CON TODAS VOSOTRAS.
lunes, 31 de diciembre de 2007
domingo, 30 de diciembre de 2007
Catarsis televisiva
En los últimos días he sufrido una catarsis televisiva provocada por la 4ª temporada de Queer as Folk.
(Ergo: si no quieres que te estropee la trama lésbica central de dicha temporada, simplemente, no sigas leyendo, porque la voy a destripar).
En esta temporada, Melanie y Lindsay deciden tener otro hijo. O mejor dicho, Melanie lo decide y Lindsay lo acepta. Al principio, es Melanie la que quiere que Lindsay tenga el bebé, y empieza a hacerle la rosca recordándole lo guapa y sexy que estaba embarazada, cosa que Lindsay no recuerda del mismo modo y, en cualquier caso, se termina cabreando al verse tratada como una simple fuente de abastecimiento, ya que, en esos momentos, ella está pensando más en volver a trabajar que en volver a dar de mamar a un bebé.
El caso es que Melanie tiene una conversación con Debbie en la que esta, muy en su estilo, le desmonta toda la trama que se tiene montada acerca de la idoneidad de Lindsay para tener hijos frente a su absoluta falta de adecuación. Le dice que Lindsay, sencillamente, aceptó el reto de quedarse embarazada, aceptó albergar en su cuerpo otra vida, aceptó entregarse al proceso del parto a pesar del miedo y del dolor. Y que ella, Melanie, es igualmente capaz de ser madre, porque, a pesar de ser lesbiana, a pesar de ser masculina, no ha dejado de ser mujer. Para ser madre, le recuerda, lo que una tiene que ser capaz de hacer es dejar atrás su pose de tipa dura para cagarse de emoción y de inseguridad ante la perspectiva de tener un hijo.
Entonces Melanie se convence, se hace las pruebas para comprobar que ha superado un problema de esterilidad y conviene con Lindsay que Michael será el padre. Así es como llega la segunda parte de la trama: no sólo le costó a Melanie un ovario y medio llegar a la conclusión de que era preferible un donante conocido, sin contar con que, por el camino, hasta se convenció de tener un hijo de Brian; sino que ahora, una vez aceptado el reto de la maternidad y la elección del donante, Melanie trata de blindarse presentándole un contrato a Michael donde se especifica al detalle en qué consiste su nimia función. Michael, que quiere ser un padre involucrado, se niega, y Melanie, convencida de que tiene a todos los hados en su contra, está a punto de volverse atrás.
Es ahí cuando Lindsay tiene con ella la conversación definitiva, en la que le explica por qué han de aceptar los términos de Michael. Lindsay habla de que su maternidad, no sólo por ser maternidad, sino por ser una maternidad lésbica, es una cuestión de riesgo y confianza a partes iguales. No saben lo que pasará, no saben cómo irán las cosas, no saben lo que significa que Michael no quiera ser un donante sino un padre. No saben nada más que la cantidad de riesgos que corren por todos lados, y sin embargo, más importante que tener esto claro es saber que, para darse la oportunidad de que todo salga bien, deben confiar en que así será.
Y entonces Melanie se convence, Michael acepta un nuevo contrato en el que él aparecerá como padre, después de mucho estrés consiguen “la muestra de semen”, Melanie se insemina y… ¡se queda embarazada a la primera!
No sé cómo seguirá todo después, porque ahí me he quedado (¡y espero que nadie me lo cuente!), pero estos capítulos han sido suficientes para que se produzca en mí una convulsión interna que me ha dejado el cerebro patas arriba.
Y es que me he sentido identificada en todas y cada de una de las palabras, acciones, sentimientos y construcciones mentales que Melanie ha ido exhibiendo en cada escena. Me he dado cuenta (por más estúpido que sea darse cuenta de algo tan grande gracias a una serie) de que yo también tengo esa pose de tipa dura que Melanie se gasta. Y como Debbie le dijo, estoy de acuerdo en que no es más que una coraza para no mostrar abiertamente mi miedo a no ser lo suficientemente mujer como para tener un hijo. Y no cabe duda de que así es porque, en el momento de ver esa escena, se me hizo tremendo nudo en la garganta, que creo que tendré que llorar durante semanas para poder deshacerlo.
Después vino lo de arriesgar confiando en que, de alguna manera imprevista, todo saldrá bien, algo que me hizo darme de bruces también con mi necesidad de seguridad a ultranza, una necesidad comprensible pero poco útil cuando una es lesbiana, y por supuesto, mucho menos útil cuando una se plantea siquiera la posibilidad de ser algún día una madre lesbiana.
No quiero decir con todo esto que lanzarse a ser madre sea cuestión de cerrar los ojos y dar el salto. Estoy fundamentalmente de acuerdo con las ideas de Melanie, en su búsqueda de protección, seguridad, en su necesidad de saber que está haciendo lo mejor, etc. Sin embargo, también entiendo que, a veces, nos parapetamos detrás de esos pensamientos para no hacer nada en la vida, porque nunca es el momento perfecto, nunca están todos los cabos atados, nunca estamos absolutamente seguras de nada. Y, a pesar de eso, una vez comprobado que lo hemos hecho lo mejor posible, lo único que queda es lanzarse al vacío confiando en que acabaremos por caer de pie.
Hay que ver lo que se aprende con las series de temática.
Encantada de seguir calentando el sofá.
(Ergo: si no quieres que te estropee la trama lésbica central de dicha temporada, simplemente, no sigas leyendo, porque la voy a destripar).
En esta temporada, Melanie y Lindsay deciden tener otro hijo. O mejor dicho, Melanie lo decide y Lindsay lo acepta. Al principio, es Melanie la que quiere que Lindsay tenga el bebé, y empieza a hacerle la rosca recordándole lo guapa y sexy que estaba embarazada, cosa que Lindsay no recuerda del mismo modo y, en cualquier caso, se termina cabreando al verse tratada como una simple fuente de abastecimiento, ya que, en esos momentos, ella está pensando más en volver a trabajar que en volver a dar de mamar a un bebé.
El caso es que Melanie tiene una conversación con Debbie en la que esta, muy en su estilo, le desmonta toda la trama que se tiene montada acerca de la idoneidad de Lindsay para tener hijos frente a su absoluta falta de adecuación. Le dice que Lindsay, sencillamente, aceptó el reto de quedarse embarazada, aceptó albergar en su cuerpo otra vida, aceptó entregarse al proceso del parto a pesar del miedo y del dolor. Y que ella, Melanie, es igualmente capaz de ser madre, porque, a pesar de ser lesbiana, a pesar de ser masculina, no ha dejado de ser mujer. Para ser madre, le recuerda, lo que una tiene que ser capaz de hacer es dejar atrás su pose de tipa dura para cagarse de emoción y de inseguridad ante la perspectiva de tener un hijo.
Entonces Melanie se convence, se hace las pruebas para comprobar que ha superado un problema de esterilidad y conviene con Lindsay que Michael será el padre. Así es como llega la segunda parte de la trama: no sólo le costó a Melanie un ovario y medio llegar a la conclusión de que era preferible un donante conocido, sin contar con que, por el camino, hasta se convenció de tener un hijo de Brian; sino que ahora, una vez aceptado el reto de la maternidad y la elección del donante, Melanie trata de blindarse presentándole un contrato a Michael donde se especifica al detalle en qué consiste su nimia función. Michael, que quiere ser un padre involucrado, se niega, y Melanie, convencida de que tiene a todos los hados en su contra, está a punto de volverse atrás.
Es ahí cuando Lindsay tiene con ella la conversación definitiva, en la que le explica por qué han de aceptar los términos de Michael. Lindsay habla de que su maternidad, no sólo por ser maternidad, sino por ser una maternidad lésbica, es una cuestión de riesgo y confianza a partes iguales. No saben lo que pasará, no saben cómo irán las cosas, no saben lo que significa que Michael no quiera ser un donante sino un padre. No saben nada más que la cantidad de riesgos que corren por todos lados, y sin embargo, más importante que tener esto claro es saber que, para darse la oportunidad de que todo salga bien, deben confiar en que así será.
Y entonces Melanie se convence, Michael acepta un nuevo contrato en el que él aparecerá como padre, después de mucho estrés consiguen “la muestra de semen”, Melanie se insemina y… ¡se queda embarazada a la primera!
No sé cómo seguirá todo después, porque ahí me he quedado (¡y espero que nadie me lo cuente!), pero estos capítulos han sido suficientes para que se produzca en mí una convulsión interna que me ha dejado el cerebro patas arriba.
Y es que me he sentido identificada en todas y cada de una de las palabras, acciones, sentimientos y construcciones mentales que Melanie ha ido exhibiendo en cada escena. Me he dado cuenta (por más estúpido que sea darse cuenta de algo tan grande gracias a una serie) de que yo también tengo esa pose de tipa dura que Melanie se gasta. Y como Debbie le dijo, estoy de acuerdo en que no es más que una coraza para no mostrar abiertamente mi miedo a no ser lo suficientemente mujer como para tener un hijo. Y no cabe duda de que así es porque, en el momento de ver esa escena, se me hizo tremendo nudo en la garganta, que creo que tendré que llorar durante semanas para poder deshacerlo.
Después vino lo de arriesgar confiando en que, de alguna manera imprevista, todo saldrá bien, algo que me hizo darme de bruces también con mi necesidad de seguridad a ultranza, una necesidad comprensible pero poco útil cuando una es lesbiana, y por supuesto, mucho menos útil cuando una se plantea siquiera la posibilidad de ser algún día una madre lesbiana.
