lunes, 23 de marzo de 2009

Sevilla (puede ser) diferente

Aprovechando que teníamos unos días de vacaciones, mi novia y yo hemos hecho una escapadita a Sevilla. Han sido unos días preciosos de sol, monumentos, largos paseos, bromas y carantoñas: justo lo que necesitábamos después del crudo invierno.

La Giralda y la Torre del Oro, dos ejemplos de nuestro valiosísimo legado árabe.

Hacía ya varios años que no pisaba Andalucía, y no me he dado cuenta de cuánto la extrañaba hasta que no me he sentido otra vez allí. Mi mitad andaluza hervía emocionada al recuperar el acento, los giros y chascarrillos, las costumbres del sur. Pensé que ya nunca más me ocurriría y, sin embargo, una parte de mí volvió a sentirse en su hogar.


Esplendor primaveral en el Parque de María Luisa.

Lo que más me apena de visitar ciudades así, como turista, es la visión tan sesgada que te llevas de lo que es realmente aquello que visitas. En el caso de Sevilla, esto se cumple con mucha más intensidad, ya que allí redundan todo lo que pueden en lo típico, que es lo que casi todo el mundo parece ir buscando. Sin embargo, yo estoy segura de que existe otra Sevilla, que apenas hemos podido intuir detrás de tanta parafernalia, y que espero ir conociendo con el tiempo.


La Plaza de España, impresionante.
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Algo de esa otra ciudad, desconocida, pudimos desvelar cuando tratamos de encontrar las zonas de ambiente, más a la vista que en Barcelona, pero también sumamente diferentes a lo que conocemos en Madrid. Y es que, allá donde vamos, esperamos inconscientemente encontrar algo parecido a Chueca, pero este tipo de barrios rosas no se dan en todas las ciudades, hacen falta determinadas circunstancias que en Sevilla tampoco parecen haber tenido lugar. Y aun así, me gustó muchísimo conocer una zona diferente, a primera vista más abierta, alternativa e integrada que Chueca, lo cual me alegró.


Poderío femenino en la Giralda.
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La otra Sevilla también se nos mostró mientras volvíamos en taxi a la estación. Hablando de todo un poco, le saqué al taxista el tema de la Semana Santa, casi como cortesía, pues pensé que a él le gustaría hablar de las procesiones, algo que a mí me genera bastante animadversión. Y entonces él me sacó de mi error con toda naturalidad:

− Hay que ver, ¿verdad?, esa gente, que siente tanto todo eso, que les ves en la tele llorando cuando llueve y te da pena, ¿verdad?, y lo difícil que es de entender, porque la gente normal, así como nosotros, no vemos más que una estatua, ¿verdad?, y te preguntas, ¿pero cómo pueden ponerse así por una estatua?, ¿verdad?, pero es que esa gente lo vive, ya ves...


Un cartel que dio para varios días de bromas.

Porque no toda Sevilla es lo que parece, o lo que nos parece, o lo que hacen que nos parezca: encantada.

martes, 17 de marzo de 2009

Todo llega

Hace unos meses, mi padre me dijo que tenía muchas ganas de quedar a comer conmigo, para que hablásemos de “nuestras cosas”. Yo me quedé más estupefacta que si se me hubiera aparecido Chavela Vargas en el salón cantándome aquello de “Ponme la mano aquí...”, pero cuando reaccioné, la invitación todavía seguía en pie. Así que me volví a casa pensando en qué serían esas “cosas” que mi padre se empeñaba en calificar como “nuestras”, teniendo en cuenta que, desde hace años, solo hablamos de política y trabajo, temas absolutamente banales y neutrales para nosotros.

El tiempo pasó, y después de varios viajes y eventos laborales a los que se vio obligado a asistir mi progenitor, volvió a la carga y me reiteró la invitación de quedar a comer, subrayando de nuevo la frasecita: “ya sabes, para hablar de nuestras cosas”. Yo me apresuré en fijar la fecha, muerta de curiosidad y de miedo a partes iguales, y finalmente, la tan esperada comida tuvo lugar.

