domingo, 30 de septiembre de 2007

Ana Frank

Espero poder confiártelo todo como aún no he podido hacer con nadie,
y espero que seas para mí un gran apoyo.

Desde que me regalaron el Diario de Ana Frank, en plena adolescencia, traté de leerlo varias veces, sin conseguirlo ninguna. Por alguna razón, sus páginas no me transmitían nada emocionante: cada una de ellas me daba la sensación de ser un bloque monolítico de información condensada que no lograban erizarme ni medio pelo. Me resultaba imposible identificarme con aquella chica, y ni tan siquiera los escalofriantes sucesos que relataba me provocaban entonces la más mínima compasión. No, no pude leerme el Diario de Ana Frank durante años, hasta que me topé con una poderosa razón para hacerlo: la idea de que Ana Frank pudo ser lesbiana.

Cuando se lo comenté a mi novia, ella me miró como diciendo: “sí, claro, Ana Frank lesbiana y la Virgen María transexual”. Yo le contesté que cerrar la puerta a esa posibilidad era fruto de la homofobia interiorizada, pero para dejar claro que no me entregaba a una simple homosexualización desenfrenada de la realidad, decidí leerme el Diario. Y esta vez sí que lo conseguí.

Para no crear falsas expectativas, empezaré diciendo que en casi trescientas páginas de Diario sólo he podido encontrar un pasaje abiertamente lésbico. Sin embargo, el pasaje es lo suficientemente elocuente por sí mismo como para sospechar que, de haber tenido la posibilidad de desarrollar su vida, Ana Frank podría haber decidido compartirla con una mujer:

Recuerdo una vez que me quedé a dormir en casa de Jacque y que no podía contener la curiosidad de conocer su cuerpo, que siempre me había ocultado, y que nunca había llegado a ver. Le pedí que, en señal de nuestra amistad, nos tocáramos mutuamente los pechos. Jacque se negó. También ocurrió que sentí una terrible necesidad de besarla, y lo hice. Cada vez que veo una figura de una mujer desnuda, como por ejemplo la Venus en el manual de Historia de Springer, me quedo extasiada contemplándola. A veces me parece de una belleza tan maravillosa, que tengo que contenerme para que no se me salten las lágrimas. ¡Ojalá tuviera una amiga!

¿Acaso habría escrito estas palabras una mujer completamente heterosexual? El anhelo que siente Ana por “una amiga” es lo suficientemente fuerte como para hacer que le dedique su Diario por entero. Creo que esta clave de lectura es sumamente importante para su interpretación, ya que Ana escribe lo que escribe por y para otra mujer:

Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma […]. Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.

Como es bien sabido, muchas mujeres lesbianas tomamos conciencia de nuestra condición entre los 20 y los 30 años. No obstante, con anterioridad podemos tener ciertas experiencias, propias de una etapa de sensibilización, a las que más tarde volvemos para apuntalar la coherencia de nuestra identidad recién descubierta. Una de esas experiencias es cierta conciencia difusa de nuestra diferencia:

Antes, en mi casa, cuando aún no pensaba tanto, de vez en cuando me daba la sensación de no pertenecer a la misma familia que Mansa, Pim y Margot, y que siempre sería una extraña.

Las primeras experiencias heterosexuales, propiciadas por la heteronormatividad del entorno, pueden redundar en esta sensación de diferencia, de extrañeza, al revelarnos que algo aún difícil de concretar no va bien:

Peter me quiere, no como un enamorado, sino como un amigo, su afecto crece día a día, pero sigue habiendo algo misterioso que nos detiene a los dos, y que ni yo misma sé lo que es. A veces pienso que esos enormes deseos míos de estar con él eran exagerados.

En ocasiones, sin embargo, este rechazo velado hacia el sexo opuesto puede acentuarse en el momento de establecer relaciones sexuales. Aunque Ana Frank no llega a experimentarlas, su malestar se evidencia muy pronto. Así por ejemplo, cuando recuerda su primer amor, Peter Schiff, lo hace en estos términos:

A él lo amo con toda mi alma y a él me entrego con todo mi corazón. Pero sólo hay una cosa: no quiero que me toque más que la cara.

Se podría argumentar que la Ana que escribe estas líneas es aún una muchachita preadolescente (la misma que, no obstante, identificaba un deseo de tocar y ser tocada por otra mujer). Sin embargo, a medida que transcurren sus años de encierro, con la madurez anticipada que le otorgan, Ana no hace más que confirmar sus primeras intuiciones acerca de la relación con el sexo opuesto, intuiciones que toman cuerpo con la experiencia:

Anoche también nos estábamos besando, pero las mejillas de Peter me decepcionaron, porque no eran tan suaves como parece, sino que eran como las mejillas de papá, o sea, como las de un hombre que ya se afeita.

Ana va comprendiendo que los sentimientos que alberga hacia su compañero de encierro, Peter, no pueden ir más allá de la simple amistad:

Después de mi tortuosa conquista, estoy un poco por encima de la situación […]. Sé muy bien que he sido yo quien le ha conquistado a él, y no a la inversa, me he forjado de él una imagen de ensueño, le veía como a un chico callado, sensible, bueno, muy necesitado de cariño y amistad. Yo necesitaba expresarme alguna vez con una persona viva. Quería tener un amigo que me pusiera otra vez en camino, acabé la difícil tarea y poco a poco hice que él se volviera hacia mí. Cuando por fin había logrado que tuviera sentimientos de amistad para conmigo, sin querer llegamos a las intimidades que ahora, pensándolo bien, me parecen fuera de lugar […]. He cometido un gran error al excluir cualquier otra posibilidad de tener una amistad con él, y al acercarme a él a través de las intimidades […]. He atraído a Peter hacia mí a la fuerza, mucho más de lo que él se imagina, y ahora él se aferra a mí y de momento no veo ningún medio eficaz para separarlo de mí […]. Me di cuenta, muy al principio, de que él no podía ser el amigo que yo me imaginaba.

A pesar de este sentimiento de equivocación, de fracaso, lo que ella misma llama “la desilusión por lo de Peter”, creo que la manera en que Ana y Peter construyen su relación resulta muy ilustrativa acerca de las emociones que una mujer lesbiana puede sentir hacia un varón. Tal vez no fuera el caso de Ana, pero las palabras que ella utiliza pueden resonar en el corazón de otras mujeres que sí lo hemos sentido de esa manera:

Notaba una fuerte sensación de solidaridad, algo que antes sólo había tenido con mis amigas.

Nos quedamos mirando hacia fuera un rato, y cuando se puso a cortar leña, tuve la certeza de que era un buen tipo.

Si Peter fuera mayor y quisiera casarse conmigo, ¿qué le contestaría? ¡Ana, di la verdad! No podrías casarte con él, pero también es difícil dejarle ir.

Otros pasajes del Diario permiten descubrir que el interés de Ana por los hombres es una especie de “fase” que rompe con un anhelo anterior por la mujer:

Después del Año Nuevo, el segundo gran cambio: mi sueño… con el que descubrí mis deseos de tener… un amigo o novio; no quería una amiga mujer, sino un amigo varón.

Sin embargo, Ana sigue manteniendo cierta ambigüedad:

No vayas a creer que estoy enamorada de Peter, ¡nada de eso! Si los Van Daan hubieran tenido una niña en vez de un hijo varón, también habría intentado trabar amistad con ella.

Finalmente, algunas experiencias aisladas que Ana relata también coinciden con otras bien conocidas para las mujeres lesbianas:

Wilma es una chica que al principio me caía muy bien, pero que se pasa el día hablando nada más que de chicos, y eso termina por aburrirte.

Peter tiene alguna ocurrencia divertida de vez en cuando. Al menos una de sus aficiones que hace reír a todo la comparte conmigo: le gusta disfrazarse. Un día aparecimos él metido en un vestido negro muy ceñido de su madre y yo vestida con un traje suyo; Peter llevaba un sombrero y yo una gorra. Los mayores se partían de risa y nosotros no nos divertimos menos.

Uno sólo de los pasajes anteriores tal vez sería insuficiente para justificar la posibilidad de que Ana Frank hubiera sido lesbiana. Sin embargo, todo juntos quizá aporten algo más de credibilidad a esta hipótesis. De haber amado a una mujer, en cualquier caso, estoy segura de que Ana Frank se habría lanzado sin dudar a vivir esa experiencia, no sólo por su personalidad intrépida, sino por la admirable conciencia de género de que hace gala con tan sólo quince años de edad:

Quiero progresar; no puedo imaginarme que tuviera que vivir como mamá, la señora Van Daan y todas esas mujeres que hacen sus tareas y que más tarde todo el mundo olvidará. Aparte de un marido e hijos, necesito otra cosa a la que dedicarme […].

