sábado, 29 de diciembre de 2012

Un año de TERAPIA


En estos días se cumple un año desde que mi novia y yo decidimos ir a terapia de pareja. Y he de decir que, independientemente de cómo resulte para nuestra relación, ha sido una buena idea.

Acudimos a terapia porque teníamos una serie de conflictos que no éramos capaces de resolver solas. Estos conflictos eran lo suficientemente graves como para provocarnos buenas dosis de infelicidad, pero no tan fuertes como para que nos decidiéramos a romper.

La mayor parte de las sesiones han estado repletas de buen rollo y colaboración. Las dos hemos ido a la terapia con muy buenas intenciones, pues teníamos todas las ganas de volver a estar tranquilas y felices, como lo habíamos estado tantas otras veces. Nos hemos reído mucho en gran parte de las sesiones (y nuestro terapeuta con nosotras) y al salir nos hemos vuelto a sentir muy afortunadas de tenernos la una a la otra.

Pero también ha habido sesiones muy duras. Personalmente, he descubierto que, para comprender ciertas cosas, y hacerlo de una manera rápida y profunda, necesito entrar en crisis. Y eso no es agradable ni fácil de sobrellevar. Algunas de las sesiones me sentaron como una patada en el estómago, y después pasé varios días llorando, enfadada o con ganas de mandar a la mierda a todo el mundo.

En este sentido, la terapia de pareja es muy diferente a la individual. Al menos desde mi punto de vista, el saber que no se trata solo de tu propio bienestar, sino también del de tu pareja, hace que todo parezca mucho más grave y que requiera de un esfuerzo mucho más urgente. 

A medio plazo, evidentemente, esto provoca una mejoría más rápida, porque no puedes eternizar los problemas, como a veces se hace en la terapia individual, cuando las mierdas quedan entre tu psicóloga y tú y, si haces como si no hubieran pasado, puedes ser capaz de convencerte de que no pasan.

Pero a corto plazo... los efectos son brutales, al menos en mi caso. Estas crisis, además, se agravan porque mi capacidad de reacción es bastante lenta, y durante la terapia no me doy cuenta de hasta qué punto algo está resultando devastador para mí. Así que no digo nada, y después de la sesión es cuando empiezo a sentirme fatal. Afortunadamente, con el tiempo he mejorado un poco en esto, y ahora ya consigo expresar mis emociones cuando nuestro terapeuta todavía puede reconducirlas lo suficiente.

En cualquier caso, creo que hacer terapia de pareja es algo muy sano, que no debería reducirse solo a los momentos de crisis, sino todo lo contrario. Y es curioso, porque muchas personas estamos convencidas de que el crecimiento personal es algo importante en nuestras vidas, pero no se nos ocurre que igual de importante resulta el crecimiento con los otros. Lo cual es una pena, porque este crecimiento, este aprendizaje, es mucho más rápido, profundo y emotivo, y además engloba también el crecimiento personal.

Gracias a nuestra terapia, mi novia y yo hemos aprendido mucho sobre nosotras mismas y sobre la otra. Creo que ahora somos personas más humildes y empáticas, más generosas y responsables. Y todo ello lo hemos conseguido en pareja, lo cual es una fuente de orgullo y unión, a pesar de todas las dificultades que conlleva.

Y aunque preferiría que la mayor parte de nuestros conflictos nunca hubieran ocurrido, estoy encantada de haber ido a terapia.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Crisis, cambio, oportunidad

Hace algunas semanas recordé eso de que, en chino, la palabra correspondiente a crisis está formada por otras dos: "cambio" y "oportunidad". Investigando sobre el tema, he llegado a la conclusión de que es más una leyenda urbana que otra cosa; aun así, a mí, como a tantas otras personas, me ha servido para reflexionar y llegar a buenas conclusiones.

Y es que, desde hace un tiempo, me vengo preguntando dónde está mi oportunidad en medio de todos los cambios que me suceden últimamente. Y resulta que, al menos en el aspecto laboral, parece que la he encontrado. 

Este año, mis horas de trabajo y mis alumnos se han multiplicado. Y yo no terminaba de entender lo que significaba hasta que no llegaron los primeros exámenes y sus correspondientes correcciones. Hace más de un mes de aquello y, desde entonces, no he podido parar de corregir. Un tema se junta con el siguiente, termino un grupo y ya tengo otros tres esperando. Corregir llena mis días, fines de semana incluidos, y apenas puedo realizar otras tareas (ni laborales ni de las otras). Yo, que era famosa en mi centro por preparar fichas primorosas, por idear actividades creativas, ahora no tengo nada motivador, diferente, estimulante que ofrecer, porque si me dedicara a ello, no tendría de dónde sacar las notas para la evaluación.

Esta situación me ha amargado profundamente. Me he hecho preguntarme cuál es el sentido de mi profesión y, sumida en una desesperación absoluta, hasta cuál es el sentido de mi vida. Para mí, no había nada positivo en esto, y no dejaba de repetírmelo: "Nos han jodido. Con los recortes, nos han jodido la vida".

Hace unos días, sin embargo, empecé a ver la luz. Si bien es cierto que esta situación es prácticamente insostenible, y que las políticas que nos han llevado a ella son injustificables, y que a los peperos les desearía yo la mitad de lo que nos desean al resto; esta crisis, estos cambios me están sirviendo para alcanzar unas cotas inimaginables de asertividad.

En lo que respecta a darme a los demás, siempre he sido bastante pringada. Y más en mi trabajo que, hasta hace poco, era mitad empleo, mitad voluntariado social. Sin embargo, a base de no tener más remedio, he aprendido a decir que no con una soltura que roza el desparpajo.

Y eso que antes me apuntaba a todos los saraos. Estaba metida en mil comisiones, preparaba actividades extraescolares de todo tipo (concursos, gymkanas, fiestas), participaba en los programas de mejora de la convivencia, de la biblioteca... Al principio lo hacía porque estaba ansiosa de aprender un poco de todo. Después, porque todo el mundo contaba conmigo y me costaba muchísimo decir que no. Y aunque mi psicóloga me ayudó a aprender a decir que no y a comprometerme solo con aquello que podía sacar adelante, la crisis, los cambios han conseguido que mi nivel de participación se ajuste a la perfección a mi horario laboral.

Creo que dentro de poco alcanzaré lo que se ha convertido en mi ideal: ser como el típico funcionario que, cuando llega la hora de marcharse, cierra el garito y se va.

Quizá quienes me conozcan en ese estado piensen que soy una raspa con falta de compromiso y motivación. Y a mí me dará igual. Para una persona que se ha entregado con alegría a aquello en lo que creía, verse obligada a tener que dejar de hacerlo ya es lo suficientemente triste como para, encima, sentirse culpable por ello. Para alguien que, además, tenía ciertos problemas para poner límites, se convierte, irónicamente, en toda una oportunidad.

Seguro que si un pepero (o un cualquiero pro-recortes) leyera esto, pensaría que he ganado en eficacia, y que de eso se trata: de hacer más con menos, todo un éxito. Al pepero le diría yo unas cuantas cositas (si es que tengo paciencia para hablar, porque lo que me apetece no es precisamente eso), pero, sobre todo, le explicaría que toda la eficacia del mundo no le llega ni a la suela de los zapatos a un trabajo hecho con alegría e ilusión.

A mí me han robado ambas, y si me consuelo es porque quiero consolarme y ver en esta impuesta asertividad, en esta eficacia por narices, mi trocito de oportunidad.

En espera de poder recuperarme y volver a hacer un trabajo con auténtica calidad.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La personalidad de S


Cuando escribí la entrada sobre la personalidad de V, recibí varios comentarios en los que me explicabais que vuestros gatos tenían mucho en común con el mío. Como yo nunca había tenido un gato y no sabía qué era algo así como un comportamiento "de especie" y qué "personalidad", pensé que tal vez me había confundido, y que lo que yo consideraba propio de V era en realidad un rasgo gatuno más.

Estas dudas quedaron definitivamente resueltas cuando llegó S. Ahora sé que cada uno de mis gatos (y cada uno de los vuestros) tiene su propia personalidad, con muchos rasgos en común, por supuesto, tal y como tenemos los humanos.

Lo que más me llamó la atención de S cuando vino a vivir a nuestra casa fue su enorme capacidad de observación y aprendizaje. Tal vez fue porque tenía otro gato grande al que imitar, pero tardó muy pocos días en comprender el funcionamiento de su nuevo hogar. Pronto identificó sus pertenencias (juguetes, comedero... el rascador que V no usa ni muerto), pero muy pronto también supo cuáles eran las cosas "de gatitos". 

Hasta entonces, por ejemplo, V había tenido dos camitas, que apenas hacía algunos meses que utilizaba, porque prefería dormir en cualquier otro lugar. En cuanto S las vio, supo que era ahí donde se dormían los gatos, así que, ni corta ni perezosa, intentó que V le hiciera un hueco junto a él para dormir la siesta. Creo que nunca olvidaré a la pobre S, tan delgadita como estaba cuando vino del refugio, metiéndose despacito en la camita de V y quedándose muy quieta para ver si "colaba". Lo cual, evidentemente, no coló nunca, y V se encargó de hacérselo saber.

