martes, 29 de diciembre de 2009

¿Merece la pena?

Tengo una amiga que se atormenta con la pregunta de si merece la pena vivir la vida como lesbiana. No se cuestiona su identidad, por tanto, sino la actualización de esa identidad, planteándose si no sería preferible renunciar a vivir en pareja o hacer un esfuerzo por disfrutar todo lo posible de una relación heterosexual.

El otro día insistió en esta pregunta en una reunión en la que todas las mujeres éramos lesbianas. Nuestra reacción fue curiosa: nos miramos unas a otras y empezamos a responder atropelladamente que nunca nos habíamos planteado si merece la pena vivir como lesbiana una vez que hemos descubierto que, de hecho, somos lesbianas.

Y aun así, su pregunta me hizo pensar. ¿Por qué nunca me lo había planteado?

En primer lugar, he descubierto que existe en mí un principio, o quizá debería llamarlo tendencia, a la autenticidad. Algo que podría enunciarse como “descubre quién eres y vive acorde con ese descubrimiento”. ¿Por qué? Supongo que porque de alguna manera intuyo que cuanta más autenticidad haya en mi vida, habrá también más felicidad. Pero, ¿es eso verdad? Quizás no necesariamente, habida cuenta de que hay autenticidades que conllevan una cantidad considerable de dolor, y que este es probablemente el caso de la autenticidad homosexual.

Entonces, ¿por qué cuando descubrí que era lesbiana no entré a valorar si merecía la pena o no vivir la vida como tal? Creo que, de alguna manera, ese descubrimiento fue para mí una forma de liberación de un dolor difuso aunque persistente acumulado durante años. Una respuesta a mi angustia, un aporte de dignidad frente a muchísimas humillaciones. Pero, ¿por qué nunca me paré a pensar qué dolor era peor, si el que me producía la heteronormatividad en la que no encajaba o el que empezaría a sufrir a causa de la homofobia, exterior e interiorizada? Tal vez por otro principio, quizás una certeza: que las personas tenemos derecho a ser y a sernos, a descubrir quiénes somos y a actualizar ese descubrimiento en nuestras vidas. Y también por una noción de lo que es justo e injusto: es justo que yo me viva como homosexual, que desarrolle los aspectos de mi vida que tengan que ver con mi lesbianismo, que la sociedad me respete, apoye y proteja; es injusto que personas, sociedades, gobiernos o sistemas me impidan el libre desarrollo de mi personalidad, de mi ser más auténtico, ya que este no se opone a los derechos de ninguna otra persona, e incluso rema en la misma dirección: la de la libertad, la igualdad, la solidaridad.

Relacionado tal vez con esta idea de justicia se encuentra cierta jerarquía de valores que también descubro en mi interior. No en todos los casos, ni siquiera en la mayoría, pero sí en este, creo que debe prevalecer el bienestar individual por encima de un presunto bienestar social. En un nivel muy básico, lo explicaría diciendo que, para mí, es más importante mi derecho a ser que el de mi familia, entorno inmediato o sociedad a no tener que cambiar su visión de mí, a no tener que ampliar sus horizontes o a no tener que replantearse su sistema de valores. Antes me he referido al presunto bienestar social porque parece que la sociedad se encuentra mejor cuanto menos cambia, menos se abre, más se reproduce a sí misma. Y sin embargo, creo que el respeto a ciertos derechos individuales, como el que nos ocupa, redundan precisamente en ese bienestar común, al permitir a cada individuo y a la sociedad en conjunto ser más abiertos, más tolerantes, más flexibles, lo cual nos ayuda a adaptarnos mejor a nuestro entorno y a nosotros mismos. Dicho así, casi, casi, parece una cuestión de mera supervivencia de la especie.

