miércoles, 30 de enero de 2008

Sor Juana (I)

Desde hace un tiempo vengo planeando dedicar una serie de entradas a una de las mujeres que más admiro de toda la historia literaria: Sor Juana Inés de la Cruz.

Conocí a Sor Juana en la Universidad. Me la presentaron como la más digna sucesora de Góngora allende los mares, y en correlación con ello, destacaron el Primero Sueño como su obra cumbre.

Dentro de la crítica literaria machista que predominaba, crítica que, afortunadamente, hoy reconozco como tal y como tal combato; nos obligaron tomar en consideración sólo a la Sor Juana escritora. Nos hablaron de su virtuosismo barroco, de su exquisita inventiva, de su arrojo retórico; pero la mujer que palpitaba detrás de esos textos fue condenada al ostracismo.

En aquello tiernos años yo era una jovencita inexperta que bebía los vientos por sus profesores, alabando todo lo que le enseñaban como si de un tesoro precioso se tratase. Y no es que no fuera precioso, pero para mi gusto actual, era cuando menos un tesoro incompleto.

Sin embargo, ya por aquel entonces estaba presente en mi vida esa contradicción que después comprendería como una constante de mi experiencia; y es que una cosa era lo que yo creía estar haciendo, y otra muy distinta, lo que hacía en realidad. En mi mente, me comportaba como la alumna modelo que pretendía ser, y creía estar tratando a Sor Juana como una técnica experta en el verso, fijándome en todo lo me decían que me tenía que fijar.

Pero en realidad, mi alma se escapaba furtiva de aquellas composiciones e inspeccionaba a escondidas los textos en los que Sor Juana dejaba atrás el barroquismo y hablaba de su experiencia como mujer. Así fue como me olvidé de los sonetos a Fabio, Lisardo o Silvio, de los epigramas, romances y villancicos, y me bebí la Respuesta a Sor Filotea de una sola vez.

De hecho, la fuerza de Sor Juana mujer era tal, que hasta los propios profesores se saltaban sus principios sin quererlo y terminaban hablando del admirable pensamiento feminista de la escritora, aunque fuese utilizando como excusa sus famosas redondillas.

Aún así, la imagen de Sor Juana volvía a desvanecerse en el discurso académico, recordándonos que, por muy feminista que fuese, por muy avanzada para su época que se mostrase, al fin y al cabo había decidido ser monja y que, en sus últimos días, abandonó la profesión de escritora para cuidar a sus hermanas hasta morir debido a una enfermedad contagiosa.

Por supuesto, la crítica literaria machista, también conocida como crítica inmanente o formal, no tiene en cuenta el contexto en el que se desarrolló la vida y obra de Sor Juana, y la relevancia tan increíble que para la Historia de las Mujeres tienen esos pequeños gestos tan fácilmente despreciados e ignorados, incluido el de negarse a contraer matrimonio.

Pero Sor Juana se revolvía en su tumba hasta poner en los labios de los profesores lo que nunca quisieron pronunciar: la hipótesis de que, además de feminista, Sor Juana Inés de la Cruz había sido lesbiana.

Curiosamente, esta hipótesis fue llevada a la clase como un ejemplo de interpretación disparatada de la vida y obra de una escritora; escritora que estaba siendo, por lo demás, despojada de su vida, de su cuerpo, y hasta casi de su obra. Y es que, de manera nada casual, los poemas en los que más claramente se expresan algunos de los sentimientos lésbicos de Sor Juana no estaban incluidos en la antología que debíamos leernos. Así, se mofaban de una interpretación a la vez que nos hurtaban la posibilidad de comprobar qué tan disparatada era en los textos concretos. Los mismos textos a los que tanto se apelaba y que, de repente, desaparecían.

Mi ignorancia juvenil, sin embargo, me hizo reír la gracia más alto que nadie, repitiéndome a voz en grito lo inútiles que eran algunas personas y lo que eran capaces de sacarse de la manga. Pero mientras me decía esto a mí misma, otra voz, más baja pero más firme, fruncía el ceño y me espetaba: “¿y qué si fuera lesbiana?”.

La misma voz que hoy habla alto y claro, llena de admiración y de mayor sabiduría, para decir que a Sor Juana le faltó enarbolar la bandera arco iris.

Su lugar histórico y vital era y es el de las lesbianas.

(continuará…)

lunes, 28 de enero de 2008

Andando

He vuelto a salir del armario. Después de las primeras salidas, después de varios años sin poder ampliar el círculo de terrenos liberados, he vuelto a hacerlo. Y la experiencia ha sido más intensa y más profunda de lo que lo fue cualquier vez anterior.