Esto me lleva al segundo rasgo de personalidad de S: la asertividad. Parecerá una locura, pero S es una gatita muy tranquila y segura, que sabe perfectamente lo que quiere... y lo consigue. En el caso de las camitas para gatos, no logró que V la aceptara como compañera de siesta, pero a base de tenacidad, consiguió otro efecto, absolutamente imprevisible: que fuera V quien abandonara su recién estrenada camita para dejársela a ella.

La verdad es que, durante algunas semanas, V tuvo que tragar quina de la buena con la nueva gatita. Porque no sólo le robó su cama. Recuerdo una noche, en la que V y yo caminábamos hacia el dormitorio, y de pronto vimos a S esperándole tranquilamente justo en la esquina de nuestra cama donde él se echa a dormir. Y no le miraba desafiante, ni nerviosa. Simplemente estaba allí como diciendo: "Esta es la esquina de los gatos, ¿no? Pues yo soy un gato, así que me pongo aquí. Y tú, si quieres, te pones aquí conmigo, y si no... pues a dormir en el suelo". El pobre V no daba crédito, la miraba absolutamente consternado, luego me miraba a mí como diciendo: "Pero... ¡haz algo!", y finalmente... se resignaba a dormir en el suelo, o en cualquier otro lugar.

Lo cierto es que, al final, hubo que hacer algo: poner las dos camitas para gatos juntas para que cada uno tuviera la suya, castigar a S a estar sola cuando se empeñaba demasiado en no respetar el espacio de V, darles de comer por separado para que S no le robara la comida, el comedero y el alma al pobre V... Y aunque por fin han finalizado las negociaciones territoriales, he de decir que, frente a una gatita asertiva, nuestro gato pasivo-agresivo no tiene nada que hacer.

Por otro lado, S también es una gatita muy cariñosa, igual que V de cachorrito, pero con una diferencia nada desdeñable: que S no muerde. Cuando no quiere que la acaricies, gira la cabeza, se va tranquilamente, te da un pequeño zarpazo sin uñas o te muerde suave... pero no te arranca la vida como hacía V. Esto es algo que nos ha dejado más tranquilas respecto a los gatos en general y a V en particular, al que ahora queremos y aceptamos en su idiosincrasia sin sentirnos culpables o frustradas por ella.

S también tiene algunos comportamientos bastante diferentes a los de V en otros aspectos. Por ejemplo, apenas maúlla. Cuando vino a casa, maullaba mucho, pero después dejó de hacerlo. Yo pensé que ya no lo haría más, pues sé que algunos gatos casi no maúllan, lo cual me apenó bastante. Acostumbrada a la comunicación con un gato charlatán como es V, me parecía que una gatita muda era un poco triste. Sin embargo, el periodo silencioso no duró mucho, y ahora vuelve a maullar... pero muy raro. No es como V, que articula los maullidos con todas sus letras, "miauuuuu"; ella hace un ruido más parecido a "ih, ih, ih", un sonido que yo no le había oído a un gato jamás, pero bueno, así es.

Para terminar, algo que me sorprende mucho de S es que no saluda. V siempre nos acompaña a la puerta cuando nos vamos, y viene a vernos cuando llegamos, y esos dos momentos están llenos de mimos y ronroneos. S viene a la puerta cuando llegas, pero no a verte a ti, ni a saludarte, sino a ver "qué pasa". Cuando ve que lo que "pasa" eres tú, se pone a jugar con cualquier otra cosa o se va corriendo. Y si intentas acariciarla para decirle hola, procura escurrirse de entre tus dedos, mirando a lo lejos como pensando: "¡Ag, qué pesadilla de ser humano!". Cosa que V agradece infinitamente, claro, porque así los mimos son solo para él.

El único momento del día en el que S saluda es cuando suena el despertador. Entonces viene corriendo, se pone a ronronear junto a tu cabeza, y te pega un par de lametones en la cara. Y en ese momento, como en tanto otros, la gatita asertiva y zalamera te desarma y anexiona a su ya vasto territorio un milímetro más de tu corazón.

Encantada.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

La serpiente cósmica

Uroboros Tattoo

Cuenta el pueblo fon que, al principio de los tiempos, una gran serpiente cósmica surcaba el inmenso espacio. En su boca portaba dos dioses primigenios, que iban llenando la Tierra de todo lo que se les antojaba: montañas, árboles, valles, elefantes... Hasta que, un buen día, comprendieron que la habían llenado demasiado, y que la Tierra corría el peligro de hundirse por el peso. Entonces, pidieron a la gran serpiente que se colocara bajo la Tierra para sujetarla y así evitar una catástrofe. La serpiente accedió a hacerlo y, gracias a ella, la Tierra se sostiene. Sin embargo, con el paso de los eones, el cuerpo de la serpiente se resiente, dolorido, y el gran animal se ve obligado a moverse para cambiar de postura. Cuando esto ocurre, se producen grandes temblores en la Tierra: los mismos que los seres humanos hemos decidido llamar terremotos.
 
Hoy he recordado este relato y, de pronto, he comprendido.
 
Mi otoño se llena de terremotos. Todos los aspectos de mi vida están siendo sacudidos, uno detrás de otro, o incluso varios a la vez. La tierra bajo mis pies tiembla, tiembla constantemente; pero hasta hoy no había pensado en la serpiente.
 
Esa serpiente que me sostiene, que sostiene el peso de mi vida, un peso excesivo que la incomoda, que lacera su piel escamosa por muchos lugares, que la obliga a moverse para cambiar de posición. Esa serpiente que dice: "¡Basta!", que grita: "¡Quítame de ahí esos elefantes! ¡Muéveme un poco esas montañas!".
 
Pero también la serpiente creadora que, harta de ver siempre los mismos paisajes, de sentir el mismo peso concentrado en el mismo punto, desea el terremoto que dará origen a nuevos valles, donde crezcan nuevos árboles, donde corran nuevos ríos y surjan cientos de animales. Esa serpiente que quiere montañas nuevas, jóvenes, escarpadas, repletas de nieve en la cumbre y en la falda de intrépidos humanos deseosos de escalarlas.
 
Esa serpiente cósmica que, pudiendo surcar libremente el espacio, ha decidido quedarse bajo la tierra para sujetarla.
 
Definitivamente, hoy he entendido todo.
Encantada.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Lo que sé de la ansiedad

Dedicado a Caminos del Espejo y a todas aquellas personas
que sufren, han sufrido o sufrirán ansiedad.

Estas son algunas de las cosas que he aprendido sobre la ansiedad.

En primer lugar, la ansiedad no son nervios. Mucha gente piensa que sí, que una persona que padece ansiedad está nerviosa, y que, si se calmara, la ansiedad desaparecería. Desde mi punto de vista, este prejuicio obedece al hecho de que, en general, se vincula la ansiedad a las mujeres (aunque yo conozco unos cuantos hombres que la padecen), y a las mujeres se nos vincula a una especie de histeria multiforme. Como si todavía viviéramos en la época de Freud, todos nuestros padecimientos parecen explicarse por los nervios que nos produce la debilidad congénita de nuestro sexo (!).

Una de las pruebas de que la ansiedad no son nervios es que las crisis de ansiedad suelen sobrevenir cuando la persona que las padece está tranquila. Por ejemplo, mientras duerme. La ansiedad también aparece cuando su causa forma ya parte del pasado: sufrimos una crisis vital profunda, atravesamos el ojo del huracán y, cuando por fin nos preparábamos para la calma, un vendaval de ansiedad nos deja por los suelos.

Pero, si no son nervios, ¿entonces qué es? Para mí, está muy claro: la ansiedad es una forma exacerbada, primitiva e irracional de una emoción que todos los seres humanos hemos sentido alguna vez. El miedo. Si nos fijamos en las somatizaciones que conlleva la ansiedad, podemos comprobar fácilmente que todas ellas se producirían también en una situación de peligro vital. Taquicardia, hiperventilación y, sobre todo, algo muy difícil de comprender para quien nunca ha sufrido ansiedad: una ganas literales y irresistibles de salir corriendo. Personalmente, he salido corriendo de donde estaba durante algunas de mis crisis de ansiedad, y me he movido frenéticamente durante horas cuando me han obligado a sentarme en una silla "para que me calmara".

Creo que, en esta comprensión de qué es la ansiedad realmente, reside también la clave para poder controlarla. Y digo "controlarla" porque, en principio, considero que en sí misma no es una patología, sino todo lo contrario. Para mí, la ansiedad es un mecanismo de defensa que ha asegurado la supervivencia de nuestra especie durante miles de años y, por lo tanto, no creo que responda precisamente a una desadaptación de nuestro organismo.

Desde mi experiencia personal puedo decir que el punto de inflexión en este "padecimiento" es el momento en que nos sentamos tranquilamente con nosotros mismos y, compartiendo mesa con la ansiedad, meditamos honesta y profundamente acerca de su origen. Es decir, nos preguntamos: "¿Qué es lo que me da tanto miedo?".

Si la ansiedad es una somatización parecida a la que se producirían ante una amenaza vital, se entiende que la respuesta a esta pregunta es algo que sentimos que amenaza nuestra vida, nuestra supervivencia. Esto, evidentemente, variará con cada persona. Algunas sienten ansiedad ante algo que podría suponer un peligro real para su vida, como un avión o un ascensor. Otras sienten su vida amenazada de una manera menos directa, pero igualmente dolorosa. No llevamos la vida que querríamos, sentimos que alguien o algo nos la está arruinando, tememos no ser capaces de cumplir nuestros sueños y un largo etcétera de situaciones que, si bien no nos provocarán la muerte, sí que nos dejarán sin vida.