Una vez analizados algunos de mis posibles motivos para no hacerme la pregunta, vuelvo al principio y me la hago: ¿merece la pena vivir como lesbiana? Y me doy cuenta de que a esta pregunta sólo se le pueden dar respuestas individuales. Cada caso es diferente, cada uno estás condicionado de una manera y nadie tiene derecho a responder a esa pregunta por los demás.

Supongo que, si viviera en otro país o en otra época, si vivir como lesbiana me supusiera la muerte, cadena perpetua, maltrato físico, abusos sexuales y un largo etcétera, mi respuesta se inclinaría hacia el no. Si mi vida, mi integridad y otros aspectos esenciales de mi yo se vieran amenazados, cohartados o impedidos, es posible que pusiera en la balanza los pros y los contras y, a no ser que me diera un ataque de heroísmo o realmente sintiera que mi vida sólo tiene sentido si la vivo como lesbiana, decidiera postergar el disfrute de mi sexualidad para otra reencarnación.

Pero en la situación actual, en mi país, siento que vivir como lesbiana es, más que un derecho, una obligación. La obligación de no caer en incómodas comodidades, la obligación de transitar el camino que tan penosamente otros han abierto para mí, la obligación de poner mi granito de arena para que el mundo cambie, para que la sociedad cambie, para que mi familia cambie, para que mi mamá, en nombre de todas las mamás, cambie. De alguna manera, me siento llamada a ser, a serme mucho más intensamente que si fuera heterosexual. Sin saber muy bien por qué, dentro de mí vive un impulso hacia la honestidad, hacia la valentía, hacia la solidaridad. Porque ser homosexual, vivirse como tal, no es, a mi modo de ver, una cuestión individual sino colectiva, porque lo que cada uno de nosotros decide hacer con su orientación sexual es algo que nos implica a todos, queramos o no.

Es más que probable que, en la balanza del dolor, salga ganando el dolor de vivirse como homosexual; pero, aun así, yo decido vivirme como lesbiana, decido dar un paso al frente y señalarme, con todo el miedo del mundo, con toda la inseguridad. Y no sólo lo decido sino que creo que esa es la mejor respuesta posible, a la que todas deberíamos tender, aunque nuestras circunstancias la moldeen, porque nuestro convencimiento puede moldearlas a ellas mucho más de lo que a veces tendemos a pensar.
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Encantada de vivirme como soy.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Mensaje de Navidad

─ Ay, cómo me gusta, hija mía, cómo me gusta… Ay, que me encanta, que me encanta, madre… Ay, hija mía, ¡ay! Que me gusta muchísimo, vaya.

En aquel momento debí darme cuenta de que algo que provocaba en mi abuela un entusiasmo semejante no podía ser bueno para mí. Pero sus vítores constituían la culminación perfecta de todos mis anhelos: de una adolescencia atormentada cuya único propósito vital parecía ser encontrar novio, de una entrada triunfal en la mayoría de edad que hizo realidad el sueño tan esperado, de una recién estrenada veintena con una relación sólida que prometía. Y si encima a mi abuela le gustaba, ¿qué más se podía pedir?

Recuerdo perfectamente aquella comida. Mi ex-novio, tan alto, guapo, bienvestido, educado y amable como era, hizo las delicias de las mujeres de mi familia. Mi abuela le miraba como si se hubiese reencontrado con su primer amor; la sonrisa eterna de mi tía parecía transmitir un estado de embriaguez mayor que el que de hecho llevaba; mi madre se paseaba del salón a la cocina como si el espíritu de una neocenicienta se hubiese apoderado de ella. Todas estaban encantadas con aquella presentación en sociedad, con aquella buena pieza que su nieta/sobrina/hija había atrapado en su anzuelo.

Toda aquella alegría, aquellas conversaciones de antes, durante y después de la comida, las bromas, el derroche de cumplidos, las sonrisas, tenían lugar ante mis ojos, pero yo no parecía participar en ninguna de ellas. Entre aquella vida perfecta y yo se interponía una fina burbuja que me mantenía aislada, que me impedía tomar posesión de la misma, que me hacía percibir lo que ocurría a mi alrededor de manera borrosa, como un eco lejano, como una ensoñación.