Llevaba varias semanas entrenando en el gimnasio. La idea misma de entrenar simbolizaba ya un pistoletazo de salida para una época de grandes y anhelados cambios. Tras pasar unos meses interminables en la cárcel del silencio, oscura, esquiva y con un terrible sentimiento de desprecio hacia mí misma por no poder siquiera pensar en mover un dedo, por huir de las oportunidades y volver a casa corriendo a lamerme las heridas, he descubierto que las fuerzas que me faltaban ya estaban ahí. He necesitado un largo invierno para acumularlas, pero cuando ya pensaba que jamás lograría reunirlas, me he dado cuenta de que ellas brincaban de ganas de pasar a la acción.

Para salir del armario he utilizado un medio que recomiendo a todas aquellas que se encuentren en la misma situación que yo: el e-mail. Sí, ya sé que una conversación cara a cara es superior se mire por donde se mire, pero no cuando el peso de los fracasos acumulados te doblan la espalda hasta el punto de impedirte estar en pie. Había buscado la ocasión durante todos estos años en cada cena, cada café, cada tarde de compras. En cada conversación telefónica, en cada cumpleaños, en cada celebración. Y siempre con el mismo resultado: nada. Si la ocasión se me presentaba en bandeja (que se me presentó), yo miraba hacia otro lado y sorteaba la oportunidad como quien está inmerso en una carrera de obstáculos, sintiéndome inútil y aliviada a la misma vez. Algo dentro de mí (quién sabe si algo sabio, puesto que aún no conozco el resultado) me esposaba la lengua para impedirme hablar, responder o sugerir. Y así terminé encontrándome a punto de romper toda relación, hasta que abandoné mis prejuicios sobre el parapeto de la pantalla, y simplemente escribí.

Pasaron algunos minutos hasta que me di cuenta de lo que había hecho. Navegaba tranquilamente por internet cuando me sobrevino un ataque de llanto. Lo había conseguido. Había salido del armario. Y la única frase que llenaba mi mente era ese poderoso “Nunca más”. Nunca más tendría que mentir. Nunca más ocultaría lo que soy. Nunca más pondría una excusa para no quedar. Nunca más sentiría que las piernas me fallaban ante un comentario banal. Nunca más ocultaría esa parte de mi vida. Nunca más negaría mi amor. No, al menos, en ese pequeño campo de batalla que había conseguido liberar.

Una mujer lesbiana me contó una vez que, después de pasar por momentos muy dolorosos, después de sufrir, de llorar, de ver con tus propios ojos lo increíble, te sobreviene el sentimiento que nuestra comunidad denomina orgullo. Una capacidad de hacerte cargo de ti misma, un profundo respeto hacia lo que albergas en tu interior. Las primeras veces que salí del armario no sentí nada parecido. Lo hice todo desde la inocencia, desde la ignorancia de lo que me podía ocurrir, de lo que de hecho ocurrió. No había recorrido ni una décima parte del camino que te lleva a sentir el verdadero orgullo. Y aunque ahora sé que todavía me queda mucho camino por recorrer, he visto lo suficiente para verme a mí misma como me vi: una roca en medio de la tempestad, una mujer dispuesta a encarar lo que venga sin dar un solo paso atrás.

Una de las razones que me ha empujado a salir del armario ha sido la necesidad creciente de darle el trato que se merece a mi relación. Mi novia y yo hemos pasado por multitud de crisis, por momentos en los que apenas podíamos recordar nuestro nombre, y sin embargo, hemos mantenido a flote nuestro amor. Aunque la situación presente es la más tranquila que hemos pasado, aún no se parece al futuro que soñamos, y por mucho que podamos entender por qué todavía no estamos donde queremos, no llegaremos allí de repente, un día cualquiera. Hay que hacer el camino, hay que ir conquistando el terreno hasta que le hagamos sitio suficiente a nuestro amor. Un sentimiento demasiado grande para quedarse confinado dentro de un estrecho armario.

Encantada de poder relatar este gran triunfo en mi blog… ¡y sin dejar de hacer abdominales!

miércoles, 16 de enero de 2008

Oxidada

Creo que salir del armario no es sólo cuestión de decisión, de valentía, de haberse asumido a una misma; es también cuestión de ejercicio.

Imagino que existen dos músculos principales: uno para abrir la puerta del armario y otro para evitar que se cierre de nuevo. Si no se ejercitan regularmente, si no cuidamos que se mantengan en la forma óptima, se van quedando fofos y, al final, acabamos confinadas en el armario.