No quiero decir con todo esto que lanzarse a ser madre sea cuestión de cerrar los ojos y dar el salto. Estoy fundamentalmente de acuerdo con las ideas de Melanie, en su búsqueda de protección, seguridad, en su necesidad de saber que está haciendo lo mejor, etc. Sin embargo, también entiendo que, a veces, nos parapetamos detrás de esos pensamientos para no hacer nada en la vida, porque nunca es el momento perfecto, nunca están todos los cabos atados, nunca estamos absolutamente seguras de nada. Y, a pesar de eso, una vez comprobado que lo hemos hecho lo mejor posible, lo único que queda es lanzarse al vacío confiando en que acabaremos por caer de pie.
Hay que ver lo que se aprende con las series de temática.
Encantada de seguir calentando el sofá.
jueves, 27 de diciembre de 2007
Invisibilidad de género
Si alguien quiere ver gays en Madrid puede acudir a dos lugares: uno, el archiconocido barrio de Chueca; el otro, el quizás menos conocido aunque no por ello menos concurrido… Ikea.
Puede que resulte sorprendente, pero es un hecho comprobado (por mi novia y por mí) que cualquier tarde o cualquier mañana en el Ikea puedes encontrarte con una media de dos o tres parejas gays por los pasillos, de lo cual se deduce que puede haber como diez parejas gays en todo el recinto, y quizá unas quince, veinte, o quién sabe si cincuenta parejas gays desperdigadas por el aparcamiento.
La mala noticia (la única mala noticia) es que cuando digo gays me refiero a gays, no a lesbianas. Aunque, si confiamos ciegamente en la estadística, es posible que hubiera el mismo número de lesbianas (contándonos a nosotras mismas) paseando su amor por los mismos pasillos; o incluso, si hacemos caso de las teorías más optimistas, es posible que hubiera un número ligeramente superior, o incluso descaradamente superior de lesbianas afanándose por llenar su carrito de maderas y cojines. El problema es el de siempre: las lesbianas, ¿cómo se ven?
Una respuesta inocente sería decir que las lesbianas se ven igual que se ven los gays: dos mujeres de la mano que se besan en la boca son lesbianas. Sin embargo, la realidad es que, normalmente, ninguna de esas parejas gays tan fácilmente detectables hasta por esa extraña lesbiana sin radar incorporado (léase: yo) iba de la mano o se besaba en la boca. Esas parejas gays, sencillamente, se miraban con amor. Había algo en sus ojos que los hacía refulgir, algo que evidenciaba que eran mucho más que amigos, hermanos o compañeros de piso. Ese mismo algo que las mujeres comparten sean amigas, hermanas o compañeras de piso.
Sí, sí, ya lo sé: no es igual. Yo nunca he mirado a nadie como miro a mi novia, y sin embargo… ¡es tan parecido! Las mujeres establecemos una complicidad tan profunda en tantas ocasiones, sin que medie ninguna atracción sexual, que detectar a dos lesbianas en medio de la marea de mujeres que se abrazan, se guiñan un ojo, se dan besos en la mejilla e incluso de cogen de la mano… es casi tan difícil como descubrir que eres lesbiana cuando todas tus amigas aseguran que ellas también miran a las mujeres a las tetas y que es indudable que el sexo con una mujer les hará sentir mucho más placer que con un hombre.
Creo que la prueba del Ikea es concluyente: en igualdad de condiciones, las lesbianas somos menos visibles que los gays. Nosotras tenemos que hacer una ostentación mucho mayor para dejar de parecer una amigas; eso, sin contar con que, incluso haciendo ostentación, hay gente que no nos mira, que nos niega o que, sencillamente, no se lo cree.
La buena noticia es que, cuando una pareja de lesbianas se encuentra con otra, el lazo solidario que se establece es tan fuerte que la ostentación crece hasta límites insospechados. De pronto, el Ikea ya no es el Ikea, sino que se vuelve el Ikea de las lesbianas. De pronto, ya no somos invisibles, porque estamos en todas partes, porque estábamos ahí, porque nos hemos detectado, y ahora ya no somos una sola lesbiana, o una sola pareja de lesbianas, somos la posibilidad de ser muchas, de descubrirnos mutuamente y de sentir ese lazo invisible que, aunque estuviera hecho de acero, muchos no podrían ver.
Así somos las mujeres, para bien o para mal.
Encantada de formar parte de su magia.
Puede que resulte sorprendente, pero es un hecho comprobado (por mi novia y por mí) que cualquier tarde o cualquier mañana en el Ikea puedes encontrarte con una media de dos o tres parejas gays por los pasillos, de lo cual se deduce que puede haber como diez parejas gays en todo el recinto, y quizá unas quince, veinte, o quién sabe si cincuenta parejas gays desperdigadas por el aparcamiento.
La mala noticia (la única mala noticia) es que cuando digo gays me refiero a gays, no a lesbianas. Aunque, si confiamos ciegamente en la estadística, es posible que hubiera el mismo número de lesbianas (contándonos a nosotras mismas) paseando su amor por los mismos pasillos; o incluso, si hacemos caso de las teorías más optimistas, es posible que hubiera un número ligeramente superior, o incluso descaradamente superior de lesbianas afanándose por llenar su carrito de maderas y cojines. El problema es el de siempre: las lesbianas, ¿cómo se ven?
Una respuesta inocente sería decir que las lesbianas se ven igual que se ven los gays: dos mujeres de la mano que se besan en la boca son lesbianas. Sin embargo, la realidad es que, normalmente, ninguna de esas parejas gays tan fácilmente detectables hasta por esa extraña lesbiana sin radar incorporado (léase: yo) iba de la mano o se besaba en la boca. Esas parejas gays, sencillamente, se miraban con amor. Había algo en sus ojos que los hacía refulgir, algo que evidenciaba que eran mucho más que amigos, hermanos o compañeros de piso. Ese mismo algo que las mujeres comparten sean amigas, hermanas o compañeras de piso.
Sí, sí, ya lo sé: no es igual. Yo nunca he mirado a nadie como miro a mi novia, y sin embargo… ¡es tan parecido! Las mujeres establecemos una complicidad tan profunda en tantas ocasiones, sin que medie ninguna atracción sexual, que detectar a dos lesbianas en medio de la marea de mujeres que se abrazan, se guiñan un ojo, se dan besos en la mejilla e incluso de cogen de la mano… es casi tan difícil como descubrir que eres lesbiana cuando todas tus amigas aseguran que ellas también miran a las mujeres a las tetas y que es indudable que el sexo con una mujer les hará sentir mucho más placer que con un hombre.
Creo que la prueba del Ikea es concluyente: en igualdad de condiciones, las lesbianas somos menos visibles que los gays. Nosotras tenemos que hacer una ostentación mucho mayor para dejar de parecer una amigas; eso, sin contar con que, incluso haciendo ostentación, hay gente que no nos mira, que nos niega o que, sencillamente, no se lo cree.
La buena noticia es que, cuando una pareja de lesbianas se encuentra con otra, el lazo solidario que se establece es tan fuerte que la ostentación crece hasta límites insospechados. De pronto, el Ikea ya no es el Ikea, sino que se vuelve el Ikea de las lesbianas. De pronto, ya no somos invisibles, porque estamos en todas partes, porque estábamos ahí, porque nos hemos detectado, y ahora ya no somos una sola lesbiana, o una sola pareja de lesbianas, somos la posibilidad de ser muchas, de descubrirnos mutuamente y de sentir ese lazo invisible que, aunque estuviera hecho de acero, muchos no podrían ver.
Así somos las mujeres, para bien o para mal.
Encantada de formar parte de su magia.
jueves, 20 de diciembre de 2007
La importancia de un sufijo
He estado reflexionando durante un tiempo considerable acerca de qué es lo que realmente siento por los tíos. No son (ni nunca han sido) candidatos reales para mantener una relación de pareja o siquiera un escarceo, y, sin embargo, tampoco me resultan indiferentes. Después de devanarme los sesos durante meses, he llegado a la conclusión de que todo se reduce a la distancia que media entre dos sufijos: los tíos me resultan atractivos, no atrayentes.
Cuando veo a un hombre atractivo, se me enciende una pequeña luz de alarma. Algo así como “eh, fíjate, si fueras hetero, tendrías delante de ti a un candidato ideal para… algo”. Durante mucho tiempo, confundí esa pequeña lucecita roja con la atracción, el deseo e incluso el amor. Pero me equivocaba.
Porque el aviso no pasa de ser eso, un aviso dirigido a la mujer heterosexual que no soy. Por mucho que pueda distinguir un candidato potencial para mi otro yo inexistente, mi yo real se mantiene en el sitio. Nada me hace desear nada; a pesar de tener ojos en la cara, los hombres no me resultan atrayentes.
Es curioso haber tardado tanto en nombrar una realidad que siempre estuvo ahí. Nunca jamás, al ver el cuerpo desnudo de un hombre, he sentido ese mareo inevitable que siento cuando veo el cuerpo desnudo de casi cualquier mujer. Siempre me ocurrió, pero tardé años en darle la más mínima importancia.
Cuando era adolescente, incluso, llegué a colgar pósters de chicos en bañador en las paredes de mi habitación, pero al mirarlos no se me erizaba ni un triste pelo. Sin embargo, si alcanzaba a ver, por casualidad y sin buscarlo, la insinuación del hombro, pecho, vientre o cadera de alguna de mis compañeras de clase… ahí sí que la lucecita roja se convertía en llamarada.