Según se iba aproximando el momento, yo me iba sintiendo más y más nerviosa. Para calmar mi ansiedad, decidí preparar una quiniela sobre lo que podía pasar, reduciendo las variables a tres posibilidades: a) que mi padre decidiera hablar conmigo de algo que tuviera que ver con mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, y que fuera para bien; b) que mi padre decidiera hablar conmigo de algo que tuviera que ver con mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, y que fuera para mal; c) que mi padre solo hablase de política y trabajo, considerando estos temas como “nuestras cosas”, y que fuera yo la que tuviera que sacar el tema de mi orientación sexual y la relación que mantengo con mi novia, para bien o para mal. Así se fue acercando el momento, hacia el cual avanzaba con las piernas temblorosas y los puños cerrados.

Entonces sucedió. Nos sentamos a la mesa y, apenas el camarero había terminado de servir nuestras copas, mi padre soltó toda la artillería pesada de golpe y porrazo:

− Bueno y... ¿qué tal tu vida personal? −dijo sonriendo de oreja a oreja cual actor en anuncio de dentífrico.
− Bien... −contesté yo, tratando de escudriñar su alma y saber a qué se refería esta vez con “vida personal” (después de tantos años hablando de nada, cuesta entenderse).
− Entonces, ¿eres feliz?

Y así fue como tuvo lugar la conversación que llevaba casi cuatro años esperando. Pude hablar con mi padre de mi novia, de nuestra relación, de nuestra convivencia, de mi orientación sexual, de algunas de mis experiencias de autoaceptación... Supongo que, después de tantos meses, él no quería más que soltarlo todo de golpe, y yo, después de tantos sinsabores, no paraba de preguntarme cómo podía no importarle que medio restaurante se estuviese enterando en aquellos momentos de que su hija era lesbiana.

A pesar de todo el tiempo que llevaba esperando que algo así ocurriera, reconozco que me costó. Me costó hablar de todo aquello después de haberme visto obligada a callar, a ignorar, a hacer como que no existía durante todos estos años. Me costó reconocer que aquella persona que tenía delante era mi padre, o mejor dicho, volvía a ser mi padre tras pasar años abducido y convertido en “ese señor”. Me costó hacerme a la idea de que, contra todo pronóstico y cuando prácticamente había perdido las esperanzas, dejaba de ser huérfana. Me costó contener las lágrimas, mantener firmes mis labios y no saltar sobre mi padre para darle todos los besos y abrazos que ha rechazado en este tiempo, y desahogarme a cortes de manga con el mundo encarnado en los otros comensales.

Mi padre me dijo que me aceptaba. Que le había costado bastante hacerse a la idea, pero que me veía feliz y me reconocía como hija, así que no podía hacer menos que entender que su hija era como soy. Al fin las esperadas palabras salieron de su boca. Y ahora que han llegado a mis oídos apenas se me ocurre qué hacer.

Encantada.

domingo, 8 de marzo de 2009

Mi primer 8 de marzo

En el último año he cobrado la suficiente conciencia feminista para plantearme seriamente que la única fecha de acción reivindicativa inexcusable no podía ser el Día del Orgullo, sino que, como mujer que soy y como lesbiana, debía acudir también a la manifestación del Día de la Mujer (Trabajadora). Y así lo he hecho hoy.

Evidentemente, no esperaba un acto masivo como ocurre en el Día del Orgullo, entre otras cosas porque aquello es un fiestón (por encima de cualquier otra cosa, vayamos admitiéndolo) y esto se quedaba en llana manifa. Y aunque un acto semejante nunca estará suficientemente concurrido (deberíamos haber asistido 3 millones de madrileñas, de nacimiento o adopción), he de decir que el ambiente me resultó sumamente agradable. ¡Lesbianas del mundo, desengañaos! Las chicas más interesantes no acuden a los bares de ambiente... ¡están todas preparándose para manifestarse el 8 de marzo!

La verdad es que esta manifestación no tiene nada que ver con la del Orgullo, ni para bien, ni para mal. Para bien, destacaré que había allí mucha gente del politiqueo y el activismo, pero sin darse codazos por aparecer en la cabecera portando la pancarta. De hecho, tuve el honor de marchar junto a Inés Sabanés (una de mis políticas preferidas, sino la que más) como quien baja a hacer la compra. Y esto, si bien puede interpretarse como que las mujeres no importamos un pimiento, a mí me resultó también un detalle acogedor, que daba muestras de la sencillez y la poca parafernalia que rodea (aunque muchos quisieran creer lo contrario) al movimiento feminista.

Otra diferencia que me llenó de gozo fue la convivencia de generaciones que se produce en esta marcha. Me harté de ver mujeres más que maduras vestidas de violeta y cantando proclamas. Hubiera querido hacerme una foto con todas y cada una de ellas e invitarlas a tomar un café para que me contaran cuál había sido su experiencia como feministas. Porque estas mujeres seguramente empezaron a pensar sobre su condición cuando todavía no podían comprarse ni una lavadora sin la firma de su padre o marido.


Junto a estar mujeres, marchaban también muchas madres con sus hijas (e hijos), niñas y jovencitas que portaban carteles y se iban empapando del movimiento. Me llenó de orgullo verlas y saber que sus madres las estaban educando así en el respeto a ellas mismas, y no pude menos que apuntármelo como clave personal para cuando yo también sea mamá.

Aparte de la convivencia generacional, he de destacar que me encantó ver a varios hombres portando carteles y vestidos con faldas. Con toda dignidad, por cierto.

Para mal, me resulta imposible terminar esta crónica sin aludir a la práctica inexistencia de reivindicaciones específicamente lésbicas. Aunque mi novia y yo nos recorrimos gran parte de la manifestación, sólo pudimos encontrar una pancarta que, aunque digna, no tenía apenas seguidoras. Tengo la esperanza de que los grupos pro-lesbianas marchasen al final (porque la esperanza es lo último que se pierde, y porque en el final, final de la manifestación no estuvimos); aun así, me parece que hay colectivos de sobra para que su presencia se hiciese notar más de lo que se hacía.

Lo cual no quiere decir que no hubiera lesbianas. Lesbianas había por todas partes: cantando a favor del aborto, contra el maltrato, por la solidaridad entre mujeres de diferentes culturas, contra la precariedad laboral femenina; cantando contra y por todo lo que había que cantar. A lo que me refiero es que es una pena que no pudiéramos cantar por nuestras reivindicaciones específicas, acompañadas de otras mujeres cuyos temas sí apoyamos, a pesar de que, en numerosas ocasiones, ni siquiera nos incumben.

Pero bueno, lo importante es darnos cuenta de ello y, con suerte, tener nuestro espacio es próximas manifestaciones.

¡Viva el 8 de marzo!

Encantada.

sábado, 7 de marzo de 2009

Atenea

Sin duda, mi diosa preferida dentro del panteón griego es Atenea.
Y me sobran los motivos.

En primer lugar, considero que el nacimiento de Atenea es una muestra clara de los complejos y la misoginia patriarcales que, en la Antigua Grecia como en el mundo actual, son mayoritarios.

Se dice que Atenea nació directamente de su padre, Zeus, sin intervención femenina. Sin embargo, el mito puede interpretarse también como un intento fallido del dios de la paternidad por hacer desaparecer a la mujer de una de las pocas actividades que lleva a cabo de manera exclusiva: el parto. Movido por el miedo a ser destronado por su propia estirpe, Zeus engulle a Metis, embarazada de Atenea, tratando de impedir, de este modo, su nacimiento. Sin embargo, Atenea nace atravesando triunfalmente la cabeza de su padre, contraviniendo sus deseos y afirmando su existencia como continuación de la materna.