Más de una vez, una de las preguntas que no me deja en paz por dentro es por qué en el pasado, y a menudo aún ahora, los pueblos conceden a la mujer un lugar tan inferior al que ocupa el hombre. Todos dicen que es injusto, pero con eso no me doy por contenta: lo que quisiera conocer es la causa de semejante injusticia.

Es de suponer que el hombre, dada su mayor fuerza física, ha dominado a la mujer desde el principio; el hombre, que tiene ingresos, el hombre, que procrea, el hombre, al que todo le está permitido… Ha sido una gran equivocación por parte de tantas mujeres tolerar, hasta hace poco tiempo, que todo siguiera así sin más, porque cuantos más siglos perdura esta norma, tanto más se arraiga. Por suerte, la enseñanza, el trabajo y el desarrollo le han abierto un poco los ojos a la mujer. En muchos países las mujeres han obtenido la igualdad de derechos; mucha gente, sobre todo mujeres, pero también hombres, ven ahora lo mal que ha estado dividido el mundo durante tanto tiempo, y las mujeres modernas exigen su derecho a la independencia total.

Pero no se trata sólo de eso: ¡también hay que conseguir la valoración de la mujer! En todos los continentes, el hombre goza de una alta estima generalizada. ¿Por qué la mujer no habría de compartir esa estima antes que nada? A los soldados y héroes de guerra se los honra y rinde homenaje, a los descubridores se les concede fama eterna, se venera a los mártires, pero ¿qué parte de la Humanidad en su conjunto también considera soldados a las mujeres?

A los únicos que condeno es a los hombres y a todo el orden mundial, que nunca quieren darse cuenta del importante, difícil y a veces también bello papel desempeñado por la mujer en la sociedad.

Nunca podremos saber lo que habría sido de Ana Frank si no hubiese sido víctima de la barbarie del Holocausto; de hecho, tal vez habría permanecido en el anonimato y su Diario nunca habría llegado a nuestras manos. Sin embargo, su relato está hoy al alcance de todos, y el significado que cada uno decida darle entra dentro de nuestra libertad individual, por lo que merece absoluto respeto. Si yo quiero creer que Ana Frank era lesbiana, puedo hacerlo, y si sus palabras inspiran mi experiencia como mujer homosexual, entonces ella forma parte, de alguna manera, de las mujeres que sintieron y sienten como yo:

... buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo.

Sus últimas palabras pudieron ser las mías.
Encantada de compartirlas con ella desde hoy.

jueves, 27 de septiembre de 2007

Teoría de las vidas paralelas

Por alguna razón inexplicable, creo que soy monógama. Y digo inexplicable porque entiendo que la monogamia no es para nada un instinto del ser humano; de hecho, la ingente cantidad de normas y costumbres que fuerzan el tener una única pareja parecen apuntar a todo lo contrario: que lo realmente instintivo es la poligamia. Personalmente, además, considero que entregarse a varias personas a la vez, de manera consentida y recíproca, es algo de lo más sano y, por supuesto, mucho más moral que ser infiel. Pero, aún así, creo que a mí me va la monogamia.

Cuando me planteo la posibilidad de tener más de una pareja, me doy cuenta de que sería incapaz de llevarlo a la práctica. No sólo por educación y costumbre, que también, sino porque, teniendo en cuenta la energía, el tiempo y las emociones que pongo en una relación, sería imposible multiplicarlas siquiera por dos, ya que si emplease más energía, más tiempo y más emociones, dejaría de trabajar, de relacionarme con otras personas e incluso de dormir. Muchas veces he pensado que, si me embarco en una relación de menor intensidad, sí que podría hacerlo; sin embargo, nunca termina mereciéndome la pena ninguna relación de menor intensidad.

Todo esto no significa que no tenga ojos en la cara, y que no esté siempre atenta a las personas que conozco. De hecho, muchos de los hombres y mujeres con los que me cruzo cada día llaman mi atención, y algunos, incluso, me provocan cierta angustia existencial, cuando pienso en cuánto me gustaría dedicarles cierta energía, tiempo y emociones, y cómo me resulta imposible hacerlo. Para rebajar esta angustia he ideado un sistema que me funciona bastante bien: me imagino viviendo con ellos otras vidas paralelas.

Así, fantaseo con la idea de que soy completamente libre para dedicarme a cada una de estas personas, y que, además, quiero hacerlo. Entonces, me imagino qué pasaría, cómo serían las cosas, qué ocurriría entre nosotros, y al cabo de algunas semanas, a lo sumo un par de meses, me canso de imaginar. Para entonces, la angustia ha desaparecido, y yo sigo tranquilamente con mi vida.

Lo curioso del asunto es que me pasa tanto con hombres como con mujeres; de hecho, me ocurre más a menudo con hombres, lo que reviste de cierto absurdo mi angustia. Supongo que sentir atracción por algunos hombres es, para mí, una costumbre adquirida durante años que ahora ni puedo ni quiero abandonar. Aunque parte de mi angustia también viene producida por cierta incomprensión hacia la realidad de la orientación sexual: creo que, todavía, algo en mí no entiende por qué no podemos amar a las personas por encima de su sexo, a pesar de que el resto de mi ser ha comprobado una y otra vez que el sexo de la pareja es una condición sine qua non para poderla amar. En fin, será la voz del homófobo que todos llevamos dentro.

He llegado a la conclusión de que imaginar vidas paralelas es una costumbre muy sana, ya que reprimir una emoción o un pensamiento siempre termina pasando factura. Durante años, yo reprimí sin ni tan siquiera saberlo la atracción que sentía por las mujeres, y ahora puede que esté toda la vida tratando de reparar los estragos que esa represión ha creado en mi psique. Por otro lado, considero que la fantasía es un coto vedado que entra dentro de la intimidad no necesariamente compartida de cada persona. Así, no creo en nada parecido a un pecado de pensamiento: cuando imagino vidas paralelas, simplemente imagino, y pienso que tengo derecho a hacerlo. Otra cosa muy distinta sería llevarlas a la práctica, no porque no pudiera hacerlo, sino porque tendrían que darse ciertas condiciones, ya que lo que sí me parece inmoral es la infidelidad encubierta.

La idea de que la imaginación entre dentro de la intimidad de cada cual me parece importante porque no siempre es aconsejable compartir este tipo de fantasías. De hecho, a mí no me gustaría que mi pareja me contase con quién fantasea y qué se imagina, ya que, por desgracia, no tengo tanta confianza en mí misma como para no sentir celos e inseguridad hasta límites insoportables. Sin embargo, creo que es importante que reconozcamos a la otra persona su derecho a la intimidad, a la imaginación, a la fantasía, aunque sea de carácter sexual y no precisamente con nosotras. Primero, porque la libertad mental es un hecho incontestable, al menos a este respecto; y segundo, porque es una hermosa manera de respetar y amar a nuestra pareja, y, por tanto, de estar más unidas a ella, aunque a algunos les resulte paradójico.

En fin, es sólo una teoría personal, pero que a mí me ha aportado mucha paz y estabilidad mental y emocional desde que la llevo a la práctica.

Y por eso estoy encantada de compartirla.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

Valquirias

Las valquirias, deidades del panteón nórdico, son conocidas como las amazonas de la tradición escandinava. Así, comparten con las griegas dos de sus atributos principales: su dedicación al arte de la guerra y su virginidad. Sin embargo, las valquirias han sufrido más profundamente la herida del patriarcado, de manera que su fuerza ha ido disminuyendo a través de los diferentes relatos míticos, que han sustituido sus atributos más poderosos por otros más apropiados para una figura decorativa como es, en esta y otras tradiciones, la mujer.

Desde el punto de vista arquetípico, las valquirias son una de las múltiples representaciones de la deidad femenina dadora de vida y muerte. Simbólicamente, estas dos realidades son las dos caras de una misma moneda, de manera que, revolviendo entre las cenizas del matriarcado, podemos encontrar diosas que encarnan el poder de otorgar ambas: en el caso de las guerreras nórdicas, su función consistía en decidir sobre quién debía morir y quién debía permanecer con vida.