Hace poco vi un documental en el que explicaban la homosexualidad animal de un modo tan conductista y determinante como, para mi gusto y a este respecto, acertado. Exponían que el cerebro de un animal homosexual simplemente reaccionaba ante el estímulo de la presencia de otro animal de su mismo sexo, mientras que, en el caso del sexo contrario, su cerebro se mantenía impasible.
Y eso es exactamente lo que me ocurre a mí. En presencia de un hombre, no importan cuán guapo, inteligente, bueno y simpático sea, mi cerebro no reacciona. No es cuestión de pensarlo, reflexionar sobre la conveniencia de este o aquel, darse cuenta de lo fácil que sería todo; es cuestión de que mi cerebro está muerto y mi cuerpo se mantiene frío para él. Podría hacer un esfuerzo para mantener relaciones con muchas mujeres, pero con un hombre no se trata de hacer un esfuerzo: se trata de lo que no puede ser.
Pero sí, los hombres están ahí, son una realidad que no se puede ignorar, como tampoco es posible ignorar que, durante años, nos educaran para amarlos, para tenerlos en cuenta, para creer que eran nuestro futuro y que no había otra posibilidad. A fuerza de metérnoslos por los ojos, algunas desarrollamos la capacidad de ver su atractivo, pero nada más; lo verdaderamente atrayente para nosotras, lo que hace que nos movamos del sitio, que nos mareemos, que no tengamos que pensar sino simplemente dejarnos llevar, nuestro verdadero futuro, presente y pasado, lo que realmente amamos, es la mujer.
Encantada de que sea así.
Cuando veo a un hombre atractivo, se me enciende una pequeña luz de alarma. Algo así como “eh, fíjate, si fueras hetero, tendrías delante de ti a un candidato ideal para… algo”. Durante mucho tiempo, confundí esa pequeña lucecita roja con la atracción, el deseo e incluso el amor. Pero me equivocaba.
Porque el aviso no pasa de ser eso, un aviso dirigido a la mujer heterosexual que no soy. Por mucho que pueda distinguir un candidato potencial para mi otro yo inexistente, mi yo real se mantiene en el sitio. Nada me hace desear nada; a pesar de tener ojos en la cara, los hombres no me resultan atrayentes.
Es curioso haber tardado tanto en nombrar una realidad que siempre estuvo ahí. Nunca jamás, al ver el cuerpo desnudo de un hombre, he sentido ese mareo inevitable que siento cuando veo el cuerpo desnudo de casi cualquier mujer. Siempre me ocurrió, pero tardé años en darle la más mínima importancia.
Cuando era adolescente, incluso, llegué a colgar pósters de chicos en bañador en las paredes de mi habitación, pero al mirarlos no se me erizaba ni un triste pelo. Sin embargo, si alcanzaba a ver, por casualidad y sin buscarlo, la insinuación del hombro, pecho, vientre o cadera de alguna de mis compañeras de clase… ahí sí que la lucecita roja se convertía en llamarada.
Hace poco vi un documental en el que explicaban la homosexualidad animal de un modo tan conductista y determinante como, para mi gusto y a este respecto, acertado. Exponían que el cerebro de un animal homosexual simplemente reaccionaba ante el estímulo de la presencia de otro animal de su mismo sexo, mientras que, en el caso del sexo contrario, su cerebro se mantenía impasible.
Y eso es exactamente lo que me ocurre a mí. En presencia de un hombre, no importan cuán guapo, inteligente, bueno y simpático sea, mi cerebro no reacciona. No es cuestión de pensarlo, reflexionar sobre la conveniencia de este o aquel, darse cuenta de lo fácil que sería todo; es cuestión de que mi cerebro está muerto y mi cuerpo se mantiene frío para él. Podría hacer un esfuerzo para mantener relaciones con muchas mujeres, pero con un hombre no se trata de hacer un esfuerzo: se trata de lo que no puede ser.
Pero sí, los hombres están ahí, son una realidad que no se puede ignorar, como tampoco es posible ignorar que, durante años, nos educaran para amarlos, para tenerlos en cuenta, para creer que eran nuestro futuro y que no había otra posibilidad. A fuerza de metérnoslos por los ojos, algunas desarrollamos la capacidad de ver su atractivo, pero nada más; lo verdaderamente atrayente para nosotras, lo que hace que nos movamos del sitio, que nos mareemos, que no tengamos que pensar sino simplemente dejarnos llevar, nuestro verdadero futuro, presente y pasado, lo que realmente amamos, es la mujer.
Encantada de que sea así.
domingo, 16 de diciembre de 2007
Metáforas de mi armario: Internet
Otra de las formas que adopta mi armario es la manera en que actúo cuando me conecto a internet. Cuando todavía vivía en casa de mis padres soñaba con la idea de que fuera algo pasajero; pero ahora que presuntamente gozo de la libertad que antes no tenía, me he dado cuenta de que tal vez no sea así.
Antes, todas mis sesiones de internet seguían la misma pauta: abría ventanas y ventanas desde las que me entraba el aire fresco de la comunidad lésbica, y después de respirar durante un par de horas y llenarme el corazón de oxígeno, las cerraba a cal y canto y borraba el historial. Para terminar, observaba el historial vacío, segura de que nadie podría rastrear mi camino de aquella tarde, y apagaba el ordenador.
Atrás quedaban historias compartidas, noticias frescas, vidas tan cercanas a la mía, nuevos proyectos, relatos de calamidades, un poco de arte, un poco de desenfado, mucha autoestima y mucho amor. Nadie en mi casa podría saber qué había sido de mí durante esas dos horas, en qué mundos me habría perdido y encontrado, porque al volver a encender el ordenador no quedaba ni rastro de lo que había sido de mí.
Como en el caso del altillo, no lo hacía para ocultarme de mis padres, puesto que ellos ya saben que soy lesbiana desde hace años; lo hacía para evitarles el disgusto de saber que su hija no sólo salía con una mujer, sino que se juntaba con más lesbianas, que visitaba páginas “de esas”, que se paseaba fuera de un armario que ellos se empeñan con todas sus fuerzas en cerrar.
Me gustó dejar de borrar el historial cuando me mudé a mi propia casa, me gusta compartir con mi pareja todos los lugares que visito en internet; y sin embargo, creo que ese trozo del armario aún no ha terminado de desaparecer.
El otro día me dediqué a ver varios vídeos de temática homosexual cuyos links había recogido de aquí y de allá. Estaba sola en la habitación, mi novia se duchaba en la otra punta de la casa, y de pronto el silencio se llenó de palabras que me hicieron temblar: “lesbiana”, “gay”, “homosexual”. Entonces escuché las voces de los niños de los vecinos de al lado, e instintivamente agarré los auriculares y el silencio volvió a reinar en la habitación.
Quizá estuviera justificado, pero una pena inmensa se adueñó de mí. Me había prometido no esconderme de mí misma en mi propia casa, y sin embargo, lo había vuelto a hacer. Por eso pienso que esa parte del armario no ha desaparecido con mi independencia, sino que simplemente ha tomado otra forma distinta a la que tenía. Una parte de mí me dice que hay cosas que los niños no deben escuchar, pero otra se pregunta si, de haber sido un documental sobre adicciones, o testimonios de mujeres maltratadas, hubiera agarrado los auriculares igual.
A veces creo que el armario tiene patas, y que te persigue allá donde vas.
Encantada de echar a correr.
Antes, todas mis sesiones de internet seguían la misma pauta: abría ventanas y ventanas desde las que me entraba el aire fresco de la comunidad lésbica, y después de respirar durante un par de horas y llenarme el corazón de oxígeno, las cerraba a cal y canto y borraba el historial. Para terminar, observaba el historial vacío, segura de que nadie podría rastrear mi camino de aquella tarde, y apagaba el ordenador.
Atrás quedaban historias compartidas, noticias frescas, vidas tan cercanas a la mía, nuevos proyectos, relatos de calamidades, un poco de arte, un poco de desenfado, mucha autoestima y mucho amor. Nadie en mi casa podría saber qué había sido de mí durante esas dos horas, en qué mundos me habría perdido y encontrado, porque al volver a encender el ordenador no quedaba ni rastro de lo que había sido de mí.
Como en el caso del altillo, no lo hacía para ocultarme de mis padres, puesto que ellos ya saben que soy lesbiana desde hace años; lo hacía para evitarles el disgusto de saber que su hija no sólo salía con una mujer, sino que se juntaba con más lesbianas, que visitaba páginas “de esas”, que se paseaba fuera de un armario que ellos se empeñan con todas sus fuerzas en cerrar.
Me gustó dejar de borrar el historial cuando me mudé a mi propia casa, me gusta compartir con mi pareja todos los lugares que visito en internet; y sin embargo, creo que ese trozo del armario aún no ha terminado de desaparecer.
El otro día me dediqué a ver varios vídeos de temática homosexual cuyos links había recogido de aquí y de allá. Estaba sola en la habitación, mi novia se duchaba en la otra punta de la casa, y de pronto el silencio se llenó de palabras que me hicieron temblar: “lesbiana”, “gay”, “homosexual”. Entonces escuché las voces de los niños de los vecinos de al lado, e instintivamente agarré los auriculares y el silencio volvió a reinar en la habitación.
Quizá estuviera justificado, pero una pena inmensa se adueñó de mí. Me había prometido no esconderme de mí misma en mi propia casa, y sin embargo, lo había vuelto a hacer. Por eso pienso que esa parte del armario no ha desaparecido con mi independencia, sino que simplemente ha tomado otra forma distinta a la que tenía. Una parte de mí me dice que hay cosas que los niños no deben escuchar, pero otra se pregunta si, de haber sido un documental sobre adicciones, o testimonios de mujeres maltratadas, hubiera agarrado los auriculares igual.