Así, me parece importante que nos ejercitemos en el arte de enfrentarse a la incertidumbre. Las primeras veces puede doler, puede resultar arrollador, puede ocurrir sólo al final de un largo camino de lucha contra nuestra propia negativa. Pero poco a poco, a base de desarrollar nuestros músculos, nuestros corazones, nuestras respuestas, nuestro equilibrio a pesar de lo que decida el mundo exterior; nos volvemos lo suficientemente fuertes como para considerar la incertidumbre algo cotidiano, algo consustancial a nuestra existencia, como respirar, comer o dormir. Porque, de hecho, la incertidumbre forma parte de nuestras vidas, tanto si lo negamos cerrando desde dentro las puertas del armario como si no.

Personalmente, empecé a salir del armario como quien se lanza a correr una maratón imaginando que sólo trata de alcanzar el autobús. Creí que era cuestión de un momento, de diez minutos terribles, de un par de charlas con amigos unidas a una emocionante conversación con papá y mamá. No imaginaba que para salir del armario hacía falta convertirse en una deportista de élite, jamás pensé que fuera necesario entrenar cada día y, para colmo, nunca contemplé la posibilidad de que no sólo hubiese que salir del armario, sino ser capaz de mantenerse fuera de él.

Desde luego, mi forma física no era la mejor: corrí, corrí, corrí y seguí corriendo hasta ponerme azul y desfallecer. Después, decidí que lo mío era la vida sedentaria, y sin darme cuenta, terminé criando celulitis en el sofá, mientras miraba anuncios de estimuladores de músculos en la televisión. Sin embargo, todo tiene un límite y el colesterol acumulado amenaza hoy con provocarme un ataque cardiaco que pinta bastante mal.

Así que lo tengo decidido: voy a apuntarme al gimnasio ¡ya!

Encantada con el futuro saludable que espero conseguir.

domingo, 13 de enero de 2008

En defensa de la familia

Recogiendo, aunque tardíamente, la propuesta para escribir sobre esos presuntos defensores de la familia que, de tarde en tarde, tienen la feliz idea de reunirse en mi ciudad, avergonzándonos a muchos de los que vivimos en ella; he decidido escribir este post, que espero contribuya a crear ese reguero de pólvora que tanto deseamos.

Por mi parte, no tengo siquiera la pretensión de hablar sobre las familias homoparentales, sino que me conformo con escribir sobre la familia tradicional, nuclear, católica incluso; exactamente, la familia que ellos dicen defender y que tampoco defienden: es decir, mi familia de origen.

Mis padres se casaron en una fecha a caballo entre la dictadura y la democracia, cuando el único matrimonio bien visto (y tal vez el único posible, no lo sé a ciencia cierta) era el eclesiástico, y cuando todavía no se había legalizado el divorcio en España. Así que, como ellos mismos dicen, cuando se casaron lo hicieron con el convencimiento de que, quisieran o no, iba a ser para siempre.

No voy a presentar a mis padres como un modelo de buenos católicos, porque, por fortuna, nunca lo fueron. Desde el principio, cuestionaron ciertos preceptos, como el recordatorio que les hicieron en el cursillo prematrimonial de que los hijos los enviaba Dios y que, por tanto, este envío no debía ser entorpecido.

- Entonces, follaremos como conejos y después traeremos los hijos de Dios a la casa de Dios, que es adonde pertenecen.

A lo cual el cura respondió que no se refería exactamente a eso, y mis padres concluyeron que, si no les presentaban una alternativa real, ellos utilizarían métodos anticonceptivos, porque estaban seguros que Dios les enviaría los hijos sin el cheque correspondiente.

Aún así, mis padres nos criaron en la fe católica: nos bautizaron, hicimos la primera comunión, nos recordaron de tanto en tanto que debíamos amar a nuestro prójimo, no ser codiciosos y poner la otra mejilla. Cuando, a los quince años, yo le comenté a mi madre que había llegado a la conclusión lógica de que Dios no existía, ella se llevó las manos a la cabeza, me preguntó con qué clase de gentuza me juntaba para pensar eso, y soltó alguna lagrimilla nerviosa a escondidas.

Hasta aquí, todo perfecto. Dejando de lado algún desliz de juventud, mis padres siguieron al pie de la letra los decretos mínimos de la Iglesia católica para formar una familia nuclear feliz. Heterosexual y heteronormativa, como debe ser.

El problema llegó cuando la realidad superó a la ficción y ocurrió algo imprevisto en este camino recto y armonioso. La hija mayor, ejemplo de toda virtud, resultó ser lesbiana. Así, de un día para otro, sin señales divinas, sin malformaciones congénitas, sin ya me lo imaginaba yo, sin nada. Resultó ser lesbiana y no hubo lágrimas, gritos, humillaciones, amenazas ni chantajes emocionales que lograsen cambiarla.

Hasta los curas más retrógrados saben que tener un hijo homosexual es algo que puede ocurrir, que de hecho ocurre, que no se puede evitar, que no es una cuestión educacional y que no se puede cambiar. La Iglesia, de manera formal, no se atreve a aconsejar más que abstinencia y mucho amor familiar para esos hijos que, nos guste o no, también manda Dios.

Pero como dice el refrán, no se puede estar en misa y repicando, no se puede insistir en la familia nuclear, en el amor entre el hombre y la mujer, en la heteronormatividad como garante de la ley divina y natural, y después pedir clemencia para los pobres desviados.

Porque después de todo eso, no la hay.

Mis padres se educaron en la doctrina del nacional-catolicismo, doctrina que destrozó los cerebros de varias generaciones a base de miedo, de rigidez y de perfecta irrealidad. Cuando les confesé que amaba a una mujer, trataron de seguir siendo los mismos padres amorosos de siempre, pero sus miedos, sus ideas más inconscientes aunque profundamente asentadas, la visión blanquinegra de su infancia, fueron más fuertes que todo su amor. Así es como los ideales de la familia nuclear, de la religión que predica el amor y el perdón, destrozaron mi familia. Fueron esos ideales, y no una realidad incontestable, los que desgarraron el vínculo más sagrado: el que une a unos padres con su hija.

Así que, cada vez que cuatro sacerdotes y tres fascistas se reúnen para rogar por la salvación de la familia, yo me pregunto qué han hecho ellos por la salvación de la mía, si fueron ellos los que sentaron el poso del odio y la intolerancia en el corazón de mis padres, y son ellos los que se regocijan a escondidas de que yo sufra el ostracismo y mis padres el desgarro inenarrable de sentir que han perdido a una hija. ¿Qué familia defienden ellos, si ni siquiera defienden la mía?

Por eso seguiré luchando contra esas ideas que me impiden lograr lo que quisiera, la reconstrucción de mi familia, y que pretenden negarme lo que tendré, que es una familia libre de todo ese dolor, una pareja que seguirá junta siempre que se lo dicte el amor y no la negativa al divorcio, y unos hijos que nadie nos mandará, que iremos a buscar nosotras si así lo deseamos, y que contarán siempre con el apoyo incondicional de sus madres, el mismo apoyo que no tuve yo.

Si alguien defiende la familia, no son ustedes.
Porque ni siquiera son capaces de defender los ideales básicos de su Iglesia: la comprensión, el amor y el perdón.

Encantada de no formar parte de tremenda aberración.

viernes, 11 de enero de 2008

Celebrándome como mujer

Tal día como hoy, hace trece años, me vino la regla por primera vez. Y la verdad es que es una fecha que me gusta recordar.

No es por nada de lo que me dijeron aquel día: que si ya era una mujer (¿acaso nací hombre?), que si ya era mayor (¿así, de repente?), que si se sentían muy orgullosos de mí (¿y yo que no recuerdo haberme esforzado en hacer que ocurriera…?).

Me gusta, simplemente, porque fue un hito en mi vida, una primera vez donde las haya, íntimamente mía. Me gusta porque tener la regla es una de las experiencias que me constituyen como mujer: tuve que acostumbrarme a ella, cada mes me esfuerzo por sobrellevarla, y algún día tendré que aprender a decirle adiós.

Cuando era pequeña, pensaba que la regla sólo merecía la pena porque algún día me permitiría tener un hijo. Hoy, por el contrario, considero que la regla forma parte de mí independientemente de su (in)utilidad. A veces es un fastidio, casi siempre resulta inoportuna, y sin embargo, si se retrasa, se descontrola, si cambia de algún modo, todo mi cuerpo parece seguirla en su caos, y a veces, mi vida quisiera irse detrás.

Recuerdo aquella tarde, después de llegar del colegio, cuando descubrí "todo eso" decorando mi ropa interior todavía infantil. Sabía que llegaría, mi madre me había prevenido, apenas dudé sobre lo que era, y a pesar de todo, me dio un vuelco el corazón. Sentí como si un yunque tirase del centro de mi alma hacia la tierra, exactamente igual que lo sentí la primera vez que me enfrenté a la muerte de un ser querido. Fue una de esas experiencias que te anclan a la vida, que te recuerdan que todo esto va en serio; una de esas experiencias que te llenan de terror y que, a la vez, te permiten cobrar una conciencia privilegiada sobre la realidad.

Aprecio la regla porque te aporta esa paz que sólo son capaces de aportar las cosas cíclicas, que te recuerdan que, mientras ellas vuelvan a su tiempo, nada puede ir mal; porque, precisamente cuando faltan, te advierten de que el momento de empezar a preocuparse finalmente llegó.

No es porque sea agradable, porque no lo es; es simplemente porque está ahí, porque forma parte de ti, porque lo doloroso y molesto puede ser natural… algo que, creo, constituye un importante aprendizaje vital.

En el Museo de la Regla mantienen una pregunta abierta sobre el tema: ¿dejarías de tener la regla si pudieras elegir? Y aunque suene tentador, para celebrar estos trece años juntas he decidido darle a mi regla una respuesta clara: no, no me gustaría vivir sin ti.

Estoy encantada con nuestra relación.

lunes, 7 de enero de 2008

Mañana de Reyes

- Cariño…
- ¿Sí…?
- ¿Crees que habrán venido ya los Reyes Magos?
- Mmm… no sé. ¿Has sido buena?
- ¿Buena…? Mmm… no sé.
- ¿No sabes?
- Mmm… creo que no he sido muy buena.
- ¿No…?
- No. Creo que he sido regular.

- Cariño…
- ¿Sí…?
- Que me da mucha pena…
- ¿El qué?
- Pues que yo, cuando era pequeña y me preguntaban si había sido buena, siempre decía que sí.
- ¿Y qué considerabas que era ser buena cuando eras pequeña?
- Pues… obedecer a mis padres, sacar buenas notas, no pelearme con mi hermano, no dar la lata…
- ¿Y ahora? ¿Qué consideras que es ser buena ahora para decir que no has sido buena?
- Pues… ser coherente conmigo misma, mantenerme comprometida con mi proyecto vital, ser valiente, tomar las riendas, sentirme satisfecha, disfrutar…
- Ya.

- Cariño…
- ¿Sí…?
- ¿Crees que habrán venido ya los Reyes Magos?
- Mmm… creo que no.
- Ya. ¿Y por qué no nos levantamos y hacemos que vengan?
- ¿Las Reinas Magas?
- Sí.
- Vale, tú primero.
- Vale, y luego tú. Dejo los regalos encima de la mesa, vuelvo a la cama, después dejas tú los regalos encima de la mesa, vuelves a la cama, y después nos levantamos, ¿vale?
- Bueno, pero los abrimos después de comer el Roscón.
- No, antes.
- No, después.
- Mmm... no sé.

sábado, 5 de enero de 2008

Quiero el arco iris

Y ahí estaba yo, lamentándome por mis desgracias, preguntándome por qué todo en mi vida tiene que ser siempre tan difícil, por qué las oportunidades han de disfrazarse de problemas e inconvenientes, por qué me ocurren cosas que yo nunca pedí que me ocurrieran, por qué termino tantas veces acurrucada en el sofá, lloriqueando, en vez de salir ahí fuera y pelear duro, y sobre todo, clamando contra este castigo divino que el cielo me ha enviado en forma de una llaga horrible que me tiene inutilizada la lengua, que me obliga a hablar como gangosa, que no me permite comer lo que más me apetece, y que encima, me hace babear cual anciana senil antes de tiempo…

Lo dicho: ahí estaba yo, lamentándome por mis desgracias, cuando me he encontrado con la frase maravillosa que acompaña la imagen de arriba: “If you want the rainbow, you gotta put up with the rain” (‘si quieres el arco iris, debes soportar la lluvia’), frase que atribuyen a alguien en concreto, pero que yo creo que es una creación popular donde las haya.

Y entonces me he dado cuenta de que sí, de que yo quiero el arco iris, quizá porque no puedo decidir no tenerlo, quizá porque sólo puedo elegir entre lluvia con o lluvia sin arco iris, quizá porque alguien preparó para mí este contrato vital y yo sin leer la letra pequeña lo firmé, o quizá porque me da la real gana, porque es bonito, poético, diferente, y porque le da a mi vida un sentido tan brutal que ya no sabría vivir de otra manera.

Quiero el arco iris, elijo el arco iris, me voy a dar un atracón de arco iris, con llaga, depresión y llantina incluidas.

Y a pesar de las babas, las ojeras y las lágrimas, voy a estar encantada.

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