Lo que nos da miedo es lo que hay que tratar de solucionar. Identificarlo, racionalizarlo, analizarlo y, como se suele decir, tener el valor de ser capaz de cambiarlo cuando sea posible, o la serenidad de aceptarlo cuando sea imposible. En este sentido, la ansiedad no ha sido un problema, sino la llamada de atención necesaria para que nos pusiéramos manos a la obra con el objetivo nada desdeñable de salvar nuestra propia vida. Porque los seres humanos somos así de cabezotas: nuestra vida, tal y como la conocemos, tal y como la deseamos o soñamos está en peligro, y tratamos de mirar hacia otro lado hasta que nuestro cuerpo nos sacude de arriba a abajo para hacernos despertar.

Entonces, ¿no existe una ansiedad patológica? Yo creo que sí: es la ansiedad que provoca la propia ansiedad. Quien ha sufrido alguna vez una crisis de este tipo y sus consecuencias sabe que, de pronto, lo que no debería ser un problema en sí mismo se convierte en el centro de nuestros padecimientos. Después de mi gran crisis de ansiedad, que me hizo sentir aterrorizada durante días, vinieron un mes de baja laboral, el desenmascaramiento de una depresión y casi dos años de tratamiento psicológico y farmacológico con ansiolíticos, antidepresivos y somníferos. Creo que es lógico que, ante los primeros síntomas, sienta un miedo terrible a que el ciclo se inicie de nuevo. Esta emoción (el miedo al miedo, la ansiedad por la ansiedad) ya no resulta adaptativa, sino todo lo contrario. La sabiduría de la primera ansiedad se vuelve un obstáculo con la ansiedad de "segundo grado", que pasa a ser un problema en sí mismo y no una contundente llamada de atención.

No es sencillo superar la ansiedad. Hace falta mucha ayuda, de muchos tipos. Y una gran fuerza interior. Una vez que nuestro cuerpo aprende a somatizar de ese modo, además, se aficiona a hacerlo, y cuando creíamos haber superado una crisis, la ansiedad vuelve a aparecer.

Pero en el fondo de ese pozo, como una moneda que brilla entre el lodo de nuestra desesperación, se encuentra la respuesta que buscamos, la respuesta a la pregunta que tan insistentemente nos plantea nuestra ansiedad. ¿Qué clase de animal salvaje te persigue? ¿Cuál es el incendio que te obliga a salir corriendo de tu propia casa? ¿Dónde está el huracán que ha arrancado los cimientos de tu vida?

Hasta que no respondamos a esa pregunta, hasta que no nos enfrentemos a nuestros miedos para vencerlos, la ansiedad estará allí para recordarnos que no podemos mirar para otro lado cuando se trata de nosotros mismos: de nuestros sueños, de nuestra felicidad, de nuestra salud, de nuestra vida.

¿Y acaso no es de agradecer?

lunes, 29 de octubre de 2012

Ya no sé si me gusta mi trabajo

 
Yo soy una de esas personas que se dedican a la educación por profunda y absoluta vocación. Como si de una cuestión de fe se tratase, reconozco que me resulta casi imposible explicar de dónde me viene ese amor por la enseñanza.
 
Supongo que es un poco mezcla de todo: siempre me gustó aprender, el mundo académico en general (con excepción del universitario, que acabé aborreciendo), los retos intelectuales, el estudio y un largo etcétera. Además, me resulta gratificante trabajar con personas, con emociones, con valores; saber que estoy contribuyendo a crear un mundo mejor mientras me gano la vida, o que, al menos, lo estoy intentando; conocer a las personas, tratar de comprenderlas y ayudarlas, poner mi granito de arena en su vida, aunque sea mínimo, aunque nunca lo recuerden.
 
Pero, de un tiempo a esta parte, ya no sé si me gusta mi trabajo. Desde que empezaron los recortes, me siento atrapada en un sistema al que no quiero pertenecer. Demasiadas horas, demasiados alumnos, demasiadas humillaciones. Para mantener unas cotas dignas de profesionalidad, me veo obligada a cercenar mi tiempo libre, mi vida personal. Sé que, de lo contrario, me costará sobrevivir a las clases y me sentiré un fraude. Pero acabar extenuada cada día después de trabajar muchas más horas de las que me pagan tampoco me hace feliz.
 
Cuando empecé en la enseñanza, todavía era muy inocente. Pensaba lo que piensa todo el mundo: que los profes solo trabajan mientras dan clase y que el resto del tiempo se dedican a tener vacaciones. Por más que supiera que también había que corregir o prepararse, me las prometía felices, pues no tenía ni idea de lo que eso significaba. Claro que la edad de la inocencia duró lo que tardé en conseguir mis primeros trabajos como docente. ¿Cómo podía emplear en preparar una clase más del doble de lo que la clase duraba, si además me pagaban por horas lectivas? ¿Qué estaba haciendo mal para que un trabajo de ocho horas se convirtiera en uno de veinte? ¿Cuál era mi error?
 
Con esto quiero decir que hace ya mucho que sé que la profesión de docente no son las vacaciones pagadas con las que soñaba de alumna. Siempre he sido muy trabajadora, además, así que no me ha causado ningún trauma insuperable el comprender que había elegido una profesión que exigía mucho más de mí de lo que había calculado. Y tampoco empecé ayer o antesdeayer a trabajar a tiempo completo, es decir, que ya acumulo la experiencia suficiente como para haber ganado en capacidad de organización y eficacia.
 
A pesar de todo ello, me siento superada. No porque no sea capaz de sacar adelante mi trabajo, puesto que, de hecho, lo hago cada día; sino porque conlleva una serie de condiciones que no sé si estoy dispuesta a cumplir. Desde luego, la vida que llevo no es la que había planeado, ni siquiera tras dejar salir todos los pájaros que tenía en la cabeza. Y me pregunto qué debería hacer.
 
¿Abandonar? Me resulta inconcebible. Después de tanto esfuerzo, de tanto aprendizaje, sería una pena tirarlo todo por la borda. Además, a mí me gusta enseñar, y sé que, si lo dejo, es posible que no vuelva, porque el miedo escénico a la clase resulta terriblemente paralizador (lo sufro cada vez que tengo vacaciones, incluso algunos fines de semana) y solo decrece con la práctica continuada. Por otra parte, yo vivo de mi sueldo, así que no puedo dejar de trabajar de un día para otro.
 
¿Reducir? Esa sería una hermosa posibilidad, trabajar menos horas, aunque ganara menos dinero, ya que mi calidad de vida sería superior. ¿Es una opción viable? No lo sé. Tengo pendiente investigarlo, porque los funcionarios de nivel medio estamos muy limitados a la hora de flexibilizar nuestro horario; no como nuestros superiores, que compatibilizan, abandonan pero cobran, y suman y siguen con una pasmosa facilidad.
 
¿Aceptar la "nueva" situación? A veces me planteo si no será que me han eclosionado nuevos pájaros en la cabeza, si la raíz de mi malestar no se encontrará en unas expectativas demasiado altas acerca de cuánto debe dar de sí cada día. Tal vez la "vida del trabajador" sea esta: trabajar de sol a sol seis días a la semana, dentro y fuera de casa, y el séptimo dejarlo para tomar aliento antes de volver a empezar. No sé, yo creía que si no tenías una ambición económica muy elevada, podías permitirte otros lujos en la vida, como tener tiempo libre o serenidad espiritual. Y ahora me pregunto si en realidad es posible, si no habré apuntado (aunque no sea económicamente) demasiado alto.
 
Supongo que en el origen de mi malestar y mis dudas habrá un poco de todo, y que tendré que tomarme mi tiempo para desenredar la madeja que ahora mismo me está ahogando. Mientras tanto, necesito dejar salir lo que siento, algo difícil de conseguir cuando gran parte de la gente que me rodea, conocidos y no tanto, me consideran una privilegiada, vaga y quejica a la que no le queda ni el derecho al pataleo.
 
Profesora y funcionaria.
Merezco la muerte, vamos.

sábado, 27 de octubre de 2012

En el hospital

 
Han operado a mi abuela y mi novia y yo hemos ido a visitarla al hospital.
 
En condiciones normales, el único revuelo que habría traído esta situación sería el propio de las circunstancias: los nervios por la operación, la preocupación del postoperatorio, el estrés de las visitas, la alegría por la pronta recuperación. Afortunadamente, ha habido poco de lo primero y mucho de lo último, pues la operación ha salido muy bien y mi abuela ha vuelto a demostrar que es fuerte cual elefanta. Pero la situación se ha movido entre lo tenso y lo insoportable durante días porque mis padres no nos quieren y eso complica al máximo cualquier evento familiar.
 