A veces creo que el armario tiene patas, y que te persigue allá donde vas.
Encantada de echar a correr.
sábado, 15 de diciembre de 2007
Valientes
Hace un par de días asistí con orgullo a la noticia de que Jodie Foster había decidido salir del armario. Salté de alegría por el salón, empecé a gritar “¡toma! ¡toma!” a mis paredes desnudas y estallé en carcajadas cuando la presentadora dijo que la noticia había sorprendido a muchas personas. “¡No será a nosotras!”, proclamé al fin, cayendo rendida en el sofá.
Entonces empecé a pensar en la realidad de Jodie Foster como mujer, dejando a un lado su faceta de icono lésbico probablemente no pedido y no querido. Y pensando, pensando, me derrumbé.
Tenía razón la presentadora cuando explicaba que la noticia resultaba sorprendente. Lo sorprendente, claro, no era que Jodie Foster fuese lesbiana; lo sorprendente era que, teniendo una pareja estable y habiendo formado con ella una familia hacía bastantes años, hubiera permanecido callada todo este tiempo.
Si en la vida de nuestras parejas anónimas la tensión que se crea cuando una de nosotras ningunea, ignora u oculta a la otra puede llegar a ser terrible, ¿qué se debe sentir cuando una sale con Jodie Foster? ¿Y cuando una es Jodie Foster y responde una y mil veces en una y mil entrevistas que no, que novio no tiene?
Aunque lo peor, desde mi punto de vista, es el asunto de los niños. ¿Cómo permanece uno en el armario cuando su mamá es Jodie Foster? ¿No es suficiente ser hijo de una mujer archifamosa, como para encima cargar con el estigma de no poder hablar de tu otra mamá?
Me pregunto cómo a Jodie Foster no le ha estallado el alma de pensar que existen cientos de paparazzis deseosos de explotar su vida privada, mucho más jugosa cuando una está tan buena y encima es lesbiana. Me imagino las noches en vela que ha tenido que pasar sintiéndose un gusano mentiroso, y a la vez, aterrada ante la posibilidad de asomarse siquiera a la puerta del armario.
Y mientras tanto, cría a tus hijos, vive feliz con tu pareja y haz películas de éxito. ¡Monumento a Jodie Foster ya!
En fin, esta ha sido la realidad lésbica para millones de mujeres durante muchos años. Lo único que me alegra es que, si Jodie Foster decide salir del armario, es porque algo está cambiando. Y de ese cambio formamos parte todas.
¡Va por nosotras!
Encantada.
Entonces empecé a pensar en la realidad de Jodie Foster como mujer, dejando a un lado su faceta de icono lésbico probablemente no pedido y no querido. Y pensando, pensando, me derrumbé.
Tenía razón la presentadora cuando explicaba que la noticia resultaba sorprendente. Lo sorprendente, claro, no era que Jodie Foster fuese lesbiana; lo sorprendente era que, teniendo una pareja estable y habiendo formado con ella una familia hacía bastantes años, hubiera permanecido callada todo este tiempo.
Si en la vida de nuestras parejas anónimas la tensión que se crea cuando una de nosotras ningunea, ignora u oculta a la otra puede llegar a ser terrible, ¿qué se debe sentir cuando una sale con Jodie Foster? ¿Y cuando una es Jodie Foster y responde una y mil veces en una y mil entrevistas que no, que novio no tiene?
Aunque lo peor, desde mi punto de vista, es el asunto de los niños. ¿Cómo permanece uno en el armario cuando su mamá es Jodie Foster? ¿No es suficiente ser hijo de una mujer archifamosa, como para encima cargar con el estigma de no poder hablar de tu otra mamá?
Me pregunto cómo a Jodie Foster no le ha estallado el alma de pensar que existen cientos de paparazzis deseosos de explotar su vida privada, mucho más jugosa cuando una está tan buena y encima es lesbiana. Me imagino las noches en vela que ha tenido que pasar sintiéndose un gusano mentiroso, y a la vez, aterrada ante la posibilidad de asomarse siquiera a la puerta del armario.
Y mientras tanto, cría a tus hijos, vive feliz con tu pareja y haz películas de éxito. ¡Monumento a Jodie Foster ya!
En fin, esta ha sido la realidad lésbica para millones de mujeres durante muchos años. Lo único que me alegra es que, si Jodie Foster decide salir del armario, es porque algo está cambiando. Y de ese cambio formamos parte todas.
¡Va por nosotras!
Encantada.
domingo, 9 de diciembre de 2007
Vicios y virtudes
Link
Tengo un defecto terrible: se llama empatía, un vicio que me provoca una íntima conexión con la gente (¡con la gente!), de entre la cual suelo escoger a los menos convenientes.
Por ejemplo, mis padres.
Admitámoslo: me han hecho de todo. Negarme la palabra y hasta la mirada, recordarme una y otra vez cuánto se arrepienten de que haya nacido, confesarme su íntimo deseo de que me salga un cáncer en vez de una novia.
Y aún así, cuando ellos sufren, yo sufro. Todo por culpa de la empatía.
La última idea feliz que se les ha ocurrido es acusarme de haber desatado todos los infiernos yéndome de casa. Como si los infiernos en mi familia no se hubiesen desatado hace años, o mejor dicho: como si mi familia no fuese todos los infiernos.
Era de suponer: demasiado sospechoso que hubieran accedido a visitar el piso (sin mi novia dentro, claro), mucho más que mostraran interés en pagarnos el ajuar o comprarnos una tele. Todo era demasiado fácil, a pesar de que jamás me llamasen a casa, o de que nunca hayan tenido la intención de visitarnos. No mostraron ninguna actitud hostil hasta que no comprobaron que yo seguía siendo el mismo gusano de siempre. Entonces, volvieron a llamarme de todo.
Lo único bueno es que, para compensar la empatía, tengo una virtud: el enfado. Me ha costado años y años de práctica, pero, desde hace algunos meses, soy capaz de enfadarme. No hago mucho más que eso, pero cuando me enfado, veo algunas cosas claras. Y, a veces, hasta soy capaz de decirlas.
Es una pena que la empatía siga allí para recordarme que papá y mamá siguen siendo papá y mamá. Los mismos que jugaban conmigo, me hacían bromas, me daban abrazos, besos y mimos, los mismos con los que pasé tantos y tantos buenos momentos, a pesar de todos los malos, que la empatía olvida, entierra, deja a un lado para que, cuando ellos sufran, sufra yo también.
Pero a veces me enfado y entonces veo que los infiernos no se desatan sólo por mi tan manido egoísmo o mis ansias de hacer cosas tan ridículas como emanciparme. Ellos enrarecen nuestra relación a base de no aceptarme, de hacer como si no pasara nada cuando pasa tanto. Y eso trae consecuencias. Entiendo que para ellos no sea cómodo admitirlo, pero así es.
Qué pena que no sea verdad todo lo que dicen de mí.
Dejaría su dolor en su casa y no me lo traería conmigo.
Pero la empatía me lo empaqueta y lo pone en mi espalda.
Y yo, encantada, me lo llevo a todas partes.
Aunque me enfade.
Tengo un defecto terrible: se llama empatía, un vicio que me provoca una íntima conexión con la gente (¡con la gente!), de entre la cual suelo escoger a los menos convenientes.
Por ejemplo, mis padres.
Admitámoslo: me han hecho de todo. Negarme la palabra y hasta la mirada, recordarme una y otra vez cuánto se arrepienten de que haya nacido, confesarme su íntimo deseo de que me salga un cáncer en vez de una novia.
Y aún así, cuando ellos sufren, yo sufro. Todo por culpa de la empatía.
La última idea feliz que se les ha ocurrido es acusarme de haber desatado todos los infiernos yéndome de casa. Como si los infiernos en mi familia no se hubiesen desatado hace años, o mejor dicho: como si mi familia no fuese todos los infiernos.
Era de suponer: demasiado sospechoso que hubieran accedido a visitar el piso (sin mi novia dentro, claro), mucho más que mostraran interés en pagarnos el ajuar o comprarnos una tele. Todo era demasiado fácil, a pesar de que jamás me llamasen a casa, o de que nunca hayan tenido la intención de visitarnos. No mostraron ninguna actitud hostil hasta que no comprobaron que yo seguía siendo el mismo gusano de siempre. Entonces, volvieron a llamarme de todo.
Lo único bueno es que, para compensar la empatía, tengo una virtud: el enfado. Me ha costado años y años de práctica, pero, desde hace algunos meses, soy capaz de enfadarme. No hago mucho más que eso, pero cuando me enfado, veo algunas cosas claras. Y, a veces, hasta soy capaz de decirlas.
Es una pena que la empatía siga allí para recordarme que papá y mamá siguen siendo papá y mamá. Los mismos que jugaban conmigo, me hacían bromas, me daban abrazos, besos y mimos, los mismos con los que pasé tantos y tantos buenos momentos, a pesar de todos los malos, que la empatía olvida, entierra, deja a un lado para que, cuando ellos sufran, sufra yo también.
Pero a veces me enfado y entonces veo que los infiernos no se desatan sólo por mi tan manido egoísmo o mis ansias de hacer cosas tan ridículas como emanciparme. Ellos enrarecen nuestra relación a base de no aceptarme, de hacer como si no pasara nada cuando pasa tanto. Y eso trae consecuencias. Entiendo que para ellos no sea cómodo admitirlo, pero así es.
Qué pena que no sea verdad todo lo que dicen de mí.
Dejaría su dolor en su casa y no me lo traería conmigo.
Pero la empatía me lo empaqueta y lo pone en mi espalda.