La misma palabra “valquiria”, en alemán antiguo, significa ‘la que elige a los caídos’: en el fragor de la batalla, cuando un guerrero veía aparecer a una valquiria, sabía que su hora había llegado, ya que sólo aquellos destinados a morir podían ver a estas divinidades. Además de decidir sobre los caídos, las valquirias, militares expertas, dirigían los ejércitos e infundían a determinados guerreros (los berserkir) un furor divino que los hacía prácticamente invencibles, otorgándoles con ello el favor de la victoria. No en vano algunos de sus nombres (Hildr, Skuld, Gunnr, etc.) son compuestos de “batalla”, “combate”, “espada”, “furor”, “bravura”, etc.

Sin embargo, parece que la idea de que las campañas militares de los pueblos escandinavos estuvieran en manos de una diosas tan mortales como las mujeres no resultaba precisamente apropiado para una sociedad bélica donde ellas formaban parte del botín: a este respecto, es necesario recordar que los diversos pueblos germanos mantuvieron la poligamia incluso durante la Alta Edad Media, cuando la mayoría se había convertido ya al cristianismo.

Es aquí donde comienza el desarme de las valquirias.

En primer lugar, se despoja a estas divinidades de su poder de decisión: hijas de Odín, se convierten en meras ejecutoras de su voluntad. De soberanas pasan a ser simples esbirras, que otorgan victoria o derrota no en virtud de su poder arquetípico propio, sino de las alianzas de los hombres con el dios.

En segundo lugar, se diluye su función guerrera para recluirlas en el harén del que el patriarcado nunca tuvo la intención de dejarlas salir. Así, tras aparecerse a los guerreros señalados, las valquirias estaban encargadas de transportarlos al Valhalla, un palacio dorado donde iban los héroes que morían en la batalla. Y es que, para los pueblos nórdicos, morir en combate era un honor tal que hasta los propios dioses podían participar de él, ya que eran mortales. De esta manera, una vez que llegaban al Valhalla, los guerreros eran agasajados por las valquirias, que dejaban de tener el poder de conducir sus destinos para pasar a dispensar hidromiel: de guerreras a putas, la maniobra queda clara.

No obstante, en el núcleo inicial del mito de las valquirias es posible rastrear la libertad y la fuerza de las que estas divinidades eran símbolo, libertad y fuerza que han inspirado el inconsciente colectivo femenino durante siglos, y que pueden seguir inspirándonos todavía hoy.

La clave de estos dos poderes reside en la virginidad de las valquirias. Y es que, durante la mayor parte de la Historia, la única manera que las mujeres hemos tenido de alcanzar la soberanía sobre nuestros cuerpos ha sido, es, y tal vez será permanecer fuera del alcance sexual de los hombres. Por mucho que se empeñe la supuesta revolución sexual del siglo pasado, el coito heterosexual ha sido el instrumento de dominación del patriarcado por excelencia: a través del coito heterosexual se recordaba a la mujer su posición de subordinada, recluyéndola en las funciones reproductoras que, mal que les pese a algunos, son quizá las únicas que no nos han podido arrebatar. Por eso, la mayor parte de las divinidades fuertes y soberanas han sido siempre mujeres vírgenes.

Otro de los aspectos poderosos del símbolo es su sentido de comunidad. Las valquirias, como muchas otras deidades femeninas, son un colectivo de mujeres que actúan en conjunto y se benefician mutuamente. A pesar de tener una líder, en este caso la diosa Freya, se reparten el poder sin que este recaiga en una sola de ellas, algo que no suele ocurrir en el caso de los dioses. Sin salir de esta tradición, es posible nombrar a varios dioses individuales (Odín, Thor, Loki…), pero no encontramos un conjunto de dioses tan homogéneo como el de las valquirias.

Para terminar, es interesante señalar que las valquirias eran consideradas las diosas más bellas de todo el panteón. Como prueba de ello, en algunos relatos se les reconoce la capacidad de transformarse en cisnes, un poderoso símbolo de belleza y majestuosidad. Esta cualidad redunda en la importancia de su soberanía, ya que las valquirias habrían permanecido vírgenes, en un principio, a pesar de la codicia de los hombres. No obstante, la tradición termina entregándolas a varios guerreros, entre ellos un héroe de la talla de Sigfrido.

Las deidades femeninas, poderosas y ultrajadas al mismo tiempo, son arquetipos actuantes en nuestro inconsciente; por eso creo que las mujeres debemos conocerlas y reinterpretarlas a nuestro favor.

Y yo estoy encantada de hacerlo.

martes, 25 de septiembre de 2007

La familia que me gustaría tener

Desde que puedo recordar, las personas que me rodean, especialmente mi familia, siempre dieron por hecho que algún día yo me quedaría embarazada de mi marido y de esa manera tendría hijos. Esta idea resultaba tan aplastante, que yo nunca la cuestioné, porque, entre otras cosas, estaba profundamente unida a mi persona. Mi madre, su madre, y la madre de su madre tuvieron varios hijos sin apenas esfuerzo, y como mi cuerpo era una fotocopia de los suyos, parecía que no podía esperarle un destino diferente.

Todo empezó a torcerse cuando descubrí que era lesbiana y lo compartí con mi familia. Del futuro ideal se descolgó entonces mi supuesto marido, que ya nunca existiría (aunque mis padres lo sigan esperando secretamente) y que nunca pondría su parte en el engendramiento de nuestros desaparecidos hijos comunes. Pero aquel cambio de planes no me ayudó a cuestionar la idea de quedarme embarazada, porque mi cuerpo seguía siendo el mismo y su presunta función esencial había quedado intacta.

La primera vez que me enfrenté a la posibilidad de no tener hijos biológicos fue una tarde en que a mi novia y a mí se nos ocurrió la brillante idea de hacer un jueguecito con una cadena que supuestamente adivinaba cuántos hijos tendríamos cada una. Mi novia lo había hecho hacía mucho tiempo, y siempre le salía lo mismo: frotaba la cadena con el borde de su mano, y cuando la suspendía sobre su palma, esta empezaba a moverse hacia los lados y en círculos, indicando un número concreto de hijos futuros y el sexo de cada uno. Sin embargo, cuando lo probamos conmigo, la cadena no se movió. Permaneció quieta sobre la palma de mi mano, sin girar ni moverse hacia los lados ni una sola vez. Y así ocurrió todas las veces que, durante varios meses, volví a probar de nuevo el juego para comprobar que no estaba equivocado.

Después de haber dado por hecho, durante toda mi vida, que me quedaría embarazada y tendría hijos, enfrentarme con la idea de que eso nunca ocurriría me produjo una gran desazón interna. Igual que siempre pensé que tener como pareja a un hombre era prueba de mi valía personal y que, si no lo tenía, eso significaba que era una persona indigna, incompleta, inferior o insuficiente; me di cuenta de que también creía que tener hijos biológicos era prueba de mi valor como mujer, y que si no los tenía, eso quería decir que había fracasado en mi función principal, de manera que cualquier otro logro en mi vida quedaría empañado por el hecho de no haber sido capaz de dar a luz a ninguna criaturita.

Sin embargo, ese sentimiento de desazón, que me llegaba desde arriba como una lengua de fuego destinada a abrasar mis entrañas, era contrarrestado desde el fondo de mi alma por otro sentimiento de orden contrario: una inmensa paz, una gran armonía que me indicaba que esa nueva situación, por horrible que me pareciera en un principio, estaba en conexión íntima con lo que yo era, con lo que, muy a pesar de mi herencia familiar, estaba llamada a ser.

Creo que siempre he tenido instinto maternal, pero también creo que mi instinto es diferente a lo que normalmente se considera propio de una madre. Yo siento una fuerte identificación con mi cuerpo, tan fuerte, que no me permite la idea de compartirlo con otro ser. De la misma manera que las relaciones sexuales con hombres me provocaban una terrible sensación de “invasión”, la idea de albergar otra vida dentro de mi cuerpo, por muy extraño que parezca, me resulta completamente antinatural. Sé que los nazis me habrían gaseado por ello, pero imaginar que dentro de mí se mueve otra persona me hace pensar, invariablemente, en un “alien”, en su sentido más etimológico del “ajeno”, del “extraño”.

Tras esta confesión, supongo que cuesta admitir que conserve nada que se parezca a un instinto maternal, pero yo creo que lo tengo: tengo instinto de madre de adopción. Personalmente, considero mucho más emocionante la idea de adoptar a un niño que la de llevarlo en mi vientre, a pesar de que comprendo perfectamente que no es una concepción muy común y que para nada es superior a otras, sino simplemente mucho más adecuada para mí. Pensar que en algún lugar, tal vez cerca de donde yo me encuentro o tal vez muy lejos, hay un niño que duerme en una cuna igual a otras cunas, y que sin embargo, algún día dormirá entre mis brazos, y yo lo llamaré hijo, y él me llamará mamá, y construiremos una relación desde la nada, a través de dudas, de miedos, pero también de mucho amor… no sé, me hace sentir una magia muy especial, y creo que es una experiencia que me gustaría vivir.

