martes, 28 de diciembre de 2010

Mis cuadernos de terapia

Portada de mi cuaderno grande.
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Me gustan las manualidades. Me gustaban desde que iba al colegio, y me han seguido gustando durante todo este tiempo, aunque no siempre me haya expresado a través de ellas con la misma intensidad. Considero que hacer manualidades es una manera de sencilla de crear y que, además, te permite rodearte de objetos especiales que reflejan tu personalidad. A veces esto también ocurre con un objeto comprado, que encontraste en un lugar recóndito del mundo o en el supermercado de la esquina; pero si ese objeto no aparece y tú lo necesitas urgentemente y de una manera concreta, puedes echarle imaginación y crearlo con tus propias manos. Eso es lo que me pasó a mí con mis cuadernos de terapia.

Cuando empecé a ir a la psicóloga, me dijo que tenía que hacerme con un cuaderno para ir apuntando algunas cosillas que hablásemos en las sesiones, y también para hacer los deberes que me iba a ir mandando cada vez. Yo ya tenía experiencia en este ámbito, pues durante muchos años escribí mis diarios en pequeños cuadernos, y sabía que su portada, así como el tipo de cuadros y rayas, o la textura y el grosor del papel, solían influenciar, de alguna manera, el periodo de mi vida que quedaba escrito en su interior. Por eso, en esta ocasión quise elegir un cuaderno especial, un cuaderno que me transmitiera serenidad y buenas vibraciones, para poder enfrentarme a la terapia con una actitud positiva y optimista.
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Contraportada de mi cuaderno grande.
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Busqué mi cuaderno en algunas papelerías, hipermercados y tiendas de todo a cien; pero no lo encontré. Una vez salí del último establecimiento, supe que nunca iba a encontrar mi cuaderno de aquel modo, que aquel cuaderno era demasiado especial para no fabricarlo con mis propias manos, que el cuaderno ya existía en mi mente y que no aparecería a no ser que lo sacara de ella, de la manera que fuera. Así que me puse manos a la obra.

Hacía tiempo que tenía en casa un cuaderno de tapas duras y hojas de cuadros todavía sin estrenar. Me lo había comprado algunos veranos atrás, mientras mi novia y yo estábamos de vacaciones en Cantabria. Durante aquellos días, tuve varios sueños muy intensos que necesité apuntar en un papel, así que arrastré a mi novia hasta la única (y, evidentemente, carísima) papelería del pueblo, y allí me compré un cuaderno y un boli. Ya por aquel entonces sus tapas me disgustaban: tenían algo de peleón (que me venía bien), pero también algo de frío (que me paralizaba); así que terminé por dejarlo en blanco.
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Mi cuaderno grande, abierto.
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Pero, para esta ocasión, decidí rescatarlo. ¡Aquel iba a ser mi cuaderno de terapia! Sin embargo, seguía transmitiéndome las mismas sensaciones encontradas, por lo que tenía que modificarlo. No sé cómo, recordé que hacía unos días había tirado a la basura unas revistas de decoración que mi madre me pasa cuando ya las ha leído, y de las que yo voy recortando algunas fotografías que me sirven de inspiración para decorar nuestra casa. Mientras las hojeaba, algunas imágenes me llamaron la atención, imágenes que no tenían nada que ver con muebles, cuadros o lámparas; sino con flores y otros objetos decorativos de pequeño tamaño, que solían formar composiciones especiales. Rebusqué entre la basura (afortunadamente, en casa tenemos una bolsa especial para el papel y el cartón) y saqué todas las revistas. ¡Allí estaban! Flores y más flores, pequeños objetos como velas, jardineras, libros abiertos, farolillos e incluso retazos de anuncios publicitarios que me resultaban evocadores. Recorté todos los que pude encontrar, y sigo recortándolos desde entonces cuando mi madre me da más revistas, por si acaso.

De entre todos los recortes, fui seleccionando aquellos que me parecían más adecuados para la ocasión y que, además, hacían juego con las tapas que, inevitablemente, iban a seguir viéndose por algún lado. Había recortado tantas imágenes que me emocioné y quise poner muchas en cada tapa; después fui reduciendo su número hasta quedarme con dos: una pequeña y una grande. Hoy creo que habría dejado solo una por cada lado, pero estos son detalles que se van aprendiendo con la práctica y, además, nuestros gustos también cambian con el tiempo.
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Portada de mi cuaderno pequeño.

Una vez seleccionadas las fotografías, llegó el momento de “montar” el cuaderno. Al principio no tenía ni idea de cómo hacerlo. Sabía que no podía pegar los recortes sin más, pues acabarían despegándose. Comprendí que tenía que forrar el cuaderno, pero no conseguía decidir cómo. ¿De lado a lado, como un libro? ¿Cada tapa independiente, dejando libre la parte del muelle? Al final decidí ser intrépida y opté por el máximo riesgo: agarré mis alicates, deshice el gurruño que tenía el muelle por ambos lados, y lo separé de las hojas. ¡Mi cuaderno quedó desparramado! ¿Sería capaz de volver a montarlo? Con el corazón en la boca, pegué las imágenes y fui a buscar el forro. Entonces supe lo que era sufrir: ¡sólo teníamos forro del que se pega!

Mi aversión por el forro del que se pega viene de lejos. Me llevo muy bien con el forro transparente tradicional: soy capaz de estirarlo al máximo y los libros suelen quedarme estupendos, casi como si el forro estuviera pegado, pero sin el inconveniente (¡el terrorífico inconveniente!) de las burbujitas. Sí, esas burbujitas de aire que se van quedando a medida que tratas de pegar el forro, y que en las instrucciones te explican que se quitan pinchándolas y pasándoles un trapo húmedo, pero es MENTIRA. Una vez que te ha quedado una burbujita, YA NO HAY VUELTA ATRÁS. Tu manualidad se ha ido a la mierda, y siempre que la mires, verás única y exclusivamente la burbujita que te quedó. Eso, si tienes la suerte de que SÓLO te haya quedado una.

Contraportada de mi cuaderno pequeño.

Era domingo y yo no podía esperar. Mi cuaderno estaba desparramado, las fotografías pegadas y los deberes que la psicóloga me había mandado continuaban sin hacer. Tenía que intentarlo, pero estaba paralizada. Afortunadamente, mi novia vino en mi ayuda, aconsejándome que fuera despegando el forro del papel adhesivo poco a poco, presionando sobre él con algún objeto que no permitiera emerger a las burbujitas. Pero, ¿qué objeto? ¿Un rodillo de cocina? ¡No tenemos un rodillo de cocina! Tenía que ser algo que se le pareciera. No quedaba mucho tiempo y yo, cual Ártax en el Pantano de la Tristeza, me hundía en los lodos de la negatividad y la autocompasión. Me iba mucho en aquel cuaderno.

Entonces lo vi. Había estado ahí durante todo este tiempo. ¡El jarrón de mi escritorio! Un jarrón de cristal alargado, un jarrón del IKEA que seguramente muchas de vosotras también tenéis en vuestra casa (esto lo digo por si también carecéis de rodillo de cocina y os ha entrado el gusanillo de poneros a forrar cuadernos). He de decir que la operación fue espectacular: ni una burbujita. Asimismo admitiré, muy a mi pesar, que el resultado fue seguramente mejor que con el forro tradicional, el cual, si bien sigue siendo mi preferido para forrar libros, ha dejado de serlo para forrar cuadernos.

Mi cuaderno pequeño, abierto.

Una vez que tuve mis tapas forradas, llegó la hora de idear cómo volver a montar el cuaderno. En un principio, pensé que el propio muelle podría ir agujereando el forro; pero, meditándolo con detenimiento, me pareció un poco arriesgado: así que, finalmente, decidí ir haciéndole agujeritos con el punzón de la caja de herramientas. Después, ordené hojas y portadas, volví a meter el muelle, despacito y con cuidado, y rehice los gurruños. Aunque no lo parezca, esta última operación es la más difícil de todas, sobre todo cuando se utiliza un alicate de grandes dimensiones, como el mío. De todos modos, yo me conformé con que el cuaderno se pudiera abrir y cerrar con normalidad, aunque los gurruños no quedaran lo que se dice estéticos.

En fin, que como la experiencia fue tan buena, decidí forrar otro cuaderno que también tenía por casa para ir escribiendo en él algunas ideas y ejercicios sacados de los tropecientosmil libros de autoayuda que, o bien me he comprado, o bien han ido apareciendo por casa, prestados, regalados o enviados por internet. En este cuaderno, que es de tamaño grande, no pude aprovechar las tapas, porque tenían publicidad y las fotos no la cubrían completamente. Así que hice lo siguiente: utilicé la contraportada, que era de color blanco, para pegar la imagen de portada; y a la portada, que era la que tenía la publicidad, le di la vuelta, de manera que quedó como contraportada de color cartón. Utilicé el mismo procedimiento que la vez anterior (jarrón y forro del que se pega incluidos) y el resultado fue bastante bueno.

Útiles empleados: forro, punzón, alicates y tijeras. Os perdono el jarrón :D

Y ahora, un último apunte: si os animáis a hacer algo parecido y tenéis hijas, os recomiendo que les enseñéis a hacerlo, no que se lo hagáis. De lo contrario, no me hago responsable de la esclavitud consecuente a la que puedan someteros: yo habría sometido a mi madre a una parecida si hubiera sabido forrar igual.

¡Encantada!

domingo, 26 de diciembre de 2010

Dulce Navidad

Este año he pasado la primera Navidad con mi familia política. Mi novia decidió salir del armario con su familia de Madrid, con la que se junta en estas fiestas, y ellos me invitaron a comer en Navidad.

Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Y a pesar de ello, lo viví con una alegría serena, algo extraño en mí, que suelo ponerme muy nerviosa en las ocasiones especiales. Mi cuñado no dejaba de preguntarme que qué me había tomado para estar tan tranquila, y aunque le hice una lista de las drogas que, en contra de mi voluntad, llevo en el cuerpo; lo que realmente me había tomado era un buen copazo de autoestima, de respeto por mí misma y por el amor que le tengo a mi novia.

