad, la libertad, la justicia, que nos incluyan? ¿Acaso nos creemos, de verdad, que habríamos llegado hasta donde estamos si millones de heterosexuales no nos hubieran apoyado, muchos de ellos sin haber conocido en su vida a una persona homosexual? Dejemos de exculparles: ellos son responsables de su propia homofobia. Si eligen ser homófobos, no puede ser por nuestra culpa. ¿Nos atreveríamos a decir que un racista lo es por culpa de los negros o un misógino por culpa de las mujeres? Entonces, ¿por qué seguimos maltratándonos de ese modo y no exigimos a los heterosexuales que estén a la altura?

Seguramente quejarnos de nuestra mala suerte no sirva para nada, pero eso no quiere decir que la mala suerte no exista. Que, objetivamente, haya situaciones más difíciles que otras. Que, en el fondo de nuestros corazones, no sepamos que podríamos haber recorrido un camino más fácil, que los demás podrían haberse hecho cargo de lo que les correspondía, que no vivimos en una burbuja para que nuestras decisiones, emociones, experiencias… dependan sólo de nosotros.

Si tuviera que darle un consejo a otras personas homosexuales, no les daría el que me dieron a mí: si te aceptas, te aceptan. Les diría que la autoaceptación es algo hermoso a lo que todos debemos aspirar, no sólo en relación a la orientación sexual, sino como personas completas. Que quererse en nuestra individualidad es necesario para vivirse plenamente y de manera satisfactoria, por lo que merece la pena trabajar ese amor. Pero que ese es un proceso y el que viven los demás es otro distinto. En ocasiones, podemos facilitarlo. En otras, no. Lo importante es que el amor que nos tengamos, el respeto hacia nosotros mismos, nuestro autoconocimiento, serán el escudo y el refugio que nos queden cuando las cosas fuera no vayan como esperábamos. No podemos hacer que los demás piensen y sientan como nosotros queramos. Es legítimo desearlo, pero nada más.

Encantada de compartir esta idea que, para mí, se acerca más que otras a lo que considero verdad.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Los fracasos de mi porra mental (y su único éxito)

Como todos los septiembres, este año he empezado el curso haciendo una porra mental conmigo misma para decidir quiénes de entre mis compañeros son del club.

Yo confío mucho en la estadística, esa ciencia exactísima que nos dice que una de cada diez personas es homosexual. Así que, cada comienzo de curso me hago la siguiente reflexión: “Si somos taitantos profes, y un 10% tiene que ser homosexual… ¿dónde está el resto, eh?”.

El primer criterio que empleé para detectar a mis compañeros fue el propio de una principiante: la pluma. Sobra decir que este método no me permitió encontrar entre ellos a ninguno que fuera homosexual, pues de hecho ni siquiera habría servido para detectarme a mí misma. A cambio, gracias a mis candidatos pude descubrir que otras plumas son posibles: no os perdáis la de los profesores de Religión o la de las profesoras de Educación Física. Casi todos pasarían por reyes y reinas de Chueca, pero, hasta el momento, ninguno ha parecido tener la más mínima intención de portar la corona.

Habida cuenta del éxito del criterio anterior, pensé: “¿Cómo podría alguien detectarme a mí?”. Y aunque yo creo que gozo de una gran pluma interior que, como la belleza, se proyecta hacia el exterior, hasta ahora no he logrado que nadie la vea, por lo que el criterio tenía que ser forzosamente otro. Así que me dije a mí misma que la única pista posible era precisamente la ausencia de pistas: para cualquiera que sepa de qué va esta historia, el absoluto silencio que he guardado durante mucho tiempo acerca de mi vida personal resultaría más que sospechoso.

Todavía hoy considero este criterio superior al de la pluma, a pesar de lo cual, no me ha granjeado más que fracasos. No obstante, como daño colateral he aprendido que muchos heteros son sumamente discretos con su vida privada, y que lo son por voluntad propia. Todavía recuerdo cómo me enteré de que una de mis compañeras más cercanas tenía novio apenas un par de meses antes de que se casaran, o cómo tuve que saber por otras personas que aquel compañero con pinta de solitario había estado llevando a su mujer a todos los saraos, algo que tenías que deducir e incluso inferir con mucho riesgo, pues ni la presentaba como tal… ni la presentaba.

Fue entonces cuando, andando yo sumida en una crisis de incapacidad detectora (“sé que estáis en alguna parte, cabrones, pero todavía no sé dónde”), me llegó como caído del cielo un tercer criterio, el único que, hasta el momento, me ha granjeado mi único y muy querido éxito. Para ser sincera, me resisto a considerarlo un criterio: más bien fue una intuición, una certeza, un golpe de suerte que me hizo despertar y darme cuenta de que lo que tanto había estado buscando… llevaba un par de años frente a mis ojos.

Ocurrió en una reunión. De pronto, una compañera generalmente distante e insegura, me cogió de las manos con un cariño tremendo y me iluminó con su sonrisa. Después se apagó, volvió a su postura habitual y el fogonazo de emoción se disipó como el humo. En ese momento me comprendí que había asistido a un arrebato de expresividad propio de quien desea comunicarse y no puede, de quien necesita desesperadamente del calor humano y sin embargo se ve obligado a permanecer al margen. Algo que yo misma había sentido y siento en numerosas ocasiones. Y aunque todavía no puedo decir muy bien cómo, supe que mi compañera L era lesbiana.

Entonces caí en la cuenta de que, además, mi compañera L nunca hablaba de su vida privada, y de que, además, mi compañera L tenía una pluma de aquí a Pekín que sólo podía pasar desapercibida para alguien profundamente heteronormativo… o para alguien con un despiste del quince, useasé, la que suscribe.