También siento esa magia cuando imagino que es mi novia quien se queda embarazada. Una emoción indescriptible me inunda cada vez que me veo acompañándola a las revisiones, a las clases de preparación al parto, cuidándola en sus molestias, atendiendo sus necesidades, cogiendo su mano y sintiendo su esfuerzo y su dolor mientras da a luz a nuestro hijo, durmiendo junto a su cama en el hospital, limpiando la casa para que todo esté listo cuando ellos lleguen, abrazándola por la espalda y ayudándole a sostener a nuestro hijo mientras le da de mamar… En fin, si ella quisiera, pero sólo si ella quisiera, yo estaría encantada de formar parte de esa maravillosa experiencia.

Por todo esto, a veces le digo a mi novia que yo lo que tengo es instinto paternal. Soy una mujer, me gusta serlo y me siento bien con mi cuerpo; pero sinceramente creo que lo que mejor describe mis sentimientos es la idea de ser papá. En mis delirios, incluso, pienso que considerarme un papá ahorraría a mis hijos muchos quebraderos de cabeza, porque tendrían eso que tanto les reclaman, un papá y una mamá, con la única salvedad de que su papá es una mujer. Y así, pasarían la semana previa al día del padre muy atareaditos en el colegio preparando recortables para hacerme muy feliz, muy papá y muy mujer.

Creo que esta idea ha tomado forma también gracias a mi experiencia con mi propio padre. Él siempre ha sido un papá atípico, muy cariñoso, muy cercano y con el que he podido tener una confianza real. Sin embargo, siempre se ha esforzado por mantener una distancia sana conmigo, sabiendo dónde terminaba él y dónde empezaba yo, y la verdad es que, sea papá o mamá finalmente, a mí me gustaría parecerme a él.

Creo que sí, que esta es la familia que me gustaría tener.
Y estaré encantada de tenerla.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Regalar flores

Una de las cosas que más me gusta de ser lesbiana es poder regalarle flores a mi pareja. No es que piense que a los hombres no se les pueden regalar, al contrario: es que ya lo intenté cuando salía con hombres y la respuesta fue nefasta. Para ellos, la simple idea de que una mujer les regalara flores constituía una afrenta y una intromisión de lo más deshonroso en su papel de machos. Aún así, conservo la esperanza de que existan algunos a los que se les puedan regalar, por el bien de las mujeres heterosexuales que se los encuentren; personalmente, sin embargo, ha dejado de importarme porque, para mi delicia, ahora salgo con una mujer.

Como la originalidad me persigue, pero yo corro más rápido, las flores que más me gusta regalar son las rosas. Y a poder ser, rojas, por supuesto. A mi favor diré que este raro conservadurismo se termina aquí, ya que más que regalar rosas, a mí lo que me gusta es hacer cosas con ellas. Por eso, me resultan tediosos los momentos previos a llevarme la rosa de la tienda, con toda esa parafernalia que le ponen y que después acabará en la primera papelera que me encuentre. Y es que, para a mí, lo más valioso de las rosas son sus pétalos, que deshojo con sumo cuidado y placer para usarlos como complemento de algún regalo ingenioso.

Para una mujer, además, el simple hecho de comprar rosas rojas puede llegar a convertirse en una aventura en sí misma. Quizá sea sólo mi imaginación, pero me da en la nariz que la mayor parte de las personas que compran estas flores no son precisamente mujeres. La última vez que compré una rosa roja, la floristera me preguntó qué pegatina quería que le pusiera: “¿Espero que te guste? ¿Con cariño? ¿Felicidades? ¿Te quiero?”. Yo, distraída e impaciente a un tiempo, dije sin pensar: “Te quiero”, y la señora me plantificó una pegatina en la que un corazón macho hacía feliz a un corazón hembra. La rabia fue tal que casi la arranco con la boca nada más verla, pero como tenía prisa, pagué y me fui.

El momento de salir a la calle también es una odisea. Supongo que la mayoría de la gente que me ve me toma por feminista, o por encargada de un regalo ajeno, o por la hija perfecta, o por la nuera abnegada, o qué sé yo. El caso es que mi intuición me indica que ninguna de las personas con las que me cruzo acertará a comprender que regalo flores porque soy lesbiana, o tal vez sea yo, que no quiero que nadie descubra que paseo embobada con una rosa entre los brazos porque tengo una novia a la que agasajar.

De lo que me veo obligada a advertir es del peligro que una corre si se pone a deshojar una rosa en plena calle. Una vez se me ocurrió hacerlo en una céntrica plaza de Madrid, y creo que acaparé más miradas que si me hubiese paseado desnuda. Lo cual me desagradó porque, para mí, deshojar una rosa y preparar mi regalo es un momento íntimo y personal, que tuve que llevar a cabo en la calle porque llegaba tarde a mi cita y no había encontrado ninguna floristería por el camino.

En cualquier caso, y a pesar de mis arrebatos feministas, he de reconocer que me causa mucho más placer regalarle flores a una mujer que a un hombre. Sé que no es más que un topicazo, pero el rocío deslizándose hacia el interior de sus pétalos, el temblor delicado sobre el tallo firme, la suavidad del roce y su perfume exquisito… pues sí, me recuerdan a una mujer. Creo que las flores y las mujeres nos llevamos bien, aunque sólo sea a fuerza de convivir durante siglos.

Cuando mi novia abre su regalo y sus mejillas terminan del color de los pétalos… ¡ay! Entonces me enamoro mucho más de ella y me siento llena de satisfacción. Comprar la rosa, pasearme con ella, deshojarla y preparar mi regalo ven multiplicado el placer que en sí mismos me causan porque han contribuido a que la haga feliz.

Encantada de tener una mujer a la regalarle miles de flores.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Caótico falo

Este fin de semana fui con mi novia al cine para ver Caótica Ana, la última película de Julio Médem, y todo lo que puedo decir a su favor es que espero ansiosamente que Julio se reencarne en una mujer para que pueda regalar al mundo películas fantásticas y no fantasías peliculeras como la que mi novia y yo nos obligamos a ver.

Para todo lo que puedo decir en contra, ahí va esta entrada.

La primera idea que me vino a la cabeza, no sé si durante o después de ver la película, fue que Caótica Ana es a Julio Médem lo que El código da Vinci a Dan Brown. Puede sonar cruel, pero lo realmente cruel vendrá en unas líneas, así que tengamos paciencia. Para mí, la historia que hay detrás de El código da Vinci (una historia que lo antecede y lo sucederá, la leyenda del Grial con todas sus derivaciones) es tan rematadamente buena que hasta las pezuñas de Dan Brown son capaces de hacer de ella un best seller, incluso de poner en bandeja el embrión de una película llamada a convertirse en un clásico (friki, pero clásico). En el caso de Caótica Ana, ocurre lo mismo: el inconsciente colectivo femenino es una realidad de tal fuerza, llamada a cumplir un papel tan relevante en la vida individual y colectiva de todas y cada una de las mujeres, es la fuente inagotable de tal riqueza cultural, literaria, onírica, psicológica y social, que ni el encefalograma falocéntrico de Julio Médem puede impedirle que emita las vibraciones arrolladoras que es capaz de emitir.

Como decía mi novia, entre la frustración y el asombro, “el caso es que la película transmite algo”. Lo que transmite, o más bien, lo que muy a su pesar deja traslucir, es la energía infinita de una realidad femenina universal.

Otra de las imágenes que aparecieron en mi mente, esta sí, a mitad de la película, fue la de un jovencito Médem dando saltos para alcanzar la tarta de frambuesa que su mamá había dejado a salvo en una repisa demasiado alta para él. Creo que la doctora Pinkola Estés, gran gurú del inconsciente colectivo femenino, sonreiría conmigo y le daría unas palmaditas maternales a Julio para indicarle que, pese al intento loable, “otra vez será”. Y es que, lejos de acercarse un mínimo al universo femenino, o siquiera a un personaje femenino concreto, se pasea por una serie de símbolos sagrados cual elefante en una cacharrería, para presentarnos la figura de una mujer plana y vacía como sujeto, medio y objeto de los demás.

