Portada de mi cuaderno grande..
Cuando empecé a ir a la psicóloga, me dijo que tenía que hacerme con un cuaderno para ir apuntando algunas cosillas que hablásemos en las sesiones, y también para hacer los deberes que me iba a ir mandando cada vez. Yo ya tenía experiencia en este ámbito, pues durante muchos años escribí mis diarios en pequeños cuadernos, y sabía que su portada, así como el tipo de cuadros y rayas, o la textura y el grosor del papel, solían influenciar, de alguna manera, el periodo de mi vida que quedaba escrito en su interior. Por eso, en esta ocasión quise elegir un cuaderno especial, un cuaderno que me transmitiera serenidad y buenas vibraciones, para poder enfrentarme a la terapia con una actitud positiva y optimista.
Busqué mi cuaderno en algunas papelerías, hipermercados y tiendas de todo a cien; pero no lo encontré. Una vez salí del último establecimiento, supe que nunca iba a encontrar mi cuaderno de aquel modo, que aquel cuaderno era demasiado especial para no fabricarlo con mis propias manos, que el cuaderno ya existía en mi mente y que no aparecería a no ser que lo sacara de ella, de la manera que fuera. Así que me puse manos a la obra.
Hacía tiempo que tenía en casa un cuaderno de tapas duras y hojas de cuadros todavía sin estrenar. Me lo había comprado algunos veranos atrás, mientras mi novia y yo estábamos de vacaciones en Cantabria. Durante aquellos días, tuve varios sueños muy intensos que necesité apuntar en un papel, así que arrastré a mi novia hasta la única (y, evidentemente, carísima) papelería del pueblo, y allí me compré un cuaderno y un boli. Ya por aquel entonces sus tapas me disgustaban: tenían algo de peleón (que me venía bien), pero también algo de frío (que me paralizaba); así que terminé por dejarlo en blanco.
Mi cuaderno grande, abierto.Pero, para esta ocasión, decidí rescatarlo. ¡Aquel iba a ser mi cuaderno de terapia! Sin embargo, seguía transmitiéndome las mismas sensaciones encontradas, por lo que tenía que modificarlo. No sé cómo, recordé que hacía unos días había tirado a la basura unas revistas de decoración que mi madre me pasa cuando ya las ha leído, y de las que yo voy recortando algunas fotografías que me sirven de inspiración para decorar nuestra casa. Mientras las hojeaba, algunas imágenes me llamaron la atención, imágenes que no tenían nada que ver con muebles, cuadros o lámparas; sino con flores y otros objetos decorativos de pequeño tamaño, que solían formar composiciones especiales. Rebusqué entre la basura (afortunadamente, en casa tenemos una bolsa especial para el papel y el cartón) y saqué todas las revistas. ¡Allí estaban! Flores y más flores, pequeños objetos como velas, jardineras, libros abiertos, farolillos e incluso retazos de anuncios publicitarios que me resultaban evocadores. Recorté todos los que pude encontrar, y sigo recortándolos desde entonces cuando mi madre me da más revistas, por si acaso.
De entre todos los recortes, fui seleccionando aquellos que me parecían más adecuados para la ocasión y que, además, hacían juego con las tapas que, inevitablemente, iban a seguir viéndose por algún lado. Había recortado tantas imágenes que me emocioné y quise poner muchas en cada tapa; después fui reduciendo su número hasta quedarme con dos: una pequeña y una grande. Hoy creo que habría dejado solo una por cada lado, pero estos son detalles que se van aprendiendo con la práctica y, además, nuestros gustos también cambian con el tiempo.
Portada de mi cuaderno pequeño.
Una vez seleccionadas las fotografías, llegó el momento de “montar” el cuaderno. Al principio no tenía ni idea de cómo hacerlo. Sabía que no podía pegar los recortes sin más, pues acabarían despegándose. Comprendí que tenía que forrar el cuaderno, pero no conseguía decidir cómo. ¿De lado a lado, como un libro? ¿Cada tapa independiente, dejando libre la parte del muelle? Al final decidí ser intrépida y opté por el máximo riesgo: agarré mis alicates, deshice el gurruño que tenía el muelle por ambos lados, y lo separé de las hojas. ¡Mi cuaderno quedó desparramado! ¿Sería capaz de volver a montarlo? Con el corazón en la boca, pegué las imágenes y fui a buscar el forro. Entonces supe lo que era sufrir: ¡sólo teníamos forro del que se pega!
Mi aversión por el forro del que se pega viene de lejos. Me llevo muy bien con el forro transparente tradicional: soy capaz de estirarlo al máximo y los libros suelen quedarme estupendos, casi como si el forro estuviera pegado, pero sin el inconveniente (¡el terrorífico inconveniente!) de las burbujitas. Sí, esas burbujitas de aire que se van quedando a medida que tratas de pegar el forro, y que en las instrucciones te explican que se quitan pinchándolas y pasándoles un trapo húmedo, pero es MENTIRA. Una vez que te ha quedado una burbujita, YA NO HAY VUELTA ATRÁS. Tu manualidad se ha ido a la mierda, y siempre que la mires, verás única y exclusivamente la burbujita que te quedó. Eso, si tienes la suerte de que SÓLO te haya quedado una.