Y yo, encantada, me lo llevo a todas partes.
Aunque me enfade.
martes, 4 de diciembre de 2007
El blog o la vida
Mucho se ha escrito sobre la ardiente relación que media entre la creatividad y la vida. Ambas se pelean por la misma amante, y si una de ellas la retiene, la otra debe esperar, ya que la intensidad de sus relaciones no permite considerar siquiera la posibilidad de un trío. Para disfrutar de una existencia sosegada, interesante y productiva, según creo, es necesario guardar un equilibrio dinámico entre las dos; equilibrio que yo perdí hace varias semanas, cuando dejé mi blog aparcado para dedicarme plenamente a vivir.
Durante estas semanas he estado inmersa en tres asuntos diferentes, que podrían parecen el mismo, y que, sin embargo, no lo son.
En primer lugar, me he ido de casa, algo con lo que llevaba soñando varios años. Y no por lo positivo que pueda tener en sí mismo, sino por su parte negativa: porque yéndome de casa, ya no tendría que estar en casa nunca más. Ya no tendría que aguantar las malas caras, los chantajes emocionales, el secuestro vital, las crisis colectivas, el silencio desesperante, las sonrisas crispantes y crispadas. Aunque me llegaran sus ecos cada día, ya no estarían aquí, susurrándome al oído, impidiéndome cualquier serenidad: espiritual, mental o corporal.
Lo que jamás imaginé es que, a pesar de mis ansias, a pesar de mi confianza en que irme de casa me catapultaría a una existencia mejor, a pesar, incluso, de que así haya sido, o que así vaya a ser a medio plazo al menos; pudiera sentir una añoranza tan grande de esa otra vida de la que, en principio, deseaba escapar. Las paredes que un día me cobijaron, y que después se convirtieron en una cárcel, volvían a arroparme con el mismo calor, transmitiéndome la misma sensación de seguridad. Mi nueva vida se me hacía fría, extraña, desconocida, y por momentos, tuve la amarga experiencia de exclamar lo que juré que nunca llegaría a exclamar: “¡Yo me quiero ir con mi mamá!”.
En segundo lugar, estas semanas las he dedicado también a independizarme, que no es lo mismo que irme de casa, ya que independizarme era algo que quería hacer desde hace años por el contenido positivo que tiene de por sí: libertad, autonomía, capacidad de decisión sobre los detalles más nimios, autogestión del tiempo, del espacio, de las labores diarias, del ocio, de los amigos, de las llamadas de teléfono, de las horas y las páginas de conexión a internet.
Lo que jamás imaginé, nuevamente, es que, a pesar de mis delirios libertarios, de mis promesas de autorrealización personal, de mis proyectos de vida plena, creativa, tranquila, variada; la realidad de la independencia sea una nueva esclavitud. No a tus padres, ni a la casa de tus padres, sino a ti misma y a tu propio hogar. Así, durante estos días he comprobado, amargamente, cómo el tiempo se me escurría entre los dedos, ocupados sólo en peregrinar al trabajo, hacer la compra, cocinar, limpiar, y como un gran regalo al final de la jornada, dormir.
Entre una cosa y otra, he tenido tiempo y cabeza suficientes para iniciar una vida en común con mi novia. Que no es lo mismo que irme de casa o independizarme, ya que lo he hecho por diferentes motivos y me aporta cosas diferentes también. Me hubiera ido de casa e independizado igual, probablemente, si ella no existiera; pero como existe, y como ambas queríamos dar un paso más en nuestra relación y embarcarnos en esta fascinante aventura, ahora vivimos juntas, nos hemos ido de casa y somos independientes las dos.
Lo que jamás imaginé, a este respecto, y a pesar de mi absoluta certeza de que compartir cama, baño, despacho y sofá con otra persona terminaría haciéndome estallar del agobio y la tensión; es que la convivencia con mi novia pudiera resultar tan sencilla y agradable. Por supuesto que el estrés diario hace que, en ocasiones, sintamos la necesidad casi inevitable de ahorcarnos mutuamente; pero, en general, somos increíblemente capaces de respirar hondo, contar hasta diez, pasearnos por la habitación contigua si es necesario, permanecer en silencio un tiempo prudencial, y después, correr a abrazarnos apasionadamente recordándonos, a pesar de todo lo horrible, lo mucho que nos amamos todavía. Algo que me sorprende y me enorgullece al mismo tiempo, y que espero que dure siempre, o al menos, que dure mientras nos dure el amor.
Si bien la intensidad de mis relaciones íntimas con la vida apenas me ha dejado espacio para nada más, la creatividad, amante insatisfecha aunque fiel, ha estado mandándome lánguidos mensajes para que le dedicara su bien merecida atención. De vez en cuando, entre sartén y bayeta, entre el metro y el autobús, me permitía arrobarme pensando en nuestro mutuo amor. Y desde aquí quiero decirle que sí, que quiero volver a compartirme con ella, que yo también la he echado de menos, y que estoy encantada de que, a pesar de mis desplantes, haya seguido esperándome hasta hoy.
Porque todo es muy raro, diferente a como lo calculé, hermoso y terrible al mismo tiempo, y en medio de la vorágine en la que yo sola me he metido, mi alma pide a gritos agarrarse a la tabla de salvación que para ella representa escribir.
Durante estas semanas he estado inmersa en tres asuntos diferentes, que podrían parecen el mismo, y que, sin embargo, no lo son.
En primer lugar, me he ido de casa, algo con lo que llevaba soñando varios años. Y no por lo positivo que pueda tener en sí mismo, sino por su parte negativa: porque yéndome de casa, ya no tendría que estar en casa nunca más. Ya no tendría que aguantar las malas caras, los chantajes emocionales, el secuestro vital, las crisis colectivas, el silencio desesperante, las sonrisas crispantes y crispadas. Aunque me llegaran sus ecos cada día, ya no estarían aquí, susurrándome al oído, impidiéndome cualquier serenidad: espiritual, mental o corporal.
Lo que jamás imaginé es que, a pesar de mis ansias, a pesar de mi confianza en que irme de casa me catapultaría a una existencia mejor, a pesar, incluso, de que así haya sido, o que así vaya a ser a medio plazo al menos; pudiera sentir una añoranza tan grande de esa otra vida de la que, en principio, deseaba escapar. Las paredes que un día me cobijaron, y que después se convirtieron en una cárcel, volvían a arroparme con el mismo calor, transmitiéndome la misma sensación de seguridad. Mi nueva vida se me hacía fría, extraña, desconocida, y por momentos, tuve la amarga experiencia de exclamar lo que juré que nunca llegaría a exclamar: “¡Yo me quiero ir con mi mamá!”.
En segundo lugar, estas semanas las he dedicado también a independizarme, que no es lo mismo que irme de casa, ya que independizarme era algo que quería hacer desde hace años por el contenido positivo que tiene de por sí: libertad, autonomía, capacidad de decisión sobre los detalles más nimios, autogestión del tiempo, del espacio, de las labores diarias, del ocio, de los amigos, de las llamadas de teléfono, de las horas y las páginas de conexión a internet.
Lo que jamás imaginé, nuevamente, es que, a pesar de mis delirios libertarios, de mis promesas de autorrealización personal, de mis proyectos de vida plena, creativa, tranquila, variada; la realidad de la independencia sea una nueva esclavitud. No a tus padres, ni a la casa de tus padres, sino a ti misma y a tu propio hogar. Así, durante estos días he comprobado, amargamente, cómo el tiempo se me escurría entre los dedos, ocupados sólo en peregrinar al trabajo, hacer la compra, cocinar, limpiar, y como un gran regalo al final de la jornada, dormir.
Entre una cosa y otra, he tenido tiempo y cabeza suficientes para iniciar una vida en común con mi novia. Que no es lo mismo que irme de casa o independizarme, ya que lo he hecho por diferentes motivos y me aporta cosas diferentes también. Me hubiera ido de casa e independizado igual, probablemente, si ella no existiera; pero como existe, y como ambas queríamos dar un paso más en nuestra relación y embarcarnos en esta fascinante aventura, ahora vivimos juntas, nos hemos ido de casa y somos independientes las dos.
Lo que jamás imaginé, a este respecto, y a pesar de mi absoluta certeza de que compartir cama, baño, despacho y sofá con otra persona terminaría haciéndome estallar del agobio y la tensión; es que la convivencia con mi novia pudiera resultar tan sencilla y agradable. Por supuesto que el estrés diario hace que, en ocasiones, sintamos la necesidad casi inevitable de ahorcarnos mutuamente; pero, en general, somos increíblemente capaces de respirar hondo, contar hasta diez, pasearnos por la habitación contigua si es necesario, permanecer en silencio un tiempo prudencial, y después, correr a abrazarnos apasionadamente recordándonos, a pesar de todo lo horrible, lo mucho que nos amamos todavía. Algo que me sorprende y me enorgullece al mismo tiempo, y que espero que dure siempre, o al menos, que dure mientras nos dure el amor.
Si bien la intensidad de mis relaciones íntimas con la vida apenas me ha dejado espacio para nada más, la creatividad, amante insatisfecha aunque fiel, ha estado mandándome lánguidos mensajes para que le dedicara su bien merecida atención. De vez en cuando, entre sartén y bayeta, entre el metro y el autobús, me permitía arrobarme pensando en nuestro mutuo amor. Y desde aquí quiero decirle que sí, que quiero volver a compartirme con ella, que yo también la he echado de menos, y que estoy encantada de que, a pesar de mis desplantes, haya seguido esperándome hasta hoy.
