Desde hace algún tiempo, vengo revisando la cultura heredada que recibí cuando empecé a tomar contacto con el ambiente homosexual, y he ido identificando algunas ideas que, si bien pretendieron hacerme fuerte en un principio, creo que, a la larga, me han debilitado y resultado dolorosas.
Una de ella es la idea de que, si te aceptas, te aceptan: desde mi punto de vista, una gran falacia. Y no solo porque, sencillamente, sea mentira; sino porque, además, creerla a pies juntillas entraña serios peligros.
Que esta idea es mentira resulta fácil de demostrar. En primer lugar, existen numerosas personas homosexuales que se aceptan plenamente y a las que, sin embargo, su entorno continúa rechazando. Seguramente podemos encontrar varios ejemplos a nuestro alrededor, pero a mí me viene uno especial a la cabeza: el del juez Grande-Marlaska. Recordaréis aquella entrevista en El País donde decidió salir públicamente del armario. Desconozco el gran exacto de autoaceptación que tendría en ese momento, pero muy mal no lo llevaría el hombre cuando, estando como estaba en el ojo del huracán, tomó la decisión de mostrarse como gay. En la entrevista, hablaba de la importancia que creía que tenía esta visibilidad para las personas más vulnerables, como aquellas que vivían en un entorno rural, y también bromeaba sobre las peleas que tenía con su marido por cuál de los dos debía ostentar ese título. En medio de aquel alarde de valentía, una nota triste nos recordaba que no todo puede ser siempre paz y amor en la vida de los homosexuales, pues el juez también reconocía que su madre no había querido asistir a su boda. Tanto se aceptaba, que incluso se daba el lujo de mostrar comprensión y cariño hacia esa madre negadora. Se aceptaba, sí, pero no por eso era aceptado.
Menos obvio parece el argumento contrario: que aunque tú no te aceptes, puede que tu entorno sí lo haga. Es algo que nos han dicho que no podía ocurrir, que tu aceptación iba primero y la suya, después. Pues bien, yo tengo un puñado de ejemplos que demuestran lo contrario. Porque, de hecho, una gran parte de las personas homosexuales que conozco están en este caso:
Mi amiga C, cuya más que evidente pluma había conseguido que su familia y amigos la aceptasen como lesbiana mucho antes de que ella conociese la palabra o el concepto, algo que le producía una vergüenza terrible cuando tenía que confesar que, frente a la homofobia que padecían otras mujeres de su entorno, su sufrimiento no tenía nada que ver con este odio. Al menos, tenía la honestidad de admitirlo: “Si yo sé que el problema no son ellos… ¡¡SOY YO!!”.
Mi amiga S, cuya hermana le restó importancia al hecho de que fuera lesbiana, como también lo hicieron su hermano, su mejor amiga del barrio, sus ex-compañeros del colegio, sus compañeros de trabajo e incluso algún que otro antiguo profesor. Sin embargo, mi amiga S todavía pretende negar su condición y pone todos sus esfuerzos en lograr, por arte de birlibirloque, regresar a su presunta heterosexualidad original.
Mi amiga T, cuya madre, asomándose desde el quicio de la puerta, le rogaba que le confesase su lesbianismo para que ambas pudieran descansar en paz. “Que si a ti lo que te pasa es que te gustan las mujeres, cariño, que de verdad que no pasa nada, que yo lo acepto y te quiero igual, y que si tienes problemas con ese tema, que yo te ayudo y voy adonde sea, pero por favor, confía en mí y DÍMELO”. Muchos fueron los años que tuvo que esperar la buena mujer para que su hija le confesase lo que ya sabía, a pesar de lo que algunas le repetíamos: que habríamos matado por estar en su lugar.
Para mí, además de mentira, esta idea resulta peligrosa, ya que puede aportar más dolor y confusión a un proceso ya de por sí doloroso y confuso como es el de la aceptación de la propia homosexualidad.