Mi abuela nos ha demostrado su cariño a mi novia y a mí en numerosas ocasiones. Incluso ha tratado de hablar con mi madre sobre lo absurdo de su comportamiento. Por eso, tener que visitarla a solas se me hacía raro, injusto, cruel y sin sentido. Pasé muchos días nerviosa y preocupada, sin saber cómo debía comportarme, hasta que supe que mi madre y mis tíos habían organizado turnos para acompañar a mi abuela (lo cual es muy normal en todas las familias, pero casi un milagro en la mía), y mi novia y yo decidimos presentarnos una tarde en la que sabíamos que mi madre estaría en su casa.
 
Una de las pesadillas que más se me repiten se parece bastante a esta visita. Mi novia y yo estamos en un lugar en el que mi madre puede aparecer de improviso, y de improviso, aparece. Por suerte, aquella tarde no apareció, aunque eso no logró calmar mis nervios, ni los de mi novia, ni los de mi abuela, ni los de mis tíos. No puedo asegurar qué les pasaba a cada uno de ellos, solo sé que, hasta que no me vi de vuelta en el coche, no conseguí volver a respirar con normalidad.
 
En momentos como este, me entristezco profundamente al pensar que mi vida podría ser muy sencilla si no se esforzaran tanto en complicármela. Y saber que ya no puedo luchar más contra ello, que he agotado todos mis recursos, me hace sentir muy cansada. Me queda, al menos, el consuelo de seguir liberándome interior y exteriormente; una liberación cuyos límites siento que estoy alcanzando, y no sé si sentirme plena o frustada por ello.
 
Por el momento, me quedo con que lo de mi abuela haya salido tan bien.
En ese sentido y por el momento, estoy encantada.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Me gustan los equinocios


Hay dos cambios de estación que me sientan de maravilla: el comienzo del otoño y el de la primavera. Y como no sé muy bien qué es lo que tienen en común, solo se me ocurre expresarlo diciendo que me gustan los equinocios.
 
Me encanta la llegada de las lluvias, los cielos plomizos, los primeros fríos. Me gusta sacar los jerseys del armario, dormir la siesta bajo una manta, contemplar las gotas que mojan mis ventanas, sujetar con las manos un tazón de té caliente. Me hace sentirme melancólica, con ganas de volver a mí misma, de recogerme, de recordarme, de leer, escribir y hacerme una bolita.
 
Pero también disfruto con el regreso del sol, de los paseos, de las ganas de estar en la calle, del buen tiempo. Me gusta guardar el abrigo, salir por la noche con una chaqueta ligera, destaparme mientras duermo y empezar a ponerme morena. Hace que me sienta viva, con ganas de proyectar, de crear, de iniciar cosas nuevas.
 
Y aunque todos los años sea lo mismo, todos los años vuelven a ilusionarme los equinocios. Me pongo nerviosa, me emociono, me siento aliviada ante la perspectiva de que nunca fueran a llegar. Siento que el ciclo se renueva, que puedo mantener la esperanza porque siempre me quedará el otoño, porque nunca me faltará la primavera.
 
Lo único que me entristece es que cada año sean más breves.
¡Dejen de robarnos las estaciones intermedias!

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Escena de dormitorio

 
Mediodía después del amor. La gata maúlla tras la puerta cerrada. Son maullidos breves, agudos, intencionadamente lastimeros. Le dejo una rendija y vuelvo al abrazo. La gata entra trotando, pero se detiene. Dedica unos instantes a inhalar la calidez que inunda la habitación. Luego trepa hasta la cama. Parpadea, nos observa y da comienzo el ronroneo. El sonido de su cuerpo se amplifica como eco hasta llenar todo el espacio. Avanza por nuestras piernas. Nos masajea el costado. Frota su nariz contra mi cara antes de bajar por los brazos. Elige el mío como almohada mientras acaricia el de ella con las patas. Cierra los ojos y, al tiempo, su cuerpo calla. En el silencio de nuestro cuarto las tres nos quedamos dormidas. El sol abandona su cenit llevándose los rayos que, hasta hace nada, lo incediaban.

domingo, 23 de septiembre de 2012

En marcha


Después de unas semanas de mucho trabajo y estrés infinito, el curso ya está en marcha.
 
Este año supe cuál era mi centro cuatro días antes de empezar las clases. Si el año pasado nos aumentaron las horas lectivas, este han hecho lo propio con las complementarias. Ahora estoy obligada a permanecer en el instituto más horas que nunca, la mayoría de ellas repletas de clases, reuniones y guardias. Según la Consejería de Educación, con cinco horas a la semana tengo suficiente para preparar todas mis clases. Yo necesito más del doble, y más del doble está lleno de horas que le quito a mi tiempo libre y que no me pagan.
 
Aun así, procuro conservar la ilusión. La ilusión y la profesionalidad. Aunque solo sea por los treinta y cinco alumnos que llego a tener por clase, para que su presente y su futuro no se vean teñidos del color gris recorte que no merecen y del que no son culpables. Ni ellos, ni sus profesores, ni sus familias. Mientras tanto, las aulas se han llenado de mesas de colores, traídas desde el último rincón del almacén para que quienes no pueden pagar un colegio concertado o no tienen plaza en Formación Profesional sigan estudiando con toda la dignidad que podemos ofrecerles. Aunque los de alante estén muy alante y los de atrás estén muy atrás. Y es que en un aula construida para veinticino alumnos resulta complicado cumplir la ley.
 
Las movilizaciones ya han empezado. La mayoría estamos mucho más cansados que otros años, con el ánimo mucho más bajo que antes, pero seguimos asistiendo y luchando. Aunque no sepamos muy bien contra quién, porque los políticos dicen no hacer lo que desearían, y el mercado no tiene un rostro definido contra el que arremeter. Por eso sigo llevando mi camiseta verde cada semana, para que al menos mis alumnos sí tengan claro que quien les mira cada día de frente lo hace porque camina a su lado.
 
Ojalá algún día la situación cambie y yo pueda volver a cumplir mi horario de hace dos años cobrando el sueldo de hace tres. Mientras espero a que ese día llegue, sigo plantando las semillas de la justicia y la igualdad en las mentes de quienes aprenden conmigo, con la esperanza de que tal vez ellos mejoren con sus propias manos ese futuro que tratan de hurtarles.
 
No me rindo, ladrones. ¡No me rindo!
Y estoy encantada de seguir peleando.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

¿Para qué abriste tu blog?


Uno de los temas que se trataron en el Encuentro de Bolloblogueras al que asistí en junio fue la finalidad que se tiene cuando se abre un blog. No tanto el porqué, sino el para qué. ¿Qué querías conseguir a través de tu blog?
 
Entre los objetivos más extendidos (y sorprendentes, para mi gusto), se encontraba el de ligar. Al parecer, es bastante más común de lo que yo me imaginaba. Y no solo se abren blogs para ligar, sino que se liga independientemente de la finalidad original del blog. Fueron varios los casos que se comentaron entonces, y yo me sé de algunos más que se podrían comentar por aquí.
 
La verdad es que nunca antes había contemplado la posibilidad de abrirse un blog para ligar, ya que me resulta un medio ciertamente farragoso y complicado. Entiendo el ligoteo como "beneficio colateral", sobre todo entre bolloblogueras; pero creo que, en la época en la que muchas abrimos nuestros blogs, yo habría optado por entrar en un chat. Hoy en día, supongo que me dejaría caer por alguna red social. Pero... ¿un blog? ¿Con todas sus entradas, el tiempo que se invierte en pensarlas, escribirlas y publicarlas, con sus comentarios, las imágenes, el diseño... para ligar? Definitivamente, no.
 
A pesar de lo cual, insisto en que, objetivamente, resulta un medio muy eficaz. Incluso me atrevería a decir, a juzgar por el resultado a largo plazo de muchos de estos escarceos (parejas de largo recorrido, matrimonios, hijos), que es una opción de calidad.
 
En cualquier caso, yo no abrí mi blog para ligar. Fue para hacer terapia. Me encontraba deprimida por el hecho de ser lesbiana, incapaz de mirar hacia el futuro con la cabeza bien alta, y me gustó imaginarme escribiendo como una lesbiana orgullosa, feliz con su condición, sin miedo.
 
Quería contarme una historia de éxito, pero no inventarla: quería vivir una historia de éxito para contarla.
 
Afortunadamente, a lo largo de este camino he aprendido que la vida no es tan simple ni lineal. Con todo, puedo decir que he cumplido y cumplo con el objetivo de mi blog: he hecho terapia a través de la escritura y me siento infinitamente mejor conmigo misma y con mi lesbianismo que cuando empecé.
 
Creo que esta opción terapéutica también puede ser bastante común, aunque realmente no lo sé. Si os apetece tratar el tema, os invito a que deis respuesta a mi pregunta inicial en vuestros blogs. ¡A mí me encantaría leer sobre ello!
 
Mientras tanto, me quedo pensando en si estos motivos estarán igual de extendidos más allá de la bollosfera o serán algo propio de las mujeres lesbianas... ¿Vosotras qué creéis?

miércoles, 29 de agosto de 2012

Los niños y los animales domésticos


Flota a mi alrededor cierto convencimiento de que los niños y los animales domésticos son incompatibles. Al parecer, las personas que tienen animales domésticos lo hacen porque no pueden o no quieren tener niños, en una especie de sustitución (tocomocho, me parece a mí) de lo uno por lo otro. Del mismo modo, si uno tiene hijos, o ha decidido tenerlos a medio plazo, renuncia explícitamente o bien ni siquiera se plantea la idea de incluir un animal doméstico en su vida.