Atenea, además, nace ya en forma de mujer adulta, armada hasta los dientes y profiriendo un grito de guerra que hace estremecerse a todos los dioses. Ante tal magnificencia, Zeus no tiene más remedio que aceptar a su hija y sentirse orgulloso de ella, reclamándola para sí y olvidando su anterior papel como infanticida. A pesar de este nuevo intento por anular su existencia independiente, el hecho de que Atenea nunca haya sido una niña constituye una nueva afirmación de su autonomía y de su deliberada desvinculación con la figura paterna.

Otro de los signos de la independencia de Atenea es su decisión de permanecer virgen. Como es sabido, la virginidad ha sido uno de los espacios tradicionales donde se han desarrollado las mujeres que deseaban ostentar la soberanía de sus cuerpos, mujeres feministas y/o lesbianas. No obstante, su negativa a contraer matrimonio no impide a esta diosa aceptar la maternidad, o al menos una maternidad por adopción compartida, curiosamente, con otra diosa, Gea.


Así, el dios Hefesto trató de violar a Atenea, que se defendió como buena guerrera, logrando apartar a Hefesto, que eyaculó sobre la Tierra, Gea, la cual dio a luz a un niño cuyas extremidades inferiores tenían la forma de una serpiente. Este ser, llamado Erictonio, disfrutó de la protección de Atenea y fue el mítico fundador de la ciudad que lleva su nombre, Atenas.

Por otro lado, Atenea representa la lucha por las causas justas, contraponiendo esta cualidad a la del dios masculino de la guerra, Ares, iracundo y sanguinario. Asimismo, se considera a esta diosa la protectora del trabajo, la agricultura, la artesanía, el hilado y el tejido; siendo la inventora del arado, la brida, los números, los carros, la navegación y las naves, el huso y la rueca. También es Atenea creadora de la flauta y la trompeta, así como de la danza de la victoria. Finalmente, destaca como protectora del crecimiento de los niños, de la salud, de las asambleas y de las leyes justas emanadas del pueblo.

Por si estos dones fueran pocos, algunos relatos consideran que la ciudad de Atenas lleva al nombre de la diosa gracias a los votos de la asamblea de mujeres, que prefirieron el olivo al regalo que les ofrecía Poseidón, el caballo, por el cual votaron los hombres.

Teniendo lo anterior en cuenta, creo que su figura puede resultar inspiradora para las mujeres que deseamos participar en la sociedad, aportando nuestra sabiduría y saber hacer, tal y como lo hizo la diosa.

Para terminar, mucho se insiste en la ausencia de mitos griegos que relaten el amor entre mujeres; sin embargo, en mi empeño por demostrar que dicha ausencia no obedece más que a la necedad del estudioso, que no sabe descubrir este amor donde es evidente, he recibido el relato de un hermoso idilio entre una joven ninfa, Cariclo, y, como no, mi diosa preferida, Atenea:

Había una vez en Tebas una ninfa, madre de Tiresias, a la que amó Atenea mucho, más que a ninguna de sus compañeras, y no se separaba de ella jamás. Cuando guiaba sus caballos hacia la antigua Tespias o hacia Haliarto, a través de los campos de los beocios, o hacia Coronea, donde tiene un recinto perfumado y unos altares junto al río Curalio, muchas veces la diosa la hizo montar en su carro; ni las conversaciones de las ninfas ni sus coros de danza le resultaban agradables, si no los dirigía Cariclo.

Un día, mientras Atenea y Cariclo se bañaban juntas, el hijo de estas, Tiresias, las sorprendió, viendo el cuerpo de la diosa desnuda. Atenea, que no podía saltarse las leyes divinas, las cuales prohibían a los mortales ver a los dioses si estos no lo deseaban, tuvo que castigar a Tiresias con la ceguera, a pesar de lo cual le colmó de virtudes (de entre las que destaca el don de la adivinación) como favor especial hacia su querida Cariclo.

¿Qué más se puede pedir?
¡Encantada!