Si lo que quería era mostrar en vivo el arquetipo de la mujer salvaje, eligió a la actriz correcta, pero equivocó de cabo a rabo el guión. Podría enumerar una a una las faltas de decoro que comete, pero me conformaré con otra comparación. Y es que en esa primera cena en la cueva, junto a su padre y a la mujer que será su mecenas, Ana comienza a reírse súbitamente de tal manera que, lejos de evocar (¿sabrá Médem lo que significa ese verbo?) la inocencia primigenia, la frescura de la mismísima madre naturaleza, la espontaneidad de la juventud, te produce un escalofrío de terror por todo el cuerpo similar al que producía el niño-robot de Inteligencia Artificial. Lo curioso es que el primer director de I.A. pretendía crear el efecto que consigue, pero, ¿acaso Médem lo pretendía también?

Ninguna de mis quejas mantendría su vigencia si Médem se dignase a ser honesto y reconociera que en sus películas no trata sino de ahondar en el universo masculino, o incluso en el suyo propio. Porque sí, los hombres tienen sus propias obsesiones, sus propios arquetipos, sus anhelos, sus contradicciones, sus choques violentos contra la realidad. Y explorarlos, representarlos, cuestionarlos, podría resultar una labor masculina más que encomiable, enriquecedora para hombres y mujeres por igual.

Pero no, mucho mejor apuntarse al carro de decir lo femenino, no con el afán disciplinario tradicional, sino con el mucho más moderno de explorar ese “continente desconocido” al que, sin embargo y todavía, se le mantiene sin voz. La atmósfera sofocante que emana la película, con la presencia constante del falo, del incesto, de la violencia ejercida sobre la mujer, no forma parte del inconsciente femenino, sino del masculino. Son ellos los que se obsesionan con el mismo acecho que cometen; nosotras, mal que mal, aprendemos a convivir con ello, y cuando lo conseguimos, dirigimos nuestra mirada más allá.

Creo que pocas mujeres se representarían a sí mismas como “madre de todos los hombres buenos”, creo que la mayoría consideraría valiosa una hazaña propia y no perpetrada a través de “todo un ejército de niños”, creo que las mujeres, día a día, realizan actos de revolución colectiva en el seno de sus comunidades, buscando el bien común a través del propio, no individualizando una acción hasta el punto de realizar en la intimidad de un dormitorio la venganza que cientos de mujeres reclaman a la protagonista desde el fondo de la Historia.

Los únicos personajes evocadores de la película son hombres; las mujeres no tienen ni fondo ni forma: son figuras de cartón.

Pero es que ni tan siquiera el hecho de inventarse el universo femenino o el caso concreto de una mujer me parecería despreciable si se hiciese bien. La última comparación que vino a mi mente mientras paseaba con mi novia tiene que ver con una directora maravillosa: Isabel Coixet. En La vida secreta de las palabras, una película que me impactó vivamente y que aún me pone los pelos como escarpias cada vez que la recuerdo, Isabel Coixet se inventa varios papeles masculinos, especialmente el del protagonista. Nadie se cree que un hombre tan rudo que trabaja en una plataforma petrolífera y que tiene las manos como sartenes sea capaz de tanta ternura, tanta empatía, tanta comprensión, tanto tacto, tanto amor. La mayoría de los hombres (rudos o no) no son así; los protagonistas de Isabel Coixet salen de la mente de Isabel Coixet, pero representan una oportunidad de crecimiento y de revolución interior para los hombres que ya quisieran muchos cursos de desarrollo personal. Si los hombres fueran como los imagina Isabel Coixet, otro gallo nos cantaría, a ellos y a nosotras.

Sin embargo, ¿qué nos ofrecen las protagonistas de Julio Médem a las mujeres? ¿Volver a centrar nuestra vida en la maternidad, volver a creer que nuestra fuerza interior sale a través de la entrepierna, que todo nuestro potencial es de carácter sexual, que conseguiremos grandes cosas enseñando las tetas?

En fin. No necesitábamos décadas de Feminismo para eso.

Los únicos motivos por los que recomendaría la película son los siguientes:

- La protagonista es hermosa a pesar de que el guión la haga parecer una autómata, y verla durante casi dos horas en la pantalla constituye un verdadero placer. ¡Una directora para Manuela Vellés ya!

- La coprotagonista de la historia es Bebe, otro fenómeno de la naturaleza que, incluso soltando bazofia por sus labios, resulta digno de ver.

- Si se ve la película, se puede despotricar de Julio Médem mucho mejor. Irresistible, ¿verdad?

Para terminar, sólo puedo decir que no soy ninguna experta en cine, pero sí en literatura, hermenéutica simbólica, psicología junguiana, y para colmo, soy mujer. Así que lo siento, Julio, pero a mí no me la das.

Encantada de dejarlo claro entre los dos.

jueves, 13 de septiembre de 2007

¿Qué normalidad?

Como en mi país las personas homosexuales ya podemos legalizar nuestras familias, se plantean nuevos objetivos a largo plazo, de entre los cuales se lleva la palma el de “normalizar el hecho homosexual”. Pero yo me pregunto, ¿qué entendemos por normalidad?

Una de las concepciones que, últimamente, parece permitirnos a lesbianas y gays considerarnos “normales” tiene que ver con la pluma, es decir, ese “adorno” que lucimos, teóricamente correspondiente al otro sexo. Así, las lesbianas muy femeninas y los gays muy masculinos compran su pasaporte hacia la normalidad a base de cumplir hasta límites insospechados los roles de género tradicionales.

Estoy de acuerdo en que, para ser lesbiana o gay, no hace falta romper los roles de género; pero tampoco hace falta seguirlos al pie de la letra. La lectura que permite identificar a lesbianas y gays en relación con su pluma hace tiempo que ya se reveló como zafia e inexacta, porque hay lesbianas masculinas, sí, pero también las hay femeninas, andróginas, o masculinas y femeninas según la ocasión; y lo mismo ocurre con los gays, y por supuesto, con los heterosexuales. Personalmente, conozco a varias mujeres que harían estallar cualquier radar lésbico, y que, sin embargo, están locas por los hombres.

El problema de seguir los roles tradicionales de lo femenino y lo masculino es que, paradójicamente, significa hacerle el juego al mismo sistema que nos discrimina. No creo que la liberación homosexual deba restringirse al ámbito de poder elegir a la persona con quien te acuestas, sino que ha de ir mucho más allá. Las personas homosexuales cuestionamos el patriarcado de mil maneras, y eso no sólo es positivo para nosotras, sino que también lo es para el resto de la sociedad. El sistema que nos considera “anormales” opina que existe una manera natural de ser para las mujeres y para los hombres, y sin embargo, sabemos que eso no es así. De tal manera que no importa si eres lesbiana y tu apariencia es femenina o masculina, siempre que comprendas que no estamos hablando más que de apariencia, de gustos culturales o personales, pero no de naturalidad, adecuación biológica o legitimidad.

Si la normalidad es decir “soy lesbiana y me maquillo y llevo falda y por eso soy normal”, yo no quiero esa normalidad.

Otro de los atajos que últimamente parece tomarse hacia la normalidad es el de negar la diferencia. Yo he tenido varias experiencias agridulces con mis amigos más abiertos y respetuosos precisamente porque, en su afán de hiperaceptación, se olvidan de que mi realidad difiere de la suya en detalles que para nada han de ser considerados como menores. Así, ante mis quejas por la homofobia de mis padres, ellos se quejan porque a sus padres no les gusta su trabajo, o la manera como visten, o si salen mucho o poco, o si no llaman lo suficiente, o si la carrera que eligieron no les pareció la más oportuna. El problema es que yo puedo tener tooodos esos problemas, y además, sufrir una homofobia familiar que ellos no sufren de ninguna manera. Y quiero que se me reconozca como tal, que se nombre, que se le dé la importancia que tiene, y que no se intente sumir en el pozo del resto de las desavenencias familiares porque no es una más, es una especial, diferenciada, injusta e impersonal que sufro en mis propias carnes por una característica ajena a mí y un sistema anterior y mucho más poderoso que mi familia.

Si la normalidad es obviar mi realidad, yo no quiero esa normalidad.

Para terminar, observo preocupada cómo muchas personas consideran todavía hoy que el armario es un invento homosexual. Que somos nosotras mismas las que nos metemos en el armario, cuando nunca hubo necesidad de hacerlo, y que, consecuentemente, duplicamos el problema porque, una vez que entramos, tenemos que salir. Lo que más me duele de este concepto es que es muy común en el entorno homosexual, de manera que muchas personas lesbianas y gays se alegran de no haber sido nunca discriminadas y después alegan, como si tal cosa, que no han salido de ningún armario porque no hace falta salir. Si no dices nada, ellos no dicen nada, y puedes considerarte y ser considerada “normal”.