Porque todo es muy raro, diferente a como lo calculé, hermoso y terrible al mismo tiempo, y en medio de la vorágine en la que yo sola me he metido, mi alma pide a gritos agarrarse a la tabla de salvación que para ella representa escribir.
viernes, 26 de octubre de 2007
Herencia matrilineal (I)
Una de las herencias más preciadas que he recibido por vía matrilineal es la del gusto por las plantas. A mi abuela le gustaban, a mi madre le gustan, y a mí, desde hace poco, aunque suficiente, también.
Mi abuela solía tener su casa llena de plantas, y además, regalaba a los vecinos el fruto de su creatividad poniendo algunas plantas en el descansillo. Era un pasillo largo, adornado con grandes cristales, donde mi abuela cuidaba sus plantas sin pedir a cambio siquiera un bien merecido reconocimiento.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que un vecino se quejara de que el descansillo era un lugar común y que mi abuela no tenía derecho a colocar allí sus estupideces. Después de grandes broncas sin sentido, y a falta de palabras para explicar que no trataba de invadir, sino de regalar, mi abuela tuvo que recoger sus plantas y dejar el descansillo vacío, envuelta por la tristeza y la impotencia que ella expresaba destilando una mala leche sin par.
Muchas veces he pensado en la injusticia que mi abuela tuvo que sufrir, y en cómo el fruto del trabajo desinteresado, amable y entusiasta de las mujeres es tantas veces desechado sin la más mínima sensibilidad.
Mi madre también llena su casa de plantas, aunque desistió pronto de intentar lo mismo en el descansillo después del precedente tan nefasto de mi abuela. Sin embargo, no por ello ha dejado de ofrecer su creatividad, regalando esquejes, pétalos y macetas por doquier. Por si esto no fuera suficiente, la he visto arrastrar grandes macetas hasta su oficina para decorarla con ellas y alegrarles el día a los demás. A pesar del gran valor simbólico de estos regalos, no siempre son bien recibidos, pues una planta cualquiera apenas puede competir en valor con ese tipo de cosas que salen del bolsillo, no del corazón.
Pero mi madre regala vida, el fruto de su trabajo, lo que ella misma ha ayudado a crecer con sus propias manos, tal y como millones de mujeres hacen cada día, a lo largo de sus vidas, sin que se le dé el más mínimo valor, cuando es un trabajo tan valioso que ni todo el oro del mundo lo podría pagar.
En cuanto a mí, apenas he comenzado mi afición a través de un bonsái, un cactus y las macetas que planeo poner en la terraza de la casa que espero compartir con mi novia. Sin embargo, ese incipiente contacto con la tierra, el tacto de las hojas, la acción de regar cada día, me han aportado sobrada cantidad de paz y armonía como para reconocer que mi afición no hará sino crecer. Tal vez debido a las experiencias de mis predecesoras, no aspiro a compartir mi creatividad con los demás, sino que la realizo por puro placer egoísta. A pesar de ello, tengo ya en mi haber numerosos regalos de flores y plantas, lo que acredita cierto altruismo, incluso a mi pesar.
Regalar una planta es regalar una vida, una oportunidad, una esperanza, una ilusión.
Las mujeres las regalamos cada día, y tal vez pronto el mundo lo comprenderá.
Encantada de verlo ocurrir.
Mi abuela solía tener su casa llena de plantas, y además, regalaba a los vecinos el fruto de su creatividad poniendo algunas plantas en el descansillo. Era un pasillo largo, adornado con grandes cristales, donde mi abuela cuidaba sus plantas sin pedir a cambio siquiera un bien merecido reconocimiento.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que un vecino se quejara de que el descansillo era un lugar común y que mi abuela no tenía derecho a colocar allí sus estupideces. Después de grandes broncas sin sentido, y a falta de palabras para explicar que no trataba de invadir, sino de regalar, mi abuela tuvo que recoger sus plantas y dejar el descansillo vacío, envuelta por la tristeza y la impotencia que ella expresaba destilando una mala leche sin par.
Muchas veces he pensado en la injusticia que mi abuela tuvo que sufrir, y en cómo el fruto del trabajo desinteresado, amable y entusiasta de las mujeres es tantas veces desechado sin la más mínima sensibilidad.
Mi madre también llena su casa de plantas, aunque desistió pronto de intentar lo mismo en el descansillo después del precedente tan nefasto de mi abuela. Sin embargo, no por ello ha dejado de ofrecer su creatividad, regalando esquejes, pétalos y macetas por doquier. Por si esto no fuera suficiente, la he visto arrastrar grandes macetas hasta su oficina para decorarla con ellas y alegrarles el día a los demás. A pesar del gran valor simbólico de estos regalos, no siempre son bien recibidos, pues una planta cualquiera apenas puede competir en valor con ese tipo de cosas que salen del bolsillo, no del corazón.
Pero mi madre regala vida, el fruto de su trabajo, lo que ella misma ha ayudado a crecer con sus propias manos, tal y como millones de mujeres hacen cada día, a lo largo de sus vidas, sin que se le dé el más mínimo valor, cuando es un trabajo tan valioso que ni todo el oro del mundo lo podría pagar.
En cuanto a mí, apenas he comenzado mi afición a través de un bonsái, un cactus y las macetas que planeo poner en la terraza de la casa que espero compartir con mi novia. Sin embargo, ese incipiente contacto con la tierra, el tacto de las hojas, la acción de regar cada día, me han aportado sobrada cantidad de paz y armonía como para reconocer que mi afición no hará sino crecer. Tal vez debido a las experiencias de mis predecesoras, no aspiro a compartir mi creatividad con los demás, sino que la realizo por puro placer egoísta. A pesar de ello, tengo ya en mi haber numerosos regalos de flores y plantas, lo que acredita cierto altruismo, incluso a mi pesar.
Regalar una planta es regalar una vida, una oportunidad, una esperanza, una ilusión.
Las mujeres las regalamos cada día, y tal vez pronto el mundo lo comprenderá.
Encantada de verlo ocurrir.
jueves, 25 de octubre de 2007
Cifras y letras
Esta semana han salido en los telediarios los resultados de la última encuesta sobre uso de anticonceptivos entre las "mujeres españolas". Como voy haciendo zapping, y al final, veo unas cuatro o cinco veces la misma noticia, mi malestar interior se fue transformando en indignación, ira y ganas de matar, para terminar aguado en la idea de este post.
Sé que es uno más de tantos olvidos, pero aún no he llegado al nivel de paz interior en el que ser discriminada como por casualidad no haga que me hierva la sangre. Y es que, en el momento en que dan esos datos insensibles (“ocho de cada diez mujeres utilizan métodos anticonceptivos”), y encima se atreven a interpretarlos (“un 20% no utiliza ninguno”… y a quién le importa el porqué), me dan ganas de zarandear mi puño en el aire y gritarle al televisor:
- ¡Pedazo de mierda! ¡¡Un 10% de esas mujeres somos lesbianas!!
Si la sociedad tuviera un mínimo de sensibilidad, advertiría que se está refiriendo al uso de métodos anticonceptivos por parte de mujeres que tienen relaciones heterosexuales. Sé que parece una redundancia, y de hecho lo es, pero examinando las noticias queda claro que, en realidad, se ignora deliberadamente el hecho de que existen mujeres no heterosexuales.
En primer lugar, las palabras empleadas se refieren a todas las mujeres, sin excepción:
El uso de anticonceptivos entre las españolas aumenta un 31% en diez años.
(Ahora me entero de que yo no soy española).
Las españolas menos proclives al uso de estos sistemas son, según dicha encuesta, las andaluzas, extremeñas, levantinas y murcianas.
(Las lesbianas no, que no somos españolas).
Fijándonos en los datos, queda claro que, si dos y dos siguen siendo cuatro (y hasta donde puedo recordar, eso parece), las cuentas no nos salen:
Un 86% de las mujeres entre 25 y 44 años utiliza métodos anticonceptivos.
Bien. Si las mujeres lesbianas somos un 10% de la población, y se nos hubiese tenido en cuenta en esta encuesta, eso querría decir que sólo un 4% de las mujeres no utiliza métodos anticonceptivos, de las cuales, siendo optimista, consideramos que un 1% lo hace por descuido… ¡en este momento sólo el 2% de las mujeres heterosexuales intentan tener un hijo! Eso sin tener en cuenta que muchas mujeres heterosexuales no tienen pareja, o han pasado la menopausia, o son estériles, o incluso célibes.
A mí que me registren, pero esta encuesta me parece una basura.
Sí, es verdad, quizás estoy equivocada. Puede ser que el problema sea mi mala interpretación de base: porque la encuesta, en realidad, se refiere sólo y exclusivamente a las mujeres heterosexuales activas que no pretenden quedarse embarazadas. Entonces sí, entonces todo tiene sentido, y sólo me quedaría apuntar una pequeña duda:
Sé que es uno más de tantos olvidos, pero aún no he llegado al nivel de paz interior en el que ser discriminada como por casualidad no haga que me hierva la sangre. Y es que, en el momento en que dan esos datos insensibles (“ocho de cada diez mujeres utilizan métodos anticonceptivos”), y encima se atreven a interpretarlos (“un 20% no utiliza ninguno”… y a quién le importa el porqué), me dan ganas de zarandear mi puño en el aire y gritarle al televisor:
- ¡Pedazo de mierda! ¡¡Un 10% de esas mujeres somos lesbianas!!
Si la sociedad tuviera un mínimo de sensibilidad, advertiría que se está refiriendo al uso de métodos anticonceptivos por parte de mujeres que tienen relaciones heterosexuales. Sé que parece una redundancia, y de hecho lo es, pero examinando las noticias queda claro que, en realidad, se ignora deliberadamente el hecho de que existen mujeres no heterosexuales.