Contraportada de mi cuaderno pequeño.
Era domingo y yo no podía esperar. Mi cuaderno estaba desparramado, las fotografías pegadas y los deberes que la psicóloga me había mandado continuaban sin hacer. Tenía que intentarlo, pero estaba paralizada. Afortunadamente, mi novia vino en mi ayuda, aconsejándome que fuera despegando el forro del papel adhesivo poco a poco, presionando sobre él con algún objeto que no permitiera emerger a las burbujitas. Pero, ¿qué objeto? ¿Un rodillo de cocina? ¡No tenemos un rodillo de cocina! Tenía que ser algo que se le pareciera. No quedaba mucho tiempo y yo, cual Ártax en el Pantano de la Tristeza, me hundía en los lodos de la negatividad y la autocompasión. Me iba mucho en aquel cuaderno.
Entonces lo vi. Había estado ahí durante todo este tiempo. ¡El jarrón de mi escritorio! Un jarrón de cristal alargado, un jarrón del IKEA que seguramente muchas de vosotras también tenéis en vuestra casa (esto lo digo por si también carecéis de rodillo de cocina y os ha entrado el gusanillo de poneros a forrar cuadernos). He de decir que la operación fue espectacular: ni una burbujita. Asimismo admitiré, muy a mi pesar, que el resultado fue seguramente mejor que con el forro tradicional, el cual, si bien sigue siendo mi preferido para forrar libros, ha dejado de serlo para forrar cuadernos.
Mi cuaderno pequeño, abierto.
Una vez que tuve mis tapas forradas, llegó la hora de idear cómo volver a montar el cuaderno. En un principio, pensé que el propio muelle podría ir agujereando el forro; pero, meditándolo con detenimiento, me pareció un poco arriesgado: así que, finalmente, decidí ir haciéndole agujeritos con el punzón de la caja de herramientas. Después, ordené hojas y portadas, volví a meter el muelle, despacito y con cuidado, y rehice los gurruños. Aunque no lo parezca, esta última operación es la más difícil de todas, sobre todo cuando se utiliza un alicate de grandes dimensiones, como el mío. De todos modos, yo me conformé con que el cuaderno se pudiera abrir y cerrar con normalidad, aunque los gurruños no quedaran lo que se dice estéticos.
En fin, que como la experiencia fue tan buena, decidí forrar otro cuaderno que también tenía por casa para ir escribiendo en él algunas ideas y ejercicios sacados de los tropecientosmil libros de autoayuda que, o bien me he comprado, o bien han ido apareciendo por casa, prestados, regalados o enviados por internet. En este cuaderno, que es de tamaño grande, no pude aprovechar las tapas, porque tenían publicidad y las fotos no la cubrían completamente. Así que hice lo siguiente: utilicé la contraportada, que era de color blanco, para pegar la imagen de portada; y a la portada, que era la que tenía la publicidad, le di la vuelta, de manera que quedó como contraportada de color cartón. Utilicé el mismo procedimiento que la vez anterior (jarrón y forro del que se pega incluidos) y el resultado fue bastante bueno.
Útiles empleados: forro, punzón, alicates y tijeras. Os perdono el jarrón :D
Y ahora, un último apunte: si os animáis a hacer algo parecido y tenéis hijas, os recomiendo que les enseñéis a hacerlo, no que se lo hagáis. De lo contrario, no me hago responsable de la esclavitud consecuente a la que puedan someteros: yo habría sometido a mi madre a una parecida si hubiera sabido forrar igual.
¡Encantada!




















Mientras paseábamos por sus estancias, se me ocurrió confesarle a mi novia que la vida monástica me resultaba sumamente atractiva. Esta es una confesión recurrente, es decir, que he debido de confesársela cientos de veces durante los cinco años que dura nuestra relación. Así que ella suspiró y con media sonrisa irónica me espetó:
Ante tamaña desfachatez, me veo obligada a explicar qué quiero decir exactamente con eso de que la vida monástica me atrae. A mí lo que me gusta es el silencio, la tranquilidad, la posibilidad de dedicarme a leer, escribir, reflexionar, crear sin más molestia que el trino de los pájaros. Me encanta la idea de encontrarme todos los días el plato sobre la mesa, de que mi rutina esté dictada por el eco de las campanas tañendo sobre el valle, y de tener un huertito cerca donde cavar y ensuciarme las manos cuando me entre la nostalgia de la tierra.
Evidentemente, no deseo dedicar mi vida a rezar y flagelarme, entre otras cosas porque ni siquiera soy creyente. Tampoco quiero vivir encerrada, sin poder viajar y conocer otros mundos, sin poder visitar y ser visitada, sin otra ocupación que la que pudiera desarrollarse entre cuatro monumentales paredes. Y por supuesto, tengo clarísimo que no renunciaría a internet ni por todo el silencio del mundo.