La confirmación llegó con posterioridad. Varios compañeros y yo nos habíamos organizado para asistir a una manifestación. Todo el mundo sabía cómo y dónde estaríamos, y por si eso fuera poco, llevábamos una pancarta que nos identificaba. Sin embargo, no vimos a L hasta que, poco antes de dar por finalizada la pitada, apareció de entre la multitud haciéndose la del despiste: “Mira que os he estado buscando por toda la manifestación, pero nada, eh... ¡que no os encontraba!”. Yo la miré con la compasión de que entiende ese momento de marrón absoluto, y de quien, además, se había dado cuenta de que hacía apenas unos segundos, mi compañera L había soltado la mano de su pareja suavemente, como quien no quiere dañarla pero tampoco hacer una salida del armario indiscriminada.

La alegría infinita que sentí cuando comprobé que ya no era la única lesbiana de mi trabajo sólo es comparable a las ganas que tengo de hacerle saber que ella tampoco es la única lesbiana de su trabajo. Que aunque un 10% de taitantos no seamos… ¡al menos estamos las dos!

(L, si lees esto… ¡¡soy yo!!).

Por el momento, y mientras pienso una estrategia, yo sigo con mi porra: el de Religión ya había entrado en el bombo, pero tuve que sacarlo cuando mencionó a su mujer.

Encantada.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Una relación estable

Hace poco más de un año, coincidiendo con nuestro cuarto aniversario, sufrí una crisis curiosa que por fortuna ya he superado. De pronto, me di cuenta de que nuestra relación había ascendido de la categoría noviazgo a la de relación estable. Y he de confesarlo: me entró el pánico.

¿Cómo lo supe? A veces yo también me lo pregunto. Nunca pensé que estas cosas pudieran vivirse con la conciencia suficiente como para nombrarlas, ni mucho menos estaba prevenida para sufrir una crisis por su causa. Supongo que mi cerebro hizo una suma con el tiempo de relación que llevábamos, el de convivencia, nuestra forma de vida y la magnitud de nuestros proyectos, y las cuentas le salieron claras.

¿Y por qué el pánico? Al fin y al cabo, si nuestra relación se había convertido en estable, eso significaba que las cosas iban bien, lo cual era bueno. ¿Entonces? Tampoco tengo una respuesta para esto. Solamente sé que de pronto me vi preguntándome compulsivamente qué era una relación estable y cómo iba a transcurrir la nuestra ahora que se había convertido en eso. Nunca me he considerado una persona con miedo al compromiso, y sin embargo, entiendo que algo parecido debió de invadirme para que de pronto no pudiera dejar de pensar en otra cosa.

Hoy creo que sería capaz de describir a grandes rasgos lo que para nosotras es una relación estable, y también puedo decir que me gusta, que la prefiero y que me alegro de estarla viviendo.

Me gusta conocer como conozco a mi novia, y que, a la vez, me siga sorprendiendo. Me gusta disfrutar de la rutina que hemos construido y saber que, de vez en cuando, podemos romper con ella e innovar. Me gusta cómo manejamos nuestros problemas estructurales y cómo somos capaces de aceptar los nuevos y enfrentarlos poco a poco para irlos resolviendo. Me gusta que nuestra vida en común transcurra con placidez, pero también con ilusiones, alegrías y arrebatos de pasión. Me gusta saber que tengo en ella una amiga, una hermana, una compañera, una amante y que, al mismo tiempo, sé que no puedo darla por hecho y que debemos cuidarnos mutuamente para que nuestra relación siga siendo lo que es.

Nuestro amor ya no es sólo el que sienten dos personas que se gustan, que se desean, que quieren compartir su tiempo; se ha convertido en algo más. Por eso, y sin restarle un ápice de belleza a los inicios de una relación, para mí tiene muchísimo más valor.

Y porque una relación estable no se convierte necesariamente en una relación eterna, espero ser capaz de cuidarla como se merece para que siga creciendo y desarrollándose como lo ha hecho hasta aquí.

En conclusión: ¡estoy encantada con nosotras, mi amor!

miércoles, 8 de septiembre de 2010

¡Feliz vuelta al cole!

Aunque oficialmente el año empieza en enero, para las personas que nos dedicamos a la educación suele dar comienzo en septiembre. Sin uvas, sin brindis, sin confeti… y con muchos más nervios (quien crea que los alumnos se ponen nerviosos en su primer día es que nunca ha visto a un profesor).

Para mí, este año ha empezado bastante bien. Después de pasarme un verano de vacaciones con mi ansiedad, agradezco tener algo de lo que preocuparme además de mis propios asuntos. Por otro lado, tengo la suerte de que mis alumnos me dan siempre un recibimiento muy cariñoso: se nota que tienen ganas de volver a las clases, aunque sólo sea para perder de vista a sus padres.

Este curso, como todos, tengo una lista de buenos propósitos; sin embargo, uno destaca por encima del resto: mis ganas de tranquilidad. Me gustaría centrarme en pocas cosas para poder tener la sensación de que las hago bien, quisiera ir con calma para que no se me pasen las verdaderas oportunidades de ayudar, prefiero limar el trabajo hecho hasta ahora que embarcarme en nuevos proyectos. El año pasado fue una locura, este verano lo he pagado con creces y por nada del mundo estoy dispuesta a repetir el error.

Septiembre es un mes de muchísimo trabajo, pero yo disfruto con lo que hago y tengo muchas ganas de hacerlo lo mejor que sé.

¡Encantada de volver!