Y sin embargo, salir del armario es una necesidad porque nuestra sociedad presupone la heterosexualidad. Si no la niegas, es decir, si no sales del armario, te consideran heterosexual y es por eso, no por otra cosa, por lo que no sufres discriminación. La aceptación se pone a prueba una vez que estás fuera, una vez que has dicho que no eres heterosexual, y eso siempre supone una pequeña revolución. Y la hacemos, tantas veces como sea necesaria, como, cuando y con quien podemos, y llevarla a cabo nos acarrea dudas, sufrimiento, sorpresas y, a veces, mucho dolor. La solución de este problema no pasa por hacer como que no existe el armario, sino colaborar para que pronto terminemos con la heteronormatividad.

Si la normalidad pasa por mimetizarme con un entorno que me ignora, yo no quiero esa normalidad.

O soy normal tal y como soy, con mis matices, mis experiencias y mi diferencia, o prefiero seguir siendo anormal.

Y encantada, además.

martes, 11 de septiembre de 2007

Un museo para ELLA

Gracias a los inestimables cuadrados de plástico que protegen el adhesivo de las alas de mis compresas preferidas, hace unos meses me enteré de que en Estados Unidos existe un museo de dedicado a la regla, que por suerte tiene también una página web, la cual, aunque caótica y de estética opinable, presenta una gran cantidad de información.

Fue así como me enteré de que hubo vida antes de las compresas autoadhesivas. Mi madre ya me había explicado en numerosas ocasiones cómo en su juventud utilizó compresas que, más que compresas, parecían toallas. Pero yo nunca había visto ninguna; sin embargo, gracias a este museo, he podido satisfacer mi curiosidad:

Claro que, ante la visión de estos impecables ingenios de punto, surge la pregunta: ¿por qué esos finales con forma de ojal? ¿Por qué? Porque (y sobre esto, es la primera noticia que tengo) las compresas no se fijaban a la ropa interior de ninguna manera, sino que… ¡colgaban de un cinturón!

Increíble pero cierto: en la página web hay una colección completa de fotografías sobre los más modernos y antiguos “ligueros menstruales”. Pero si una no se conformaba con el modelo cinturón y prefería algo mucho más chic, también tenía la oportunidad de ver cubiertas sus necesidades:

¡Sí! ¡Son los auténticos “tirantes menstruales”! Creo que, ante su visión, sobran las palabras: yo, al menos, sólo puedo proceder a ponerles un altar a mis tampones.

El museo, no obstante, procura superar su función de galería de los horrores para ofrecer una cuidada selección de los receptáculos más insospechados para nuestra bien amada menstruación. Así, las que creíamos que fuera de las compresas y los tampones no era posible la vida estamos llamadas a ir más allá:

Como ingenio número uno, se nos presenta el imposible hijo hermafrodita entre una compresa y un tampón: la “compresa interlabial” o “tamponete”. Después de conocer su existencia, voy a necesitar varias sesiones intensivas de espejito en la entrepierna hasta llegar a comprender cómo los labios menores son capaces de sujetar... algo. He de reconocer que siempre pensé en mis labios menores como un repliegue del la piel increíblemente apto para el placer pero perfectamente inútil para nada más, y a pesar del esquema… ¡no sé! He de reconocer que sigo sin verlo.

Pero si el ingenio número uno nos teletransporta a los desconocidos prodigios de nuestra anatomía, ¿qué no hará el ingenio número dos?

Señoras y señoras, bienvenidas a la “taza menstrual”. Si una está cansada de cambiarse de tampón o compresa cada cuatro horas, ¡ya puede descansar! Porque según la información de la taza, sólo es necesario cambiarla seis veces en cada periodo. Eso sí, una vez fuera no indica si su contenido se vierte directamente en la taza del váter, se echa a su vez sobre una compresa superabsorbente, o se guarda para utilizarlo en pócimas mágicas de amor y fertilidad. Todo un misterio.

Después de descubrir todo esto, me siento llamada a impugnar la información que he recibido acerca de la regla durante mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. Creo que los libros de Historia deberían incluir estos inestimables documentos, para que las mujeres pudiéramos hacernos una idea de nuestro verdadero pasado, de las circunstancias que a nuestras madres, abuelas, y tataratatarabuelas les influyeron en realidad. ¡Basta de grandes nombres! ¡Historia ilustrada de la menstruación YA!

Y por si alguna se ha quedado con ganas de más, añado dos impagables fotografías: a) una compresa lavable de estampado imposible; y b) un moderno kit compresa+cinturón que ni los tangas más atrevidos.

¡Encantada de tener la regla en el siglo XXI!

domingo, 9 de septiembre de 2007

Historia de mis dos abuelas (2/2)

Mi abuela paterna se crió en el campo, y al contrario que mi abuela materna, nunca salió de él. Su padre poseía grandes extensiones de cultivo y tenía varios jornaleros a su cargo, pero enseñó a sus hijas que la casa era el lugar destinado a la mujer. Y mi abuela se lo creyó. Se lo creyó tanto que no quiso aprender a leer ni a escribir cuando mi abuelo se ofreció a enseñarla, ni cuando se ofreció mi padre, ni cuando me ofrecí yo. Consideraba que las pocas letras temblorosas que mi abuelo le obligó a saber hacer para firmar dignamente eran estudios más que suficientes para una mujer entregada a sus hijos, su marido y su hogar.

Todo lo contrario que mi abuela materna, que emigró a la ciudad, consiguió un trabajo y aprendió a leer y a escribir casi a la misma vez que lo hacía yo. Por eso siempre fue mi abuela preferida, y por eso también consideré siempre que mi abuela paterna y yo no teníamos nada en común. Así que, para el momento en que ella me regaló su enseñanza, yo la arrugué y la tiré al contenedor del papel reciclado con suficiencia y desdén.

Ocurrió un día cualquiera en el tumulto de mi adolescencia, como respuesta a mis ansias por conseguirme un novio que sirviese para demostrarle al mundo mi valía personal. Ante mis reiterados suspiros, ayes y gimoteos, propios de una edad en la que el hecho de que Pepito no se digne a mirarte o Juanito no caiga rendido a tus pies es más importante que el hambre, las guerras, la destrucción de la naturaleza o el desplome de la economía global, mi abuela tuvo a bien cruzar los brazos sobre su oronda barriga y desde el fondo de sus ojos responder:

- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.

Sobra decir que aquella aseveración fue la gota que colmó mi vaso. ¿Qué pretendía mi abuela? ¿Que me quedara sentada como hacía ella, tarde tras tarde sobre cualquier silla, y que simplemente dejara mi vida pasar? Claro, pensaba yo, como ella no tiene aspiraciones, como nunca las ha tenido, como le importan cuatro cosas en su vida y encima espera que se las proporcione un hombre, no me extraña nada que piense así. ¡Pero a mí eso no me vale, porque yo sé que las mujeres tenemos que luchar! ¡Tenemos que perseguir nuestros sueños, tenemos que salir a por ellos, tenemos que pelear porque se hagan realidad…!

Llené hojas y hojas de mi diario con refutaciones a la frase de mi abuela. Cada vez que era presa de la desesperación (un día sí y otro también en aquellos tiempos), recordaba la frase de mi abuela y me decía a mí misma que no desfallecería, que perseguiría mis objetivos hasta el final, que exprimiría cada día hasta la última gota y que sólo me sentaría en una silla a descansar cuando hubiese hecho tooodo lo que tenía que hacer.

Y no me faltaba razón. Es decir, no me faltaba razón en lo que se refiere a manejar un 50% de mi vida, pero me sobraban nervios y cabezonería para hacerle frente a la otra mitad. Con el paso de los años, he ido descubriendo que no todo se puede controlar, que no todo se puede empujar a suceder, y que no todo lo importante en mi vida, ¡oh, ironía final!, depende directamente de mí. Por eso, cada vez ocupo más y más tardes de mi vida en sentarme tranquilamente en una silla a esperar, y cada vez ocupo más y más páginas de mi diario con comentarios que defienden la sabiduría infinita del “lo que tenga que ser, será”.

Creo que mi abuela condensó en esa frase dos actitudes imprescindibles en la vida: la paciencia y la confianza. Y sí, ella era especialmente paciente porque era especialmente pasiva, cosa que yo no soy; y sí, ella depositaba su confianza en Dios, la Virgen y todos los Santos, cosa que yo no hago; pero, en cualquier caso, ella aprendió a esperar y a confiar en su vida, y yo también trato de hacerlo, a mi manera, gracias a la enseñanza que ella me regaló.

