lunes, 29 de diciembre de 2008

Dar la cara

Hace poco me hice con este libro y desde entonces no para de darme gratas sorpresas, motivos para reflexionar, nuevos conocimientos y un largo etcétera de estupendos regalos para mi yo lésbico. Uno de ellos lo encontré en el artículo de Empar Pineda que abre el volumen (“Mi pequeña historia sobre el lesbianismo organizado en el movimiento feminista de nuestro país”), un recorrido histórico sorprendente y sumamente esclarecedor. Puede que sea solo un detalle dentro de un texto tan interesante, pero hubo algo que a mí me llamó muchísimo la atención y me hizo pensar. Y es que, entre tantas luces para alumbrar la ignorancia, Empar Pineda enciende una pequeña bombillita al explicar, de manera divertida y rigurosa, que en los años 70 y 80 los homosexuales no hablaban de “salir del armario” sino de “dar la cara”. Y aunque sea solo una cuestión de denominaciones, el descubrimiento me gustó.

“Salir del armario” es una expresión que tiene sus pros y sus contras. A favor de la misma yo diría que está el hecho de que sea algo acuñado por y para la comunidad homosexual, que haga referencia a nuestra experiencia de manera específica, visibilizando una particularidad propia de nuestra condición, por la cual el manejo de nuestra información personal, la revelación y el secreto suelen ser asuntos centrales en nuestras vidas. Alrededor de esta expresión, por otra parte, se ha creado toda una alegoría partiendo de la idea del “armario”: que si tiene doble fondo, que si hay más de uno, que si abrir las puertas, que si sacar a los que se refugian dentro, etc, etc. Sin embargo, a muchas personas homosexuales la metáfora les crea cierta desazón: ¿por qué estamos dentro del armario de serie? ¿cómo es de pronto aparecemos allí? ¿por qué la sociedad no tiene en cuenta nuestra existencia en lugar de obligarnos a dar explicaciones a cada paso? ¿por qué una revelación detrás de otra y no algo más fluido, con menos puertas, dobles fondos y angustias en su interior?

Por su parte, “dar la cara” es una frase hecha que se utiliza en muchísimos contextos, que no viene marcada como propia de la comunidad homosexual y cuyo significado varía enormemente según la situación en que se utilice. Sin embargo, y a pesar de su inespecificidad, presenta algunas connotaciones positivas que creo que le otorgan mucha fuerza. Por un lado, “dar la cara” conlleva un gesto lleno de valentía que, además, resulta fundacional: la historia empieza cuando uno decide dar la cara, no acaba cuando se sale del armario; cuando uno da la cara comienza a construirse un camino que le lleva hacia delante, cuando se sale del armario el acento está puesto en la huida de un lugar en principio no pedido, no construido e incluso negado. Por otro lado, “dar la cara” tiene un matiz colectivo que no presenta “salir del armario”: uno da la cara por sí mismo, pero también por los demás, unos demás sin cara que pueden pertenecer o no a la comunidad homosexual, que incluso pueden formar parte de grupos más amplios por los que también se da la cara, queriéndolo o no, y a los que se ayuda a avanzar con nuestro gesto. Finalmente, “dar la cara” implica la decisión de compartir algo que alguien posee de forma muy obvia, tan obvia como su propia cara. Y esto me gusta porque resta importancia al hecho de que las personas homosexuales “guardemos nuestro secreto” y lanza la pelota al tejado de la sociedad, incapaz de ver la diversidad que todos los seres humanos llevamos pintada en la cara.

En fin, un pequeño gran hallazgo en un pequeño gran artículo.

¡Encantada de seguir decidiéndome a dar la cara!

sábado, 27 de diciembre de 2008

Reflexiones sobre el depredador interior

La autora del libro Mujeres que corren con los lobos, Clarissa Pinkola Estés, explica que en nuestra psique existe una figura innata que ella, dentro de la estructura simbólica que crea alrededor de la Mujer Salvaje, considera un depredador natural: el depredador interior. Sin embargo, yo pienso que lo que existe de manera innata es tan sólo la posibilidad de ese depredador, posibilidad que se actualiza cuando el depredador surge de la interacción entre el interior y el exterior de nuestra mente. Y lo creo porque en mi cabeza existen tres depredadores interiores básicos, y estoy absolutamente segura de que cuando nací no estaban ahí.

Mi primer depredador se dedica a devorar la seguridad que debería tener en mí misma. Y creo que este depredador ha surgido en mi mente como resultado de mi asimilación interior de la educación autoritaria exterior que he recibido. Desde niña se me enseñó que no estaba bien tomar decisiones por una misma, que los proyectos que se me ocurrían eran locos y descabellados y que, por tanto, debían pasar por el filtro de la opinión ajena para evitar que los llevara a cabo. Pienso que este depredador surgió de esto y no de otra cosa porque la educación autoritaria no extendió sus tentáculos por igual a todos los ámbitos de mi vida, de manera que en aquellos en los que se me dejó mayor libertad hoy gozo de un nivel de autoconfianza que se podría calificar, al menos, como digno.

Mi segundo depredador trata de impedir que haga uso de mi libertad y mi autonomía de una manera sana. Para mí, este depredador ha surgido del manejo que se ha hecho en mi entorno del sentimiento de culpa. Ante cualquier decisión incómoda, diferente, cuestionadora (decisiones bastante abundantes en mi biografía y que no hacen sino aumentar), la reacción siempre tenía forma de reproche, de chantaje emocional, de amenaza. Y de ahí esa permanente sensación de miedo que me invade en los momentos más críticos de mi vida, sensación que no viene provocada por la lógica incertidumbre, la desazón ante lo desconocido o las posibles consecuencias inesperadas de mis actos (los cuales suelen estar concienzudamente planeados, por cierto), sino por mi propio depredador interior, el cual me ha llevado a creer que el uso de mi libertad y mi autonomía siempre conlleva un daño para las personas que me rodean, y que por lo tanto, debe ser un uso discreto, reducido o sencillamente nulo tanto para evitar ese daño como para no minar mi autoconcepto, es decir, para no tener que pensar de mí misma que soy una mala persona.

Mi tercer depredador es casi un recién nacido en mi vida, y sin embargo, ha aprendido muy bien cuál es su presa: mis sentimientos de orgullo, dignidad y capacidad ante el hecho de ser lesbiana. A pesar de la educación homófoba que todos recibimos, yo creo que este depredador ha surgido, en mi caso, a partir del rechazo y la violencia que he sufrido desde que me decidí a exteriorizar esos sentimientos. Y estoy segura de ello porque mantenerlos a flote me cuesta una batalla cada día, algo que podría haberme ahorrado si los hubiese podido construir con los demás y no a pesar de los demás. Por supuesto, este depredador no es más que el cachorro de los otros dos, ya que dudo mucho que pudiera haber surgido en mi mente si esta no hubiese estado previamente abonada por la falta de confianza en mí misma y el miedo y la duda constante hacia mis propias decisiones. Por otro lado, cada vez estoy más convencida de que este depredador es bicéfalo, y que no sólo muerde las emociones positivas que me crea el hecho de ser lesbiana, sino también las que siento cuando me reconozco como mujer.

Pero mi intención no es contradecir a la autora del libro, sino simplemente aplicar sus ideas a mi caso particular. Porque, de hecho, creo que es hasta correcto presentar al depredador de la psique como un depredador innato, natural, ya que este está presente en la mente de la mayoría de las personas. A partir de esta idea podemos preguntarnos por qué una figura psicológica que no es innata ha llegado a naturalizarse de esa manera. Para mí, el problema está en nuestras culturas, no en nuestras mentes: no somos los individuos aislados los que estamos en peligro, sino toda la sociedad la que enferma cada día de la mordedura del depredador. ¿Podríamos entonces erradicar al depredador interior? Yo creo que no, y ni siquiera creo que fuera deseable; pero lo que sí considero que podría ser posible es reducir el número de depredadores mentales, enseñar a las personas a controlarlos, no producirlos de manera estructural en la sociedad, minimizar sus daños, las interacciones malévolas, el dolor. Y pienso que las personas que más los sufrimos, las personas que, no obstante, nos damos cuenta de su existencia y de los daños que nos causa, somos las personas que más podemos contribuir a mejorar nuestra situación personal y colectiva ganándole batalla tras batalla al depredador.

Encantada (y armada hasta los dientes) para intentarlo.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Navideñas

Este año, mi novia y yo estamos muy navideñas. Y es curioso, porque al menos la que suscribe llevaba casi una década haciéndole el boicot a estas fechas, y en especial, a toda la decoración moña con la que mi madre se empeñaba en ambientar la casa. Pero este año me prometí a mí misma que no pasaría la navidad sin, al menos, un árbol, y lo he conseguido:

Claro que no ha sido fácil, porque durante unos días pareció que todos los objetos navideños habían decidido hacernos el boicot a nosotras en justa venganza por el ostracismo al que los habíamos sometido en los últimos años. Aviso para navegantas: en Madrid es casi imposible encontrar un abeto de plástico a partir del día veinte de diciembre (en realidad, yo sospecho que los abetos ya están agotados allá por el quince de agosto, al poco de empezar a anunciar la lotería de navidad), así que quien decida buscarlo en esa fecha, tendrá que recorrerse una media de cinco o seis centros comerciales, a ser posible en un par de tardes (pues de lo contrario comprobará no sólo que ya no queda un puñetero árbol en la ciudad con más superficie comercial de España, sino que a medida que pasan las horas, los adornos navideños van decayendo en progresión exponencial, con lo que, cuando por fin una logra hacerse con el último abeto de la última tienda, no tiene nada con qué adornarlo).

Y hablo por propia experiencia, que no quedaban adornos ni en el Ikea (!).

Lo bueno de todas estas adversidades es que lograron aumentar nuestras ansias navideñas, haciendo realidad el milagro de que nos desplazásemos al centro de Madrid en plenas “semanas prohibidas”. Mi novia, en especial, se desayunó sus propias advertencias (“este año no pienso ir a Sol en todas las navidades”, “¿a la Plaza Mayor? ¿yo? ¡nunca más en la vida!”), y me llevó de la mano por todos los puestecitos navideños más contenta que unas castañuelas. Segunda advertencia para navegantas: si te quedaste sin adornos para tu árbol y la Plaza Mayor es tu última opción de compra, prepara un buen fondo de billetes porque allí los precios sencillamente triplican los de cualquier otro sitio que hubieras visitado antes (sí, sí, aquellos sitios en los que no había árboles pero sí unos adornos muy monos que luego desaparecieron cuando al fin tenías dónde ponerlos).