En primer lugar, podemos hacernos la ilusión de que, si en algún momento alcanzamos cotas suficientes de autoaceptación, nuestro entorno mutará súbitamente y, donde antes hubo rechazo, de pronto volverá a haber amor. Y esto no es así. La gente no cambia de un día para otro. Pueden ir avanzando poco a poco, pueden alcanzar niveles asumibles de respeto, pueden acabar compartiendo tu vida… pero no van a mutar porque tú te hayas aceptado. Porque tu aceptación es un proceso, y el suyo, otro. A veces, paralelos, y otras veces, no. A veces, interrelacionados, y otras veces, no. ¿Podemos saber en qué caso nos encontramos? Yo creo que es difícil y, por eso, elegiría dejar a un lado esa ilusión.
Por otra parte, también existe la posibilidad de que, haciendo depender la aceptación de los demás de la nuestra, nos sintamos responsables de su grado de homofobia. “Claro, como no me atrevo a darle la mano a mi novia por la calle, es lógico que mi madre me odie”. Y esto tampoco es así. Muchas personas homosexuales han sido llevadas de la mano por su familia y amigos en el camino de la autoaceptación. Muchas cuentan con apoyo, desde el principio, independientemente de lo que se quieran a sí mismos. Y el hecho de que no todos podamos contar con ello no significa que la culpa sea nuestra. Que los que tienen a sus seres queridos de su lado es porque se lo han ganado. A veces nosotros luchamos por querernos y ellos continúan odiándonos, y esto ocurre porque sí. Es decir: ocurre por un montón de razones, profundas, superficiales, idiosincrásicas y culturales, pero no porque “como yo no me quiero, ellos me pegan la patada en el culo”. Las relaciones humanas son más complejas que eso y, para nuestra desgracia, la homofobia también.
Para terminar, creo que esta idea deja a los heterosexuales muy mal parados. ¿Acaso ellos no son capaces de ponerse en nuestro lugar? ¿No pueden usar sus cabecitas para pensar que la homofobia es ilógica e injusta? ¿Es que no tienen ideales como la igualdad, la libertad, la justicia, que nos incluyan? ¿Acaso nos creemos, de verdad, que habríamos llegado hasta donde estamos si millones de heterosexuales no nos hubieran apoyado, muchos de ellos sin haber conocido en su vida a una persona homosexual? Dejemos de exculparles: ellos son responsables de su propia homofobia. Si eligen ser homófobos, no puede ser por nuestra culpa. ¿Nos atreveríamos a decir que un racista lo es por culpa de los negros o un misógino por culpa de las mujeres? Entonces, ¿por qué seguimos maltratándonos de ese modo y no exigimos a los heterosexuales que estén a la altura?
Seguramente quejarnos de nuestra mala suerte no sirva para nada, pero eso no quiere decir que la mala suerte no exista. Que, objetivamente, haya situaciones más difíciles que otras. Que, en el fondo de nuestros corazones, no sepamos que podríamos haber recorrido un camino más fácil, que los demás podrían haberse hecho cargo de lo que les correspondía, que no vivimos en una burbuja para que nuestras decisiones, emociones, experiencias… dependan sólo de nosotros.
Si tuviera que darle un consejo a otras personas homosexuales, no les daría el que me dieron a mí: si te aceptas, te aceptan. Les diría que la autoaceptación es algo hermoso a lo que todos debemos aspirar, no sólo en relación a la orientación sexual, sino como personas completas. Que quererse en nuestra individualidad es necesario para vivirse plenamente y de manera satisfactoria, por lo que merece la pena trabajar ese amor. Pero que ese es un proceso y el que viven los demás es otro distinto. En ocasiones, podemos facilitarlo. En otras, no. Lo importante es que el amor que nos tengamos, el respeto hacia nosotros mismos, nuestro autoconocimiento, serán el escudo y el refugio que nos queden cuando las cosas fuera no vayan como esperábamos. No podemos hacer que los demás piensen y sientan como nosotros queramos. Es legítimo desearlo, pero nada más.