Para muchas personas que conozco, esto es una especie de verdad de fe.
A mí me saca de quicio.

Supe de la existencia de este pensamiento hace algunos meses. Una de mis mejores amigas acababa de comprarse un piso y yo le pregunté si iba a tener gatitos, pues siempre le han gustado y nunca pudo tener ninguno porque sus padres no se lo permitían. En su adolescencia, llegó incluso a rescatar a varios gatos de la calle para poder llevárselos a su pueblo, donde sí podía quedárselos. Así que me pareció de lo más lógico que ahora quisiera desquitarse de aquello.

‒ No, tía, no ‒ me dijo ella, sonriendo condescendientemente.
‒ ¿Y por qué no? ‒ insistí con inocencia.
‒ Porque yo sí quiero tener hijos.

No recuerdo exactamente qué dije después, pero sé que no estuvo a la altura de los sentimientos de ira y profunda indignación que me provocó su respuesta. No sólo por el prejuicio tan terrible que estaba expresando, sino porque en su respuesta parecía dar por hecho que yo, al tener un gato, estaba renunciando a la maternidad, algo profundamente incomprensible desde mi punto de vista. Sobre todo cuando yo jamás me había posicionado sobre el tema en esos términos. ¿Habría alguna otra razón flotando en el ambiente? Preferí no preguntármelo, pues ello me habría obligado a replantearme el sentido de nuestra amistad.

Poco después, me ocurrió algo parecido con uno de mis compañeros de trabajo. Acababa de ser papá, y yo me ofrecí a  hacer una reunión en casa para que pudiera presentar a su retoño en sociedad. A pesar de la generosidad de mi propuesta, él me dejó caer que no estaba muy seguro de la conveniencia de juntar a un recién nacido con un animal. Creyendo que podía estar genuinamente preocupado, le mandé un correo electrónico con información sobre el tema, esperando poder tranquilizarlo. Inesperadamente, sin embargo, mi correo le enfadó muchísimo y me respondió de muy malos modos. Al parecer, lo que pasaba era que no se fiaba de los gatos y no quería exponer a su hijo a ninguna mala experiencia, pues él ya había tenido alguna en su infancia.

He de decir que este tipo de miedos me parecen plenamente comprensibles, y que jamás dejaría a un bebé y a un animal, por muy manso que este fuera, solos frente a frente. Lo que ya no comprendo de igual modo es que, en vez de expresar los miedos tal y como son, se fomente una mitología acerca de la peligrosidad o inconveniencia de que los niños, por muy pequeños que sean, puedan acercarse a los animales o relacionarse con ellos. Porque es injusto tanto para los animales como para los niños. Y porque, además, es falso.

Como no hay dos sin tres, hace poco me enteré de que mi suegro, ante la adopción de nuestra nueva gatita, se había expresado, con alguien que no éramos nosotras en los siguientes términos:

‒ Claro, supongo que quienes no tienen hijos, se dedican a tener animales.

Confieso que lo que más me molesta de este tipo de afirmaciones es que ni tan siquiera se nos pregunte acerca de nuestra voluntad de ser madres, y de cómo se relaciona esta con el hecho de tener animales. Y sí, no puedo dejar de sospechar que esto no ocurriría de la misma manera si fuésemos una pareja hetero de la que se esperasen niños en vez de gatitos.

Tener hijos o tener animales no son opciones excluyentes. Personalmente, quiero tener hijos y quiero tener animales para que ambos se relacionen. Me parece muy positivo en ambas direcciones y, especialmente, deseo que mis hijos se críen pudiéndose relacionar con animales para que los conozcan, respeten y valoren como merecen, pues esta es una actitud muy valiosa para mí. De hecho, es uno de mis valores fundamentales.

Por otro lado, la convivencia entre niños y animales es algo tradicional en la mayoría de las sociedades, presentes y pasadas, a lo largo y ancho de nuestro planeta. Y creo que esta especie de psicosis separatista que se extiende por la nuestra dice muy poco a favor de sus valores y de su salud mental colectiva.

Encantada de no participar en ella.

domingo, 26 de agosto de 2012

Paciencia


Una de las más hermosas virtudes de las que carezco es la paciencia.

La gente que me conoce negaría esta afirmación. Porque parezco muy paciente. Y lo parezco porque soy una persona amable, tranquila y pacífica. Pero amabilidad, tranquilidad y paz no son sinónimos de paciencia.

Otros dirán que tengo paciencia porque la demuestro. Y es verdad. Tengo cierto tipo de paciencia: la paciencia hacia los demás. Infinidad de paciencia para con mis alumnos. Grandes dosis de amorosa paciencia para mis seres más queridos: mi novia, mis gatitos, mis verdaderas amigas. Toneladas y toneladas de paciencia para mis padres. Pero esa no es la paciencia que me interesa.

La paciencia que me interesa, y de la cual carezco, es la paciencia para con la vida. Cuando deseo que ocurra algo en mi vida, cuando quiero que algo forme parte de mi experiencia cotidiana, no tengo paciencia. Lo quiero YA. Y si no lo consigo de inmediato, me invade la impaciencia y, con ella, el miedo, la desesperanza y la frustración.

Creo que siempre he sido así. Con el paso de los años, he aprendido a decirme ciertas cosas para calmarme, para hacerme entender, a mí misma, que querer o desear no implican necesariamente poder ni deber. Que, a veces, una quiere algo que no debe estar en su vida, y por eso no llega, y que estas cosas se terminan entendiendo si una consigue la necesaria paciencia para hacerlo. O que, a veces, una desea algo que es posible, pero no en las condiciones actuales; y que la diferencia entre su imposibilidad exasperante y la realización final del deseo no es más que cierta cantidad de paciencia para rellenar cierta cantidad de tiempo.

Pero, aunque me lo diga, solo me lo creo a ratos. El resto del tiempo me siento como un león enjaulado, que no puede salir a por su presa sin llegar a comprender muy bien el motivo. Incluso cuando no existe una presa definida, incluso cuando no hay jaula, me limito a recorrer el mismo círculo, dando vueltas y vueltas, mientras gruño amenazadoramente.

No aprendo la lección. Me da igual quince, que veinticinco, que treinta. Deseo arrancarle a la vida sus mejores bocados. Y no puedo esperar.

¡Porque no tengo paciencia!


Foto de aquí.

viernes, 24 de agosto de 2012

¡No alimentéis a los trolls!


A lo largo de mi experiencia como bloguera (que se remonta a varios años antes de Encantada), he asistido a numerosas polémicas, discusiones e insultos públicos en los blogs en los que he participado, incluidos los míos. En general, no me gusta tomar parte en ellos porque no considero que (me) aporten nada; pero no puedo evitar hacerme algunas preguntas al respecto.

La principal de ellas es: ¿POR QUÉ?

¿Por qué se producen estas discusiones absurdas, sin sentido, pero sumamente enconadas, además de emocional e intelectualmente perturbadoras y destructivas?

Después de mucho pensarlo, he llegado a la conclusión de que todo gira en torno al troll. ¿Y qué es un troll? En la jerga informática, un troll es una persona que entra en un foro, blog o similar, para publicar comentarios que generen polémica, con el objetivo de herir, confundir y provocar enfrentamientos. Estas personas suelen ampararse en el anonimato; aunque, en ocasiones, también buscan notoriedad, por lo que pasan a ser conocidas por sus alias, perfectamente identificables.
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Cuando se detecta la presencia de un troll en una comunidad, se aconseja que no se le "alimente"; es decir, que el resto de los participantes procuren ignorar sus comentarios para no polemizar, ya que los trolls abandonan las comunidades donde no reciben la atención que buscan.


Y es que eso es lo que busca un troll: no enriquecer la entrada con otro respetuoso punto de vista, no aportar nuevos datos que desarrollen una reflexión, ni razonar, ni argumentar, ni tan siquiera compartir una experiencia. Lo que quiere es que se le haga caso, que se le alimente, y que las personas que participaban en esa comunidad dejen de prestar atención al tema que se estaba tratando o a la intención que tenía el autor del blog cuando escribía... para centrarse en él.

Lo cierto es que determinadas discusiones que he leído parecen haber sido deliberadamente provocadas por un troll. Y es que sus ataques no se pueden evitar; tan solo es posible controlarlos a través de la moderación de comentarios. Sin embargo, esta tarea tampoco es fácil. Personalmente, y dejando de lado a los trolls más evidentes, me resulta imposible diferenciar un comentario auténtico (aunque desafortunado) del comentario de un verdadero troll.

En lo más profundo de mi ser, no obstante, reconozco que querría tratar a ambos de la misma manera: ignorando o borrando sin miramientos aquello que considere fuera de lugar, pues creo que todos deberíamos esforzarnos por no comportarnos como un troll. Me parece que aprender a expresar críticas constructivas es algo positivo que se debe fomentar. Y, tal vez, una manera de hacerlo sería dejar de aguantar a quienes comentan sin ton ni son ni cuidado, soltando por su boca todo lo que les viene en gana en nombre de la libertad de expresión.

(Estoy pensando ahora mismo en que sería genial que hubiera algún tipo de etiqueta que permitiera calificar algunos comentarios como "dignos de un troll").