He de decir que varios de los familiares de mi novia son personas mayores, conservadoras y muy religiosas, que viven estas fechas con toda la solemnidad que para ellas merecen. Por eso, para mí tiene un valor especial que salieran a recibirme con una sonrisa, que me invitaran a ver su casa, que bendijeran la mesa dando gracias por mi presencia, que me preparasen una buena cantidad de platos vegetarianos buenísimos y que me despidieran recordándome que, de aquí en adelante, formaba parte de la familia. En un momento de descuido, además, mi suegra me confesó que me habían considerado "muy atractiva": supongo que, después de esperar al troll de las cavernas, al verme aparecer respiraron tranquilos.

Ya por la noche, le contaba a mi novia lo bien que me lo había pasado, reído y divertido, y lo comparaba con todos los momentos de nerviosismo e inseguridad que, sin embargo, pasé las primeras (y las segundas, y las terceras, y las cuartas...) veces que fui a su casa invitada por mis suegros. He pasado tanto miedo... Al rechazo, a hacer algo mal que precipitase todo lo demás, a que alguien se sintiera incómodo por mi presencia, a decir algo inconveniente que despertara al monstruo de la homofobia que todos llevamos dentro... Resumiendo: a casi cualquier cosa. Pero a base de empeño, de trabajo interior, de procurar tener dos o tres cosas claras, unidos a una pizca de valentía y siendo generosa con el tiempo, he conseguido que esa montaña de horror se haya quedado en una colina de mariposas en el estómago y prudencia que, supongo, forman parte de la vida.

Han sido seis Navidades juntas, pero a la sexta ha ido la vencida.
No perdáis la esperanza: con un poco de paciencia, habrá para todas.

¡Encantada!

jueves, 23 de diciembre de 2010

¡Familiarízate!

He conocido esta preciosa iniciativa de la FELGTB a través del blog de Núria y Luisa. Me encanta el eslogan, que invita a la sociedad a familiarizarse con nuestras familias, además de recordar que, mientras persista el recurso ante el Constitucional contra la Ley del Matrimonio y las amenazas del PP de retirarla en caso de ganar las próximas elecciones, nuestras familias, las que ya son y las que serán, se encuentran en peligro. Por eso, ayudemos a la sociedad a que se familiarice con nosotros, tratemos de visibilizarnos y de seguir luchando por unos derechos que, aunque muchos den por consolidados, desgraciadamente no lo están.

Os dejo un par de vídeos entrañables y divertidísimos que demuestran, una vez más, que nuestra familias son como el resto. ¡Familiaricemos esta sociedad!
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¡Encantada!

martes, 21 de diciembre de 2010

Crisis de ansiedad

Siguiendo el ejemplo de Candela, he decidido poner un título bien obvio a mi post, para que cualquier persona que buscara información sobre lo que verdaderamente se siente durante una crisis de ansiedad pudiera encontrarla. A mí, el post de Candela me ayudó mucho a identificar lo que me pasó una noche en la que sufrí una crisis de ansiedad que entonces me aterrorizó y que hoy considero suave; y también me ha servido (tras leerlo una y otra vez, pues no quería desorientarme aún más navegando por fuentes que no me resultasen fiables) para aceptar, después de varios días, lo que me pasó cuando una tarde de confidencias y reencuentros felices en una cafetería acabó dando con mis huesos en el hospital.

Antes de pasar a explicar algunos de los síntomas que yo tuve, quiero advertir que, a base de usar y abusar de la palabra “ansiedad”, hemos terminado por vaciarla de significado. La mayor parte de la gente que conozco afirma que también ha sentido ansiedad, pero cuando les pregunto por sus síntomas, puedo asegurar y aseguro que lo que han notado ha estado producido por los nervios, el estrés, el malestar psicológico, la tristeza, el miedo, la angustia y un sinfín de emociones negativas que, sin dejar de ser graves y dolorosas, no son ansiedad, o al menos, no son una crisis de ansiedad. Evidentemente, yo no soy quién para decir lo que es mejor o peor haber sentido, y sobre todo, creo que decir algo semejante es absurdo e inútil. Solo quiero puntualizar que las crisis de ansiedad son una cosa, y el resto, otra.

Según me explicó el maravilloso médico que me atendió en urgencias, una de las características de las crisis ansiedad es la somatización a través de síntomas que, si no fuera por la incongruencia del cuadro, estarían apuntando a algo verdaderamente grave. En mi caso, y de manera repentina, empecé a notar un mareo difuso, dejé de sentir las manos y los antebrazos, y tuve la necesidad irrefrenable de salir corriendo de aquella cafetería; cuando me quise dar cuenta, ya estaba en la calle. Al parecer, la sensación de laxitud, pérdida de fuerza y hormigueo en las extremidades u otras partes del cuerpo (técnicamente, se denomina “parestesia”) es uno de los síntomas típicos de una crisis de ansiedad; como también lo es la necesidad de huir, como si huyendo de un lugar pudiéramos huir de nuestro propio cuerpo y de las terroríficas sensaciones que lo invaden. El mareo, así como la idea de que vamos a perder el conocimiento, también son frecuentes.

Durante unos momentos, el frío de la calle me hizo sentir mucho mejor. Fue como volver en mí: sentir que mi cuerpo era mi cuerpo, que yo estaba dentro de él y que ninguno de los dos íbamos a irnos a ninguna parte separados. Prefería estar así, tumbada en un banco en plena calle (al que, por cierto, no recuerdo cómo llegué), que regresar a un lugar cálido y seguro. Necesitaba sensaciones corporales fuertes para cerciorarme de que no iba a perder la conciencia. Sin embargo, al rato empecé a empeorar: tampoco sentía los pies ni las piernas, ni creía tener fuerza en ellos (a esto se le llama “piernas de goma”, otra forma de parestesia); posteriormente, empecé a dejar de sentir también los labios, la punta de la nariz y la punta de la lengua (más de lo mismo, evidentemente). No obstante, estos síntomas iban y venían; no como los de las manos y antebrazos, que me duraron un par de días.

Al ver que no mejoraba, y muy asustada, llamé a mi novia para que me llevara a urgencias. Durante el trayecto en coche, de apenas unos minutos, tuve que abrir la ventanilla para sentir el frío de la noche en mi cara, porque debido a la calefacción volvía a tener las sensación de que no sentía mi cuerpo y de que iba a perder el conocimiento en cualquier momento. El frío me aliviaba, me hacía sentir viva, ya que desde el comienzo de la crisis me había invadido la certeza de que iba a morir: algo que también es muy común. Esta sensación es muy intensa, desagradabilísima y, desde mi punto de vista, muy difícil de explicar. ¿Por qué, de pronto, sabes que vas a morirte? ¿Por qué eso y no cualquier otra cosa? Sinceramente, no tengo respuestas.

Mientras esperábamos a que nos atendieran en urgencias, necesitaba estar en continuo movimiento. Cada vez que trataba de sentarme, calmarme y esperar tranquila, volvía a perder el control sobre mi cuerpo: dejaba de sentir las piernas y los pies y me mareaba de esa manera difusa, que no se parece a un mareo real, pero que te hacer creer que vas a desmayarte inmediatamente. Así que pasé un buen rato recorriendo un pasillo minúsculo de lado a lado, una y otra vez. Cuando me hiceron pasar y me tuve que sentar en una silla de ruedas, me dio vergüenza levantarme y seguir andando de manera compulsiva, así que empecé a temblar y a frotarme las manos contra las piernas continuamente. Al poco empecé a sentir una sequedad en la boca terrible, que no pudo aliviar ni el vaso de agua que me dieron bajo amenaza de ponerme violenta.

El médico me hizo pruebas objetivas de fuerza y sensibilidad, y entonces pude comprobar que, de hecho, conservaba toda la fuerza de mis manos y no había perdido sensibilidad alguna. Sin embargo, yo seguía sintiendo que sí. Y así lo seguí sintiendo durante un par de días, aunque poco a poco se me fue pasando. Lo único que verdaderamente puedo decir que tenía en las manos era cierto agarrotamiento, así como un frío inmenso. Suelo tener las manos y los pies muy fríos, pero aquel frío era especial. De hecho, el frío fue el único síntoma especial que sentí antes de la crisis de ansiedad: llevaba varios días destemplada, tenía frío en cualquier momento y lugar, aunque tampoco pueda asegurar que realmente tenga algo que ver (personalmente, estaba segura de que incubaba una gripe o un resfriado).

En urgencias me pincharon media ampolla de valium y me recomendaron tomar lexatín cada doce horas. Yo todavía no daba crédito a que todo aquello hubiera sido una crisis de ansiedad, por más que el médico hubiera tenido la paciencia de hacerme un análisis pormenorizado de muchos otros trastornos neurológicos para convencerme de que no sufría ninguno de ellos. A pesar de todas las drogas que llevaba encima (una cantidad estimable para alguien como yo, que hasta el momento había tomado tres lexatines contados en mis veintiocho años de vida), no pude pegar ojo en toda la noche, paralizada por la idea de que seguía sin sentir las manos ni los antebrazos y de que si me dormía no volvería a despertar nunca. Por fortuna, y porque no puede ser de otra manera, poco después del amanecer me quedé dormida, y durante el día siguiente me iba durmiendo en cualquier parte.

Actualmente llevo diez días de baja, sigo tomando lexatín cada doce horas y parece que voy a seguir así durante un tiempo, pues mi recuperación es lenta, por más que yo trate de poner todo de mi parte. Los síntomas físicos han remitido bastante, aunque siga frotándome las manos a cada rato para comprobar que siguen ahí; y los psicológicos… bueno. Los psicológicos no se arreglan en lo que dura una baja; pero yo sé que irán mejorando poco a poco, porque ya lo están haciendo. De todas formas, he de admitir que lo que más me cuesta es darme cuenta de que verdaderamente padezco ansiedad, de que estoy sufriendo psicológicamente más de lo que creía y estaba dispuesta a admitir, y de que necesito el descanso que los médicos me han recomendado, aunque piense que el mundo se hundirá dentro de poco si yo no vuelvo a trabajar.