Encantada de compartir esta idea que, para mí, se acerca más que otras a lo que considero verdad.
Una de ella es la idea de que, si te aceptas, te aceptan: desde mi punto de vista, una gran falacia. Y no solo porque, sencillamente, sea mentira; sino porque, además, creerla a pies juntillas entraña serios peligros.
Que esta idea es mentira resulta fácil de demostrar. En primer lugar, existen numerosas personas homosexuales que se aceptan plenamente y a las que, sin embargo, su entorno continúa rechazando. Seguramente podemos encontrar varios ejemplos a nuestro alrededor, pero a mí me viene uno especial a la cabeza: el del juez Grande-Marlaska. Recordaréis aquella entrevista en El País donde decidió salir públicamente del armario. Desconozco el gran exacto de autoaceptación que tendría en ese momento, pero muy mal no lo llevaría el hombre cuando, estando como estaba en el ojo del huracán, tomó la decisión de mostrarse como gay. En la entrevista, hablaba de la importancia que creía que tenía esta visibilidad para las personas más vulnerables, como aquellas que vivían en un entorno rural, y también bromeaba sobre las peleas que tenía con su marido por cuál de los dos debía ostentar ese título. En medio de aquel alarde de valentía, una nota triste nos recordaba que no todo puede ser siempre paz y amor en la vida de los homosexuales, pues el juez también reconocía que su madre no había querido asistir a su boda. Tanto se aceptaba, que incluso se daba el lujo de mostrar comprensión y cariño hacia esa madre negadora. Se aceptaba, sí, pero no por eso era aceptado.
Menos obvio parece el argumento contrario: que aunque tú no te aceptes, puede que tu entorno sí lo haga. Es algo que nos han dicho que no podía ocurrir, que tu aceptación iba primero y la suya, después. Pues bien, yo tengo un puñado de ejemplos que demuestran lo contrario. Porque, de hecho, una gran parte de las personas homosexuales que conozco están en este caso:
Mi amiga C, cuya más que evidente pluma había conseguido que su familia y amigos la aceptasen como lesbiana mucho antes de que ella conociese la palabra o el concepto, algo que le producía una vergüenza terrible cuando tenía que confesar que, frente a la homofobia que padecían otras mujeres de su entorno, su sufrimiento no tenía nada que ver con este odio. Al menos, tenía la honestidad de admitirlo: “Si yo sé que el problema no son ellos… ¡¡SOY YO!!”.
Mi amiga S, cuya hermana le restó importancia al hecho de que fuera lesbiana, como también lo hicieron su hermano, su mejor amiga del barrio, sus ex-compañeros del colegio, sus compañeros de trabajo e incluso algún que otro antiguo profesor. Sin embargo, mi amiga S todavía pretende negar su condición y pone todos sus esfuerzos en lograr, por arte de birlibirloque, regresar a su presunta heterosexualidad original.
Mi amiga T, cuya madre, asomándose desde el quicio de la puerta, le rogaba que le confesase su lesbianismo para que ambas pudieran descansar en paz. “Que si a ti lo que te pasa es que te gustan las mujeres, cariño, que de verdad que no pasa nada, que yo lo acepto y te quiero igual, y que si tienes problemas con ese tema, que yo te ayudo y voy adonde sea, pero por favor, confía en mí y DÍMELO”. Muchos fueron los años que tuvo que esperar la buena mujer para que su hija le confesase lo que ya sabía, a pesar de lo que algunas le repetíamos: que habríamos matado por estar en su lugar.
Para mí, además de mentira, esta idea resulta peligrosa, ya que puede aportar más dolor y confusión a un proceso ya de por sí doloroso y confuso como es el de la aceptación de la propia homosexualidad.