Hoy entiendo, además, que estas actitudes son menospreciadas, entre otras cosas, porque se consideran típicamente femeninas. Y como todo lo femenino, son devaluadas a no ser que, de pronto, aparezcan como por arte de magia en un hombre de cada mil. Así, masas enteras de personas desesperadas se acercan cada día a escuchar a los santones que predican la paciencia y la confianza, mientras que desprecian a los millones de abuelas que, en todo el mundo, te dicen lo mismo, aunque con otras palabras, otros gestos, y mucho menos honor. Y lo dice alguien que ha sido parte de la masa desesperada hasta darse cuenta de que el santón de turno no hacía más que repetir lo que su abuela paterna le dijo una vez.

Así que ahora, cada vez que veo a una mujer mayor sonreír plácidamente ante las inquietudes de la juventud, sonrío yo también y sueño con llegar a su edad y decirle a mi nieta, un día cualquiera:

- No te preocupes, hija, que lo que tenga que ser, será.

Y después, cruzando los brazos sobre mi oronda barriga, estar encantada de dejar el resto de la tarde pasar.

sábado, 8 de septiembre de 2007

¿Qué será...?

Últimamente he venido observando ciertas irregularidades en mi comportamiento que me hacen temer seriamente por mi salud. Aquí van algunas de ellas:

1. Hace unos días, uno de mis compañeros de trabajo me comunicó que iba a ser papá. Yo le besé, le abracé, di saltitos y dejé que las lágrimas se asomasen a mis pupilas. Lo más extraño del caso es que con este compañero no me une ninguna amistad, y ni tan siquiera le considero un candidato especialmente apto para ejercer de padre, a pesar de lo cual convertí su paternidad futura en el notición del día a base de parecer yo la mamá consorte.

2. Desde hace unas semanas noto cierta compulsión que me empuja a mirar babosamente a cualquier embarazada que tenga cerca. Yo, que siempre despotriqué de la falta de respeto de la gente a la hora de tocar el cuerpo de una mujer encinta, me muero de ganas de que cualquier desconocida me invite a pasar mi mano por su tripa. De hecho, no me extrañaría nada que otra compañera de trabajo me denunciase próximamente por acoso sexual, ya que me cuesta horrores dejar de mirarlas, a ella y a su más que incipiente tripita, con sonrisa de boba y ojos de alucinada.

3. Cada vez que veo a un bebé por la calle, siento unos irrefrenables deseos de raptarlo. A pesar de su dramatismo, creo que no puedo encontrar palabras que expliquen mejor mis sentimientos, porque niño que veo, niño que quiero abrazar y besar compulsivamente, y después, llevármelo a casa para darle de comer y dormirlo entre arrumacos.

4. Los blogs que más me emocionan últimamente son los de madres lesbianas. Leo con auténtica devoción las aventuras de cada uno de los bebés, riendo y llorando con los mismos espasmos de emoción descontrolada.

Así que, después de observarme a mí misma suplantando identidades maternales, acosando embarazadas, planeando robar niños y llorando a moco tendido frente a las anécdotas de vómitos y cacas ajenas, me pregunto: ¿será esto el reloj biológico del instinto maternal?

Como no podía ser de otra manera, mi relación con el susodicho instinto ha sido truculenta.

Cuando era pequeña no me imaginaba con hijos, porque, entre otras cosas, quería vivir sola, rodeada de animales y sin ningún contacto con las personas. A pesar de lo cual, tenía adoptados un montón de peluches que incluso me llevaba a escondidas al colegio para que no se quedaran solos.

Con las burbujas de la adolescencia, decidí que quería formar un equipo de fútbol cuanto antes. Eso sí, lo tenía perfectamente organizado, de modo que pretendía dar a luz a tres criaturitas y adoptar a otras dos. Ya entonces la adopción me parecía un asunto mágico y alucinante, aunque no tenía ni idea de que para criar a cinco niños hicieran falta unos recursos económicos que ahora sé que nunca tendré.

En la juventud, y ante mi evidente inadaptación heterosexual, decidí que sería madre soltera. Así no tendría que aguantar a ningún padre coñazo que me hiciera pasar por inválida mientras estaba embarazada. Pero entonces descubrí que era lesbiana y, misteriosamente, la presa que nunca logró contener del todo mi ansia maternal, se cerró.

Así que tal vez sólo me encuentre ante una reestructuración la mar de sana de mi instinto maternal.

Encantada, pues… sea lo que sea.

martes, 4 de septiembre de 2007

Mi primera vez

La primera vez que tuve una relación con una mujer fue en un videojuego: los Sims. Puede parecer patético, y no niego que lo sea, pero yo prefiero agradecer a mi inconsciente que se esforzara por mostrarme mi realidad a través de caminos tan creativos, porque si no, ¿qué sería de mi blog?

Los Sims es un videojuego que consiste en crear una persona (o varias), construirle una casa y darle una vida: hacer amigos, conseguir un trabajo, disfrutar del tiempo libre, estudiar, etc. En versiones recientes puedes llevar a tu sim a la fama o comprarle miles de mascotas, dejando de lado que, en la segunda versión, además de gráficos mejorados te puedes encontrar una verdadera orgía; pero yo tenía la versión básica: cuatro muebles, cuatro vestidos y, de vez en cuando, algún regalito inesperado que surgía de mi intento por piratear (¡ups!) una versión posterior.

Para mostrar hasta qué punto mi inconsciente me guiaba sabiamente por el juego, el sim que yo creé se llamaba como yo, vestía como yo vestía (o mejor dicho: como me hubiera gustado vestir si me hubiese atrevido a hacerlo) y vivía sola en la casa de mis sueños. Sobra decir que no trabajaba, porque yo jugaba con todo un arsenal de trucos que me proporcionaban dinero ilimitado, y que, además, me permitían dedicarme a lo que más me interesaba: las relaciones sociales.

Nunca intenté formar con mi sim una familia tradicional. De hecho, entre mis primeros experimentos puedo destacar, no sin rubor, el de hacer que mi sim se echara novios compulsivamente. Así es como llegué a salir a la vez con dos o tres, y así es también como descubrí que si dos sims novios de la misma chica coincidían en la misma habitación, se liaban a mandoble limpio. Pero este experimento duró poco, ya que el hecho de tener varios novios y que se peleasen por mí, amén de estar obligada a cultivar hasta la extenuación mis relaciones con ellos, me aburría soberanamente. ¿Paralelismos con mi vida real? ¡Todos!

Así que, no sé muy bien cómo ni por qué, dejé a los múltiples novios de lado para estrechar la relación que mantenía con otra sim amiga de la mía. No estoy segura de haber elaborado un plan para ello, ni tampoco de perseguir ningún fin concreto; pero está claro que, consciente o inconscientemente, sabía lo que quería. ¡Y lo conseguí!

Supongo que el cúmulo de emociones que sentí jugando aquellas partidas redunda en lo patético de la situación, pero, por aquel entonces, a mí no me lo parecía. Solamente recuerdo la ansiedad que me invadía cuando esperaba a que, después de hablar, reír, hacer cosquillas y regalos a la otra sim, después de compartir comida, cena, desayuno y jacuzzi con ella, empezasen a aparecer los bocadillos que permitían un mayor contacto físico: hacer un masaje, abrazar, y por fin… ¡besar! He de decir que el videojuego te lo ponía mucho más fácil para liarte con un chico, pero yo no cejé en mi empeño, y tras muchas negativas, enfados y calabazas varias… ¡la besé! Creo que aquel momento frente a la pantalla del ordenador, escuchando la musiquita que acompañaba siempre a los besos, y viendo a aquellas dos muñecajas torciendo sus pixeladas cabezas para juntar los labios, fue uno de los más emocionantes de mi vida.

Desde entonces, cada tarde que me quedaba libre (muy pocas, por desgracia, o quizás por suerte para mi salud mental) me sentaba frente a mi portátil para continuar con pasión aquella relación virtual. Después del beso, o mejor dicho, después de muchos besos, empezaron a aparecer otros bocadillos, como el de compartir casa, casarse y, como colofón, adoptar un bebé. Todo aquello te permitía hacer el videojuego, y he de decir que, tras muchas horas frente a la pantalla… ¡llegué hasta el final!