Dentro de la burbuja, en aquel espacio reservado para mí, no había nada. No había nadie. Todo mi yo se había vaciado en aquellas otras personas que sí parecían disfrutar de lo que pasaba. Todos mis sueños, ilusiones, empeños, alegrías, eran las suyas, las que tenían lugar en aquel momento, las que me habían aniquilado con su realidad.

Yo creía recordar que sonreía, que participaba, que era feliz. Tenía que serlo, había estado luchando muchos años, los años más decisivos, por todo aquello. Ya era una mujer completa, eso que nunca parecía llegar a ser; ya podía participar de la sociedad de los adultos, había pasado la prueba de fuego, había demostrado que contaba con suficiente arrojo, con suficiente madurez. Pero en realidad, allí no había nadie, el cuerpo que calentaba mi silla no era yo. Todo lo que quedaba de mí era una necesidad, imperiosa, profunda y discreta, de salir corriendo de allí.

Fue mi ex-novio el que me lo hizo saber.

─ ¿Qué te pasaba durante la comida? Tenías la mirada perdida, estabas como ausente, incómoda; como si no lo estuvieras pasando bien.
─ ¿Quién? ¿Yo?

Porque entonces yo no lo sabía, no sabía que la persona que protagonizaba mi vida no era yo sino los demás, los demás que tan sutilmente la habían planeado, y que yo sólo me limitaba a ejecutarla con la máxima precisión.

Estos días en que tantas de nosotras nos sentimos tristes, melancólicas, frustradas, impotentes en esas celebraciones familiares que nos repiten una y otra vez que lo que deseamos nunca tendrá lugar, este recuerdo me ha resultado más significativo que nunca. Y he querido compartirlo con vosotras para que nunca nos olvidemos de que, por encima de las tradiciones, de las costumbres, de la presunta felicidad social y familiar, está nuestro derecho individual a SER.

Encantada de desearos una feliz (y lo más auténtica posible) navidad.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Sorpresas te da la vida

Íbamos a comprar una tarta para una amiga de mi novia en una de las pastelerías que hay cerca de casa. Cuando entramos, el dueño, muy amable, nos estuvo explicando qué llevaba por dentro cada una de las que tenía y cuál de ellas nos recomendaba según el número de comensales que fuésemos y para lo que la quisiéramos. Mientras su mujer cambiaba de canal desde la silleta en la que estaba sentada, nosotras nos decidimos por una de chocolate y nata y salimos de la tienda.

Hasta ahí todo muy propio de nuestro barrio: campechano, amable y con su toque folclórico. La sorpresa llegó después. Según salimos de la tienda, nos quedamos mirando el escaparate haciendo bromas sobre las tartas de princesas y supermanes, y entonces las vimos. Ahí estaban. Ahí llevaban seguramente mucho tiempo sin que nosotras hubiésemos reparado en ellas. Las figuritas para las tartas de boda.

Una de un hombre y una mujer.
Una de un hombre y un hombre.
Una de una mujer y una mujer.

¡Una pastelería gay friendly! ¡En nuestro barrio!

Entonces nos dimos cuenta de hasta dónde llegan nuestros prejuicios. Nunca pensamos que se pudieran encontrar figuritas homosexuales para las tartas de boda a más de un kilómetro a la redonda de la plaza de Chueca, y sin embargo, allí estaban. En un barrio tan campechano y folclórico como el nuestro, pero tan sorprendentemente amable.

Aquello fue una bocanada de aire fresco, una sobredosis de esperanza y alegría, la evidencia más clara de que el mundo cambia, a pesar de la homofobia, externa e interna, a pesar de los homófobos y, para qué negarlo, incluso a pesar nuestro.

¡Encantada!

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