En primer lugar, podemos hacernos la ilusión de que, si en algún momento alcanzamos cotas suficientes de autoaceptación, nuestro entorno mutará súbitamente y, donde antes hubo rechazo, de pronto volverá a haber amor. Y esto no es así. La gente no cambia de un día para otro. Pueden ir avanzando poco a poco, pueden alcanzar niveles asumibles de respeto, pueden acabar compartiendo tu vida… pero no van a mutar porque tú te hayas aceptado. Porque tu aceptación es un proceso, y el suyo, otro. A veces, paralelos, y otras veces, no. A veces, interrelacionados, y otras veces, no. ¿Podemos saber en qué caso nos encontramos? Yo creo que es difícil y, por eso, elegiría dejar a un lado esa ilusión.
Por otra parte, también existe la posibilidad de que, haciendo depender la aceptación de los demás de la nuestra, nos sintamos responsables de su grado de homofobia. “Claro, como no me atrevo a darle la mano a mi novia por la calle, es lógico que mi madre me odie”. Y esto tampoco es así. Muchas personas homosexuales han sido llevadas de la mano por su familia y amigos en el camino de la autoaceptación. Muchas cuentan con apoyo, desde el principio, independientemente de lo que se quieran a sí mismos. Y el hecho de que no todos podamos contar con ello no significa que la culpa sea nuestra. Que los que tienen a sus seres queridos de su lado es porque se lo han ganado. A veces nosotros luchamos por querernos y ellos continúan odiándonos, y esto ocurre porque sí. Es decir: ocurre por un montón de razones, profundas, superficiales, idiosincrásicas y culturales, pero no porque “como yo no me quiero, ellos me pegan la patada en el culo”. Las relaciones humanas son más complejas que eso y, para nuestra desgracia, la homofobia también.
Para terminar, creo que esta idea deja a los heterosexuales muy mal parados. ¿Acaso ellos no son capaces de ponerse en nuestro lugar? ¿No pueden usar sus cabecitas para pensar que la homofobia es ilógica e injusta? ¿Es que no tienen ideales como la igualdad, la libertad, la justicia, que nos incluyan? ¿Acaso nos creemos, de verdad, que habríamos llegado hasta donde estamos si millones de heterosexuales no nos hubieran apoyado, muchos de ellos sin haber conocido en su vida a una persona homosexual? Dejemos de exculparles: ellos son responsables de su propia homofobia. Si eligen ser homófobos, no puede ser por nuestra culpa. ¿Nos atreveríamos a decir que un racista lo es por culpa de los negros o un misógino por culpa de las mujeres? Entonces, ¿por qué seguimos maltratándonos de ese modo y no exigimos a los heterosexuales que estén a la altura?
Seguramente quejarnos de nuestra mala suerte no sirva para nada, pero eso no quiere decir que la mala suerte no exista. Que, objetivamente, haya situaciones más difíciles que otras. Que, en el fondo de nuestros corazones, no sepamos que podríamos haber recorrido un camino más fácil, que los demás podrían haberse hecho cargo de lo que les correspondía, que no vivimos en una burbuja para que nuestras decisiones, emociones, experiencias… dependan sólo de nosotros.
Si tuviera que darle un consejo a otras personas homosexuales, no les daría el que me dieron a mí: si te aceptas, te aceptan. Les diría que la autoaceptación es algo hermoso a lo que todos debemos aspirar, no sólo en relación a la orientación sexual, sino como personas completas. Que quererse en nuestra individualidad es necesario para vivirse plenamente y de manera satisfactoria, por lo que merece la pena trabajar ese amor. Pero que ese es un proceso y el que viven los demás es otro distinto. En ocasiones, podemos facilitarlo. En otras, no. Lo importante es que el amor que nos tengamos, el respeto hacia nosotros mismos, nuestro autoconocimiento, serán el escudo y el refugio que nos queden cuando las cosas fuera no vayan como esperábamos. No podemos hacer que los demás piensen y sientan como nosotros queramos. Es legítimo desearlo, pero nada más.
Encantada de compartir esta idea que, para mí, se acerca más que otras a lo que considero verdad.