Creo que lo más tierno de la historia, más tierno todavía que ver a una joven lesbiana que aún no sabe que lo es emocionarse hasta la extenuación porque ha formado una familia virtual con dos mujeres, es la manera en que yo hablaba de ello con los demás. En mi inocencia, en la tremenda inocencia que bañaba aquellos días, iba contando a diestro y siniestro cada detalle de mis partidas, subrayando lo apasionante de un videojuego que había permitido a una mujer que se llamaba como yo besar apasionadamente a otra mujer.

No todo el mundo entendía mi devoción, pero si había alguien que no la entendía en absoluto, ese era mi ex novio. Si ya le costó admitir que yo jugara a liarme con tres tíos a la vez, mucho peor para él fue asumir que me pasara horas y horas frente a una pantalla de ordenador haciendo que dos mujeres virtuales formasen una familia. Él se preguntaba qué motivación profunda podía moverme a hacer aquello, y yo le respondía, tan ilusa como sinceramente, que no había ninguna motivación, y mucho menos profunda. Mi excusa, coherente y falsa a partes iguales, era que yo sólo estaba interesada en probar los límites éticos del videojuego, y que me había sorprendido gratamente ver que, de alguna manera, abogaba por la causa homosexual, algo que yo también hacía ya por aquel entonces.

Hace poco volví a aquella partida, guardada en la profunda memoria de mi portátil, y comprendí. Comprendí cómo me inconsciente trataba de mandarme señales tan patéticas como desesperadas, señales que yo ignoraba, capeaba y devolvía casi sin despeinarme. Señales que aún hoy, cuando me atrevo a cuestionar si esta vez es verdad, si esta vez elegí bien, si ahora soy lo que siempre voy a ser, me ayudan a responderme.

Así que, patético o no…¡encantada con los Sims!

lunes, 3 de septiembre de 2007

Iris (3/3)

Después de ver cómo la tradición grecolatina y la judeocristiana han borrado las huellas de una presencia femenina en la importante función de mediadora entre lo divino y lo humano, creo que puede ser interesante destacar el símbolo de la diosa Iris como representante de otra mediación: la que difumina la diferencia entre los géneros.

Así, existen algunas leyendas medievales según las cuales la persona que es capaz de pasar bajo el arco iris cambia espontáneamente de sexo. Lógicamente, este cambio sería algo más que milagroso, no sólo por su espontaneidad, sino por el hecho de que pasar bajo el arco iris es algo físicamente imposible, ya que la percepción de este fenómeno implica un ángulo de visión que no nos permite pasar por debajo.

Estas leyendas, además de revestir a la diosa Iris de divina androginia, son una muestra de la ansiedad medieval (pero no sólo medieval) por distinguir con precisión entre hombres y mujeres, a la vez que señalan que dicha distinción no fue siempre fácil.


También hay quien identifica la ilustración medieval de la carta XIV del Tarot, La Templanza, con la diosa Iris. Precisamente, esta figura muestra a un ángel mezclando el contenido de dos vasijas. En algunos casos, se ha llegado a identificar este líquido con el que legendariamente formaría parte del arco iris.

Sin embargo, otras interpretaciones señalan que el ángel de la carta lleva a cabo la mezcla tradicional entre agua y vino, procedimiento que se empleaba en la Antigüedad para rebajar la gradación alcohólica del vino, en ocasiones, o simplemente para que la cantidad disponible diese más de sí. Lo curioso de esta mezcla, en su sentido simbólico pero también en el pragmático, es que la cantidad de agua utilizada para la mezcla no cambia la esencia de la bebida, pues esta continúa siendo considerada vino incluso aunque el porcentaje de esta bebida sea inferior.

Este hecho nos permite interpretar, al hilo simbólico de la androginia, que esta es simplemente una mezcla, una difusión que nunca modifica la esencia: una mujer, por mucha masculinidad que muestre, sigue siendo una mujer, tal y como el vino es vino independientemente de la cantidad de agua con que se mezcle. Y ahí residen la magia y el potencial simbólico.


Existe también una curiosa leyenda argentina que habla del arco iris como símbolo de la comunidad, una comunidad específicamente femenina, por cierto, en esta versión. Según la leyenda, había siete mariposas de siete colores distintos que despertaban la admiración de todo aquel que las observaba. Sin embargo, una de ellas se hirió con una espina y murió. Las restantes mariposas prefirieron perder su vida antes que ser separadas de su compañera por la muerte, y ahora sus almas flotan en el cielo cada vez que amaina una tormenta, unidas para siempre en el arco iris, símbolo de la amistad, la comunidad… y el mundo lésbico, si queremos.

Llegamos así hasta la bandera del Orgullo homosexual, que como se sabe, fue diseñada en 1978 por Gilbert Baker a petición de los activistas de San Francisco. Esta bandera estaba formada, en principio, por ocho colores, cada uno de los cuales simbolizaba algo distinto (y en cuanto a qué, hay varias versiones). Sin embargo, cuando la bandera se llevó a la Compañía de Banderas Paramount para reproducirla en grandes cantidades, resultó que el rosa era un color difícil de encontrar, y por eso se suprimió. En 1979, año en que se utilizó por primera vez en una marcha del Orgullo, se suprimió también el color índigo, para poder dividir la bandera de modo que quedaran tres colores por cada lado de la calle. En cualquier caso, e independientemente del número de colores que tenga, la bandera del Orgullo es también conocida como “bandera arco iris”.


Y ahí quería yo llegar, porque en ocasiones, debido a la omnipresencia de lo gay en todo lo relativo a la homosexualidad en general, y debido también a la animadversión que muchas mujeres lesbianas mostramos hacia todo aquello que tenga que ver con los "colorines", la bandera del Orgullo se nos hace ajena. Nos representa, sí, pero a la vez es el símbolo de cierta desconexión. Sin embargo, creo que la multiplicidad simbólica de la diosa Iris (en su papel de mediadora, de pacificadora, de voz de la sabiduría, de lo divino y de la ley, de imagen de lo andrógino esencial y de la comunidad) puede ayudar a que nos sintamos identificadas con esta bandera y que, en nuestra especificidad lésbica, la recubramos de nuevos significados.

Encantada de verlo así.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Secuestro emocional

Hay que acabar con la invisibilidad social de la población homosexual. No se puede vivir en un secuestro emocional, ocultando lo que es uno, escondiéndose, con miedo al rechazo social, escolar o familiar.

Saltando de página en página, el otro día encontré una entrevista a Leopoldo Alas (no “Clarín”, sino el sobrino-bisnieto), en la que aparecía el término que más arriba destaco: “secuestro emocional”. Felicito al autor (homosexual, claro), porque me parece que la expresión es de lo más acertada.

Y es que el armario puede dejar de ser una guarida para convertirse en todo un secuestro emocional. No siempre ocultamos nuestra realidad por decisión propia, o al menos, no siempre es la decisión propia la que prevalece, sino que se presenta como el colofón final de toda una serie de decisiones ajenas que nos secuestran.

Cuando las personas que nos rodean, desde nuestra familia hasta el gobierno de nuestro país, nos recuerdan cada día que somos personas ilícitas, que traemos la vergüenza y la desgracia a nuestra comunidad, que merecemos el desprecio e incluso la violencia que nos prodigan, cuando la homofobia adquiere cara, boca, manos y voz, puede secuestrarnos.

Me parece que el término es acertado en toda su extensión, puesto que el secuestro emocional que sufrimos lleva aparejado también su síndrome de Estocolmo correspondiente. ¿Quién no ha agradecido a la persona homófoba de turno que, al menos, no le haya pegado, o insultado en público, o que haya tenido la bondad de invitarle a la fiesta pidiéndole tan sólo a cambio que oculte quién es al resto de los invitados? Creo que también los secuestrados emocionales agradecemos que nuestros captores no hayan sido peores, sin darnos cuenta de que ya han sido lo suficientemente malos, de que hace ya tiempo que superaron el límite tolerable de maldad.

Por fortuna, los secuestrados no estamos muertos, y desde el momento en que seguimos vivos en nuestro encierro, existe la esperanza de que nos podamos zafar de nuestras cadenas. A pesar de todas las decisiones ajenas, podemos negarnos a culminarlas tomando la decisión contraria: comprometernos con nosotros mismos y salir de nuestro encierro. Pero esa decisión no es fácil, ni tampoco necesariamente bonita: la vida después de un secuestro no puede discurrir como si nunca hubiera ocurrido. Y menos cuando, a la vuelta de cada esquina, nos espera un nuevo secuestrador para llevarse nuestro libre albedrío, nuestras emociones y nuestra dignidad.

Supongo que la liberación empieza por la toma de conciencia.
Desde ella, al menos, hay que intentarlo.

Encantada.

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