En primer lugar, las palabras empleadas se refieren a todas las mujeres, sin excepción:
El uso de anticonceptivos entre las españolas aumenta un 31% en diez años.
(Ahora me entero de que yo no soy española).
Las españolas menos proclives al uso de estos sistemas son, según dicha encuesta, las andaluzas, extremeñas, levantinas y murcianas.
(Las lesbianas no, que no somos españolas).
Fijándonos en los datos, queda claro que, si dos y dos siguen siendo cuatro (y hasta donde puedo recordar, eso parece), las cuentas no nos salen:
Un 86% de las mujeres entre 25 y 44 años utiliza métodos anticonceptivos.
Bien. Si las mujeres lesbianas somos un 10% de la población, y se nos hubiese tenido en cuenta en esta encuesta, eso querría decir que sólo un 4% de las mujeres no utiliza métodos anticonceptivos, de las cuales, siendo optimista, consideramos que un 1% lo hace por descuido… ¡en este momento sólo el 2% de las mujeres heterosexuales intentan tener un hijo! Eso sin tener en cuenta que muchas mujeres heterosexuales no tienen pareja, o han pasado la menopausia, o son estériles, o incluso célibes.
A mí que me registren, pero esta encuesta me parece una basura.
Sí, es verdad, quizás estoy equivocada. Puede ser que el problema sea mi mala interpretación de base: porque la encuesta, en realidad, se refiere sólo y exclusivamente a las mujeres heterosexuales activas que no pretenden quedarse embarazadas. Entonces sí, entonces todo tiene sentido, y sólo me quedaría apuntar una pequeña duda:
esa información crucial... ¿¿dónde coño la ponen??
Podrían acusarme de sacarle punta a todo, y nos les faltaría razón, porque se la saco; pero es que no soporto este tipo de comentarios, estudios, encuestas y demás de carácter tan totalizador como falso. ¿Por qué si sólo se refieren a un sector de la población hacen como si se refiriesen a toda? ¿Puede ser que hagan esto por simple descuido, porque el sector al que se refieren se presuponga, o que incluso todo el mundo lo haya entendido correctamente menos yo?
Disculpen mi atrevimiento, pero creo que no.
El sector de la población al que se refieren es uno de los sectores femeninos más valorados por la sociedad: mujeres heterosexuales que buscan tener sexo con hombres por puro placer. No digo que esté mal, porque de hecho, es estupendo; digo que las demás (lesbianas, heterosexuales sin pareja, bisexuales, célibes, mujeres estériles, y un largo etcétera) también existimos, también somos “mujeres españolas”, también tenemos la posibilidad de usar métodos anticonceptivos y no lo hacemos por una razón.
En mi caso, no utilizo métodos anticonceptivos porque soy lesbiana.
Pero eso a nadie le importa.
Esta situación me hace recordar la típica pregunta incómoda que nos hacen a todas en el ginecólogo:
- ¿Utilizas métodos anticonceptivos?
- No.
- ¿No mantienes relaciones sexuales...?
Por supuesto, la pregunta por las relaciones sexuales va siempre después, y encima, a nadie se le ocurre hacer mención explícita a la orientación de dichas relaciones. ¿Por qué no podrían hacerlo todo más fácil y empezar así?:
- ¿Mantienes relaciones heterosexuales?
- No.
Porque les importamos un pimiento.
Encantada, española y lesbiana.
Podrían acusarme de sacarle punta a todo, y nos les faltaría razón, porque se la saco; pero es que no soporto este tipo de comentarios, estudios, encuestas y demás de carácter tan totalizador como falso. ¿Por qué si sólo se refieren a un sector de la población hacen como si se refiriesen a toda? ¿Puede ser que hagan esto por simple descuido, porque el sector al que se refieren se presuponga, o que incluso todo el mundo lo haya entendido correctamente menos yo?
Disculpen mi atrevimiento, pero creo que no.
El sector de la población al que se refieren es uno de los sectores femeninos más valorados por la sociedad: mujeres heterosexuales que buscan tener sexo con hombres por puro placer. No digo que esté mal, porque de hecho, es estupendo; digo que las demás (lesbianas, heterosexuales sin pareja, bisexuales, célibes, mujeres estériles, y un largo etcétera) también existimos, también somos “mujeres españolas”, también tenemos la posibilidad de usar métodos anticonceptivos y no lo hacemos por una razón.
En mi caso, no utilizo métodos anticonceptivos porque soy lesbiana.
Pero eso a nadie le importa.
Esta situación me hace recordar la típica pregunta incómoda que nos hacen a todas en el ginecólogo:
- ¿Utilizas métodos anticonceptivos?
- No.
- ¿No mantienes relaciones sexuales...?
Por supuesto, la pregunta por las relaciones sexuales va siempre después, y encima, a nadie se le ocurre hacer mención explícita a la orientación de dichas relaciones. ¿Por qué no podrían hacerlo todo más fácil y empezar así?:
- ¿Mantienes relaciones heterosexuales?
- No.
Porque les importamos un pimiento.
Encantada, española y lesbiana.
miércoles, 24 de octubre de 2007
El otoño
Me gusta el otoño.
Cuando regreso a casa del trabajo, huelo la lluvia en las nubes, noto la brisa más que fresca sobre mis mejillas, reconozco la oscuridad incipiente… Entonces me encojo de placer ante la perspectiva de pasar la tarde sentada en mi mesa, frente a la ventana, junto a una taza de té humeante, leyendo, estudiando, escribiendo, o simplemente mirando cómo las primeras gotas mojan el cristal.
Me gusta el otoño.
A la mayoría de las personas que conozco les desagrada. Pueden apreciar cierta melancolía, pero el sentimiento evocador dura unos instantes: después llegan la tristeza, el mal humor, la depresión, los finales abruptos, los teléfonos colgados repentinamente, el aislamiento, la pereza… Desde hace varios otoños, junto con las primeras hojas me llueven también los primeros problemas, y siguen haciéndolo hasta que el invierno congela las emociones, para bien o para mal.
Aún así, a mí, desde una perspectiva tan individual como imposible, me gusta el otoño.
A medida que se acortan los días, a medida que la luz se vuelve más tenue, mi corazón se acurruca entre las mantas y respira envuelto en paz. La Naturaleza se despoja de lo inservible, y yo lo hago también, con la misma parsimonia, empezando a hacer hueco para lo que vendrá. La cabeza se me llena de inicios, de embriones, de primeras experiencias, todo virtual pero posible, todo futuro pero armónico, tranquilo, sereno, feliz.
Soy muy feliz en otoño. Sobre todo cuando nadie lo estropea.
Estar calmada, rodeada de una hermosa melancolía, con tiempo suficiente para mirarme las puntas de los pies. Eso es algo distinto para mí, necesario, regenerador, y me hace feliz.
Me gusta el otoño.
Y estoy encantada de que haya llegado, al fin.
Cuando regreso a casa del trabajo, huelo la lluvia en las nubes, noto la brisa más que fresca sobre mis mejillas, reconozco la oscuridad incipiente… Entonces me encojo de placer ante la perspectiva de pasar la tarde sentada en mi mesa, frente a la ventana, junto a una taza de té humeante, leyendo, estudiando, escribiendo, o simplemente mirando cómo las primeras gotas mojan el cristal.
Me gusta el otoño.
A la mayoría de las personas que conozco les desagrada. Pueden apreciar cierta melancolía, pero el sentimiento evocador dura unos instantes: después llegan la tristeza, el mal humor, la depresión, los finales abruptos, los teléfonos colgados repentinamente, el aislamiento, la pereza… Desde hace varios otoños, junto con las primeras hojas me llueven también los primeros problemas, y siguen haciéndolo hasta que el invierno congela las emociones, para bien o para mal.
Aún así, a mí, desde una perspectiva tan individual como imposible, me gusta el otoño.
A medida que se acortan los días, a medida que la luz se vuelve más tenue, mi corazón se acurruca entre las mantas y respira envuelto en paz. La Naturaleza se despoja de lo inservible, y yo lo hago también, con la misma parsimonia, empezando a hacer hueco para lo que vendrá. La cabeza se me llena de inicios, de embriones, de primeras experiencias, todo virtual pero posible, todo futuro pero armónico, tranquilo, sereno, feliz.
Soy muy feliz en otoño. Sobre todo cuando nadie lo estropea.
Estar calmada, rodeada de una hermosa melancolía, con tiempo suficiente para mirarme las puntas de los pies. Eso es algo distinto para mí, necesario, regenerador, y me hace feliz.
Me gusta el otoño.
Y estoy encantada de que haya llegado, al fin.
lunes, 22 de octubre de 2007
Falacias de la homofobia
Hubo un tiempo en mi vida en que me dediqué a visitar compulsivamente páginas webs de contenido homófobo. Fue breve pero intenso, y como excusa consciente, me dije a mí misma que era necesario conocer al enemigo para combatirlo. Sin embargo, hoy puedo admitir que una parte de mí albergaba la íntima esperanza de encontrar una explicación a “mi problema”. Lejos de explicaciones, no obstante, allí lo único que encontré fue una sarta interminable de memeces, que me permitió aceptar, al fin, la realidad de mi existencia, de mi injusta discriminación y de mi derecho a tener los mismos derechos que los demás.
Una vez comprendida, en cualquier caso, la experiencia resultó enriquecedora, aunque sólo sea desde el punto de vista discursivo. Y es que los argumentos utilizados sacaban sobresaliente en el sencillo arte de saltarse todas las reglas del pensar correcto.