Lo cual me genera otra pregunta: ¿dejar de alimentar al troll implica coartar la libertad de expresión?

A mí me convence. ¿Y a ti?

Conozco a muchas blogueras que no dudan en establecer los límites de la libertad de expresión adecuados para su blog, pues no publican comentarios anónimos ni tampoco permiten la publicación inmediata de los que vienen firmados, sino que estos han de ser aprobados por ellas antes de ser visibles. Evidentemente, tienen todo mi respeto, porque cada una sabe lo que se hace con su blog y conoce también los ataques que ha sufrido. Como si no se quieren recibir comentarios, que es una opción posible.

Personalmente, no modero los comentarios porque me resulta tedioso; lo cual, sin embargo, no me permite liberarme del dilema de los trolls. Especialmente cuando algunas personas, que firman sus comentarios o que incluso son conocidas en la blogosfera, se comportan como tales. Y no me estoy refiriendo a aquellas personas que encienden el ordenador preguntándose: "¿A quién pondré verde hoy?"; sino a las que, dentro de una sesión normal, se ven poseídas por el espíritu de un troll al encontrarse con determinadas entradas.

Supongo que estas formas de actuar, como en la vida real, tienen que ver con la personalidad. Hay quien se enciende fácilmente, hay quien abre la boca y deja salir sapos y culebras, hay quien se cree con el derecho y el deber de dirimir entre el bien y el mal, hay quien considera que las faltas de respeto no están reñidas con la razón... y hay quien no hace nada de esto.

No pretendo predicar en el desierto. Ciertos comportamientos no pueden ser modificados desde fuera, y mucho menos desde la red. Sin embargo, todavía hay algo que me preocupa. Y es el caso de aquellas personas aparentemente sensibles, buenas lectoras y buenas escritoras, que de buenas a primeras te la lían parda en cualquier blog. Lo que más me interesa de este comportamiento, porque es más sencillo de modificar que un rasgo de carácter, es que muchas de las discusiones que presencio parecen estar relacionadas con una mala interpretación (o, simplemente, una mala lectura) de cierto contenido de un blog.

Ante determinadas discusiones, me queda claro que ciertas personas no comprenden de qué se trataba exactamente una entrada, ni el tono del autor, ni su intención. A pesar de todo esto, y como no podía ser de otra manera, comentan. Y a mí me dan ganas de escribirles: "¡Por favor, vuelve a leer lo que se ha escrito, porque tu comentario no tiene nada que ver...!". Pero no lo hago porque supongo que, si han comentado, es porque creen haber entendido bien.

Sé que en la vida real son comunes los malentendidos, y que estos también se pueden producir en la red. Sé que los malentendidos se multiplican cuando la comunicación es escrita y/o diferida, cuando la presencia de la persona que ha elaborado el mensaje no te ayuda en la comprensión. Sé que no todo el mundo tiene la misma competencia lectora, aunque esta es una explicación simplista que me niego a considerar. Lo que yo me pregunto es: ¿hay algo en la naturaleza de los blogs que propicie especialmente los malentendidos y el comportamiento tipo troll? A mí me parece que sí. O, por lo menos, se me ocurre una explicación.

Creo que la clave está en la conjunción de dos elementos: por un lado, la existencia de entradas largas y/o complejas, que requieren de una lectura atenta y pausada; por otro lado, las ansias irrefrenables de comentar.  

A veces ocurre que, frente a ciertos temas, los lectores nos encendemos y vamos dejando de leer lo que pone para leer lo que hemos leído otras veces, lo que hemos escuchado, lo que nos repiten desde niños, lo que nos saca de quicio. Y así, después de dos, tres, cuatro minutos, las letras concretas desaparecen para convertirse en las palabras mudas de un diálogo de besugos, donde pasamos a defender nuestra posición sin saber muy bien contra quién, ni por qué, ni hasta qué punto es necesario. En ocasiones, el dueño del blog responde en los mismos términos, ignorando incluso su propia entrada, otros comentaristas se animan... y ya tenemos líada la "Guerra de los Trolls".

Poseídos todos por un troll del ciberespacio, culpables todos de su existencia y de su patética actuación.

Acaso este comportamiento de lector-escritor-descuidado, de comentarista-cumpulsivo, ¿no podría considerarse también como propio de un troll? Al fin y al cabo, si lees por encima para decir: "¡Cuánto me alegro!"; parece que, en general, no puede producirse un malentendido demasiado grave. Pero si lees por encima para cagarte en todo, entonces quizá es que tu intención primigenia, casi casi desde que leíste el título de la entrada, era comportarte como un troll.

'¡Esta entrada es una mierda!. ¡Das asco! ¡Eres idiota! ¡Muérete!
POR FAVOR, ALIMÉNTAME'.

¿Qué se puede hacer, por tanto, para rebajar el enconamiento en la red, para mantener un clima adecuado al intercambio, la reflexión y el enriquecimiento en nuestros blogs? Yo insisto en el lema tradicional: que no alimentemos a los trolls. Pero no solamente al troll que tenemos enfrente, sea auténtico, dudoso o conocido; sino también al troll que llevamos dentro, a ese que nos posee y devora la sesera hasta hacer que nos comportemos como seres irracionales, incapaces de empatía, analfabetos funcionales que escupen bilis por la boca y generan caos y malos rollos alrededor.

Es posible que, aprendiendo a controlar a nuestro troll cibernético, aprendamos también a controlar a nuestro troll real.

Otra red, otro mundo es posible. ¡Empecemos por no alimentar a los trolls!

Encantada.

martes, 21 de agosto de 2012

La familia CRECE

Pues sí. Este verano, mi novia y yo nos hemos animado a ir a por la parejita. Y como resultado, ahora vive en nuestra casa esta preciosa bebita de ojitos color miel:


Se llama S y fuimos a buscarla a un refugio para animales. En un principio, nos la trajimos en acogida, temerosas de que V no pudiera soportar tener una hermanita. Para facilitar la relación, le preparamos a S una habitación con todo lo necesario (comedero, bebedero, rascador, un cojín a modo de camita, algunos juguetes y el arenero) y sólo la sacábamos de ahí a ratitos, dejando que V pudiera acostumbrarse a su presencia y a su olor poquito a poco.

He de decir que los primeros días fueron espeluznantes. V es un gatito muy miedoso, que puede reaccionar violentamente si se siente amenazado. Y la pequeña S le daba mucho, mucho miedo. Consecuentemente, durante tres o cuatro días se dedicó en exclusiva a bufar, gruñir y salir corriendo. Mi novia y yo (sobre todo yo, para qué negarlo) estábamos aterrorizadas, porque V nunca gruñe ni bufa, y ver cómo lo hacía constantemente resultaba impresionante. Y aunque nos habíamos informado sobre el tema, leyendo y hablando con la gente, nada podría habernos preparado para asistir a semejante espectáculo en directo.

De lo que nadie nos advirtió, y tampoco leímos en ningún sitio, fue de que las hostilidades de V no se dirigirían solo a la gatita, sino también a nosotras. Desde que entramos por la puerta y durante varios días, V no dejó de dedicarnos miradas de odio. Rechazaba nuestras caricias y juegos, dejaba su platito de comida intacto y, por las noches, no aparecía en nuestra habitación. La verdad es que temíamos que la situación superase a V para siempre, y esto nos hizo incluso replantearnos la conveniencia de devolver a S al refugio.

Allí nos habían asegurado, no obstante, que S era una gatita muy sociable, a la que le encantaba estar con otros gatos mayores. Afortunadamente, no se equivocaban, y gracias a su actitud valiente y decidida, fue consiguiendo poco a poco que V aflojara sus amenazas y tolerase sus acercamientos. Así, a los cuatro o cinco días S ya podía estar fuera de la habitación la mayor parte del tiempo, invitando a jugar a V bajo nuestra supervisión. V empezó entonces a darle pequeños zarpazos, sin sacar las uñas, lo que S interpretaba como un agradable reto. Esto fue un gran adelanto, pues hasta entonces V ni siquiera permitía que ella lo rozara.

A la semana de conocerse, felizmente, ya jugaban juntos, y los bufidos y gruñidos habían desaparecido. V volvió a aceptar nuestras caricias, recuperó el apetito y siguió durmiendo a los pies de nuestra cama, como había hecho hasta aquel momento. Nosotras empezamos a dejarlos juntos y solos, y desmontamos la habitación de S, que para entonces había explorado hasta el último rincón de nuestra casa y parecía entender que el futuro de su comedero, juguetes y demás no estaba entre aquellas cuatro paredes.  

Poco después, descubrí algo que me hizo recuperar toda la confianza en la decisión que habíamos tomado de agrandar la familia.

En aquellos días, constantemente se escuchaba a alguno de los dos gatos (o a los dos) corriendo, maullando o trasteando en algún lugar. Sin embargo, una tarde se hizo el silencio. Así que dejé lo que estaba haciendo para recorrer la casa de puntillas, con la esperanza de que S hubiera entendido, por fin, que también se podía dormir durante el día. Pero no la encontraba, ni a V tampoco. Desesperada, me atreví a mirar en uno de los escondites preferidos de V, para comprobar que al menos uno de los dos gatos no se había tirado por la ventana. Y entonces supe lo que estaba ocurriendo.