En resumen, que la vida monástica que me atrae en realidad se parece más a una especie de vacaciones pagadas en un lugar recóndito y paradisíaco (¡como tonta!) que a lo que verdaderamente debió de ocurrir en San Pedro de Rodas desde los tiempos medievales hasta que los monjes decidieron que ya estaba bien de ser saqueados cada quince días y que mejor se marchaban a vivir a un lugar un poco menos impresionante pero mucho más seguro. Así que, teniendo en cuenta mis posibilidades reales, me temo que la tan deseada vida monástica tendrá que ser sustituida por unos tapones para los oídos, varios CDs de música ambiente y los pocos ratos que pueda arañarle a una rutina dictada por el eco del despertador. Y cuando me entre nostalgia de la tierra, meteré las manos en mis macetas.
Y como colofón a este compendio de actividades culturales, Dalí.
Lo que menos me gustó fue el Teatro Museo. Y no por su contenido: interesante, curioso, puro genio; sino por la marea humana que inundaba todas las salas, hasta tal punto de que para poder pararte a admirar un solo cuadro durante apenas 15 segundos, era necesario entregarse a un frenesí de empujones, codazos, pisotones y tirones de pelo que ni el arte más excelso del más excelso artista merecen. Aun así, y como mi mente práctica me empujaba a amortizar la entrada a toda costa, confieso que me dejé caer hasta los niveles más bajos de humanidad y obtuve con ello pequeños flashes de la mayor parte de los cuadros. Mi novia, cuya exquisita educación le impide ciertas bajezas, optó por quedarse en la puerta de cada una de las salas y esperarme pacientemente, mientras se concentraba en no ser empujada para no empujar a su vez a ningún miembro de aquella marea de gente.
Lo cierto es que debimos de sospecharlo mientras esperábamos la inmensa cola, que se movía muy rápido hacia la puerta pero que no mostraba ningún flujo a la inversa: es decir, que entrar, parece que entramos todos, pero salir, no salía ninguno. Y yo me pregunto, ¿sabrán los del Teatro Museo lo que significa “aforo completo”? ¿Habrán reflexionado alguna vez sobre las condiciones necesarias para poder disfrutar un mínimo del arte? ¿Se encontrarán entre sus objetivos alguno más que los referidos al negocio en su más pura esencia…?
De todas formas, esta experiencia nos sirvió para realizar un estudio sociológico callejero cuya tesis pudo ser comprobada in situ: a pesar de tantos siglos de leyenda negra, hoy podemos afirmar que los españoles NO somos los más maleducados de Europa. Y como muestra de todas las maleducancias que tuvimos que sufrir, sólo os diré que pasamos por una experiencia terroríficamente amarga que se quedará grabada en nuestros corazoncitos durante toda la vida. Y es que, mientras esperábamos en la cola… ¡se nos colaron unos franceses! ¡Unos franceses! ¡Franceses de Francia! Las caras de corderitos degollados con las que les miramos dice mucho de nuestros sentimientos encontrados: si hubieran sido españoles, no habríamos dudado en indicarles amablemente que la cola empezaba media hora más atrás; pero ante la visión de sus rubieces y sus ojoazuladas, estas dos morenas sólo pudieron asistir a la caída de un mito. Siempre creímos que los europeos no se colaban. Que los franceses menos que nadie. Que eso era propio del África que empieza en los Pirineos. Y ahora resulta que no, que en Europa… ¡nos colamos todos!
Mi última gran decepción la sufrí en Cadaqués: “el lugar más bonito del mundo”, según Dalí. Y no es que no fuera bonito, que lo era: una bahía pequeña, con sus barcas, sus casas pintadas de blanco y azul, las montañas… Un casco histórico curioso, peatonal: con sus cuestecitas, sus tiendas pequeñas, sus rincones floridos… Pero de la luz que inspiró al genio, del encanto irresistible y de la delicadeza del lugar… pues bueno, yo no encontré mucho rastro. Pueblos como Cadaqués hay muchos en España, y seguramente también en otros países. Que fue este el que vio nacer al genio, pues muy bien, pero después de visitarlo aseguraría que fue Dalí quien creó a Cadaqués y no a la inversa. Que me parece genial, que con su fama y su prestigio cada uno hace lo que quiere: la pena es que los demás nos lo creamos y después comprobemos que nuestras inmensas expectativas no las pueden cubrir lugares con una magia relativa. Y mucho menos cuando lo primero que hacen es obligarte a pagar por un aparcamiento que no has pedido y te recuerdan que para visitar la Casa Museo hay que pedir cita anticipada. ¡Ni tanto ni tan calvo, señores!
En cualquier caso, la industria Dalí no desmerece la belleza de Girona, e incluso diría que ni siquiera le hacía falta a la provincia, por más que sea un filón económico. Sin el genio hubiéramos pasado unas vacaciones igual de bonitas, completas y hermosas, y no hubiéramos dejado de recomendar que se visitara la zona. Y con el genio también, qué remedio.