Menos mal que al lado de nuestra casa hay un chino muy cuco donde estaban todos los adornos de la Plaza Mayor a mitad de precio. Con excepción, claro está, de nuestro precioso muñeco de nieve navideño: lleva dos días pegado en la puerta de casa... ¡y todavía no nos lo han robado!

¡Encantada con el espíritu navideño!

lunes, 8 de diciembre de 2008

De la Mujer y otros mitos (II)

De todos estos mitos, ninguno está más anclado en los corazones masculinos que el del “misterio” femenino. Tiene un montón de ventajas. Para empezar, permite explicar de balde todo lo que parece inexplicable; el hombre que no “entiende” a una mujer, está feliz de transformar una deficiencia subjetiva en resistencia objetiva; en lugar de admitir su ignorancia, reconoce la presencia de un misterio ajeno a él: explicación que alimenta tanto la pereza como la vanidad.

Con seguridad, la mujer es misteriosa, “misteriosa como todo el mundo”, en palabras de Maeterlinck. Cada cual sólo es sujeto para sí; sólo puede captarse a sí mismo en su inmanencia: desde ese punto de vista, el otro siempre es misterio. Pero lo que se llama misterio no es la soledad subjetiva de la conciencia, ni el secreto de la vida orgánica. La palabra adquiere todo su sentido cuando hablamos de comunicación: no se reduce al puro silencio, a la noche, a la ausencia; implica una presencia balbuciente que fracasa al manifestarse. Decir que la mujer es un misterio es decir, no que calla, sino que su lenguaje no es escuchado; está ahí, pero oculta bajo unos velos. ¿Quién es ella? ¿Un ángel, un demonio, una inspirada, una actriz? Suponemos, o bien que estas preguntas tienen respuestas imposibles de descubrir, o más bien que ninguna es adecuada, porque el ser femenino implica una ambigüedad fundamental; en su corazón, es indefinible para ella misma: una esfinge.

El hecho es que le daría mucho trabajo decidir quién es; la pregunta no tiene respuesta, pero no porque la verdad oculta sea demasiado cambiante para dejarse atrapar, sino porque en este terreno no hay verdad. Un existente no es nada más que lo que hace; lo posible no sobrepasa la realidad, la esencia no precede a la existencia: en su pura subjetividad, el ser humano no es nada. Se mide con sus actos. De una agricultora se puede decir que es buena o mala trabajadora, de una actriz que tiene o no talento, pero si consideramos a una mujer en su presencia inmanente, no podemos decir absolutamente nada de ella, está más acá de cualquier calificación.

Sin embargo, el Misterio femenino, tal y como lo reconoce el pensamiento mítico, es una realidad más profunda: está inmediatamente implicado en la mitología de la Alteridad absoluta. Observemos que no se considera “misterioso” al ciudadano norteamericano, que sin embargo, desconcierta profundamente al europeo medio: más modestamente, se afirma no comprenderlo; así, la mujer no siempre “comprende” al hombre, pero no existe el misterio masculino; es porque la rica América, el varón, están del lado de los Amos, y el Misterio es propiedad del esclavo.

El mito de la mujer es un lujo. Sólo puede aparecer si el hombre se libra del apremio de sus necesidades; cuanto más concretamente vive estas relaciones, menos las idealiza. El fellah del Antiguo Egipto, el campesino beduino, el artesano de la Edad Media, el obrero contemporáneo tienen, inmersos en las necesidades del trabajo y de la pobreza, relaciones demasiado definidas con la mujer singular que es su compañera como para dotarla de un aura fasta o nefasta. Las épocas y las clases a las que se les concedía el privilegio de soñar alzaron las estatuas negras y blancas de la feminidad. Pero el lujo tiene también una utilidad: la superación de la experiencia hacia la Idea trascendente es un paso deliberado de la sociedad patriarcal con fines de autojustificación; a través de los mitos, imponía a los individuos sus leyes y sus costumbres de una forma gráfica y sensible; el imperativo colectivo se insinuaba en cada conciencia en una forma mítica. Cada cual puede encontrar en ellos una sublimación de sus modestas experiencias: los unos, engañados por la mujer amada, declaran que es un útero rabioso; los otros están obsesionados por la idea de su impotencia viril y transforman a la mujer en Mantis Religiosa; aquellos se complacen en compañía de su mujer, que se transforma así en Armonía, Reposo, Tierra, nutricia. El afán de eternidad con poco gasto, de un absoluto de bolsillo, que encontramos en la mayor parte de los hombres, se sacia con mitos. La menor emoción, una contrariedad se convierte en el reflejo de una Idea intemporal; esta ilusión halaga agradablemente la vanidad.

El mito es una de esas trampas de la falsa objetividad en las que la seriedad cae con los ojos cerrados. Se trata una vez más de sustituir la experiencia vivida y las libres opiniones que exige por una ideología estereotipada. El mito de la Mujer sustituye las relaciones auténticas con un existente autónomo por la contemplación inmóvil de un espejismo. El hombre no tendría nada que perder, todo lo contrario, si renunciara a disfrazar a la mujer de símbolo. Los sueños, cuando son colectivos y dirigidos, son muy pobres y monótonos comparados con la realidad viva. Reconocer en la mujer a un ser humano no es empobrecer la experiencia del hombre: no perdería nada de su diversidad, de su riqueza, de su intensidad si se asumiera en intersubjetividad; rechazar los mitos no es destruir toda relación dramática entre los sexos, no es negar los significados que se revelan auténticamente al hombre a través de la realidad femenina; no es suprimir la poesía, el amor, la aventura, la felicidad, el sueño: es simplemente pedir que conductas, sentimientos, pasiones se fundamenten en la verdad.

A los ojos de lo hombres, y para la legión de mujeres que ven por sus ojos, no basta con tener un cuerpo de mujer, ni con asumir como amante, como madre, la función de hembra para ser una “mujer mujer”; a través de la sexualidad y la maternidad, el sujeto puede reivindicar su autonomía; la “mujer mujer” es la que se acepta como Alteridad. En la actitud de los hombres de nuestros días hay una duplicidad que crea en la mujer un desgarramiento doloroso; aceptan de forma bastante extendida que la mujer sea una semejante, una igual; no obstante, le siguen exigiendo que sea lo inesencial; para ella, estos dos destinos son irreconciliables; duda entre uno y otro sin adaptarse exactamente a ninguno, y de ahí viene su falta de equilibrio. En el hombre no hay ninguna cesura entre vida pública y vida privada: cuanto más afirma en la acción y en el trabajo su control sobre el mundo, más viril parece; en él, los valores humanos y los valores vitales se confunden; en cambio, los éxitos autónomos de la mujer están en contradicción con su feminidad, pues se pide a la “mujer mujer” que se convierta en objeto, que sea Alteridad.

Ahora es muy difícil para las mujeres asumir a un tiempo su condición de individuo autónomo y su destino femenino; es la fuente de estas torpezas y malestares que a veces las presentan con un “sexo perdido”. De todas formas, la vuelta al pasado no es posible ni tampoco deseable. Lo que hay que esperar es que los hombres, por su parte, asuman sin reservas la situación que se está creando; sólo entonces podrá vivir la mujer sin desgarrarse.

Simone de Beauvoir, El segundo sexo.

Encantada.

viernes, 5 de diciembre de 2008

Maneras de ser mamá (lesbiana)

Cuando pienso en ser mamá, en mi mente surgen miles de preguntas; pero una de mis preferidas, por lo bien que me hace sentir es: ¿cómo? Es decir: ¿qué clase de mamá? Y no me refiero a buena, mala o regular, sino a la riqueza de posibilidades que nos brinda la maternidad lésbica.

Después de visitar numerosos blogs de mamás lesbianas y compartir sus experiencias, he elaborado una clasificación de la maternidad lésbica, que como cualquier otra resulta incompleta y no puede abarcar la multitud de experiencias reales en las que se ha inspirado. En cualquier caso, creo que puede servir como fuente de reflexión para todas las que anden cavilando sobre el tema, y como homenaje para las que ya pasaron del dicho al hecho y nos van allanando el camino a las demás.

A. MATERNIDAD BIOLÓGICA
.
Dentro de esta categoría pueden incluirse todas aquellas posibilidades tradicionalmente relacionadas con la maternidad biológica, que en el caso de la maternidad lésbica pueden separarse y compartirse entre dos mamás, o no.

1. Maternidad genética
Este tipo de maternidad tiene lugar cuando una mamá comparte con su hijo o hija su material genético, lo cual ocurre siempre que esa mamá haya aportado uno o varios óvulos para la gestación. Las variantes dentro de esta posibilidad son:

a) Maternidad genética y de gestación
Este es el caso más conocido, en el cual, la mamá que aporta el óvulo es la mamá que lleva al bebé en su interior durante todo el periodo gestacional (embarazo).

b) Maternidad genética
En este caso, la mamá que presta el óvulo no es la que se queda embarazada, de manera que el embarazo lo llevaría a cabo la otra mamá. Esta posibilidad no existe en todos los países; por ejemplo, en España y hasta donde yo tengo entendido, las mujeres no podemos donar óvulos a otra mujer en concreto, ni siquiera aunque esta sea la mujer con la que estamos casadas. Este hecho constituye una discriminación, ya que los hombres sí pueden donar semen a una mujer en concreto, estén o no casados con ella, siempre que asuman la paternidad del bebé. Acabar con esta situación es uno de los retos que la comunidad lesbiana tiene por delante.

2. Maternidad biológica no genética
No toda la maternidad que incluye lazos biológicos incluye necesariamente lazos genéticos. Este hecho, para las parejas lesbianas, representa la posibilidad de compartir o disociar algunas de las tareas generalmente unidas en la concepción tradicional de maternidad.

a) Maternidad de gestación
Este sería el caso complementario al anterior: la mamá de gestación no cmparte lazos genéticos con su bebé, ya que el óvulo ha sido proporcionado por la otra mamá, pero indudablemente comparte lazos biológicos, al haberlo llevado durante todo el embarazo en su interior, con todo lo que esto conlleva.

b) Maternidad por lactancia
Esta posibilidad permite a cualquier mamá, del tipo que sea, establecer lazos biológicos con su bebé amamantándolo. Cualquier mujer, haya dado a luz o no, puede llegar a segregar leche en cantidades suficientes como para alimentar a un bebé. Para ello, necesita recibir estímulos, sobre todo por parte de su niño o niña, y también apoyo suficiente por parte de quien la rodea. Por tanto, en una pareja lesbiana, ambas mamás podrían amamantar a su bebé, independientemente de los lazos genéticos que tengan entre sí, o de que estos existan siquiera.


B. MATERNIDAD POR ADOPCIÓN
.
En esta categoría se incluyen las distintas combinaciones que surgen cuando entre madres e hijos o hijas media un vínculo no biológico, apenas reconocido legalmente y que, en caso de estarlo, se denomina adopción. Las mamás que escogen esta forma de maternidad suelen llamarse “madres adoptivas” o “adoptantes” (el segundo término es preferido porque connota mayor implicación). No obstante, y debido a la carencia de un reconocimiento legal de este vínculo en muchos países, con todos los inconvenientes que ello implica, algunas mujeres han escogido denominarse “madres por opción”.

1. Individual
En este caso, sólo una mamá tiene el vínculo adoptivo, lo cual puede tener lugar en el contexto de una mamá soltera o bien de una pareja. Si la situación es esta última, la pareja de la mamá adoptiva podría ser mamá genética y de gestación o sólo de gestación, de manera que la mamá genética estaría reconocida como madre adoptiva y no como madre biológica. Este es otro de los retos de la comunidad lesbiana: conseguir que se reconozca la posibilidad de una maternidad biológica compartida, y que no se obligue a la madre no gestante a aparecer como madre de adopción cuando cualquier prueba de adn desmentiría esta situación legal. Dependiendo de la legislación de cada país, este derecho puede no ser sólo cuestión de dignidad, sino una medida de protección de muchas familias lesbianas.

2. Compartida
Esta situación tiene lugar cuando las dos mamás tienen un vínculo de adopción con sus hijos o hijas. Nuevamente, puede que sólo una de ellas vea reconocida legalmente su maternidad, aunque también es posible que las dos puedan adoptar. En España, este último caso es posible sólo dentro del matrimonio, lo cual también constituye una discriminación, ya que una pareja heterosexual puede adoptar sin estar casada, lo cual evidencia, nuevamente, que la igualdad legal de la comunidad homosexual va más allá del matrimonio.

¿Alguien da más?
¡Encantada!

sábado, 29 de noviembre de 2008

Tragedia frente al espejo

La observo mientras se acerca al espejo. Agarra la tira verde con precisión y se entrega a la labor con delicadeza. Remata con las pinzas. Mis ojos como platos la siguen mientras se gira y camina hacia la puerta.

− Qué bien lo haces, mi amor − le digo.
− Son muchos años de experiencia − me responde ella.

Una punzada de orgullo recorre entonces mi espalda. Para cuando me sitúo frente al espejo, se ha transformado en hybris. ¿Acaso no lo puedo hacer yo igual de bien, a pesar de mi inexperiencia? Como buena heroína clásica, me respondo afirmativamente, mientras a mi alrededor se respira el aroma de la tragedia. Así que cojo la tira verde, la caliento entre mis manos y la separo cuidadosamente. Me siento la reina del mundo.

Primer error de cálculo. Yo soy miope, ella no. Para verme la cara, necesito situarme a una distancia descaradamente obscena del espejo. Ello me impide ver dónde dejo la mitad de la tira. Mientras apalpo donde creía que debería estar, descubro con terror que no se encuentra ahí. Los dedos de mi mano izquierda se crispan. Mi mirada se aparta del espejo. Ha caído al lavabo.

Confiando ciegamente en la ley de Murphy, decido que habrá caído boca abajo. Segundo error de cálculo. Cuando aproximo mis dedos a la parte de arriba, me quedo pegada en la masa viscosa y verde. Agito mi mano en el aire para despegarme (me inhibo de ayudarme con la otra mano para que no ocurra lo mismo con ella). La tira cae, pero sigo sin ver de qué lado. Acerco mi cara al lavabo lo suficiente para observar la masa viscosa sin que se me quede la nariz pegada en ella. Parece que (esta vez sí) ha caído boca abajo. La cojo por la parte de arriba. Me quedo pegada igualmente. La cojo por la parte de abajo. También me quedo pegada y llego a la conclusión de que el 33% de la masa se encuentra en un lado de la tira, el otro 33% en el otro lado y el último 33% se ha adherido de manera irremediable a las yemas de mis dedos.

A pesar de estos imprevistos, doy comienzo a mi tarea todavía ignorante de mi trágico destino. Primer tirón. Aullido de dolor. Sentimientos de incomprensión ante el mundo, rebeldía, odio y autocompasión profunda. Segundo tirón. Mi mente trata de alejarme de la situación de manera urgente y me transporta a otros mundos donde las mujeres son estimadas en su naturalidad, donde el cuerpo no se maltrata bajo ningún concepto y donde el dolor no se obtiene jamás por voluntad propia. Tercer tirón. Pienso intensamente en Simone de Beauvoir, tratando de imaginar lo que haría ella en una situación semejante. Cuarto tirón. Me asoman las primeras lágrimas a los ojos mientras recuerdo a Virginia Woolf. Quinto tirón. Viene a mi mente la imagen de Frida Kahlo y me pregunto por qué. Sexto tirón. Asumo que soy una feminista de palo y me doblego ante la sociedad patriarcal.

Presa de los últimos estertores de mi dignidad, descubro un pelo enhiesto en el lado izquierdo y me aferro a él como tabla de salvación. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. Ningún cambio aparente. Pego la tira, doy golpecitos, la despego. El pelo continúa invicto. Cual heroína que se precipita hacia su perdición, pego y despego la tira de forma compulsiva hasta que mi piel pasa del color rojizo al granate oscuro. Me lo pienso dos veces y decido utilizar las pinzas. Asunto zanjado.

Me acerco nuevamente al espejo. Parpadeo. Trato de fijar la vista. Una sensación de mareo me invade cuando creo ver pelos por todas partes. Mi mano derecha aún tiembla y decido (erróneamente) repetir la operación exterminio. Pego y despego de forma compulsiva la tira verde para culminar la tragedia: la mitad de mi rostro ha adquirido un color preocupante y no puedo asegurar que los pelos no sigan ahí.

Salgo del baño. Me acerco tambaleante al salón. Ella ha tenido tiempo de preparar la cena y poner la mesa mientras yo consumaba mi delito. En su rostro apenas se adivina alguna sombra rosada, mientras que el mío revela una cruenta escabechina. Cuando se acerca para abrazarme aprovecho para comprobar que su operación ha sido perfecta. Y aunque sé que la mía no puede compararse, un regusto de orgullo me impide admitirlo.

A la mañana siguiente he de enfrentarme a la realidad sin remedio. Mi rostro continúa encendido. Me veo obligada a aplicar litros de maquillaje para ocultar el fuego de mi desgracia. Vuelvo a hacerlo al día siguiente. El tercero, decido aplicarme sólo polvos. El cuarto, me resigno a lucir una cicatriz no tan discreta como quisiera allí donde se situó cierto pelo. La cicatriz dura toda la semana, como justo castigo por mi hybris. Cuando el círculo se cierra, consigo admitir mi culpa.

− Cariño, está claro que tú te sabes depilar mucho mejor que yo.

Ella sonríe, quitándole importancia. Yo agacho las orejas y me oculto entre sus brazos. La heroína trágica comprende entonces que siempre que haya dos clases de personas, a ella le tocará irremediablemente pertenecer a la mala.

Incluso para depilarse el bigote.

Encantada.

sábado, 22 de noviembre de 2008

El depredador interior

En un ser humano hay muchos otros seres, todos con sus propios valores, motivos y estratagemas. Nuestra tarea no es corromper su belleza natural sino construir para todos esos seres una campiña salvaje en la que los artistas que haya entre ellos puedan crear sus obras, los amantes puedan amar y los sanadores puedan sanar.

Pero, ¿qué vamos a hacer con todos estos seres interiores que siembran la destrucción sin darse cuenta? Hay que dejarles sitio incluso a ellos, pero un sitio en el que se les pueda vigilar. Uno de ellos en particular, el más falso y el más poderoso fugitivo de la psique, requiere nuestra inmediata atención y actuación, pues se trata del depredador natural.

Si bien la causa de una considerable parte de los sufrimientos humanos se puede atribuir a la negligencia, hay también en el interior de la psique una fuerza innata contraria a la naturaleza, a lo positivo: el desarrollo, la armonía y lo salvaje. Es un sarcástico y asesino antagonista que llevamos dentro desde que nacemos y cuya misión es la de tratar de convertir todas las encrucijadas en caminos cerrados.

Este poderoso depredador aparece una y otra vez en los sueños de las mujeres y estalla en el mismo centro de sus planes más espirituales y significativos. Aísla a la mujer de su naturaleza instintiva. Y, una vez cumplido su propósito, la deja insensibilizada y sin fuerzas para mejorar su vida, con las ideas y los sueños tirados a sus pies y privados de aliento.

Todas las mujeres tienen que aceptar que tanto dentro como fuera existe una fuerza que actuará en contraposición de los instintos naturales del Yo y que esa fuerza maligna es lo que es. Aunque nos compadezcamos de ella, lo primero que tenemos que hacer es reconocerla, protegernos de su devastadora actuación y, en último extremo, arrebatarle su energía asesina. Todas las criaturas tienen que aprender que existen depredadores. Sin este conocimiento, una mujer no podrá atravesar su propio bosque sin ser devorada. Comprender al depredador significa convertirse en un animal maduro que no es vulnerable por ingenuidad, inexperiencia o imprudencia.

Entre los lobos, cuando la hembra deja a las crías para ir a cazar, los pequeños intentan seguirla al exterior de la guarida y bajar con ella por el camino. Entonces ella les ruge, se abalanza sobre ellos y les pega un susto de muerte para obligarlos a huir y regresar corriendo a la guarida. La madre sabe que sus crías aún no saben valorar y sopesar a otras criaturas. Ignoran quién es el depredador y quién no. Pero a su debido tiempo ella se lo enseñará por las buenas y por las malas. Como los lobeznos, las mujeres necesitan una iniciación parecida en la que se les enseñe que los mundos interior y exterior no siempre son unos lugares placenteros.

La aquiescencia a casarse con el monstruo se produce en realidad cuando las niñas son muy pequeñas, generalmente antes de los cinco años. Se las enseña a no ver y a considerar “bonitas” toda suerte de cosas grotescas tanto si son agradables como si no. Estas enseñanzas iniciales a “ser amables” inducen a las mujeres a pasar por alto sus intuiciones. En este sentido, se las enseña deliberadamente a someterse al depredador.

Cuando el espíritu juvenil se casa con el depredador, la mujer es apresada o reprimida en una época de su vida inicialmente destinada al desarrollo. En lugar de vivir libremente, la mujer empieza a vivir de una manera falsa. La falaz promesa del depredador es la de que la mujer se convertirá en cierto modo en una reina, siendo así que, en realidad, se está planeando su asesinato.

Mientras se obligue a la mujer a creer que está desvalida y/o se la adiestre a no percibir conscientemente lo que ella sabe que es cierto, las dotes y los impulsos femeninos de su psique seguirán siendo exterminados.

Existe un medio para salir de todo eso, pero hay que tener una llave.

[continuará...]

Clarissa Pinkola Estés, Mujeres que corren con los lobos.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Sobre esa cosa llamada Democracia

Me gusta la Democracia. Me parece bien que los pueblos elijan su destino colectivo. Creo que están en su derecho. Creo que lo contrario es incomprensible.

Porque me gusta la Democracia, me gusta más cuanto más directa. Meter un papel en una caja cada cuatro años para hipotecar tu futuro hasta el próximo papel en la próxima caja para los próximos cuatro años no es suficiente. Porque me gusta la Democracia me gustan los referendos. Me gusta que se pregunte a la gente qué es lo que quiere, hacia dónde quieren ir como comunidad, cuál será el próximo paso y cuál no será.

Porque la Democracia me merece el máximo respeto como sistema perfectible, veo sus límites, veo sus peligros. Y uno de los más claros y sencillos es el peligro de convertirse en la dictadura de la mayoría. Lo que la mayoría vota, se hace. Pero, ¿y las minorías? ¿Qué pasa con toda esa gente que no lo votó? ¿Qué pasa con los que nunca ganarán unas elecciones porque no son y nunca serán suficientes para ganarlas? La Democracia debe protegerlos, inventando otros sistemas, otras votaciones, otra manera de representación que les respete y que se gane su respeto.

Por todo esto pienso que lo que ha ocurrido en varios estados de los Estados Unidos con el matrimonio homosexual ha sido uno de los actos más antidemocráticos, irrespetuosos e incomprensibles que pueden tener lugar en una Democracia. ¿Qué sentido tiene preguntar a la mayoría por los derechos de la minoría? ¿No son estos derechos inalienables? ¿No es verdad que lo contrario nunca ocurriría? ¿No ha obrado la dictadura de una mayoría que tiene a la minoría en su poder, que siempre la tendrá y por lo que, precisamente, nunca debería estar a su única y absoluta merced?

Si yo fuera estadounidense... pero no lo soy.
Y como no lo soy, creo que mi deber es cavar.

Cavar, cavar hondo en los cimientos de la igualdad en mi país, para que nunca tengamos que ver retroceder nuestros derechos, para que puedan crecer y florecer y cobijar a aquellos que todavía no los tienen, cavar para que llegue un día en que nadie se los cuestione, en que nuestra lucha sea una mera anécdota histórica, para que mis hijos, y los hijos de mis hijos, y los hijos de los hijos de mis hijos se aburran de escuchar las batallitas de la abuela, que insiste en enorgullecerse de algo tan normal e intrascendente como ser lesbiana.

Cavar, cavar hondo en mi cabeza, para llegar allí donde se esconden los prejuicios, para extirpar toda la lesbofobia introyectada que reside en mi cerebro, para limpiarlo de cualquier mala hierba y ser capaz de abonarlo con una tierra fresca y nutritiva, una tierra donde la esperanza pueda echar grandes raíces, donde el optimismo reverdezca cada día, una tierra que sostenga el edificio de mis proyectos, de mi vida, de mis creencias, de mi dignidad personal, una tierra a la que regresar, en la que descansar, una tierra desde la que dejarse ir cuando llegue el momento, sin reproches, sin tareas pendientes, una tierra libre de miedo y llena de amor.

Cavar, cavar hondo con mis propias manos, hacerlas útiles para construir un futuro mejor, allí donde todavía no hay futuro, donde apenas se vislumbra la luz, allí donde se ha recorrido la mitad del camino, allí donde se está a punto de llegar. Cavar hondo en mi corazón para ser capaz de apoyar, de consolar, de abrazar, de acompañar, de reivindicar, de defender, esté donde esté, a todas las personas que son como yo, a las que lo son pero todavía no lo saben, a las que lo saben pero tienen miedo de decir que lo son. Cavar túneles que nos unan, cavar salidas para escapar si es necesario, cavar entradas para regresar o llegar o ser bienvenido, cavar galerías para que entre la luz y poder respirar.

Cavar, cavar, cavar hasta la extenuación, para sentirme viva, para dar vida, para que nuestra vida, tal y como la soñamos, pueda llegar a ser.

Si yo fuera estadounidense... pero no lo soy.
Por eso, ofrezco mis manos. Para cavar y cavar.

Encantada.

domingo, 9 de noviembre de 2008

Un año viviendo JUNTAS

Looks like we made it.
Look how far we've come, my baby.
We might have took the long way.
We knew we'd get there someday.
·
They said, "I bet they'll never make it",
But just look at us holding on.
We're still together, still going strong.
·
You're still the one,
You're still the one I run to,
The one that I belong to.
You're still the one I want for life.
·
You're still the one,
You're still the one that I love,
The only one I dream of.
You're still the one I kiss good night.
·
Ain't nothing better,
We beat the odds together.
I'm glad we didn't listen,
Look at what we would be missing.
·
They said, "I bet they'll never make it",
But just look at us holding on.
We're still together, still going strong.
·
You're still the one,
You're still the one I run to,
The one that I belong to.
You're still the one I want for life.
·
You're still the one,
You're still the one that I love,
The only one I dream of.
You're still the one I kiss good night.Still the one.
·
I'm so glad we made it,
Look how far we've come, my baby.

Encantada.

sábado, 8 de noviembre de 2008

De la Mujer y otros mitos (I)

“Con la mujer, hemos jugado
hasta ahora a las muñecas”.
Laforgue.

El mito de la mujer, que sublima un aspecto inmutable de la condición humana, que es la “división” de la humanidad en dos categorías de individuos, es un mito estático; proyecta sobre un cielo platónico una realidad tomada de la experiencia, o conceptualizada a partir de la experiencia; los hechos, el valor, el significado, la noción, la ley empírica, los sustituye por una Idea trascendente, intemporal, inmutable, necesaria. Así, a la existencia dispersa, contingente y múltiple de las mujeres, el pensamiento mítico contrapone el Eterno Femenino, único y estático; si la definición que se da de él se contradice con las conductas de las mujeres de carne y hueso, estas últimas están equivocadas: se declara, no que la Feminidad es una entidad, sino que las mujeres no son femeninas. Las contradicciones de la experiencia no tienen poder contra el mito.

En la realidad concreta, las mujeres se manifiestan en aspectos diferentes; pero cada uno de los mitos edificados a propósito de la mujer pretende resumirla en su totalidad; cada uno pretende ser único; la consecuencia es que existe una pluralidad de mitos incompatibles y que los hombres se pierden en ensueños ante las extrañas incoherencias de la idea de Feminidad; como toda mujer participa de una pluralidad de estos arquetipos que pretenden encerrar cada uno de ellos su Verdad exclusiva, los hombres encuentran ante sus compañeras el asombro de los sofistas que no podían entender que un hombre fuera rubio y moreno al mismo tiempo.

Como las representaciones colectivas, entre otras los tipos sociales, se definen generalmente por pares de términos opuestos, la ambivalencia parecerá una propiedad intrínseca del Eterno Femenino. La santa madre tiene como correlato a la madrastra cruel, la joven angelical a la virgen perversa: así podemos decir que Madre igual a Vida o que Madre igual a Muerte, que toda doncella es un espíritu puro o carne consagrada al diablo.

No es evidentemente la realidad lo que dicta a la sociedad o a los individuos la disyuntiva entre dos principios opuestos; en cada época, en cada caso, sociedad e individuo deciden de acuerdo con sus necesidades. Con mucha frecuencia, proyectan en el mito adoptado las instituciones y los valores que reivindican. Por ejemplo, el paternalismo que exige que la mujer esté en el hogar, la define como sentimiento, interioridad, inmanencia; en realidad, todo existente es a un tiempo inmanencia y trascendencia; cuando no se le propone un objetivo, o se le impide que alcance ninguno, cuando se le arrebata su victoria, su trascendente cae vanamente en el pasado, es decir, se convierte en inmanencia; es la suerte que le toca a la mujer en el patriarcado, pero no es en modo alguno una vocación, como tampoco la esclavitud es la vocación del esclavo.

Pocos mitos han sido más beneficiosos para la casta de los señores: justifica todos los privilegios hasta el abuso. Los hombres no tienen que preocuparse de aligerar los sufrimientos y las cargas que fisiológicamente corresponden a las mujeres, pues “así lo quiere la Naturaleza”; las utilizan como pretexto para aumentar más todavía la miseria de la condición femenina, por ejemplo para negar a la mujer todo derecho al placer sexual, para hacerla trabajar como una bestia de carga.

Simone de Beauvoir. El segundo sexo.

[continuará...]

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Yes, WE CAN!

Hoy ha vuelto a ganar la esperanza.
Ha vuelto a ganar la alegría.
Ha vuelto a ganar la fe en un mundo mejor.

Y yo me he pasado medio día llorando de emoción, pensando en los millones de personas que nunca imaginaron que verían a una familia afroamericana en la Casa Blanca. He visto sus rostros, sus labios temblando, sus bailes. He escuchado sus voces, el mundo entero las ha escuchado y ha sabido, al fin, que es posible.

Hoy festejo el símbolo, la Historia, el poder de las personas. Porque los avances de los demás son siempre los nuestros, porque las dignidad de cualquier colectivo pisoteado durante siglos es la dignidad de todos. Cuando se conquista, se recupera, se afirma, se hace en nombre de la toda la Humanidad.

Me quedo con el entusiasmo, las sonrisas, las ganas de luchar.
Como en las mejores comedias, en las que al final todo sale bien.

Es posible. Podemos. Sí.

Encantada.

domingo, 2 de noviembre de 2008

¡Viva la República!

Esta semana se ha publicado un libro en el que la Reina de España se despacha a gusto sobre una interesante retahíla de temas, entre los que se encuentra el matrimonio homosexual. A pesar de no negar nuestra existencia (lo cual siempre es un alivio), considera que no hay motivo para estar orgullosos, menos para montarse en una carroza y cortar el tráfico, y menos aún para llamar a nuestras uniones legales matrimonio, “porque no lo son”.

Sorprenderme, no me sorprende: no soy de las que se tragan que los reyes están ungidos por la gracia divina y que por ello su opinión es infalible y ecuánime. Como buena institución medievo-tribal que es la monarquía, sólo pueden situarse en un lado del espectro político, y no precisamente arrimados al centro.

Joderme, tampoco me jode demasiado: cada vez lo van haciendo menos este tipo de declaraciones, que son como un ruidillo de fondo en mi vida, un molesto pitido en el oído que suena debido a los cambios bruscos de altitud. Me jodería de otras personas, personas a las cuales tuviera en alta estima, pero da la casualidad de que la susodicha señora no goza de demasiada para mí.

Indignarme, me indigna: me indigna como ciudadana española del siglo XXI, nacida en democracia y malacostumbrada, si así lo quieren, a disfrutar cada vez más de mis derechos inalienables como persona y a trabajar y conseguir pequeños triunfos en el camino de la igualdad y la no discriminación. Me indigna, pero no mucho más de lo que me indigna la institución misma de la monarquía, que nos trata como menores de edad sin preguntarnos: a mí nunca me preguntaron, lo siento, y me niego a sufrir lo que mis padres votaron presos de un miedo comprensible en aquellos días pero no hoy. Me indigna, porque la monarquía es la representante básica de la desigualdad: porque el hijo de esa señora (¡y encima el hijO!) reinará en mi país y mi hijo (¡o hijA!) nunca podrán acceder al puesto de cabeza del Estado, contradiciendo aquello de que todos los españoles somos iguales ante la Ley. Me indigna, porque esa señora y su familia gozan de privilegios de los que no sólo yo no gozo, sino de los que nunca podré gozar por la mera estupidez de que por mis venas no corre su misma sangre. Me indigna, porque llevar corona en estos días es algo que sólo debería ocurrir en Carnaval, y porque las reverencias sólo las deberíamos ver ya en las películas ambientadas en siglos pasados.

Como decía Manuel Saco en Público, si a los matrimonios homosexuales no les deberían llamar matrimonios, tampoco deberían llamar democracia a una monarquía, “porque no lo es”.

En fin, arrieritos somos, porque como dice mi novia, con tantos nietos...

Pero dejando a un lado el tema del matrimonio, algo que también provoca mi enfado es el tratamiento que se le da a esas declaraciones en los medios de comunicación. Porque la reina no sólo ha soltado por su boquita bazofia homófoba, sino que se ha metido en multitud de barrizales tanto o más polémicos, y sin embargo, en la mayoría de los telediarios se ha dicho, principalmente, que la reina “se ha metido con los gays”.

Dejando a un lado que las lesbianas también existimos, y que para ser homosexual no es condición sine qua non haberse subido alguna vez a una carroza (cosa que la abajo firmante nunca ha hecho), lo cierto es que, una vez más, se utiliza al colectivo homosexual como chivo expiatorio, dando la impresión de que en España, la única polémica realmente abierta es la de si somos personas o no. Parecería entonces que, para restaurar una imagen que su propietaria no ha dudado en pisotear, lo único que habría que hacer es decidir finalmente que los homosexuales merecemos el paredón y todos tan contentos. Pero es que no es así. Y no es así no sólo porque los homosexuales seamos personas como las demás (¡incluso como la reina!), sino porque la reina ha tocado temas que incumben a un gran porcentaje de la población.

Lo siento, pero esta vez no cuela tan fácilmente lo de mirar para otro lado y pensar que el problema es “otra vez esos gays”.

Y es que la señora ha dicho también que la violencia de género aumenta por la publicidad que le hacen los medios de comunicación animando a las mujeres a denunciar a su agresor e informando sobre qué es el maltrato y cómo se debe actuar; ha dicho también que todos los niños deberían estudiar religión en el colegio ya que este es el único modo de comprender el origen del mundo y de la vida; ha dicho también que los enfermos que solicitan la eutanasia y sus familiares deben “aguantar”; se ha posicionado en contra del aborto; considera que Ceuta y Melilla son “suyas”.

Laicos, mujeres, científicos, médicos, enfermos y familiares, inocentes que aún se traguen lo de la soberanía popular y, sí, homosexuales: ha habido para todos, no os peleéis.

En fin. Yo hace muchos años que estaba convencida de que el único sistema medianamente digno es la República. Con un poco de suerte, y si la reina sigue así (¡ánimo, ilustrísima!), pronto seremos muchos más e incluso puede que esta vez ganemos el referéndum (¡huy! ¡he dicho referéndum! ¡que dios nos pille confesaos!).

Encantada (a las barricadas).

sábado, 1 de noviembre de 2008

Y así empezó nuestra historia

Mi novia y yo nos conocimos en la Universidad. Asistíamos a un curso de especialización que ninguna de las dos teníamos una intención clara de hacer, en un año en el que no nos tocaba coincidir, y a pesar de todo ello y de muchas otras cosas, ocurrió.

Cuando explicamos que nos conocimos “fuera del ambiente”, la gente siempre se apresura a preguntarnos cómo supimos que éramos lesbianas. Y la respuesta, obviamente, es que no lo supimos: el nuestro fue un camino a tientas por una habitación oscura. Y es que no sólo no sabíamos que la otra era lesbiana, sino que, por aquella época, ni siquiera nosotras mismas nos considerábamos tales. Mi novia tenía cierta intuición sobre ello, pero precisamente entonces atravesaba una época de su vida “bastante” heterosexual. Yo, por el contrario, acababa de empezar a plantearme apenas un par de meses atrás si existía una posibilidad remota de que, a pesar de mi experiencia y contradiciendo toda lógica, me gustasen las mujeres.

Nuestras primeras impresiones también fueron diferentes. A mi novia yo le parecía una persona interesante y perspicaz; a mí, ella me resultaba descentrada e inmadura. Poco a poco, según íbamos trabajando juntas y conociéndonos, creo que ambas nos fuimos desplazando hacia el otro extremo. Cada vez que hablábamos, ella me iba resultando más amable, cuidadosa, atenta, respetuosa, elegante, inteligente, atractiva y misteriosa. Yo, sin embargo, creo que inicié un descenso imparable hacia la bipolaridad, la incongruencia, la falta de habilidades sociales y la crisis emocional.

Y así siguió nuestro cortejo, unos cinco meses de altibajos durante los cuales era casi imposible llegar a una conclusión acerca de qué era lo que realmente estaba ocurriendo y cómo o cuándo podía terminar.

Dice mi novia que se fijó en mí porque hacía muchas preguntas en clase y era muy participativa. La verdad era que los temas que tratábamos en el curso me interesaban mucho y, además, como no conocía a nadie, procuraba abrirme a todo el mundo. A mí me costó más intuir su presencia, ya que ella era una chica muy silenciosa que no solía hablar en clase y que se relacionaba sobre todo con su grupo de amigas, porque ellas habían decidido hacer el curso todas juntas.

Con el tiempo formamos unos grupos de trabajo, y mi novia acudió rauda y veloz al grupo en el que yo estaba. Recuerdo haberla visto saltar por encima de algunas sillas, según ella, para que nadie le quitara un puesto a mi lado. Gracias a ese grupo empezamos a conocernos, y para cuando se deshizo, yo ya estaba más que interesada en ella y en continuar nuestra relación. Así que me inventé una treta para conseguir su teléfono y asegurarme de que ella tuviera el mío, y mi dirección de correo electrónico, y de que me agregara al messenger.

Empezaron entonces las noches pegadas al ordenador, contándonos mil cosas, o mejor dicho, con mi novia haciéndome mil preguntas y yo respondiendo encantada a todas ellas. Todavía no podía ponerle nombre a lo que ocurría, me repetía una y otra vez que lo que sentía era lo mismo que sentía cuando me gustaba un chico, pero aún así me costaba entender cómo podía ser así. A esto se le unían todas las dudas que tenía sobre si mi novia me correspondería o no, sobre si aquello sería para ella sólo una amistad o si realmente había tenido la suerte de fijarme justamente en una chica a la que también le gustaran las mujeres.

Esperábamos aquellos momentos con mariposas en el estómago. Sin embargo, cuando íbamos a clase al día siguiente, yo nunca sabía cómo actuar. Me preguntaba qué sería lo adecuado, si mostrar la misma complicidad con ella o tratarla como a cualquier otra chica, porque no sabía si realmente existía esa complicidad especial o era todo fruto de mi imaginación. Me sentía tan confundida, tan perdida y nerviosa, que a veces llegaba a clase después de una noche de confesiones y ni siquiera la saludaba. A ella, más abierta y más tranquila, esto le contagiaba toda mi confusión y terminaba por no saber qué pensar de mí. En varias ocasiones concluyó que yo no le correspondía, que nuestra relación no iba a ninguna parte ni tan siquiera como amistad y perdió gran parte de su interés por mí. Aún así, reunió las fuerzas suficientes para escribirme algunas cartas, que me entregaba en medio de todo el mundo como si de una colegiala se tratara. Yo enrojecía hasta los tuétanos, pero en el fondo estaba encantada con que alguien realizara por mí aquellas pequeñas hazañas, ya que era uno de los sueños románticos de mi niñez. Por supuesto, yo siempre le respondía, pero procuraba encontrar un momento discreto de intimidad.

Por si esto no fuera suficiente, por aquel entonces yo creía haber encontrado al enésimo hombre de mi vida, un gilipollas arrogante más que agregar a mi lista con el que, sin embargo, tenía claro que no me unía ninguna atracción sexual. Cuando el susodicho decidía mover un dedo, yo corría a su lado olvidándome de mi novia; cuando él mostraba cómo era realmente, yo regresaba junto a ella con las orejas gachas y el rabo entre las piernas.

Fue en uno de estos vaivenes cuando decidí ponerles punto y final. Estaba claro que aquel tío no le llegaba ni a la suela de los zapatos a mi novia; además, yo ya había probado a relacionarme con otros chicos como él y quería intentar algo diferente: darme una verdadera oportunidad de ser feliz. Así que mi novia y yo empezamos a quedar fuera de clase, yo dejé de torturarla con mis idas y venidas, y nuestros abrazos de despedida se hicieron más intensos si cabe. Entonces el destino decidió ponerse de nuestro lado, mis padres se fueron un fin de semana fuera y yo aproveché para invitarla a “merendar”.

Preparé la mesa del salón con esmero. Saqué mi mantel preferido, las mejores tazas, herví mi mejor té. Cuando mi hermano pasó por allí, se quedó bastante sorprendido, ya que nunca me había visto hacer algo parecido, ni siquiera por mi ex. Claro que más se sorprendió después de decirle que venía una amiga a merendar, sobre todo al contrastar esa información con mi evidente nerviosismo. Entonces se alejó por el pasillo, asombrado y confuso, mientras yo me esforzaba en disimular que la cita era más que especial.