¡Los gatitos dormían juntos! Me faltó tiempo para correr a por la cámara e inmortalizar el momento. ¡Habíamos traspasado el nivel de mera tolerancia! Después de este hito, mi novia y yo nos decidimos a adoptar a S definitivamente. Y, desde entonces, su relación con V se ha ido afianzando, por más que todavía tengan varios detalles territoriales que negociar. Nosotras estamos muy contentas con la pequeña S, que es muy dócil y cariñosa. Y, aunque a V le cueste reconocerlo, él también parece encantado con su nueva compañera de juegos.

En definitiva... ¡hemos superado la prueba!

jueves, 9 de agosto de 2012

Y entonces, comenzaron los milagros


El año 2011 no pudo empezar peor para mí. Nuevamente repudiada por mis padres, temblando de miedo ante la incorporación al trabajo después de un mes de baja, de la mano de unos antidepresivos que no parecían hacerme el efecto deseado y superando el mono de haber dejado los ansiolíticos de sopetón. Ya no esperaba nada. Ni de mi familia, ni de la vida. Mi futuro estaba vacío, algo que nunca antes me había pasado. Además, carecía de un plan B, y tampoco tenía ganas de elaborarlo.

Y entonces, comenzaron los milagros.

El primero vino de la mano de mi prima G, a quien confiaría y confío hasta el más íntimo de mis secretos. Al saber todo lo que me estaba pasando, trató de ayudarme proponiéndome la idea de "tantear" a su familia acerca de la homosexualidad, para ver si, más adelante, podía salir del armario. A mí me pareció bien y a ella se le calentó la boca, así que, lo que empezó siendo un tanteo, acabó convirtiéndose en un outing en toda regla.

Como suele ocurrir, su familia se sorprendió mucho con la noticia. Sin embargo, la reacción posterior no pudo ser mejor. Le transmitieron a mi prima G todo su apoyo, y nos invitaron a mi novia y a mí a merendar.

Evidentemente, aceptamos.

Aquella fue la primera reunión con mi familia a la que mi novia y yo estábamos invitadas. Y la conclusión principal que sacamos de ella es que la vida familiar puede ser normal. Aquella fue una merienda normal, con encuentros y despedidas normales, durante la que se desarrollaron conversaciones normales, y en la que todos pudimos sentirnos, al fin, personas normales.

Es decir, que los milagros existen. Y que no parece tan difícil hacerlos realidad.

El segundo milagro llegó gracias a mi abuela. Sí, habéis leído bien: MI ABUELA. Yo la llamé para felicitarla por su cumpleaños y ella me invitó a comer.

– Pero venid las dos – me dijo.
– ¿Cómo? – contesté yo, absolutamente convencida de que había oído mal.
– Que vengáis LAS DOS – insistió ella.
– ¿Cómo?

Sé que a estas alturas parecía idiota, pero os lo cuento tal y como fue. Lo cierto es que empezaba a sentirme mareada y creía estar sufriendo alucinaciones auditivas.

– Que vengas con tu amiga – sentenció mi abuela.– Que a mí no me importa.

Esto último disipó las dudas que podía albergar sobre la precisión del outing familiar que seguía en marcha. Mi abuela sabía lo que se hacía. Y a quién estaba invitando a comer.

Así que allí nos plantamos las dos. Como a la comida también estaba invitada la familia de mi prima G, nos sentíamos bastante arropadas, a pesar de la impresión de que mi novia y mi abuela se conocieran.

Pero entonces tuvo lugar el tercer milagro. Estábamos tomando un refresco en casa de mi abuela, antes de irnos a comer al restaurante, cuando sonó el telefonillo.

– Ese debe de ser tu tío V.

– ¿QUÉ?
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Mi tío V, con su mujer y sus hijos. Sin paños calientes y sin avisar.

Ni ellos sabían que veníamos nosotras, ni nosotras sabíamos que venían ellos. Mi abuela nos hizo la tres catorce a todos... pero todo salió muy bien.

Todavía recuerdo a mi tía N, la mujer de mi tío V, sentada en la otra punta de la mesa y preguntándole a una de mis primas:

– Y esta L, ¿quién es?

Y mi prima terminando de sacarme del armario, y yo comiéndome mi revuelto de setas procurando no atragantarme con los nervios, el miedo y la emoción.

Cuando salimos del restaurante, mi tía N se acercó a mí sonriente y, antes de despedirse, me dijo:

– Que sepas que me parece todo muy bien.

Y a mí también me lo pareció. Porque, a pesar de que yo creía que primero debían aceptarme mis padres, y que después de su aceptación podría salir del armario con el resto de la familia, y que necesitaría su apoyo para ello, nada de eso pasó... pero todo salió muy bien.

Porque la vida sigue su propio camino, que no siempre coincide con nuestros planes, y no por ello nos conduce a un mal lugar.

Todo esto pasó hace un año, y a día de hoy estoy encantada de decir que me siento... ¡MUY FELIZ!

martes, 7 de agosto de 2012

De cómo mi ansiedad empezó a desenmascarar una depresión


Como ya expliqué en otra ocasión, las crisis de ansiedad no coinciden con el acontecimiento que las origina, sino que ambos están separados por un lapso de tiempo que, en ocasiones, hace que sea difícil establecer una relación entre ellos. Además, tampoco suelen tener relación con un único acontecimiento; por el contrario, tienden a ser el resultado de una acumulación de pequeños sucesos, tal vez rematados por una situación especialmente angustiosa.

En mi caso concreto, después de padecer el estrés del reencuentro familiar durante varios meses, sufrí una última situación límite antes de que mi cuerpo decidiera desertar de aquella militancia suicida.

Ocurrió durante un puente. Ciertos familiares de mi pueblo se animaron a venir a Madrid y así poder disfrutar de la nueva situación. Mis padres, anfitriones del evento, se esforzaron porque todo saliera perfecto; y, en ese anhelo de perfección, me incluyeron a mí.

Tenían todo planificado: cenas, excursiones, visitas a museos... Y esperaban que yo colaborase para que todo saliera como ellos pretendían: que sonriera, que me mostrase calmada, que animase la conversación... En fin, precisamente aquello que, en esos momentos de mi vida, me sentía incapaz de hacer.

A pesar de ello, lo intenté. Intenté pasar una tarde con mis familiares y disfrutarla, olvidándome de todo lo que me ocurría, involucrada en conversaciones tan amables como banales, con la única intención de pasarlo bien. Pero no pude hacerlo. No lo conseguí. Aquella fue una de las peores tardes de mi vida, atenazada por el miedo, eludiendo cualquier conversación que no versara sobre el frío o el calor, sin poder mirar a los ojos de las personas a las que tanto quería y de las que, muy a mi pesar, me mantenía alejada.

Al día siguiente, tuve que llorar durante horas antes de atreverme a llamar a mi madre para decirle que no me sentía con fuerzas para acudir a la cena. Traté de explicarle que aquella situación era muy estresante para mí. Que no podía actuar con naturalidad y que aquello me paralizaba y me hacía sufrir.

Lo único que se dignó a decir entonces fue que era una pena, que todo el mundo me esperaba, que todos preguntaban por mí. Que no entendían cómo, viviendo tan cerca, no me acercaba a pasar un rato, para una vez que venían y nos podíamos volver a juntar. Yo insistí en que ese era precisamente el problema, que estando todos juntos no podía mostrarme abiertamente. Y mi madre, en un alarde de comprensión y empatía, me pasó a una de mis tías para que me intentase convencer.

Por supuesto, no asistí a aquella cena. Y una semana después, sufrí una crisis de ansiedad.

Tardé varios días en decirles a mis padres que me había visto obligada a acudir a urgencias porque creía que se me iba la vida, que mi doctora me había dado una baja laboral de un mes, y que estaba medicada hasta las cejas. Por aquel entonces, llevaba varios meses en terapia, y trabajaba con mi psicóloga diversas estrategias para mejorar la relación con mis padres.

Porque yo creía que, para salir del armario con el resto de mi familia, era necesario que la situación con mis padres estuviera normalizada. Y como mi padre me había dado grandes esperanzas, procuraba poner todo de mi parte para alcanzar esa normalidad. Así, durante aquellos meses les dejé caer varias veces que estaban invitados a nuestra casa, o que podíamos ir a comer a no sé qué restaurante, o que sería genial que en la próxima escapada familiar acudiéramos todos, sin excepción. Ellos, utilizando su querida estrategia de la avestruz, no se habían pronunciado sobre ninguna de mis sugerencias, limitándose a cambiar de tema drásticamente, y si te he visto no me acuerdo.

Así que, antes de explicarles lo sucedido, preferí hablar con mi psicóloga para poder hacerlo de la mejor manera posible. Ella me recomendó que les explicara claramente lo que me ocurría y que les exigiera algún tipo de posicionamiento explícito. Y yo seguí su consejo. Me preparé la conversación por escrito y, temblando de miedo y de sobredosis de lexatín, les expliqué que llevaba muchos meses sintiendo ansiedad por la situación familiar, que había llegado a mi límite después de la crisis, y que les necesitaba. Que necesitaba que quedásemos un día para tomar un café, que viniera mi novia, que hablásemos del tiempo durante apenas una hora y que así, poco a poco, fuéramos construyendo una relación más normal. Porque ya no podía soportar más aquel limbo donde nunca pasa nada pero todo ocurre, que me había llevado a enfermar.