Para empezar, la mayoría eran argumentos de fe: que si Dios piensa que tal, que si Dios dice que Pascual, etc. Estos argumentos fallan doblemente: primero, porque está por ver que Dios haya dicho todo lo que ponen en su boca (y también está por ver que la palabra de Dios no pueda ser reinterpretada 25 siglos después). Por otra parte, los argumentos de fe son lo que son: argumentos válidos sólo para los que tienen fe. Y quizá alguien debería recordar a quien los utiliza que los ateos somos ya hordas inconmensurables, y que a mí lo que Dios diga o deje de decir me importa bien poco, puesto que no lo considero un ser de mayor entidad que Don Quijote, pongamos por caso.
Otra sarta de argumentos caía en el despropósito de confundir la causa con el efecto. Al parecer, las personas homosexuales tenemos relaciones con personas de nuestro mismo sexo debido a nuestras malas experiencias con el sexo contrario. Dejando de lado la evidencia de que gran parte de las personas homosexuales nunca han tenido relaciones de pareja con el sexo contrario, y por tanto, no han podido tener malas experiencias (y por tanto, sólo con esa prueba ya se desmonta la teoría); este argumento comete el error de suponer que la homosexualidad es un efecto, cuando en realidad, es la madre de todas las causas. ¡Claro que muchos homosexuales hemos tenido experiencias nefastas con el otro sexo! ¡Por algo somos homosexuales! Y es que, para muchos, el camino hacia el descubrimiento de nuestra orientación sexual no ha seguido el atajo de la simple atracción por el mismo sexo, sino que se ha perdido en el laberinto del rechazo al sexo contrario, con toda la complejidad que eso conlleva. Sin embargo, los repetidos fracasos son precisamente lo que contribuye a hacernos ver hasta qué punto ya éramos homosexuales desde el principio, comprobando que no “nos volvimos” nada “raro” a posteriori.
Esta falacia se aplicaba también para explicar los presuntos “desarreglos psicológicos” provocados por nuestra “enfermedad”. Así, se decía que una de las causas de la homosexualidad era la baja autoestima, lo que nos conducía a tener relaciones sexuales con personas de nuestro mismo sexo por el hecho de no atrevernos a tenerlas con personas del sexo contrario. Dejando de lado, nuevamente, la evidencia de que la autoestima es una clara consecuencia de la discriminación sangrante a las que nos somete la sociedad; me pregunto si los autores de una teoría tan sobresaliente se habrán llegado a plantear alguna vez para tener relaciones con quién se necesita más autoestima. Desde luego, cualquier homosexual puede reconocer que tener relaciones heterosexuales es más fácil a casi todos los efectos, y que la verdadera fuerza, la verdadera autoestima, hay que sacarla a relucir cuando se quiere tener una relación tan prohibida y denigrada como la homosexual.
La sarta de estupideces seguía interminablemente, pero desmontarla era tan fácil como aprender a sumar. Resulta doloroso, no obstante, comprobar que es este tipo de ideas absurdas lo que provoca la muerte, el encarcelamiento y el sufrimiento de por vida a millones de personas en todo el mundo; el lado positivo, creo, es conservar la esperanza en que cualquier sociedad mínimamente civilizada habrá de ser capaz de ver lo inservible de estos razonamientos, y por tanto, con el tiempo iremos viendo caer, una a una, todas las discriminaciones que sufrimos.
O, al menos, eso es lo que estoy encantada de pensar.
Una vez comprendida, en cualquier caso, la experiencia resultó enriquecedora, aunque sólo sea desde el punto de vista discursivo. Y es que los argumentos utilizados sacaban sobresaliente en el sencillo arte de saltarse todas las reglas del pensar correcto.
Para empezar, la mayoría eran argumentos de fe: que si Dios piensa que tal, que si Dios dice que Pascual, etc. Estos argumentos fallan doblemente: primero, porque está por ver que Dios haya dicho todo lo que ponen en su boca (y también está por ver que la palabra de Dios no pueda ser reinterpretada 25 siglos después). Por otra parte, los argumentos de fe son lo que son: argumentos válidos sólo para los que tienen fe. Y quizá alguien debería recordar a quien los utiliza que los ateos somos ya hordas inconmensurables, y que a mí lo que Dios diga o deje de decir me importa bien poco, puesto que no lo considero un ser de mayor entidad que Don Quijote, pongamos por caso.
Otra sarta de argumentos caía en el despropósito de confundir la causa con el efecto. Al parecer, las personas homosexuales tenemos relaciones con personas de nuestro mismo sexo debido a nuestras malas experiencias con el sexo contrario. Dejando de lado la evidencia de que gran parte de las personas homosexuales nunca han tenido relaciones de pareja con el sexo contrario, y por tanto, no han podido tener malas experiencias (y por tanto, sólo con esa prueba ya se desmonta la teoría); este argumento comete el error de suponer que la homosexualidad es un efecto, cuando en realidad, es la madre de todas las causas. ¡Claro que muchos homosexuales hemos tenido experiencias nefastas con el otro sexo! ¡Por algo somos homosexuales! Y es que, para muchos, el camino hacia el descubrimiento de nuestra orientación sexual no ha seguido el atajo de la simple atracción por el mismo sexo, sino que se ha perdido en el laberinto del rechazo al sexo contrario, con toda la complejidad que eso conlleva. Sin embargo, los repetidos fracasos son precisamente lo que contribuye a hacernos ver hasta qué punto ya éramos homosexuales desde el principio, comprobando que no “nos volvimos” nada “raro” a posteriori.
Esta falacia se aplicaba también para explicar los presuntos “desarreglos psicológicos” provocados por nuestra “enfermedad”. Así, se decía que una de las causas de la homosexualidad era la baja autoestima, lo que nos conducía a tener relaciones sexuales con personas de nuestro mismo sexo por el hecho de no atrevernos a tenerlas con personas del sexo contrario. Dejando de lado, nuevamente, la evidencia de que la autoestima es una clara consecuencia de la discriminación sangrante a las que nos somete la sociedad; me pregunto si los autores de una teoría tan sobresaliente se habrán llegado a plantear alguna vez para tener relaciones con quién se necesita más autoestima. Desde luego, cualquier homosexual puede reconocer que tener relaciones heterosexuales es más fácil a casi todos los efectos, y que la verdadera fuerza, la verdadera autoestima, hay que sacarla a relucir cuando se quiere tener una relación tan prohibida y denigrada como la homosexual.
La sarta de estupideces seguía interminablemente, pero desmontarla era tan fácil como aprender a sumar. Resulta doloroso, no obstante, comprobar que es este tipo de ideas absurdas lo que provoca la muerte, el encarcelamiento y el sufrimiento de por vida a millones de personas en todo el mundo; el lado positivo, creo, es conservar la esperanza en que cualquier sociedad mínimamente civilizada habrá de ser capaz de ver lo inservible de estos razonamientos, y por tanto, con el tiempo iremos viendo caer, una a una, todas las discriminaciones que sufrimos.
O, al menos, eso es lo que estoy encantada de pensar.
lunes, 15 de octubre de 2007
Metáforas de mi armario: El altillo
www.damon-tommolino-art.com/prod02.htm
El armario puede tomar formas diversas, formas que no son sino metáforas de lo que el mismo armario simboliza. En mi caso, una de las metáforas más significativas es el altillo.
Cuando todavía no sabía que era lesbiana, sólo guardaba en el altillo mis diarios. Sin embargo, a medida que fui tomando conciencia de mi condición, el altillo empezó a llenarse de libros de temática lésbica hasta que no pudo albergar ninguno más.
Los primeros libros que compré me los recomendaron en el grupo de ayuda al que asistía. En aquellos primeros meses, cuando ser lesbiana me angustiaba sólo un poco, quizá porque todavía no me lo creía y lo analizaba todo desde una perspectiva intelectual, leí algunos libros con auténtica devoción. Para cada tema que tratábamos en el grupo, yo tenía mi cita preparada: “ah, no, no hay que pensar así, porque como dice el libro de…”.
Mi angustia era tan pequeña, y mis ganas de afrontar un nuevo reto tan grandes, que incluso me atrevía a leer aquellos libros en el metro. Forré las portadas porque sus fotografías me parecían demasiado llamativas, pero íntimamente deseaba que todo el mundo supiera qué libros leía y por qué. “Esto es visibilidad lésbica”, me decía desde una postura tan combativa como inocente.
A medida que avanzaban los meses, y que aquello que mis padres consideraban una fase, un capricho, seguía adelante, la situación en mi casa se recrudeció y los libros del altillo empezaron a crecer. Ya no los forraba, porque ya no me atrevía a sacarlos de casa. Ya no los leía llena de devoción, sino ávida de consuelo. Ya no me parecía travieso abrirlos de noche, a escondidas, cual quinceañera, porque sentía que la que estaba escondida en el altillo no era mi colección de libros, sino que, envuelta en sí misma y con una postura imposible, la que intentaba ocultarse era yo.
Al principio pensaba que salir del armario era sólo cuestión de atreverse, de dar el paso, de decirlo un día, sin pensar, sin lamentarse, sólo decirlo. Y una vez que se pasara el mal trago, saliera como saliera, ya estaba, ya había terminado, nunca más se volvería a entrar.
Me equivoqué. Yo salí del armario con mis padres y ellos me hicieron volver a él. Chantajes, amenazas, llantos, charlas interminables, los métodos no importan: a veces una quiere salir y se encuentra las puertas del armario cerradas desde fuera.
Pero los meses pasaron, y al tiempo, decidí poner de mi parte para mitigar tanto dolor. