De todos estos mitos, ninguno está más anclado en los corazones masculinos que el del “misterio” femenino.
Tiene un montón de ventajas. Para empezar, permite explicar de balde todo lo que parece inexplicable; el hombre que no “entiende” a una mujer, está feliz de transformar una deficiencia subjetiva en resistencia objetiva;
en lugar de admitir su ignorancia, reconoce la presencia de un misterio ajeno a él: explicación que alimenta tanto la pereza como la vanidad.
Con seguridad, la mujer es misteriosa, “
misteriosa como todo el mundo”, en palabras de Maeterlinck. Cada cual sólo es sujeto para sí; sólo puede captarse a sí mismo en su inmanencia: desde ese punto de vista,
el otro siempre es misterio. Pero lo que se llama misterio no es la soledad subjetiva de la conciencia, ni el secreto de la vida orgánica. La palabra adquiere todo su sentido cuando hablamos de comunicación: no se reduce al puro silencio, a la noche, a la ausencia; implica una presencia balbuciente que fracasa al manifestarse. Decir que la mujer es un misterio es decir, no que calla, sino que
su lenguaje no es escuchado; está ahí, pero oculta bajo unos velos. ¿Quién es ella? ¿Un ángel, un demonio, una inspirada, una actriz? Suponemos, o bien que estas preguntas tienen respuestas imposibles de descubrir, o más bien que ninguna es adecuada, porque el ser femenino implica una ambigüedad fundamental; en su corazón, es indefinible para ella misma: una esfinge.
El hecho es que le daría mucho trabajo decidir quién es; la pregunta no tiene respuesta, pero no porque la verdad oculta sea demasiado cambiante para dejarse atrapar, sino porque en este terreno no hay verdad.
Un existente no es nada más que lo que hace; lo posible no sobrepasa la realidad, la esencia no precede a la existencia: en su pura subjetividad, el ser humano no es nada. Se mide con sus actos. De una agricultora se puede decir que es buena o mala trabajadora, de una actriz que tiene o no talento, pero si consideramos a una mujer en su presencia inmanente, no podemos decir absolutamente nada de ella, está más acá de cualquier calificación.
Sin embargo, el Misterio femenino, tal y como lo reconoce el pensamiento mítico, es una realidad más profunda: está inmediatamente implicado en la mitología de la Alteridad absoluta. Observemos que no se considera “misterioso” al ciudadano norteamericano, que sin embargo, desconcierta profundamente al europeo medio: más modestamente, se afirma no comprenderlo; así,
la mujer no siempre “comprende” al hombre, pero no existe el misterio masculino; es porque la rica América, el varón, están del lado de los Amos, y
el Misterio es propiedad del esclavo.
El mito de la mujer es un lujo. Sólo puede aparecer si el hombre se libra del apremio de sus necesidades; cuanto más concretamente vive estas relaciones, menos las idealiza. El fellah del Antiguo Egipto, el campesino beduino, el artesano de la Edad Media, el obrero contemporáneo tienen, inmersos en las necesidades del trabajo y de la pobreza, relaciones demasiado definidas con la mujer singular que es su compañera como para dotarla de un aura fasta o nefasta. Las épocas y las clases a las que se les concedía el privilegio de soñar alzaron las estatuas negras y blancas de la feminidad. Pero el lujo tiene también una utilidad: la superación de la experiencia hacia la Idea trascendente es un paso deliberado de la sociedad patriarcal con fines de autojustificación; a través de los mitos, imponía a los individuos sus leyes y sus costumbres de una forma gráfica y sensible; el imperativo colectivo se insinuaba en cada conciencia en una forma mítica. Cada cual puede encontrar en ellos una sublimación de sus modestas experiencias: los unos, engañados por la mujer amada, declaran que es un útero rabioso; los otros están obsesionados por la idea de su impotencia viril y transforman a la mujer en Mantis Religiosa; aquellos se complacen en compañía de su mujer, que se transforma así en Armonía, Reposo, Tierra, nutricia. El afán de eternidad con poco gasto, de un absoluto de bolsillo, que encontramos en la mayor parte de los hombres, se sacia con mitos. La menor emoción, una contrariedad se convierte en el reflejo de una Idea intemporal; esta ilusión halaga agradablemente la vanidad.
El mito es una de esas trampas de la falsa objetividad en las que la seriedad cae con los ojos cerrados. Se trata una vez más de
sustituir la experiencia vivida y las libres opiniones que exige por una ideología estereotipada. El mito de la Mujer sustituye las relaciones auténticas con un existente autónomo por la contemplación inmóvil de un espejismo.
El hombre no tendría nada que perder, todo lo contrario,
si renunciara a disfrazar a la mujer de símbolo. Los sueños, cuando son colectivos y dirigidos, son muy pobres y monótonos comparados con la realidad viva.
Reconocer en la mujer a un ser humano no es empobrecer la experiencia del hombre: no perdería nada de su diversidad, de su riqueza, de su intensidad si se asumiera en intersubjetividad; rechazar los mitos no es destruir toda relación dramática entre los sexos, no es negar los significados que se revelan auténticamente al hombre a través de la realidad femenina; no es suprimir la poesía, el amor, la aventura, la felicidad, el sueño:
es simplemente pedir que conductas, sentimientos, pasiones se fundamenten en la verdad.
A los ojos de lo hombres,
y para la legión de mujeres que ven por sus ojos, no basta con tener un cuerpo de mujer, ni con asumir como amante, como madre, la función de hembra para ser una “mujer mujer”; a través de la sexualidad y la maternidad, el sujeto puede reivindicar su autonomía; la “mujer mujer” es la que se acepta como Alteridad. En la actitud de los hombres de nuestros días hay una duplicidad que crea en la mujer
un desgarramiento doloroso; aceptan de forma bastante extendida que la mujer sea una semejante, una igual; no obstante, le siguen exigiendo que sea lo inesencial; para ella, estos dos destinos son irreconciliables; duda entre uno y otro sin adaptarse exactamente a ninguno, y de ahí viene su falta de equilibrio. En el hombre no hay ninguna cesura entre vida pública y vida privada: cuanto más afirma en la acción y en el trabajo su control sobre el mundo, más viril parece; en él, los valores humanos y los valores vitales se confunden; en cambio,
los éxitos autónomos de la mujer están en contradicción con su feminidad, pues se pide a la “mujer mujer” que se convierta en objeto, que sea Alteridad.
Ahora
es muy difícil para las mujeres asumir a un tiempo su condición de individuo autónomo y su destino femenino; es la fuente de estas torpezas y malestares que a veces las presentan con un “sexo perdido”. De todas formas, la vuelta al pasado no es posible ni tampoco deseable. Lo que hay que esperar es que los hombres, por su parte, asuman sin reservas la situación que se está creando; sólo entonces podrá vivir la mujer sin desgarrarse.
Simone de Beauvoir,
El segundo sexo.
Encantada.