La respuesta de mis padres fue que no. Que no, y un montón de comentarios insultantes y vejatorios al máximo, que retrotrajeron nuestra relación a las primeras semanas después de que saliera del armario con ellos, como si no se hubiera producido ningún avance durante más de cinco años de esfuerzo e ilusión.

Su hija enferma, medicada y de baja les rogó por un café, y su respuesta fue que no.

Y ahí fue cuando mi ansiedad empezó a desenmascarar una depresión.

lunes, 6 de agosto de 2012

Gracias, Chavela

 Me voy. Les dejo de herencia mi libertad, que es lo más preciado del ser humano.


Gracias, Chavela, por tu ejemplo.

Gracias por cantar Ponme la mano aquí, Macorina en aquel Orgullo madrileño de 2006, mientras mi novia me abrazaba y las lágrimas corrían por mis mejillas. Justo como ahora.

Te hemos escuchado, querido y admirado.

Hasta siempre, Chavela.
Y gracias.

domingo, 5 de agosto de 2012

La visibilidad urgente


Una de las preguntas que me surgen cuando examino mi comportamiento para con mi familia es: ¿por qué salir del armario me resultaba tan urgente? ¿Cuál era la razón para que, de pronto, la posibilidad de seguir ocultándome llegara a hacerme enfermar?

Al fin y al cabo, permanecer en el armario es una estrategia de supervivencia nada desdeñable. En muchos momentos de nuestra vida, necesitamos un lugar seguro para esa parte de nuestro ser que no siempre podemos o queremos mostrar. Bien sea por miedo, por un peligro real o por cualquier otro motivo, estar en el armario nos aporta bienestar a corto plazo. Por eso no salimos, sea políticamente correcto... o no.

Y mi caso cumplía todos los requisitos. Tenía miedo, mucho miedo, a esa nueva situación que me había llegado de improviso cuando por fin había logrado cierto equilibrio en relación a mi identidad. También existía un peligro real, aunque difuso, derivado del rechazo de mis padres, un rechazo que no tenía visos de desaparecer, sino de aumentar, tras el reencuentro familiar.

Sin embargo, la mera idea de volver a pasar por el calvario de las preguntas difíciles, de los silencios, de las respuestas oportunistas de mis padres... me provocaba una grandísima ansiedad. No me sentía capaz de salir del armario con mi familia, pero tampoco me animaba a entrar. Supongo que, para entonces, ya llevaba recorrido un camino de visibilidad en el que no quería dar ningún paso atrás.

A pesar de ello, tengo la intuición de que había algo más. Algo que me provocaba una inquietud profunda, un miedo paralizante, una angustia vital. Temía no ser capaz de superar aquella prueba y que aquello con lo que soñaba nunca se hiciera realidad.

Aquello con lo que soñaba.

Durante muchos meses, he querido mantenerlo en lo más profundo de mi ser, inconscientemente. Tal vez para protegerlo, para que nada de lo que me ocurría pudiera dañarlo. Para que, como sueño, pudiera seguir siendo posible. Para que nada ni nadie pudiera arrebatármelo. Aunque a veces, muy, muy pocas veces, lograra salir a la superficie y flotar.

Recuerdo una tarde de aquel verano. Estaba tumbada en la cama y respiraba con dificultad. Sentía que la angustia me ahogaba y, de pronto, me puse a llorar. Durante unos instantes, logré deshacer el nudo que oprimía mi garganta. Mi novia estaba a mi lado y me rogaba que le explicase lo que me tenía así. Yo no sabía qué decirle, no sabía qué me ocurría, solo podía dar cuenta de mi malestar. Y seguí llorando y llorando hasta que por fin lo vi, lo vi claro por un momento, y pude prestarle mi voz.

Tenía miedo de no poder ser una buena madre.

Recuerdo cómo mi novia trató de consolarme, haciendo acopio de mis virtudes, pero yo seguía llorando y llorando, hasta que conseguí decirle que no. Que mi temor no era no poder ser una buena madre. Que mi temor era no poder ser una buena madre, sí, pero lesbiana.

Quizá resulte un tanto inconexo. Mi familia, mi deseo de ser madre, la ansiedad... Pero en el fondo de mi corazón, en el último rincón de mi inconsciente, la frase que me atormentaba sonaba alto y claro: "Si no puedes lidiar con esto, nunca podrá ser madre. JAMÁS".

De ahí la angustia tan profunda. No por el miedo a no serlo, ni por el miedo a no poder serlo, sino por el miedo a tenerlo al alcance de mi mano y no ser capaz. Tener que decirme algún día que renuncié a algo tan querido porque tuve miedo y no fui capaz. Sentir una frustración tan íntima y, a la hora de buscar culpables, no poder encontrarme más que a mí.

Ese era el camino que estaba recorriendo, el camino que, a día de hoy, todavía recorro. Y aquel fue el escollo, la piedra, el abismo inmenso que, desde lo más profundo, originó mi ansiedad.

martes, 31 de julio de 2012

En el principio fue el caos


Antes de empezar a sufrir ansiedad, mi vida era bastante apacible. Mi novia y yo atravesábamos una etapa de gran compenetración y serenidad, y con mis padres había llegado a un punto de equilibrio algo más allá de la no-agresión. Y porque mi vida era apacible y me sentía con fuerzas, decidí hacerla avanzar.
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Pero la vida quiso empujarme hacia el vacío, sin paños calientes.
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Por aquel entonces, mi novia y yo habíamos decidido comprarnos un piso. No queríamos vivir siempre de alquiler y era un buen momento para comprar: los precios se habían moderado y todavía concedían hipotecas. Así que emprendimos la aventura y, en unos meses, tomamos la decisión.

Yo sabía que este paso iba a conllevar un nuevo nivel de compromiso en nuestra relación. Igual que irnos a vivir juntas había traído consigo importantes salidas del armario (con mis amigas de la infancia, con mis compañeros de trabajo), este nuevo reto provocaría otras nuevas. Y estaba contenta con ello. Y lo quería. Y tenía las fuerzas para acometerlo.
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Aunque todavía no sabía exactamente a qué me enfrentaba.

Dicen los psicólogos que una persona entra en crisis cuando en su vida coinciden tantos cambios que deja de ser capaz de manejarlos. En mi caso, a la compra del piso se le unió un gran cambio familiar. Mis padres, que llevaban más de una década sin hablarse con una parte importante de mi familia, decidieron aceptar las invitaciones que les llegaban desde el otro lado y recuperar la relación.

Así fue cómo, en mi hasta entonces pequeño y controlado pedacito de cielo, empezaron a surgir nuevas estrellas, constelaciones y galaxias, hermosas y sobrecogedoras a la vez.

El cambio era bueno, muy bueno. Habían sido muchos años de echar de menos, de imaginar, de recordar. Así que fue bueno ponernos una cara actual, una voz, volver a compartir una conversación, una cena. Pero cuando empezaron las preguntas incómodas, me paralicé. Y en mi cabeza se agolparon las dudas.

¿Sería capaz de manejarlo? ¿Sería capaz de jugarme una familia recién recuperada? ¿Se daría siquiera la posibilidad? ¿Me apoyarían entonces mis padres? Y si no se daba, o si no me apoyaban, ¿qué sería de mí? ¿Podría hacerlo yo sola? ¿Me atrevería incluso sabiendo que, si perdía, tendría que renunciar? Pero renunciar, ¿a qué? ¿A mis sueños de futuro, a mi pareja, a mi propia familia? ¿O a quienes ya perdí una vez y no sabía si quería, si podía volver a perder?

Entonces empezó la ansiedad. Al principio, solo un nudo en la garganta, una sensación permamente de ahogo, sin un referente concreto que pudiera reconocer. Hoy puedo explicarlo; pero, entonces, no podía. No sabía qué era lo que me estaba afectando, ni cuánto. Me sentía confusa, no me sabía decir.

Fueron muchos meses en blanco, mientras la ansiedad iba creciendo y mi cuerpo se sentía cada vez peor, sin que mi mente pudiera atar esos cabos que ahora parecen una correlación clara y concreta de causas y efectos, pero que en aquellos momentos permanecían aislados, sin ninguna relación.

Todavía hoy me sorprendo de lo difícil que resulta desenredar estos nudos, nudos mentales y emocionales que esconden sus cabos en lo más profundo y oculto de nuestro propio yo.

Incluso ahora, que escribo estas líneas, ahora que ya he superado la ansiedad, la depresión, y que mi situación familiar se ha aclarado por completo, me cuesta decirme lo que me pasaba. He de parar cada poco, para respirar hondo, para sollozar, para dejar caer las lágrimas sin control.

Me emociona profundamente saberme tan vulnerable, tan perdida y asustada. Y me siento orgullosa del camino recorrido. Muy, muy orgullosa. Y fuerte. Aunque todavía no soy capaz de confiar en mi fortaleza interior, sé que está ahí, que ahí ha estado y que seguirá estando, para llevarme de la mano por este camino que recorremos juntas desde hace tanto tiempo.

Un camino, por cierto, que no se parece en nada a una olla hirviendo.
Un camino lleno de sentido, para mí.

Encantada.