Aquella tarde, mi novia y yo hablamos de muchas cosas. Yo me esforcé en hacer todo lo que creía que podía gustarle, desplegando mil talentos hasta que casi pareció que trabajaba en un circo. El tiempo pasaba, nosotras no nos cansábamos de nuestra mutua compañía, preparamos una cena improvisada a las tantas de la noche y empezamos a hablar de que realmente queríamos hablar. Ella me había su teoría sobre las relaciones de pareja, según la cual, y en resumidas cuentas, porque era una teoría bastante elaborada, nos enamoramos de las personas, no de su sexo. Yo volví a sacar el tema para preguntarle si esa teoría también incluía relaciones con mujeres, y ella me dijo que sí. Entonces, me armé de valor y le hice la pregunta del millón: quería saber si las relaciones con mujeres que ella decía estar dispuesta a mantener también me incluían a mí. Llena del misterio y los dobles sentidos de los que siempre se adornaba, mi novia me contestó con algo parecido a un sí.

Eran las 3 de la mañana. Mi nerviosismo y quién sabe qué más me habían producido 39 grados de fiebre. Yo insistía en que estaba bien, insistía también en que se quedara, pero mi novia pensó que era hora de marcharse y se fue. Nos dimos un abrazo de despedida y, presa de la emoción y el agotamiento más profundos, corrí a la cama y me dormí.

Desde ese día hasta ahora llevamos 3 años y medio de amor.
Y estamos encantadas.

viernes, 24 de octubre de 2008

Anorexia de género

Por diferentes motivos, conozco a varias personas afectadas de trastornos de la alimentación, como la anorexia y la bulimia. Adolescentes, mujeres adultas, incluso bebés recién nacidos. Más allá de mi experiencia, más allá de los estragos que estas enfermedades crean en las personas y quienes les rodean, me duele darme cuenta de que el 90% de quienes las sufren son mujeres.

Hay quien piensa que la anorexia y la bulimia son el resultado de la inmadurez y la frivolidad de unas pocas jovencitas. Nada más lejos de la realidad. Los trastornos de la alimentación están presentes incluso en los animales, y constituyen una de las maneras en las que nuestro cuerpo reacciona ante el estrés. Cuando un ser vivo, del tipo que sea, se ve sometido a la presión insufrible de un ambiente hostil, deja de ser capaz de alimentarse con normalidad. En caso de seguir ingiriendo su alimento, la tarea de procesarlo puede ser una carga tan pesada para su organismo que se vea obligado a dejar de comer, a comer por encima de sus posibilidades, o a vomitar.

¿Puede una enfermedad que afecta abrumadoramente a uno solo de los sexos estar causada por la mera suma de situaciones personales? ¿Se puede achacar sólo a características individuales, tales como la autoexigencia desmesurada o la obsesión con unos modelos inalcanzables? Yo creo que no. Para mí, la individualidad moldea y concreta los resultados de una presión estructural: la que el patriarcado ejerce sobre la mujer. Si las mujeres sufrimos trastornos de la alimentación, es porque toda una ideología y su estructura socio-cultural correspondiente lo quieren así.

Entonces, ¿hace cuanto que la presión sobre el cuerpo de la mujer se traduce en trastornos de la alimentación? Seguramente ambos fenómenos hayan ido de la mano desde siempre, lo cual demostraría que la anorexia y la bulimia son tan antiguas como la subordinación de la mujer, y que su mayor incidencia actual es sólo mayor en apariencia: siempre estuvieron ahí, pero como tantos otros problemas de salud femenina, hace pocos años que se les presta atención.

Buceando en algunos libros, he encontrado referencias explícitas a esta presión, a esta invitación a maltratar el cuerpo hasta la enfermedad como la que sigue, extraída de un tomo sobre las mujeres en la Edad Media europea:

Explícitamente definida como instrumento de custodia de la castidad femenina, la sobriedad impide que los alimentos y las bebidas, una vez en el cuerpo de la mujer, puedan excitarla al punto de encender en ella una irrefrenable lujuria. De aquí una serie de prescripciones alimentarias, presentes tanto en la literatura religiosa como en la laica (evitar el vino, el alimento excesivo, las comidas demasiado calientes o demasiado condimentadas). Si bien la mujer casada tiene que encontrar un justo equilibrio alimentario que la aleje de la lujuria sin poner en peligro la eficiencia generativa de su cuerpo, la religiosa y la viuda pueden ir más allá en la mortificación de la carne e imponerse una sobriedad alimentaria más rígida, que incluye la práctica del ayuno. Con el andar del tiempo, a partir de finales del siglo XIV y durante todo el siguiente, la insistencia sobre el valor de la sobriedad y del ayuno se vuelve más aguda y radical, implicando en ciertos casos también a mujeres casadas. Las normas que establecen cuándo, cuánto y cómo comer y ayunar se vuelven más detalladas y, unidas a una serie de prescripciones sobre los momentos y los modos propios de la disciplina corporal, se invisten de un ascetismo cada vez mayor. Un cuerpo fatigado de alimentos excesivos, debilitado por el vino, enervado por la excitación y agotado por la lujuria no place a Dios ni sirve al marido.

La mujer custodiada, en Historia de las mujeres. Carla Casagrande.

Estoy segura de que hay numerosos documentos similares a lo largo y ancho de numerosas obras de Historia o Antropología (siempre que tengan cierta perspectiva de género). En ellos se puede leer claramente cómo la mujer sólo es considerada como máquina reproductora y sólo para ello se la mantiene sana. Cuando la mujer no sirve a la reproducción, se le ofrece el nivel mínimo de supervivencia, para lo cual debe maltratar su cuerpo constantemente, en nombre de leyes discriminatorias y crueles, sean divinas o humanas. De hecho, en numerosas sociedades, la privación de alimento es utilizada como método anticonceptivo:

Las mujeres con carencia nutricional no son tan fértiles como aquellas cuyas dietas son correctas. También están claramente demostrados los efectos del estrés nutricional sobre la madre, el feto y el bebé. La nutrición materna deficiente aumenta el riesgo de nacimientos prematuros y de bajo peso, suponiendo ambas cosas un aumento de la mortalidad infantil; la mala nutrición materna también disminuye la cantidad y la calidad de la leche materna, disminuyendo de esa forma aún más las oportunidades de supervivencia del bebé. Estos efectos nutricionales variarán en la manera que interaccionen con la cantidad de estrés fisiológico y psicológico producido a una mujer embarazada y lactante. Además, las expectativas de vida de las mujeres pueden estar afectadas por los efectos de sustancias tóxicas, por técnicas abortivas basadas en lo que podríamos llamar shock corporal, y de nuevo la interacción de todos estos factores con el estado nutricional.

Prácticas de regulación de la población, en Antropología cultural. Marvin Harris.

En El segundo sexo, Simone de Beauvoir hace alusión a ideas similares. Así por ejemplo, critica algunas ideas de Balzac, al que acusa justamente de cínico:

Balzac exhorta al esposo a mantener a la mujer muy atada si quiere evitar el ridículo del deshonor. Tiene que negarle instrucción y cultura, prohibirle todo lo que le permita desarrollar su individualidad, imponerle ropa incómoda, empujarla a seguir un régimen de hambre.

Por supuesto, el control del cuerpo de la mujer que conlleva trastornos alimentarios no se refiere sólo a la falta de comida, sino también a su exceso. Esta situación está considerada, asimismo, en El segundo sexo, a través de una cita de la Revista de Psicología de ¡1934!:

El engorde artificial de las mujeres, verdadero cebado cuyos dos procedimientos esenciales son la inmovilidad y la ingestión abundante de alimentos adecuados, en particular leche, aparece en distintas regiones de África. Lo practican todavía los árabes e israelíes acomodados de la ciudad en Argelia, Túnez y Marruecos.

Nos engordan, nos adelgazan, nos mantienen enfermas e inútiles, al servicio de un sistema que no puede ser el nuestro. No son modas o falta de personalidad, no atacan sólo a frágiles adolescentes, por más que sean un blanco fácil, o a mujeres insatisfechas o ambiciosas. Forman parte de un programa que no nos considera personas, que no nos deja ser.

Nuestro cuerpo es nuestro, y es necesario que cobremos conciencia de ello, de cómo se nos obliga a maltratarlo, a no poner por delante la salud frente a exigencias que nos alienan. Es casi un deber frente a nuestras hijas, nuestras madres, nuestras amigas, esposas, novias, hermanas. Una responsabilidad de las mujeres para con las mujeres, de cada una de nosotras frente a sí misma.

No lo permitamos más. Dejemos de maltratarnos y apostemos por nuestra salud.

Encantada.

domingo, 12 de octubre de 2008

La voz

Los modelos sobre el proceso de desarrollo de la identidad homosexual que conozco suelen considerar una primera fase de “sensibilización”, en la cual se suceden pensamientos, sentimientos y experiencias que nos hacen “sospechar” que algo no va como debería, aunque todavía no sepamos que ese “algo” es nuestra orientación sexual. Esta fase de sensibilización tiene una duración variable, ya que la asunción de la homosexualidad no es nunca repentina, y además, suele ser más tardía en las mujeres.

En mi experiencia, hay un elemento de mi etapa de sensibilización que destaca por encima de los demás por su extrañeza, su magia y, sobre todo, por constituir una muestra de nuestra poderosa sabiduría interior. Durante años lo oculté como una falta, como algo terrible que sin embargo vivía en mi cabeza, como una vergüenza que me provocaba un terror genuino, como lo incomprensible, lo inexplicable; como la verdad. Si alguna vez, a escondidas, decidí ponerle nombre, este fue tan indefinido como mi experiencia: se trataba, sencillamente, de “la voz”.

Ocurría siempre que creía haberme enamorado de un chico. Recuerdo especialmente aquella vez en que tenía catorce años y pensaba que había descubierto a mi hombre ideal en uno de mis compañeros del colegio, un chico tímido, con gafas y un tanto enrevesado del que me llamaba la atención su manera de hablar. En mi mente permanece intacta la imagen de aquella tarde en la que escribía en mi diario, sentada en la mesa de mi habitación, explicando lo mucho que me gustaba, describiendo la forma de sus manos, la ropa que llevaba puesta la última vez que lo había visto y cuántos hijos había decidido que tendríamos juntos.

Estaba yo tan inspirada, tan concentrada en mi propia historia, tan arrebatada por el romanticismo adolescente, que me quedé clavada en la silla cuando escuché la voz. “Todo es mentira”, decía. “Ese chico no te gusta, no estás enamorada de ese chico, lo que sientes no es amor”. Lo peor de aquella voz es que hablaba como yo lo habría hecho, utilizaba mi mismo timbre para pronunciar unas palabras en las que yo no creía, que no sabía qué significaban y que, sin embargo, salían de mí, eran parte de mí hasta el punto de que aquella voz tan ajena parecía mi propia voz.