Y ahora llega la pregunta que todo el mundo me hace: pero, ¿qué te ocurrió aquel día? Pues nada. Nada más ni nada menos de lo que me ha podido ocurrir cualquier otro día en el que no he sufrido una crisis de ansiedad. Porque algo que tampoco se entiende es que las crisis de ansiedad no se producen en el momento exacto del suceso traumático: eso son otras cosas, como por ejemplo, una crisis de pánico. Las crisis de ansiedad se producen por la acumulación de muchos momentos, generalmente durante un día o periodo de cierto sosiego, cuando nuestro cuerpo, por fin, puede expresar todo lo que llevaba dentro y que tuvo que guardarse en todas esas otras ocasiones en las que no pudo permitirse el lujo flaquear y tuvo que dar la talla.

De la acumulación de qué momentos, hablamos otro día.
Encantada.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Tres años viviendo JUNTAS

Tortellinis con amor.

El mes pasado cumplimos nuestro tercer año de convivencia, y esta vez la guinda del pastel fue darnos cuenta de que ya llevamos más tiempo viviendo juntas que saliendo. Además, estamos pasando un momento particularmente bueno y, para colmo, hemos podido celebrarlo en nuestra propia casa.

Tres años son ya unos cuantos. Tres años, dos casas y una mudanza que me hacen pensar en la cantidad de recuerdos (buenos y malos) que hemos ido acumulando.

Ahora me pregunto cómo éramos capaces de dormir la siesta tumbadas en el sofá que había en nuestro primer piso, cuando apenas cabíamos sentadas; me asombro ante el hecho de que mis padres decidieran dejarnos una tele pequeña, teniendo en cuenta que, por lo demás, procuraban boicotear milimétricamente nuestra relación; y no puedo evitar reírme cuando recuerdo cómo compramos nuestras sábanas aprovechando un dos por uno del hipermercado, y cómo a los pocos meses tuvimos que pasarles el quitabolas (el momento quitabolas se ha convertido ya en una tradición familiar) porque temíamos que se convirtieran en una pelota gigante que nos engullera cualquier noche.

Hoy tenemos dos sofás, aunque seguimos prefiriendo dormir la siesta juntas; nos compramos una tele a los pocos meses y mis padres, ante la evidencia de que resultaba inútil, han ido dejando de boicotear nuestra relación; y todavía utilizamos las mismas sábanas: sorprendentemente, además, nunca hemos tenido que volver a pasarles el quitabolas.

Mi deseo es seguir acumulando recuerdos como estos, buenos y malos, que consigan volver a arrancarnos una sonrisa dentro de muchos, muchos años.

Encantada.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Outing

La amiga que le cuenta a su madre que su amiga de la infancia es lesbiana. La madre que no se sorprende de que los padres de la amiga de la infancia se lo hayan tomado a mal, pues siempre ha sabido que eran bastante retrógrados. La cara de estupefacción de la amiga de la infancia cuando se da cuenta de que la única que todavía creía en la leyenda de los progres simpáticos era ella.

La prima que decide tantear a su familia para saber qué opinan acerca de la homosexualidad de la prima que es lesbiana en secreto. La misma prima a la que se le calienta la boca y termina contándoles la historia completa de la prima que es lesbiana en secreto. La tía que decide invitar a la prima que es lesbiana en secreto y a su novia a comer. La sonrisa estúpida de la prima que es lesbiana en secreto al no comprender por qué con algunos es tan fácil y con otros (sangre de su sangre) tan difícil.

Las amigas del instituto que preguntan a la amiga de la amiga si es verdad lo que han oído de que la amiga de la amiga sale con una chica. La amiga de la amiga que calla, y advierte a su amiga que, quien calla, otorga. La amiga de la amiga que se pregunta cómo puede andar su caso de boca en boca, después de años de abandonar la casa y el barrio paterno, y sin haberse hecho siquiera un triste feisbuc.

Mi visibilidad cobrando vida propia, expandiéndose, reproduciéndose a su antojo, sin pedirme permiso.

Mi armario agujereado, lleno de pequeños puntos brillantes por donde entra aire fresco y perfume antipolillas.

El vértigo de saberse sabida, el alivio de estar fuera del armario aun sin haber salido.

Encantada.

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Decisiones de la vida

Escuchaba hoy en el telediario lo que la candidata pepera para Cataluña había dicho en el programa de Tengo una pregunta para usted. De no ser porque esa señora podría ostentar el poder ejecutivo (en Cataluña, lo dudo, pero en algún otro lugar) me habría parecido una sarta divertidísima de insensateces, perfecta para explicarles a mis alumnas y alumnos lo que es la incoherencia en un discurso.

Ante la pregunta de qué opinaba sobre el matrimonio igualitario (que no fue expresada así, más quisiéramos), la señora se quedó a gusto añadiendo a los lugares comunes de siempre el novedosísimo de matiz de defender la familia tradicional a ultranza a pesar de que su propia familia no seguía ese esquema. Ni corta ni perezosa, remató su hazaña alegando que, si ella había llegado a formar una familia monoparental, había sido por “decisiones de la vida” (literalidad arriba o abajo, porque la intérprete duda y la versión catalana apenas se escucha).

¿Perdón?

Hasta donde yo sé, la decisión de acostarse con un hombre, o bien de someterse a un tratamiento de reproducción asistida, no son “decisiones de la vida”, sino decisiones que toma una mujer concreta, más o menos conscientemente, con mayor o menor responsabilidad. Pero no es “la vida” la que te lleva de la mano a la consulta del ginecólogo, ni quien te desnuda mientras un hombre te espera tumbado en la cama.

No sé a qué se habrá querido referir exactamente, pero intuyo (corríjanme si me equivoco) que la señora quiso decir que haberse convertido en madre fue una de estas cosas que te pasan sin previo aviso, sin ningún control ni voluntariedad por tu parte, y con la consecuente exención de responsabilidad. Desde luego, a mí no me gustaría que esa mujer que se lava las manos ante mi existencia me criara, y mucho menos desearía crecer y desarrollarme en la convicción de que mi familia está incompleta o es defectuosa. En fin, que cada quien se haga su propio examen de conciencia y decida qué clase de personas debería formar familias y qué clase no.

Lo divertido de todo esto es que, precisamente, ser homosexual sí que es una “decisión de la vida”. Sin previo aviso, sin ningún control ni voluntariedad por nuestra parte, y con la consecuente exención de responsabilidad por, simplemente, ser. Sin embargo, nosotros no reclamamos que se reconozcan y protejan las familias que creamos como quien tropieza con una rama, sino que pedimos igualdad de derechos para hijos y progenitores independientemente de su condición, haciéndonos plenamente responsables de los deberes que esa decisión libremente tomada conlleva, especialmente en una sociedad que nos estigmatiza, hostiga y amenaza un día sí y otro también.

Yo no soy responsable de mi lesbianismo, pero sí lo soy de haber decidido exteriorizarlo y vivirlo, de haber formado una pareja, de luchar cada día por nuestra integración en la sociedad y de planear formar una familia. La vida decidió por mí una parte, pero yo he decido el resto, con responsabilidad y orgullo, con alegría y determinación. Y como cualquier persona sensata puede comprender, los esperpentos que semejante oradora suelte por su boca no van a desmerecer ni un ápice la legitimidad de mis decisiones y de las que toman aquellos que son como yo.

Lástima que tanto tonto de los cojones vaya y les vote (en Cataluña no, pero aquí sí).

Cabreada (y encantada de estarlo).

martes, 9 de noviembre de 2010

Un trocito de normalidad

Hoy hemos festejado el 70º cumpleaños de mi suegro. Ha sido una celebración sencilla pero muy emotiva. Personalmente, he de decir que para mí es un orgullo haber podido asistir, porque mi suegro es una persona a la que aprecio y admiro profundamente. Además, hemos tenido la suerte de que nos haya deleitado con un repaso breve pero hermoso de su vida, siguiendo las fotografías del álbum que le han confeccionado entre mi suegra y mi novia. Una vida intensa y plena de la que he intentado memorizar todos los detalles posibles para seguir contándola a quien quiera escucharla el día que él ya no esté.

Por si esto fuera poco, la celebración de su cumpleaños nos ha permitido gozar a mi novia y a mí de un trocito de normalidad. Normalidad que, por desgracia, no está presente por igual en todos los ámbitos de nuestra vida. Además de mis suegros, mi cuñado y nosotras, en la comida estaban presentes un primo de mi novia y su novio, que son pareja desde hace muchos años. Entre bromas y anécdotas, he podido comprobar, una vez más, que la exclusión y el sufrimiento no tienen por qué ser los únicos ingredientes en la vida de las personas homosexuales, pues la alegría y la integración son posibles y sencillas si tanto nosotros como la gente que nos rodea ponemos un poquito de voluntad.

Antes de que nos marchásemos, mi suegro me ha preguntado cómo iba la relación con mis padres. Él siempre se ha ofrecido para hablar con ellos y ayudarles a entender que con su actitud no tienen nada que ganar y sí mucho que perder. “Así podrían dejar de sufrir”, me decía, “y de hacerte sufrir a ti”. Después de una breve conversación, pues no tenía muchas novedades que contar, me regaló su receta para comprender la homosexualidad con naturalidad. Para él, todo se resumía en una “cuestión de cariño”. Clave evidente donde las haya, que sin embargo podría cambiarnos la vida a muchas personas que, como yo, hemos experimentado el más devastador de los rechazos. Ojalá tantos padres y madres encontrasen el coraje suficiente para cocinarse una vida más sencilla con ella e invitar a sus hijos e hijas a merendar.

Felicidades, V. Encantada de haber celebrado este cumpleaños contigo.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Yo no te espero


Por promover la injusticia, el odio, la desigualdad.
Por negar sistemáticamente los Derechos Humanos.
Por impedir el diálogo y la comprensión entre los diferentes.
Por mofarte del voto de pobreza incluso en tiempos de crisis.
Porque somos muchos los ateos orgullosos de serlo.
Y porque somos más a los que nos sobran razones.
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YO NO TE ESPERO.

viernes, 8 de octubre de 2010

Conviviendo con la ansiedad


Creo que la lección más importante que he aprendido en los últimos años es que debemos respetar a nuestro cuerpo y escucharlo cuando trata de decirnos algo. Me parece que existe algo así como una inteligencia somática, la inteligencia de nuestro cuerpo, que en numerosas ocasiones demuestra ser claramente superior a la sobrevalorada inteligencia racional.

En mi caso particular, durante el último año he estado sometiéndome a una cantidad de estrés, autoexigencia y sufrimiento nada saludables con el beneplácito de mi inteligencia racional. Hubiera seguido haciéndolo hasta quién sabe cuándo si no hubiera sido porque mi cuerpo se ha plantado y ha decidido obligarme a parar por las malas.

Desde luego, no perdió el tiempo: en cuanto pude permitirme una tarde de descanso, la pasé acompañada por la ansiedad. En algunas ocasiones era capaz de apuntar su origen: un problema al que le daba vueltas sin encontrar la solución, una situación que me desestabilizaba, unas palabras tal vez malintencionadas, tal vez malentendidas, etc. Pero la mayor parte del tiempo la ansiedad sencillamente estaba ahí, intentando hacerme ver que el verdadero problema no era esto o aquello, sino todo en general: el modo en que había decidido conducir mi vida.

Algunas personas cercanas ya me habían recomendado acudir a “alguien” para poder compartir mi dolor y recibir algún tipo de orientación sobre cómo manejarlo. Sin embargo, en medio de la vorágine en que me encontraba no era capaz de encontrar una buena razón para hacerlo. ¿Qué iba a decirle a esa persona? ¿Que me daba miedo esto o aquello? ¿Que quería conseguir no se qué y no sabía si lo iba a lograr? Mis ideas, sentimientos y proyectos más queridos centrifugaban a tal velocidad que juntos formaban un gran problema que era incapaz de separar o nombrar.

Afortunadamente, la ansiedad me dio la excusa perfecta para animarme a acudir a una psicóloga. Era tan grande, tan sinsentido, y estaba tan fuera de control, que me pareció suficiente como para plantarme delante de una persona y pedirle ayuda. “Vengo porque siento muchísima ansiedad”. Cuando me preguntó por qué, pude dejar salir todo lo demás.

Este aviso de mi cuerpo, claro y contundente, me está sirviendo para darme cuenta de que mi vida debe dar un giro. En primer lugar, he de aprender a manejar una serie de circunstancias que me atormentan: poco a poco, tengo que ir responsabilizándome incluso de mi no responsabilidad. Pero también necesito replantearme mi modo de vivir, mis prioridades y el ritmo con el que me conduzco, demasiado frenético para darme cuenta de qué es lo esencial.

En cuanto a la ansiedad, todavía sigo sintiéndola, incluso ha aumentado en algunos momentos. Afortunadamente, cada vez está más llena de contenido, dejando de tener esa vida propia tan angustiosa. Además, estoy aprendiendo a manejarla, permitiendo que me muestre lo que de verdad me duele, lo que me importa y me es prioritario, sin hacerse por ello dueña y señora de mi cuerpo.

De hecho, hace algunos días sufrí mi primer ataque de ansiedad. Acababa de quedarme dormida cuando de pronto me desperté sobresaltada. Era tan intenso el malestar que me invadía, que me puse de pie instantáneamente y corrí al baño como si tuviera que sacar urgentemente un demonio de mi cuerpo. El frío del suelo en mis pies me ayudó a darme cuenta de que no había ningún demonio. A pesar de ello, volví a la cama dando tumbos y preguntándome si la cena no estaría envenenada o si habría tomado una pastilla en mal estado, pues tenía la sensación de estar drogada. Tardé unos momentos en recordar que había preparado la cena con mis propias manos y que no había ingerido pastilla alguna, así que me dispuse a despertar a mi novia para que me llevase corriendo al hospital, pues me invadía la certeza absoluta de estar al borde de la muerte.

Fue entonces cuando recordé este fantástico post de Candela en el que describía un ataque de ansiedad (¡salvaste mi noche, amiga!). Y me di cuenta de que uno de mis síntomas era tener la sensación de estar desdoblada, como si mi alma flotara unos centímetros fuera de mi cuerpo, algo que Candela también describía. En ese momento me percaté de que también tenía taquicardia, algo que hasta entonces me había pasado desapercibido, y supe que, efectivamente, ni estaba poseída, ni me habían envenenado, ni, por supuesto, me iba a morir: sólo sufría un ataque de ansiedad.

Me costó alrededor de una hora volver a la calma, pues, a pesar de estar segura de lo que me ocurría, seguía sintiendo un miedo atroz y no me atrevía a apagar la luz. Sin embargo, gracias a las respiraciones que me había enseñado a hacer la psicóloga, pude controlar la taquicardia primero y la ansiedad desenfrenada después, y finalmente, me volví a dormir.

“Lo que tiene que hacer una para que le hagan caso”. Si mi cuerpo tuviera voz propia, seguramente proferiría alguna frase semejante. Y tendría razón: a estos niveles he tenido que llegar para darme cuenta de que algo no iba bien y que tenía que hacerme cargo urgentemente.

Por suerte, estoy en ello y sé que a partir de ahora todo va a ir a mejor.

Encantada de haber sufrido las embestidas de mi inteligencia somática.
Espero que pronto vuelvan a ser sólo el último recurso.

martes, 28 de septiembre de 2010

Si te aceptas, te aceptan: esa gran falacia

Desde hace algún tiempo, vengo revisando la cultura heredada que recibí cuando empecé a tomar contacto con el ambiente homosexual, y he ido identificando algunas ideas que, si bien pretendieron hacerme fuerte en un principio, creo que, a la larga, me han debilitado y resultado dolorosas.

Una de ella es la idea de que, si te aceptas, te aceptan: desde mi punto de vista, una gran falacia. Y no solo porque, sencillamente, sea mentira; sino porque, además, creerla a pies juntillas entraña serios peligros.

Que esta idea es mentira resulta fácil de demostrar. En primer lugar, existen numerosas personas homosexuales que se aceptan plenamente y a las que, sin embargo, su entorno continúa rechazando. Seguramente podemos encontrar varios ejemplos a nuestro alrededor, pero a mí me viene uno especial a la cabeza: el del juez Grande-Marlaska. Recordaréis aquella entrevista en El País donde decidió salir públicamente del armario. Desconozco el gran exacto de autoaceptación que tendría en ese momento, pero muy mal no lo llevaría el hombre cuando, estando como estaba en el ojo del huracán, tomó la decisión de mostrarse como gay. En la entrevista, hablaba de la importancia que creía que tenía esta visibilidad para las personas más vulnerables, como aquellas que vivían en un entorno rural, y también bromeaba sobre las peleas que tenía con su marido por cuál de los dos debía ostentar ese título. En medio de aquel alarde de valentía, una nota triste nos recordaba que no todo puede ser siempre paz y amor en la vida de los homosexuales, pues el juez también reconocía que su madre no había querido asistir a su boda. Tanto se aceptaba, que incluso se daba el lujo de mostrar comprensión y cariño hacia esa madre negadora. Se aceptaba, sí, pero no por eso era aceptado.

Menos obvio parece el argumento contrario: que aunque tú no te aceptes, puede que tu entorno sí lo haga. Es algo que nos han dicho que no podía ocurrir, que tu aceptación iba primero y la suya, después. Pues bien, yo tengo un puñado de ejemplos que demuestran lo contrario. Porque, de hecho, una gran parte de las personas homosexuales que conozco están en este caso:

Mi amiga C, cuya más que evidente pluma había conseguido que su familia y amigos la aceptasen como lesbiana mucho antes de que ella conociese la palabra o el concepto, algo que le producía una vergüenza terrible cuando tenía que confesar que, frente a la homofobia que padecían otras mujeres de su entorno, su sufrimiento no tenía nada que ver con este odio. Al menos, tenía la honestidad de admitirlo: “Si yo sé que el problema no son ellos… ¡¡SOY YO!!”.

Mi amiga S, cuya hermana le restó importancia al hecho de que fuera lesbiana, como también lo hicieron su hermano, su mejor amiga del barrio, sus ex-compañeros del colegio, sus compañeros de trabajo e incluso algún que otro antiguo profesor. Sin embargo, mi amiga S todavía pretende negar su condición y pone todos sus esfuerzos en lograr, por arte de birlibirloque, regresar a su presunta heterosexualidad original.

Mi amiga T, cuya madre, asomándose desde el quicio de la puerta, le rogaba que le confesase su lesbianismo para que ambas pudieran descansar en paz. “Que si a ti lo que te pasa es que te gustan las mujeres, cariño, que de verdad que no pasa nada, que yo lo acepto y te quiero igual, y que si tienes problemas con ese tema, que yo te ayudo y voy adonde sea, pero por favor, confía en mí y DÍMELO”. Muchos fueron los años que tuvo que esperar la buena mujer para que su hija le confesase lo que ya sabía, a pesar de lo que algunas le repetíamos: que habríamos matado por estar en su lugar.

Para mí, además de mentira, esta idea resulta peligrosa, ya que puede aportar más dolor y confusión a un proceso ya de por sí doloroso y confuso como es el de la aceptación de la propia homosexualidad.

En primer lugar, podemos hacernos la ilusión de que, si en algún momento alcanzamos cotas suficientes de autoaceptación, nuestro entorno mutará súbitamente y, donde antes hubo rechazo, de pronto volverá a haber amor. Y esto no es así. La gente no cambia de un día para otro. Pueden ir avanzando poco a poco, pueden alcanzar niveles asumibles de respeto, pueden acabar compartiendo tu vida… pero no van a mutar porque tú te hayas aceptado. Porque tu aceptación es un proceso, y el suyo, otro. A veces, paralelos, y otras veces, no. A veces, interrelacionados, y otras veces, no. ¿Podemos saber en qué caso nos encontramos? Yo creo que es difícil y, por eso, elegiría dejar a un lado esa ilusión.

Por otra parte, también existe la posibilidad de que, haciendo depender la aceptación de los demás de la nuestra, nos sintamos responsables de su grado de homofobia. “Claro, como no me atrevo a darle la mano a mi novia por la calle, es lógico que mi madre me odie”. Y esto tampoco es así. Muchas personas homosexuales han sido llevadas de la mano por su familia y amigos en el camino de la autoaceptación. Muchas cuentan con apoyo, desde el principio, independientemente de lo que se quieran a sí mismos. Y el hecho de que no todos podamos contar con ello no significa que la culpa sea nuestra. Que los que tienen a sus seres queridos de su lado es porque se lo han ganado. A veces nosotros luchamos por querernos y ellos continúan odiándonos, y esto ocurre porque sí. Es decir: ocurre por un montón de razones, profundas, superficiales, idiosincrásicas y culturales, pero no porque “como yo no me quiero, ellos me pegan la patada en el culo”. Las relaciones humanas son más complejas que eso y, para nuestra desgracia, la homofobia también.

Para terminar, creo que esta idea deja a los heterosexuales muy mal parados. ¿Acaso ellos no son capaces de ponerse en nuestro lugar? ¿No pueden usar sus cabecitas para pensar que la homofobia es ilógica e injusta? ¿Es que no tienen ideales como la igualdad, la libertad, la justicia, que nos incluyan? ¿Acaso nos creemos, de verdad, que habríamos llegado hasta donde estamos si millones de heterosexuales no nos hubieran apoyado, muchos de ellos sin haber conocido en su vida a una persona homosexual? Dejemos de exculparles: ellos son responsables de su propia homofobia. Si eligen ser homófobos, no puede ser por nuestra culpa. ¿Nos atreveríamos a decir que un racista lo es por culpa de los negros o un misógino por culpa de las mujeres? Entonces, ¿por qué seguimos maltratándonos de ese modo y no exigimos a los heterosexuales que estén a la altura?

Seguramente quejarnos de nuestra mala suerte no sirva para nada, pero eso no quiere decir que la mala suerte no exista. Que, objetivamente, haya situaciones más difíciles que otras. Que, en el fondo de nuestros corazones, no sepamos que podríamos haber recorrido un camino más fácil, que los demás podrían haberse hecho cargo de lo que les correspondía, que no vivimos en una burbuja para que nuestras decisiones, emociones, experiencias… dependan sólo de nosotros.

Si tuviera que darle un consejo a otras personas homosexuales, no les daría el que me dieron a mí: si te aceptas, te aceptan. Les diría que la autoaceptación es algo hermoso a lo que todos debemos aspirar, no sólo en relación a la orientación sexual, sino como personas completas. Que quererse en nuestra individualidad es necesario para vivirse plenamente y de manera satisfactoria, por lo que merece la pena trabajar ese amor. Pero que ese es un proceso y el que viven los demás es otro distinto. En ocasiones, podemos facilitarlo. En otras, no. Lo importante es que el amor que nos tengamos, el respeto hacia nosotros mismos, nuestro autoconocimiento, serán el escudo y el refugio que nos queden cuando las cosas fuera no vayan como esperábamos. No podemos hacer que los demás piensen y sientan como nosotros queramos. Es legítimo desearlo, pero nada más.

Encantada de compartir esta idea que, para mí, se acerca más que otras a lo que considero verdad.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Los fracasos de mi porra mental (y su único éxito)

Como todos los septiembres, este año he empezado el curso haciendo una porra mental conmigo misma para decidir quiénes de entre mis compañeros son del club.

Yo confío mucho en la estadística, esa ciencia exactísima que nos dice que una de cada diez personas es homosexual. Así que, cada comienzo de curso me hago la siguiente reflexión: “Si somos taitantos profes, y un 10% tiene que ser homosexual… ¿dónde está el resto, eh?”.

El primer criterio que empleé para detectar a mis compañeros fue el propio de una principiante: la pluma. Sobra decir que este método no me permitió encontrar entre ellos a ninguno que fuera homosexual, pues de hecho ni siquiera habría servido para detectarme a mí misma. A cambio, gracias a mis candidatos pude descubrir que otras plumas son posibles: no os perdáis la de los profesores de Religión o la de las profesoras de Educación Física. Casi todos pasarían por reyes y reinas de Chueca, pero, hasta el momento, ninguno ha parecido tener la más mínima intención de portar la corona.

Habida cuenta del éxito del criterio anterior, pensé: “¿Cómo podría alguien detectarme a mí?”. Y aunque yo creo que gozo de una gran pluma interior que, como la belleza, se proyecta hacia el exterior, hasta ahora no he logrado que nadie la vea, por lo que el criterio tenía que ser forzosamente otro. Así que me dije a mí misma que la única pista posible era precisamente la ausencia de pistas: para cualquiera que sepa de qué va esta historia, el absoluto silencio que he guardado durante mucho tiempo acerca de mi vida personal resultaría más que sospechoso.

Todavía hoy considero este criterio superior al de la pluma, a pesar de lo cual, no me ha granjeado más que fracasos. No obstante, como daño colateral he aprendido que muchos heteros son sumamente discretos con su vida privada, y que lo son por voluntad propia. Todavía recuerdo cómo me enteré de que una de mis compañeras más cercanas tenía novio apenas un par de meses antes de que se casaran, o cómo tuve que saber por otras personas que aquel compañero con pinta de solitario había estado llevando a su mujer a todos los saraos, algo que tenías que deducir e incluso inferir con mucho riesgo, pues ni la presentaba como tal… ni la presentaba.

Fue entonces cuando, andando yo sumida en una crisis de incapacidad detectora (“sé que estáis en alguna parte, cabrones, pero todavía no sé dónde”), me llegó como caído del cielo un tercer criterio, el único que, hasta el momento, me ha granjeado mi único y muy querido éxito. Para ser sincera, me resisto a considerarlo un criterio: más bien fue una intuición, una certeza, un golpe de suerte que me hizo despertar y darme cuenta de que lo que tanto había estado buscando… llevaba un par de años frente a mis ojos.

Ocurrió en una reunión. De pronto, una compañera generalmente distante e insegura, me cogió de las manos con un cariño tremendo y me iluminó con su sonrisa. Después se apagó, volvió a su postura habitual y el fogonazo de emoción se disipó como el humo. En ese momento me comprendí que había asistido a un arrebato de expresividad propio de quien desea comunicarse y no puede, de quien necesita desesperadamente del calor humano y sin embargo se ve obligado a permanecer al margen. Algo que yo misma había sentido y siento en numerosas ocasiones. Y aunque todavía no puedo decir muy bien cómo, supe que mi compañera L era lesbiana.

Entonces caí en la cuenta de que, además, mi compañera L nunca hablaba de su vida privada, y de que, además, mi compañera L tenía una pluma de aquí a Pekín que sólo podía pasar desapercibida para alguien profundamente heteronormativo… o para alguien con un despiste del quince, useasé, la que suscribe.

La confirmación llegó con posterioridad. Varios compañeros y yo nos habíamos organizado para asistir a una manifestación. Todo el mundo sabía cómo y dónde estaríamos, y por si eso fuera poco, llevábamos una pancarta que nos identificaba. Sin embargo, no vimos a L hasta que, poco antes de dar por finalizada la pitada, apareció de entre la multitud haciéndose la del despiste: “Mira que os he estado buscando por toda la manifestación, pero nada, eh... ¡que no os encontraba!”. Yo la miré con la compasión de que entiende ese momento de marrón absoluto, y de quien, además, se había dado cuenta de que hacía apenas unos segundos, mi compañera L había soltado la mano de su pareja suavemente, como quien no quiere dañarla pero tampoco hacer una salida del armario indiscriminada.

La alegría infinita que sentí cuando comprobé que ya no era la única lesbiana de mi trabajo sólo es comparable a las ganas que tengo de hacerle saber que ella tampoco es la única lesbiana de su trabajo. Que aunque un 10% de taitantos no seamos… ¡al menos estamos las dos!

(L, si lees esto… ¡¡soy yo!!).

Por el momento, y mientras pienso una estrategia, yo sigo con mi porra: el de Religión ya había entrado en el bombo, pero tuve que sacarlo cuando mencionó a su mujer.

Encantada.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Una relación estable

Hace poco más de un año, coincidiendo con nuestro cuarto aniversario, sufrí una crisis curiosa que por fortuna ya he superado. De pronto, me di cuenta de que nuestra relación había ascendido de la categoría noviazgo a la de relación estable. Y he de confesarlo: me entró el pánico.

¿Cómo lo supe? A veces yo también me lo pregunto. Nunca pensé que estas cosas pudieran vivirse con la conciencia suficiente como para nombrarlas, ni mucho menos estaba prevenida para sufrir una crisis por su causa. Supongo que mi cerebro hizo una suma con el tiempo de relación que llevábamos, el de convivencia, nuestra forma de vida y la magnitud de nuestros proyectos, y las cuentas le salieron claras.

¿Y por qué el pánico? Al fin y al cabo, si nuestra relación se había convertido en estable, eso significaba que las cosas iban bien, lo cual era bueno. ¿Entonces? Tampoco tengo una respuesta para esto. Solamente sé que de pronto me vi preguntándome compulsivamente qué era una relación estable y cómo iba a transcurrir la nuestra ahora que se había convertido en eso. Nunca me he considerado una persona con miedo al compromiso, y sin embargo, entiendo que algo parecido debió de invadirme para que de pronto no pudiera dejar de pensar en otra cosa.

Hoy creo que sería capaz de describir a grandes rasgos lo que para nosotras es una relación estable, y también puedo decir que me gusta, que la prefiero y que me alegro de estarla viviendo.

Me gusta conocer como conozco a mi novia, y que, a la vez, me siga sorprendiendo. Me gusta disfrutar de la rutina que hemos construido y saber que, de vez en cuando, podemos romper con ella e innovar. Me gusta cómo manejamos nuestros problemas estructurales y cómo somos capaces de aceptar los nuevos y enfrentarlos poco a poco para irlos resolviendo. Me gusta que nuestra vida en común transcurra con placidez, pero también con ilusiones, alegrías y arrebatos de pasión. Me gusta saber que tengo en ella una amiga, una hermana, una compañera, una amante y que, al mismo tiempo, sé que no puedo darla por hecho y que debemos cuidarnos mutuamente para que nuestra relación siga siendo lo que es.

Nuestro amor ya no es sólo el que sienten dos personas que se gustan, que se desean, que quieren compartir su tiempo; se ha convertido en algo más. Por eso, y sin restarle un ápice de belleza a los inicios de una relación, para mí tiene muchísimo más valor.

Y porque una relación estable no se convierte necesariamente en una relación eterna, espero ser capaz de cuidarla como se merece para que siga creciendo y desarrollándose como lo ha hecho hasta aquí.

En conclusión: ¡estoy encantada con nosotras, mi amor!

miércoles, 8 de septiembre de 2010

¡Feliz vuelta al cole!

Aunque oficialmente el año empieza en enero, para las personas que nos dedicamos a la educación suele dar comienzo en septiembre. Sin uvas, sin brindis, sin confeti… y con muchos más nervios (quien crea que los alumnos se ponen nerviosos en su primer día es que nunca ha visto a un profesor).

Para mí, este año ha empezado bastante bien. Después de pasarme un verano de vacaciones con mi ansiedad, agradezco tener algo de lo que preocuparme además de mis propios asuntos. Por otro lado, tengo la suerte de que mis alumnos me dan siempre un recibimiento muy cariñoso: se nota que tienen ganas de volver a las clases, aunque sólo sea para perder de vista a sus padres.

Este curso, como todos, tengo una lista de buenos propósitos; sin embargo, uno destaca por encima del resto: mis ganas de tranquilidad. Me gustaría centrarme en pocas cosas para poder tener la sensación de que las hago bien, quisiera ir con calma para que no se me pasen las verdaderas oportunidades de ayudar, prefiero limar el trabajo hecho hasta ahora que embarcarme en nuevos proyectos. El año pasado fue una locura, este verano lo he pagado con creces y por nada del mundo estoy dispuesta a repetir el error.

Septiembre es un mes de muchísimo trabajo, pero yo disfruto con lo que hago y tengo muchas ganas de hacerlo lo mejor que sé.

¡Encantada de volver!

miércoles, 25 de agosto de 2010

Empapeladas

Después de cuatro meses viviendo en nuestra casita nueva, por fin nos hemos dignado a empadronarnos. Y la verdad es que ha sido bastante emocionante, porque en los papeles del Ayuntamiento aparecía la opción de señalar la filiación que había entre las personas empadronadas, así que mi novia y yo hablamos bastante sobre marcar o no la casilla de “pareja”.

En un principio, ella prefería no dar información “extra” al Ayuntamiento, dejando sin rellenar todas las casillas opcionales. Sin embargo, yo opinaba que, si en algún momento y por alguna razón, el Ayuntamiento decidía tener en cuenta la orientación sexual de su censo, nosotras contaríamos como lo que somos: una pareja de mujeres lesbianas. Afortunadamente, este argumento convenció a mi novia y marcamos todas las casillas correspondientes.

Reconozco que fue algo que se me ocurrió hacia el final de nuestras conversaciones, porque anteriormente quería señalar esa casilla simplemente porque me hacía ilusión tener un papel oficial en el que constara que somos pareja. Aún no me siento preparada para casarme, y sin embargo, esto significaba para mí algo parecido a un primer paso.

Por otro lado, creo que este tipo de documentos parece haber perdido su valor desde que existe el matrimonio igualitario, cuando, para muchas personas homosexuales, ha sido durante mucho tiempo, es y, desafortunadamente, será una de las pocas maneras que existen de hacer constar su situación. Por eso, rellenar la casilla significaba para mí una forma de solidaridad, una reivindicación de esa etapa en el camino que en nuestro país se ha superado pero que en muchos otros sigue siendo un sueño.

En fin, toda una experiencia, emocionante y gratificante.

Y mientras nosotras seguimos avanzando, otros se empeñan en no hacer honor a la realidad:

─ Pues nada, muchas gracias.
─ A vosotros.

Encantada.

jueves, 19 de agosto de 2010

De las moscas del mercado

¡Huye, amiga mía, a tu soledad! Ensordecida te veo por el ruido de la gente grande, y acribillada por los aguijones de la pequeña.

El bosque y la roca saben callar dignamente contigo. Vuelve a ser igual que el árbol al que amas, el árbol de amplias ramas: silenciosos y atento pende sobre el mar.

Donde la soledad acaba, allí comienza el mercado; donde el mercado comienza, allí comienzan también el ruido de los grandes comediantes y el zumbido de las moscas venenosas.

A causa de esas gentes súbitas, vuelve a tu seguridad: sólo en el mercado le asaltan a una con un “¿sí o no?”.

Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias: tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué fue lo que cayó en su profundidad.

Innumerables son esos pequeños y mezquinos; y a más de un edificio orgulloso han conseguido derribarlo ya las gotas de lluvia y los yerbajos.

Tú no eres una piedra, pero has sido ya excavada por muchas gotas. Acabarás por resquebrajarte y por romperte en pedazos bajo tantas gotas.

Fatigada te veo por moscas venenosas, llena de sangrientos rasguños te veo en cien sitios; y tu orgullo no quiere ni siquiera encolerizarse.

Demasiado orgullosa me pareces para matar a esos golosos. ¡Pero procura que no se convierta en tu fatalidad el soportar su venenosa injusticia!

Ellos reflexionan mucho sobre ti con su alma estrecha: ¡para ellos eres siempre preocupante! Todo aquello sobre lo que se reflexiona mucho se vuelve preocupante.

Ellos te castigan por todas tus virtudes. Sólo te perdonan de verdad tus fallos.
Como tú eres suave y se sentir justo, dices: “No tienen ellos la culpa de su mezquina existencia”. Mas su estrecha alma piensa: “Culpable es toda gran existencia”.

Aunque eres suave con ellos, se sienten, sin embargo, despreciados por ti; y te pagan tus bondades con daños encubiertos.

Ante ti ellos se sienten pequeños, y su bajeza arde y se pone al rojo contra ti en invisible venganza.

Huye, amiga mía, a tu soledad y allí donde sopla un viento áspero, fuerte. No es tu destino el ser espantamoscas.

Así habló Zaratustra.


En otra época y lugar, en otro género, este texto de Nietzsche me ha dado qué pensar, y qué sentir.

Encantada de compartirlo con vosotras.

martes, 17 de agosto de 2010

Sobre fases e inmadurez

De todos los prejuicios negativos que conozco sobre las mujeres lesbianas, creo que el que más me afecta es el que considera que, si no somos heterosexuales, es porque no hemos alcanzado la madurez suficiente para enfrentarnos a ello. Es decir, que el lesbianismo es una especie de fase intermedia en el desarrollo psicosexual, cuya inmadurez intrínseca baña el resto de nuestros ámbitos vitales.

Realmente no sé por qué me afecta tanto, cuando racionalmente pienso lo contrario: me parece que, precisamente, atrevernos a asumir nuestro lesbianismo es un acto evidente de madurez, mientras que mantener una conducta heterosexual a sabiendas de que algo no funciona (o incluso conociendo exactamente qué es lo que no funciona) puede indicarnos que todavía nos encontramos en un momento en el que la opinión de los demás, su apoyo y aprobación incondicionales y las relaciones de dependencia que mantenemos con ellos pesan más que nuestra autonomía y nuestra necesidad de desarrollarnos libremente y vivir en armonía con nosotras mismas.

Supongo que, en parte, el dolor que me causa este prejuicio no está causado por una idea racional, sino que, más bien, es el resultado de una proyección de los demás a la que yo, con mi conducta aparente, me acomodo. Es decir, que probablemente me afecta porque mi inmadurez es una realidad, no esencialmente relacionada con mi orientación sexual, pero sí una consecuencia lógica de la conducta que me avengo a demostrar en numerosas ocasiones.

Cuando no hacemos honor a nuestro lesbianismo, cuando no mostramos nuestra vida tal cual es sino que dosificamos la información, la visión que los demás pueden tener de nosotras sólo puede ser una visión sesgada. Existen muchas razones para que una mujer quiera independizarse o no, tenga pareja o no, decida ser madre o no; ninguna de ellas tiene por qué ser, en sí misma, muestra de (in)madurez. Pero desde el momento en que nuestra vida discurre como si nada, sin ningún cambio aparente ni evolución en los últimos años, y sin perspectivas de futuro que nos motiven e impulsen, es lógico pensar que, de algún modo, nos hemos quedado estancadas. Es decir, que para los años que vamos cumpliendo, somos cada vez más inmaduras.

No es fácil mantener separadas en nuestra mente la vida de verdad de la vida que demostramos tener. Nuestro cerebro no posee compartimentos estancos, y las ideas se mezclan, interactúan, cortocircuitan. Puede llegar un momento en que nosotras mismas nos sintamos cómodas con comportamientos propios de épocas de nuestra vida de las que ya han pasado muchos años, comportamientos que nos hacen sentir mucho más coherentes con esa vida que decimos tener. Puede llegar un momento en el que, poco a poco, nos hayamos llegado a convertir en ese disfraz que creíamos podernos quitar a voluntad y que, contra todo pronóstico, se ha pegado a nuestra piel. Es lo que se conoce como efecto Pygmalion: terminamos comportándonos como los demás nos ven, como nosotras les hemos ayudado a creer que somos.

¿Cuál es el antídoto? Evidentemente, siempre podremos detener este proceso, e incluso impedir que ocurra, compartiendo nuestra vida con libertad. Pero, ¿y si eso no es posible, o no en todos los ámbitos, o no con todas las personas? Entonces creo que es absolutamente necesario mantener la mente despierta, permaneciendo alerta frente a este peligro y reclamando nuestra dignidad. NO somos mujeres inmaduras, NO nos hemos quedado estancadas en un momento anterior de nuestra vida. SÍ somos mujeres que sentimos, pensamos, tenemos experiencias, vivimos con intensidad, proyectamos y soñamos; SÍ podemos compartir mucho de todo esto aunque callemos nuestro lesbianismo por las razones que decidimos o nos sentimos obligadas a decidir.

Así, en ese compartir constante, en ese demostrar nuestra madurez, vamos preparando el camino para cuando decidamos mostrarnos libremente, de manera que, con un poco de suerte y al menos no con nuestro consentimiento, tengamos menos posibilidades de escuchar aquello de: “Bah, ES SÓLO UNA FASE”.

Encantada de plantarle cara a mi (in)comodidad.

domingo, 15 de agosto de 2010

Manejando la (in)visibilidad familiar

Durante los días que pasé en mi pueblo, estuve reflexionando sobre cómo manejar la (in)visibilidad con mi familia. Y aunque no he llegado a ninguna conclusión definitiva, sí que conseguí dar forma a algunos pensamientos.

En primer lugar, una obviedad: la familia extensa puede ser muy extensa. Y, consecuentemente, heterogénea. Así que, para lidiar con ella es importante fragmentarla en pequeños grupos. No es lo mismo plantearse una salida del armario con personas mayores, que con gente de menor edad o de edad similar a la mía. No es lo mismo la familia que vive en un pueblo del que apenas sale, que la que se ha criado en la ciudad o incluso quienes han pasado parte de su vida en otros países. Y, por supuesto, siempre hay que dar cabida a las individualidades: porque puede haber sorpresas, para bien y para mal.

Por otro lado, creo que es importante analizar el tipo de relación que se tiene con esta familia. Si mantenemos una relación directa, no importa lo alejados que se encuentren nuestros lazos en el árbol genealógico: es más fácil hablar con franqueza o simplemente provocar la sospecha. Sin embargo, muchas de las relaciones que se mantienen con la familia extensa son relaciones mediadas: siempre nos vemos, hablamos y compartimos momentos con otras personas delante, o al menos a través de ellas. En mi caso particular, la mayor parte de las relaciones con mi familia extensa están mediadas por mis padres. ¿Puedo entonces actuar abiertamente a pesar de ello?

Esa es la tercera cuestión que me he planteado. ¿Quién debe salir del armario? Hace ya muchos años que yo les dije a mis padres que salía con mi novia. En todo este tiempo, y hasta donde yo sé, han procurado ocultárselo al resto de la familia. ¿Debo yo pasar por alto esta decisión y salir del armario con aquellas personas que creen que vivo con una amiga? ¿Es trabajo de mis padres retractarse de su mentira y atreverse a decir la verdad? Supongo que no hay una única respuesta a estas preguntas, y que la respuesta dependerá de la situación de cada cual. En mi caso concreto, mis padres tomaron la decisión de mentir por mí, procuraron imponérmela de manera explícita y yo no me resistí.

Así que ahora, si ellos no cambian de opinión y yo deseo salir del armario con el resto de mi familia, debería reclamar mi poder. En este caso, ¿estoy dispuesta a asumir el conflicto que, irremediablemente, se va a crear? Y por otro lado, ¿es esta la única solución? ¿Existe la posibilidad de ayudar a mis padres a aceptar la situación y que sean ellos mismos los que decidan salir del armario? Al fin y al cabo, muchos padres de hijos homosexuales los cuidan, protegen y apoyan frente al resto de la familia. ¿Podrían mis padres llegar a convertirse en algo parecido? ¿Llegarían a apoyar, al menos, alguna de mis salidas del armario?

Y finalmente, ¿es la salida del armario la única estrategia para manejar la (in)visibilidad? Muchas parejas de mujeres nunca han hecho explícita su relación, y no por ello han dejado de participar en la vida familiar. ¿Se desvirtúan siempre las relaciones al hacerlo así? Yo creo que no. Aunque es difícil discernir cuándo, a veces es la única solución. Con el tiempo van comprendiendo lo que ocurre, sin nombrarlo. ¿Es esa la vida que deseo para mí? No es la ideal, desde luego, pero durante un tiempo podría funcionar con algunas personas de mi familia, y me ayudaría a visibilizar la relación que mantengo con mi novia, que para la mayoría simplemente no existe.

Lo que sí tengo claro es que manejar la (in)visibilidad familiar es un asunto complejo y que las recetas válidas para todos y políticamente correctas en la vida real resultan estúpidas. Igual que no hay una única forma de vivir el lesbianismo, tampoco la hay de gestionarlo ni de hacerlo visible.

Encantada de seguir avanzando.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Un corazón a la derecha

He pasado unos días en mi pueblo, donde nadie salvo mis padres y mi hermano saben que soy lesbiana, y donde me veo obligada a ocultarlo. A cada momento, sin embargo, lo recordaba, y mi silencio iba dando una forma redonda a lo que soy. Una forma redonda, incandescente y roja que se albergaba en el lado derecho de mi pecho, allí donde nadie espera encontrar nada importante, excepto la parte superior de mi pulmón.

Cuando me sentía tentada a olvidarlo, a fingir, a idear una vida alternativa, esa pequeña estrella roja latía con más fuerza. Cuando pensaba que tal vez fuera mejor abandonar, elegir, recluirme en un espacio seguro, mi corazón incandescente brillaba con una energía renovada, reconfortando ese lugar desconocido, ese pequeño espacio junto a mi pecho, desde el que irradiaba suficiente calor a mi organismo como para no dejarme desfallecer.

Del mismo modo en que mi estómago digiere sin que yo se lo pida, de la misma manera en que no puedo parar los latidos de mi otro corazón, este nuevo órgano funciona de manera autónoma, recordándome algo que soy entre otras muchas cosas; algo sencillo, natural, fuente de un profundo bienestar siempre que me atreva a dejar que fluya. Surgió sin que yo lo decidiera y amenaza con quedarse en mi pecho hasta que descubra mi manera de vivirme superando cualquier tabú.

Desconozco si seré capaz de encontrarla, ahora que mis miedos campan a sus anchas por mi interior. Pero me alegro de tener uno corazón nuevo a la derecha que me haya prometido velar mi sueño hasta que tenga la fuerza de despertarme y atreverme a salir.

Encantada.

sábado, 31 de julio de 2010

Una vida pequeña

A veces me descubro soñando con una vida pequeña.

Una vida en la que mi madre aplauda todas mis decisiones
y mi padre nunca se ponga de su lado.

Una vida que no desafíe la visión del mundo de los demás,
ni sus ideas, ni sus emociones, ni sus experiencias,
para que nunca deban cuestionárselos.

Una vida que cumpla con todas las tradiciones
y que aun así siga siendo justa y compasiva.

Una vida sin malas caras, sin dedos acusadores,
sin insultos, sin desprecios,
sin dolor.

Una vida sin miedo, sin dudas, sin equivocaciones,
que siga el camino marcado para vivirla sin error.

Una vida en la que las mujeres son devotas,
las maestras no tienen pareja
y los hijos vienen con un marido.

Una vida sin sobresaltos, sin improvisaciones,
sin definiciones provisionales que puedan cambiar.

Una vida pequeña e imposible,
políticamente correcta,
que todavía me hace sufrir.

lunes, 26 de julio de 2010

Estoy HARTA de la Constitución

Confiaba en que sólo ocurriera en mi país, pero revisando los debates que se han suscitado en Argentina y México, me doy cuenta de que, para nuestra desgracia, debe ser más común de lo que me suponía. Y es que, cuando se discute acerca del matrimonio igualitario, no se considera si es legítimo, justo o de cajón; los políticos, especialmente los conservadores, se empeñan en discutir si es constitucional.

En España ya sufrimos ese debate, y desafortunadamente, seguimos sufriéndolo: la reforma de la Ley del Matrimonio Civil (que así es como se llama, no matrimonio homosexual) sigue recurrida en el encumbrado Tribunal Constitucional. De hecho, llevamos cinco años esperando la decisión de los señores del mazo para saber si todos los matrimonios celebrados hasta ahora serán disueltos y los derechos adquiridos y ejercitados borrados del mapa, o no. Que a juzgar por el tiempo que nos mantienen a la espera, me pregunto si el Tribunal funcionará como las urgencias de los hospitales, que clasifican a los enfermos por gravedad y no por orden de llegada.

Pero igual que tuve que verlo por aquí, lo he oído por allá: portavoces conservadores con su mejor cara de hipócritas-pseudo-gay-friendly recordándonos que ellos “no están en contra de los derechos de los homosexuales”; pero claro, hay que saber (y estoy es muy importante, relevantísimo) si dichos derechos están de acuerdo o no con la Constitución.

Y yo me pregunto: pero la Constitución, ¿qué es? ¿Acaso no es una ley que, en Democracia, los ciudadanos nos damos a nosotros mismos para regular nuestra convivencia y que, al menos en teoría, debería esta a nuestro servicio? Entonces, ¿por qué se la trata como si fuera la nueva Biblia? ¿Por qué damos por hecho que en sus artículos se encuentra toda la sabiduría legislativa del Universo y que no debe ser tocada ni criticada a riesgo de que el susodicho se contraiga en una pelota incandescente y vuelva a estallar?

Desconozco la historia de todas las constituciones democráticas del mundo, pero sí sé en qué circunstancias se promulgó la nuestra: acabábamos de salir de cuarenta años de dictadura, con las heridas de la Guerra Civil a medio cerrar; era muy importante que todo el mundo se pusiera de acuerdo (lo cual, y teniendo en cuenta quiénes eran los contendientes, no sólo era difícil sino que terminó siendo un trabajo de equilibristas sin red que violentaría a cualquiera con medio talante verdaderamente democrático) y quien más o quien menos estaba cagado de miedo. Y no seré yo quien le quite valor al texto de acuerdo con el momento; sólo digo que, treinta y dos años después, quizá haya que apuntalarlo un poco si no queremos que se nos derrumbe encima.

Para mí, si se conviene, en un debate de altura moral y lógica, que el matrimonio igualitario es una aspiración y un derecho legítimo para las parejas homosexuales, y que negárnoslo, por tanto, es una muestra evidente de la discriminación legal a la que nos vemos sometidos; lo que la Constitución diga o deje de decir debería ser secundario. O mejor: ya que el texto es un paraguas bajo el cual deben cobijarse el resto de las leyes del Estado, entonces quedaría patente que la tela tiene algunos agujeros por los que deja pasar una lluvia de injusticia que pudre las raíces de nuestra sociedad. Por tanto, hay que renovar el paraguas, o cuando menos, ponerle algún que otro parchecito.

Yo no sé cómo puede haber países que se jacten de tener una constitución de doscientos años de antigüedad. A mí me parece vergonzoso. El mundo cambia, ha cambiado muy deprisa durante todo el siglo XX y, en los albores del siglo XXI, el mundo va que se las pela. Es normal que los legisladores de hace varias décadas no pudieran prever las innovaciones que surgirían en la actualidad, y por tanto, es normal que sea normal cambiar el texto constitucional de vez en cuando. No digo cada año, no digo (¡por favor!) cada vez que se cambie de gobierno; pero sí limpiarle el polvo al menos una vez cada década, para devolverle su dignidad, su actualidad y su grandeza, y que siga siendo lo que debe ser, no un manojo amarillento sólo apto para ser albergado en las vitrinas de un museo.

Porque si el matrimonio igualitario es legítimo, un derecho inalienable del que deben gozar también las parejas homosexuales, y aun así, la Constitución no lo contemplara (que no sé por qué, cuando insiste en que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley), entonces, ¿qué pasaría? ¿Que se despojaría a un sector de la sociedad de su igualdad jurídica y se le sometería a discriminación simplemente porque en los años previos a 1978 a ningún legislador se le pasó por la cabeza que una cosa así pudiera existir? Y entonces, ¿seguiríamos llamándonos demócratas? ¿Se atreverían a intentar convencernos que el nuestro es un régimen donde prima la razón?

Que se busquen otras excusas: que sigan apelando a la Biblia y a la medicina del siglo XIX; pero que dejen de llenarse la boca con un texto que no debería utilizarse tal y como ellos lo emplean, que no deberían servir para lo que ellos tratan de emplearlo.

Nuestra Constitución, como todas, es un texto perfectible, lleno de imprecisiones, repleto de vaguedades y con señales fragrantes de la época que lo vio nacer y que hoy nos hacen llevarnos las manos a la cabeza. Y no se trata sólo del matrimonio igualitario, sino de tantos y tantos detalles que darían para otro y para muchos más posts.

Tal y como está, tal y como la usan, estoy HARTA de la Constitución.
De todas las constituciones en cuyo nombre se intenta perpetuar la discriminación.

Encantada.

jueves, 22 de julio de 2010

De vacaciones (II)

Otra de mis excursiones preferidas fue la que hicimos a San Pedro de Rodas, un impresionante monasterio construido en plena montaña y con unas envidiables vistas al mar.

Mientras paseábamos por sus estancias, se me ocurrió confesarle a mi novia que la vida monástica me resultaba sumamente atractiva. Esta es una confesión recurrente, es decir, que he debido de confesársela cientos de veces durante los cinco años que dura nuestra relación. Así que ella suspiró y con media sonrisa irónica me espetó:

─ ¡Cómo no te a resultar atractiva! ¡Si tú eres como un monje! ¡Siempre metida en casa y estudiando...!

Ante tamaña desfachatez, me veo obligada a explicar qué quiero decir exactamente con eso de que la vida monástica me atrae. A mí lo que me gusta es el silencio, la tranquilidad, la posibilidad de dedicarme a leer, escribir, reflexionar, crear sin más molestia que el trino de los pájaros. Me encanta la idea de encontrarme todos los días el plato sobre la mesa, de que mi rutina esté dictada por el eco de las campanas tañendo sobre el valle, y de tener un huertito cerca donde cavar y ensuciarme las manos cuando me entre la nostalgia de la tierra.

Evidentemente, no deseo dedicar mi vida a rezar y flagelarme, entre otras cosas porque ni siquiera soy creyente. Tampoco quiero vivir encerrada, sin poder viajar y conocer otros mundos, sin poder visitar y ser visitada, sin otra ocupación que la que pudiera desarrollarse entre cuatro monumentales paredes. Y por supuesto, tengo clarísimo que no renunciaría a internet ni por todo el silencio del mundo.

En resumen, que la vida monástica que me atrae en realidad se parece más a una especie de vacaciones pagadas en un lugar recóndito y paradisíaco (¡como tonta!) que a lo que verdaderamente debió de ocurrir en San Pedro de Rodas desde los tiempos medievales hasta que los monjes decidieron que ya estaba bien de ser saqueados cada quince días y que mejor se marchaban a vivir a un lugar un poco menos impresionante pero mucho más seguro. Así que, teniendo en cuenta mis posibilidades reales, me temo que la tan deseada vida monástica tendrá que ser sustituida por unos tapones para los oídos, varios CDs de música ambiente y los pocos ratos que pueda arañarle a una rutina dictada por el eco del despertador. Y cuando me entre nostalgia de la tierra, meteré las manos en mis macetas.

Y como colofón a este compendio de actividades culturales, Dalí.

Desde siempre he querido visitar esta región por ser la cuna de mi pintor preferido. Sin embargo, después de estar allí he de reconocer que le he cogido una manía que cada vez que escucho su nombre me sale como un sarpullido que sólo se mitiga tras permanecer varios días lejos de cualquier camiseta, chapa, taza, bolso, pañuelo, pendientes, cuaderno, lámina, gorrito y cualquier otro elemento perteneciente a lo que más se aprecia de Dalí en Girona: su industria. Espero curarme pronto para poder seguir disfrutando de sus cuadros, pero mucho me temo que el horror por el mito y su explotación nunca me desaparecerá.

Lo que menos me gustó fue el Teatro Museo. Y no por su contenido: interesante, curioso, puro genio; sino por la marea humana que inundaba todas las salas, hasta tal punto de que para poder pararte a admirar un solo cuadro durante apenas 15 segundos, era necesario entregarse a un frenesí de empujones, codazos, pisotones y tirones de pelo que ni el arte más excelso del más excelso artista merecen. Aun así, y como mi mente práctica me empujaba a amortizar la entrada a toda costa, confieso que me dejé caer hasta los niveles más bajos de humanidad y obtuve con ello pequeños flashes de la mayor parte de los cuadros. Mi novia, cuya exquisita educación le impide ciertas bajezas, optó por quedarse en la puerta de cada una de las salas y esperarme pacientemente, mientras se concentraba en no ser empujada para no empujar a su vez a ningún miembro de aquella marea de gente.

Lo cierto es que debimos de sospecharlo mientras esperábamos la inmensa cola, que se movía muy rápido hacia la puerta pero que no mostraba ningún flujo a la inversa: es decir, que entrar, parece que entramos todos, pero salir, no salía ninguno. Y yo me pregunto, ¿sabrán los del Teatro Museo lo que significa “aforo completo”? ¿Habrán reflexionado alguna vez sobre las condiciones necesarias para poder disfrutar un mínimo del arte? ¿Se encontrarán entre sus objetivos alguno más que los referidos al negocio en su más pura esencia…?

De todas formas, esta experiencia nos sirvió para realizar un estudio sociológico callejero cuya tesis pudo ser comprobada in situ: a pesar de tantos siglos de leyenda negra, hoy podemos afirmar que los españoles NO somos los más maleducados de Europa. Y como muestra de todas las maleducancias que tuvimos que sufrir, sólo os diré que pasamos por una experiencia terroríficamente amarga que se quedará grabada en nuestros corazoncitos durante toda la vida. Y es que, mientras esperábamos en la cola… ¡se nos colaron unos franceses! ¡Unos franceses! ¡Franceses de Francia! Las caras de corderitos degollados con las que les miramos dice mucho de nuestros sentimientos encontrados: si hubieran sido españoles, no habríamos dudado en indicarles amablemente que la cola empezaba media hora más atrás; pero ante la visión de sus rubieces y sus ojoazuladas, estas dos morenas sólo pudieron asistir a la caída de un mito. Siempre creímos que los europeos no se colaban. Que los franceses menos que nadie. Que eso era propio del África que empieza en los Pirineos. Y ahora resulta que no, que en Europa… ¡nos colamos todos!

Mi última gran decepción la sufrí en Cadaqués: “el lugar más bonito del mundo”, según Dalí. Y no es que no fuera bonito, que lo era: una bahía pequeña, con sus barcas, sus casas pintadas de blanco y azul, las montañas… Un casco histórico curioso, peatonal: con sus cuestecitas, sus tiendas pequeñas, sus rincones floridos… Pero de la luz que inspiró al genio, del encanto irresistible y de la delicadeza del lugar… pues bueno, yo no encontré mucho rastro. Pueblos como Cadaqués hay muchos en España, y seguramente también en otros países. Que fue este el que vio nacer al genio, pues muy bien, pero después de visitarlo aseguraría que fue Dalí quien creó a Cadaqués y no a la inversa. Que me parece genial, que con su fama y su prestigio cada uno hace lo que quiere: la pena es que los demás nos lo creamos y después comprobemos que nuestras inmensas expectativas no las pueden cubrir lugares con una magia relativa. Y mucho menos cuando lo primero que hacen es obligarte a pagar por un aparcamiento que no has pedido y te recuerdan que para visitar la Casa Museo hay que pedir cita anticipada. ¡Ni tanto ni tan calvo, señores!

En cualquier caso, la industria Dalí no desmerece la belleza de Girona, e incluso diría que ni siquiera le hacía falta a la provincia, por más que sea un filón económico. Sin el genio hubiéramos pasado unas vacaciones igual de bonitas, completas y hermosas, y no hubiéramos dejado de recomendar que se visitara la zona. Y con el genio también, qué remedio.

Encantada.

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