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Tengo un defecto terrible: se llama empatía, un vicio que me provoca una íntima conexión con la gente (¡con la gente!), de entre la cual suelo escoger a los menos convenientes.
Por ejemplo, mis padres.
Admitámoslo: me han hecho de todo. Negarme la palabra y hasta la mirada, recordarme una y otra vez cuánto se arrepienten de que haya nacido, confesarme su íntimo deseo de que me salga un cáncer en vez de una novia.
Y aún así, cuando ellos sufren, yo sufro. Todo por culpa de la empatía.
La última idea feliz que se les ha ocurrido es acusarme de haber desatado todos los infiernos yéndome de casa. Como si los infiernos en mi familia no se hubiesen desatado hace años, o mejor dicho: como si mi familia no fuese todos los infiernos.
Era de suponer: demasiado sospechoso que hubieran accedido a visitar el piso (sin mi novia dentro, claro), mucho más que mostraran interés en pagarnos el ajuar o comprarnos una tele. Todo era demasiado fácil, a pesar de que jamás me llamasen a casa, o de que nunca hayan tenido la intención de visitarnos. No mostraron ninguna actitud hostil hasta que no comprobaron que yo seguía siendo el mismo gusano de siempre. Entonces, volvieron a llamarme de todo.
Lo único bueno es que, para compensar la empatía, tengo una virtud: el enfado. Me ha costado años y años de práctica, pero, desde hace algunos meses, soy capaz de enfadarme. No hago mucho más que eso, pero cuando me enfado, veo algunas cosas claras. Y, a veces, hasta soy capaz de decirlas.
Es una pena que la empatía siga allí para recordarme que papá y mamá siguen siendo papá y mamá. Los mismos que jugaban conmigo, me hacían bromas, me daban abrazos, besos y mimos, los mismos con los que pasé tantos y tantos buenos momentos, a pesar de todos los malos, que la empatía olvida, entierra, deja a un lado para que, cuando ellos sufran, sufra yo también.
Pero a veces me enfado y entonces veo que los infiernos no se desatan sólo por mi tan manido egoísmo o mis ansias de hacer cosas tan ridículas como emanciparme. Ellos enrarecen nuestra relación a base de no aceptarme, de hacer como si no pasara nada cuando pasa tanto. Y eso trae consecuencias. Entiendo que para ellos no sea cómodo admitirlo, pero así es.
Qué pena que no sea verdad todo lo que dicen de mí.
Dejaría su dolor en su casa y no me lo traería conmigo.
Pero la empatía me lo empaqueta y lo pone en mi espalda.
Y yo, encantada, me lo llevo a todas partes.
Aunque me enfade.
Tengo un defecto terrible: se llama empatía, un vicio que me provoca una íntima conexión con la gente (¡con la gente!), de entre la cual suelo escoger a los menos convenientes.
Por ejemplo, mis padres.
Admitámoslo: me han hecho de todo. Negarme la palabra y hasta la mirada, recordarme una y otra vez cuánto se arrepienten de que haya nacido, confesarme su íntimo deseo de que me salga un cáncer en vez de una novia.
Y aún así, cuando ellos sufren, yo sufro. Todo por culpa de la empatía.
La última idea feliz que se les ha ocurrido es acusarme de haber desatado todos los infiernos yéndome de casa. Como si los infiernos en mi familia no se hubiesen desatado hace años, o mejor dicho: como si mi familia no fuese todos los infiernos.
Era de suponer: demasiado sospechoso que hubieran accedido a visitar el piso (sin mi novia dentro, claro), mucho más que mostraran interés en pagarnos el ajuar o comprarnos una tele. Todo era demasiado fácil, a pesar de que jamás me llamasen a casa, o de que nunca hayan tenido la intención de visitarnos. No mostraron ninguna actitud hostil hasta que no comprobaron que yo seguía siendo el mismo gusano de siempre. Entonces, volvieron a llamarme de todo.
Lo único bueno es que, para compensar la empatía, tengo una virtud: el enfado. Me ha costado años y años de práctica, pero, desde hace algunos meses, soy capaz de enfadarme. No hago mucho más que eso, pero cuando me enfado, veo algunas cosas claras. Y, a veces, hasta soy capaz de decirlas.