Cada vez que encontraba un candidato a mi hombre ideal, la voz reaparecía con la misma cantinela. “Todo es mentira”. Era su frase preferida. La repetía una y otra vez, una y otra vez cada vez que me perdía en mis ensoñaciones, que juraba en mi diario haber conocido a un chico especial, cada vez que imaginaba cómo sería salir con él, nuestra relación, nuestra vida, la voz estaba allí para recordarme que todo era mentira, que yo no sentía amor, que nunca ocurriría eso con lo que yo soñaba, que no era real, que no, que no, que no. Por supuesto, su insistencia me hizo plantearme varias veces si aquella voz en mi cabeza, quienquiera que fuese, tendría razón. Si cabía una posibilidad de que aquel universo de ensoñaciones juveniles, aquellos arrebatos románticos, no fuesen más que un producto de mi imaginación, de manera que lo que yo pensaba que estaba ocurriendo no fuera real.

En esos momentos de confusión extrema, de torpeza ansiosa que busca a tientas una luz, me preguntaba qué motivos podría haber para que yo no fuese ser capaz de enamorarme de verdad. Porque esa era la sensación que me quedaba, tras sufrir los asedios de la voz durante días, la sensación de que era incapaz de amar. ¿Cómo podía ocurrir? ¿Cómo podía ser yo, tan romántica y sensible como me creía, incapaz de amar? Y la única respuesta que me pude dar en aquellos días, durante los muchos años que duró la voz, era que yo, en el fondo, no era más que una niñata caprichosa, que me enamoraba de unos y de otros de manera aleatoria y superficial, y que después de conseguirlos desaparecía toda la emoción de la conquista y yo me lanzaba en busca de una presa mejor. De esta respuesta, claro, se deducía un juicio moral implacable: yo era mala, muy mala persona, o mejor, muy mala mujer, una perdida más entre todas las perdidas, algo terrible de lo cual sacaba una clara enseñanza. Debía cambiar.

No deja de resultarme curioso cómo la voz no sólo no consiguió guiarme por otros caminos más adecuados sino que me acabó avocando con más fuerza si cabe a cometer el mismo error. Porque cada vez que me enamoraba de un chico nuevo, y la voz, con sus frasecitas, volvía a estar ahí, yo me empeñaba en que aquel sería el definitivo, mantenía viva una llama más artificial que las olímpicas, me esforzaba cada minuto en convencerme de que aquello era amor verdadero, de que esta vez le ganaría la batalla a la voz, de que pronto se harían realidad todas mis fantasías, de que me sentiría bien siendo correspondida y la voz se esfumaría para siempre.

Sobra decir que esto nunca ocurrió.

A veces me pregunto por qué no fui capaz de darme la respuesta de que todo era mentira porque yo no podía amar sino a una mujer. Me pregunto por qué opté por sentirme tan culpable, tan pérfida y manipuladora, cuando se ve a la legua que yo nunca he sido nada de eso, que era la más pánfila de las enamoradas, que mi pasión era tan falsa como inocua, que no pude convertirla más que en arte mediocre y no en la tragedia terrible que vaticinaba a partir de la voz. Pero supongo que en el fondo, esa culpabilidad, esa idea de que yo era “mala”, formaba también parte de mi periodo de sensibilización. Me indicaba, de alguna manera, que lo que en realidad me pasaba para muchas personas no estaba bien.

A veces me pregunto, sorprendida, de dónde salió aquella voz. ¿Quién me mostraba, tan sabia, tan clara, el camino hacia mi verdadero yo? ¿Cómo podía tener una voz así dentro de mi cabeza? ¿Por qué sabía ella quién era si mi identidad era para mí misma una incógnita brutal? Y lo único que sé responderme, ahora, tras varios años libre de la voz que tanto me atormentaba, es que lo que yo escuchaba era lo que algunos llaman el guía interior, la voz del inconsciente o, incluso, del mismo Dios. Para mí, tal y como me parecía en un principio, aquella voz era la mía, era yo misma allanándome el camino, una yo misma más intuitiva y sabia que la yo misma que finalmente actuaba, pero una parte de mí al fin y al cabo, la misma parte de mí que ahora descansa una vez que me ha visto arribar al puerto de mi yo real.

Encantada de haber comprendido el mensaje de mi propia voz.

sábado, 4 de octubre de 2008

Intuiciones sobre la choza

A veces pienso que estamos tan acostumbradas a vivir en un mundo de hombres que hemos perdido la capacidad de imaginar un mundo de mujeres, o un mundo igualitario, o que incluso ya no podemos discernir la mera experiencia femenina en el mundo tal y como es.

Por lo menos a mí es eso lo que me pasa con algunos temas. Uno de ellos tiene que ver, nuevamente, con la menstruación: en numerosas sociedades de todo el mundo, es común la costumbre de apartar a las mujeres que están con la regla del resto de la tribu, confinándolas en las llamadas “chozas menstruales”.

Los antropólogos no se ponen de acuerdo con este tema. Algunos, hombres y mujeres, piensan que esta costumbre constituye una muestra más de la subordinación de la mujer, de la misoginia más profunda e infantil que considera que la sangre menstrual prueba la impureza femenina y que es peligrosa para los hombres. Otros, también hombres y mujeres, piensan que es un ritual que permite a las mujeres descansar del trabajo durante esos días, y que para ellas resulta un periodo placentero de recogimiento interior y libertad:

Las mujeres de la Antigüedad y las modernas aborígenes solían crear un lugar sagrado para esta clase de comunión y búsqueda. Dicen que, tradicionalmente, se establecía durante el período menstrual de las mujeres, pues en estos días una mujer vive mucho más cerca de su propio conocimiento que de costumbre. Los sentimientos, los recuerdos, las sensaciones que normalmente están bloqueados penetran en la conciencia sin ninguna dificultad. Si una mujer se adentra en la soledad en este período, tiene más material que examinar.

No obstante, en mis intercambios con las mujeres de las tribus de Norte, Centro y Sudamérica, así como con las de algunas tribus eslavas, descubro que los “lugares femeninos” se utilizaban en cualquier momento y no sólo durante la menstruación.

Siempre me río cuando alguien menciona a los primeros antropólogos, según los cuales en muchas tribus las mujeres que menstruaban se consideraban “impuras” y eran obligadas a alejarse del poblado hasta que “terminaban”. Todas las mujeres saben que, aunque hubiera un forzoso exilio ritual de este tipo, cada una de ellas sin excepción, al llegar este momento, abandonaba la aldea con la cabeza tristemente inclinada, por lo menos hasta que se perdía de vista, y después rompía repentinamente a bailar y se pasaba el resto del camino muerta de risa.


Clarissa Pinkola Estés.

Y la verdad, yo no consigo formarme una opinión sobre el tema. Por un lado, creo que considerar inútil a la mujer o apartarla durante su menstruación constituye una generalización indebida, ya que, a pesar de que muchas mujeres puedan sentirse absolutamente indispuestas durante algunos días o en algunas ocasiones, esto no les ocurre a todas ni en todo momento, y además, se puede paliar. El hecho de que nos hayan impedido acceder a puestos de responsabilidad o incluso realizar el más sencillo de los trabajos remunerados utilizando como excusa la menstruación me parece, aparte de un argumento débil y cutre, profundamente injusto, absurdo y demás.

Pero, por otro lado, creo que hay cierta verdad en lo que algunos antropólogos piensan cuando consideran que este aislamiento es un ritual de purificación muy positivo para la mujer. Y es que las mujeres soportamos una carga biológica gratuita que la sociedad debería recompensarnos de alguna manera. No considerándonos impedidas, sólo faltaría, sino honrándonos por algo que, aunque nos ocurre sin más, es la base del mantenimiento de la vida. Si se honrase la vida como algo maravilloso que no llevamos a cabo sino que ocurre, se honraría a las mujeres de la misma manera.

Sin embargo, yo creo que en nuestra sociedad estamos en las antípodas de ese pensamiento. A las mujeres se nos enseña, desde pequeñas, bien a considerarnos inferiores por estar indispuestas unos días al mes, bien a hacer como que esos días no existen ni importan a base de pastillas, tampones y un esfuerzo superior al que se le pide a cualquier hombre en una situación similar.

Y no, no me parece que este tema sea un tema menor. De hecho, considero que está en la base del respeto a las mujeres según lo que realmente significa ser mujer, acerca de lo cual no tengo apenas ideas pero sí algunas intuiciones, como la necesidad de conocer, aceptar y respetar la menstruación, sin despreciar a la mujer pero tampoco violentarla en lo que para nuestro cuerpo resulta natural.

Personalmente, no me importaría tener una chocita de esas para arrebujarme de vez en cuando. Y mucho menos si tenemos en cuenta su condición de lugar exclusivo para mujeres...

Encantada.

jueves, 2 de octubre de 2008

Normalidad, diversidad, dignidad... ¡felicidad!

Un juez decreta prisión incondicional para la ex-gerente del Consorcio de Desarrollo Económico de Baleares y su esposa.

Necesité leer varias veces el titular de las noticias hasta cerciorarme de que la primera impresión de mi cerebro era cierta: se trataba de una mujer y su esposa. Después, me dediqué a leerlo compulsivamente hasta que desapareció de la pantalla: ¡se trataba de una mujer y su esposa!

Entonces decidí que acababa de asistir a un suceso normal.

Para mí, la normalidad es eso: que se hable de un matrimonio de mujeres (esta vez, implicadas en una trama de corrupción; otra vez, por otros motivos) sin subrayar su carácter extraordinario, tal y como se haría con un matrimonio heterosexual. Y sin utilizar la palabra “lesbiana”, ya que, en este caso, lo relevante no es su orientación sexual, sino el hecho de que se hayan dedicado a malversar fondos públicos y unas cuantas lindezas más.

Para mí, eso es también el respeto a la diversidad: porque una puede ser lesbiana y muy buena persona, o también lesbiana y corrupta, o asesina, o timadora profesional. Y es que el hecho de ser lesbiana, por mucho que a algunos les gustase que ocurriera lo contrario, no implica nada más allá de que te gusten las mujeres. Nada. Absolutamente nada. Porque las lesbianas somos tan diversas como los demás.

Para mí, finalmente, el tratamiento que ha recibido esta noticia significa dignidad: dignidad para todas las lesbianas que no queremos que se nos asocie con unas mujeres corruptas sólo por compartir con ellas nuestra orientación sexual; dignidad para todas las que merecemos que nuestros matrimonios reciban un trato igualitario con los tradicionales, para la bueno y para lo malo, como derecho y como deber, exactamente lo que ocurriría con un matrimonio heterosexual.

Creo que con este suceso las lesbianas hemos avanzado un poquito más.
Y la lucha contra la corrupción, también.

¡Encantada!

miércoles, 24 de septiembre de 2008

A trompicones

La primera vez que me llamé a mí misma lesbiana iba en un avión.

Desde hacía algunos meses, varios acontecimientos, quién sabe si fortuitos, estaban ayudando a que algo en mi interior se desperezase lentamente, frotándose los ojos, estirando los brazos, bostezando y dándose los buenos días:

− Eres lesbiana.

Aunque nunca me lo había planteado seriamente, por más que sospechase, la primera vez que me lo dije sonó natural. Fue como si en una partida de Tetris todas las piezas cayesen a la vez y encajaran. Algo en mi cerebro hizo “clic”, un “clic” muy suave, delicado, nada parecido a un terremoto, y eso fue todo. Después miré a un par de chicas mientras corría para no perder el avión siguiente, y lo comprobé. Estaba claro. No tenía ninguna explicación lógica pero así era. Y tal vez siempre había sido así.

La segunda vez que me llamé a mí misma lesbiana participaba en una terapia de grupo.

Habían pasado muchos meses y la intuición dejó paso, poco a poco, a la razón. Tratar de explicar y de explicarme me había hecho dudar de lo que en mi interior parecía comprobado. No tenía respuestas para casi nada, sólo podía repetir que era así y que estaba bien, pero fue difícil resistir y la falta de argumentos hizo que mis intuiciones sucumbieran. Las condiciones de los demás se impusieron y tuve que renunciar a mi nombre, el que yo misma me había dado, a cambio de absolutamente nada, aparte de la confusión y la inseguridad.

Así que allí estaba yo, en un grupo de lesbianas sin considerarme yo misma lesbiana, porque no podía, porque no cumplía las condiciones que otros me habían dicho que tenía que cumplir, porque llamarme lesbiana no era lógico y sólo lo lógico tiene cabida en un mundo como el nuestro. Pero aquel día fue diferente, sentí náuseas y ganas de llorar, algo quería escaparse de mis adentros y no tenía tiempo que perder.

− Soy lesbiana.

Lo dije con un hilo de voz. Me lo dije a mí misma por segunda vez y se lo confirmé a los demás. Entonces mis compañeras me aplaudieron y yo sonreí.

Porque eso es lo importante. Más alto o más bajo, más seguras o sin ninguna seguridad, ponednos el nombre que nostras elijamos y sonreír.

Encantada.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Catálogo de obviedades

Últimamente he leído varias opiniones que circulan por la red (y por lo que no es la red, obviamente) llenas de prejuicios hacia la alimentación vegetariana. En ellas, se acusa a esta dieta de elitista y cara, y a los vegetarianos, de seres artificiales que no podrían vivir sin esas delicatessen que constituyen tanto las tiendas vegetarianas como la comida vegetariana. Muchos de los que suscriben dichas opiniones terminan amenazando con que se comerán un buen filete en cuanto apaguen el ordenador, lo cual me provocaría mucha risa si no fuera tan patético. El caso es que me apetecía dejar algunas cosas claras; cosas que, sorprendentemente, parece que no resultan la obviedad que son para un número vergonzoso de personas.

En primer lugar, a algunos les gustará saber que las presuntas “tiendas vegetarianas” no existen. O a lo mejor soy yo, que no las encuentro. En cualquier caso, lo que yo entiendo es que esa expresión, “tiendas vegetarianas”, hace referencia a determinadas zonas de los supermercados (normalmente etiquetadas como “dietética”), a los herbolarios y a las tiendas de productos ecológicos. Y ninguno de estos lugares es exclusivo para vegetarianos; de hecho, los vegetarianos son minoría al menos en los dos primeros. Y lo digo con conocimiento de causa, porque se pasa una vergüenza muy grande mientras se revuelve entre un montón de preparados para adelgazar buscando algo que se parezca a una hamburguesa de soja, sobre todo cuando la gente se para a mirarte con cara de “mírala, tan delgadita y preocupada por el peso, ¡adónde vamos a llegar!”.

Por otro lado, por más que los vegetarianos puedan ser la clientela principal de los productos ecológicos (cosa que no aseguro, sobre todo teniendo en cuenta que también existe carne de producción ecológica, por ejemplo), ni estos ni los lugares donde se venden (que a veces no son más que simples estanterías dispersas en un supermercado cualquiera) resultan excluyentes: cualquier persona que no sea vegetariana puede optar por comprar productos ecológicos por otros motivos, como la salud o la defensa del medio ambiente.

En fin, que para ser una élite, parece que se mezclan bastante con la chusma.

En cuanto a la comida vegetariana, esta tampoco existe. La denominación se usa, sí, pero por pura comodidad, porque los platos que la constituyen se encuentran dispersos a lo largo y ancho de las dietas omnívoras de todo el mundo. De hecho, poca gente consideraría que cuando se toma un gazpacho, un revuelto de setas al ajillo, unos jalapeños o unos espaguetis al pesto está comiendo “comida vegetariana”. Sin embargo, en cualquier recetario de comida vegetariana o en el menú de un restaurante vegetariano son esos y no otros platos exotiquísimos y muy raros (que no estaría mal probar tampoco) los que se van a encontrar. Es decir, que cualquier plato etiquetado como “vegetariano” puede ser ingerido y de hecho lo es por cualquier persona no vegetariana; la diferencia es que las personas vegetarianas sólo ingieren esos y no otros que sí forman parte de la dieta omnívora.

Resumiendo, ¿quién excluye a quién?

Y en cuanto a la idea de que ser vegetariano sale caro, considero que cualquiera que se adhiera a tremenda opinión no tiene ni idea, bien de qué es ser vegetariano, bien del precio de la comida. En la dieta vegetariana, se elimina la parte de la pirámide alimentaria que corresponde a los productos de origen animal. Esta parte se sitúa en la zona superior, lo que quiere decir que es relativamente pequeña y que en ningún caso constituye la base de ninguna dieta. En el caso de la vegetariana, los aportes nutricionales de esta zona que se elimina se consiguen ensanchando, principalmente, la base de la pirámide, compuesta por los cereales y las legumbres. Que mucha gente no sepa que deberíamos alimentarnos sobre todo de cereales y legumbres y no de filetazos, y que de hecho los filetazos causan graves problemas de salud, es algo que demuestra la calidad de nuestros conocimientos sobre nutrición. Por no hablar de los que piensan que los vegetarianos sólo comen lechuga; y es que, si a alguien le llama la atención la cantidad de vegetales que comen los vegetarianos, es porque los filetazos no le dejan ver los que él mismo debería estar ingiriendo por el bien de sus arterias.

Pero a lo que íbamos. Cuando una persona vegetariana sustituye la carne y el pescado por otros alimentos, como las legumbres, ahorra. Supongo que nadie podrá discutir que un plato cuyo ingrediente principal sea la carne, cualquier carne, tiene que ser necesariamente más caro que un plato cuyo ingrediente principal sean, por ejemplo, las lentejas o la pasta. A iguales condimentos, menor precio de este último. Sí que es verdad que algunos productos pueden resultar comparativamente más caros que los más baratos de su clase (por ejemplo, las salchichas de carne frente a las salchichas de tofu), pero la realidad es que los vegetarianos no se alimentan a base de ellos, ya que constituyen un complemento, un capricho o algo simplemente inexistente. Y con el dinero que se ahorran en cada comida, bien pueden permitirse algún que otro extra. E incluso aunque no lo hicieran: tal y como ocurre con el comercio justo, aunque se pague más, se ahorra. Se ahorra en sufrimiento, en explotación, en degradación del medio ambiente, en enfermedades y en mala conciencia.

A cada cual con la suya, claro está.

De todas formas, es que me hace gracia. Cuando hay una crisis alimentaria (es decir, todos los días, a todas horas, ahora mismo), ¿qué cargan en los camiones de ayuda humanitaria? ¿Filetazos? ¿O maíz, mijo, soja y similares? ¿Y por qué lo hacen? ¿Porque son así de desprendidos? Obviamente, no: porque una dieta vegetariana es la única que se pueden permitir millones de personas en todo el mundo, la única que la humanidad se ha podido permitir a lo largo de la mayor parte de su historia, y la que muchas personas eligen como opción personal, contribuyendo a un mundo más justo, más sostenible, más humanitario, más solidario, y tantas otras cosas.

Todo ello sin negar que snobs gilipollas hay en todas partes, y entre los vegetarianos también.

Y en cuanto a la artificialidad de la dieta vegetariana, o la presunta dependencia de los productos preparados, seré breve: si ahora mismo desaparecieran todos los mercados del mundo y nos encontrásemos en una selva, sería más fácil comer fruta o raíces que un buen asado de lo que fuera. Dependientes somos todos, porque así es el mundo que nos hemos creado. La mayor parte de la gente que come jamón ibérico no tiene ni idea de en qué consiste el proceso de curado, ni muchos de los que se deleitan una hamburguesa de soja podrían cocinarla a partir de sus ingredientes. O sí, porque un gran número de vegetarianos están muy concienciados en lo que se refiere a cocina tradicional, evitan comprar productos preparados y son excelentes cocineros. Pero aunque no fuera así, daría igual: vegetarianos u omnívoros, todos compramos en el mercado sin tener la más mínima idea de muchas cosas. Porque eso no depende de lo que compre y coma cada uno, es algo más.

De cualquier modo, y tras esta lista de obviedades, lo que me sigo preguntando es: ¿por qué hay personas que se meten en páginas sobre vegetarianismo cuando es un tema que no les interesa, y encima, van y opinan? ¿Por qué se dedican a visitar blogs, foros y demás solo para insultar y decir memeces? A mí es que no me cabe en la cabeza. Por ahí hay millones de páginas sobre temas que aborrezco y jamás me he dedicado a faltar al respeto a los que las mantienen, por más que muchos no merezcan ni el más mínimo respeto. Cuando uno tiene una idea, creo que debe compartirla, explicarla, publicitarla si lo desea, pero no usarla para atacar, porque cuando eso ocurre, la idea, sea cual sea, pierde toda su validez. Si alguien quiere hacer una página de “¡Viva la carne!” (que seguro que ya existe), que la haga: muchos no entraremos y eso será todo. Nadie se pegará con nadie y, con un poco de suerte, el tiempo pasará y dará la razón a quien la merezca.

Así funcionan las cosas. O mejor: así deberían funcionar.

Y yo estaría encantada.