Es una pena que la empatía siga allí para recordarme que papá y mamá siguen siendo papá y mamá. Los mismos que jugaban conmigo, me hacían bromas, me daban abrazos, besos y mimos, los mismos con los que pasé tantos y tantos buenos momentos, a pesar de todos los malos, que la empatía olvida, entierra, deja a un lado para que, cuando ellos sufran, sufra yo también.
Pero a veces me enfado y entonces veo que los infiernos no se desatan sólo por mi tan manido egoísmo o mis ansias de hacer cosas tan ridículas como emanciparme. Ellos enrarecen nuestra relación a base de no aceptarme, de hacer como si no pasara nada cuando pasa tanto. Y eso trae consecuencias. Entiendo que para ellos no sea cómodo admitirlo, pero así es.
Qué pena que no sea verdad todo lo que dicen de mí.
Dejaría su dolor en su casa y no me lo traería conmigo.
Pero la empatía me lo empaqueta y lo pone en mi espalda.
Y yo, encantada, me lo llevo a todas partes.
Aunque me enfade.
8 comentarios:
te lo resumo:
pasé por varias etapas con mis viejos
la primera fue la de no darme cuenta del daño que me hacían
la segunda fue la de darme cuenta y sentir culpa
la tercera la de tratar de perdonarlos, al fin de cuentas la culpable era yo
la cuarta (la actual) dejar de sentir culpa y ver nuevamente todo el daño que me hicieron, y decidir que hay cosas que no se perdonan
cada post que escribís contando la historia con tus padres... me recuerda a la mía
en 16 años mis viejos vinieron a casa 3 ó 4 veces... en la primera se sentaron en el sofá y lo único que dijeron fue dónde estaba mi acolchado verde (el que mi madre me mandó con la mudanza)...
sólo dios, y algunas personas saben el esfuerzo que yo hice por tener algún tipo de relación más o menos normal con ellos, pero finalmente, por mi propio bien, he desistido
bss
Creo que eres una valiente
mariasimona
Gracias por vuestros comentarios, chicas.
Supongo que aún me queda mucho camino por recorrer hasta llegar a tu nivel, Marga, y aunque me gustaría no tener que finalizar en el mismo punto, si así ha de ser, que así sea. Al fin y al cabo, como en tu caso, no será porque yo lo haya querido o porque no lo haya intentado lo suficiente.
En fin, menos mal que me queda esta ventanita abierta para salir a respirar de vez en cuando.
Se trata de que madures el tema hasta un punto en el que no te hiera. Es así de sencillo y muy difícil de llevar a la práctica. Hay mentalidades que cuestan mucho de cambiar y que lo mejor es que, desde la tranquilidad, y la madurez, se esté allí pero no se "empatice" con ellas. Así lo veo yo.
Mira pues, a mi saber, empatía significa conectarte con los sentimientos de los demás a sabiendas de que no son tu responsabilidad. Es la capacidad de entender en este caso, las decisiones que toma cada persona (tus padres). Pero en ningún momento sentirte mal o violentarte al respecto.
Mis progenitores no me dieron mucha lata con mi lesbiansimo, mi carácter y las similitud de sangre entre nosotros pudo más para mantener límites de crítica y acción que cualquier otra cosa. Soy una verdadera cabrona cuando defiendo mis derechos, aunque a veces un poco egoistas, pero si no tomas las riendas de ciertas situaciones, se te montan encima...y los padres no son precisamente los más letrados y conocedores de la vida, sus verdades y significado.
Pero si eres empática, mantenlo, es una virtud y por ello te admiro.
Saludos.
Tenéis toda la razón, chicas, el punto está en que, por mucho que les quieras, que empatices con ellos, que les perdones... todo eso no te amargue la existencia.
Cuando logre algo parecido, me sentiré la mujer más realizada de la tierra :)
Empatía no es sufrir el dolor de los demás, empatía es comprender que sufran, pero no sufrir tú para que los otros no sufran.
Completamente de acuerdo :S
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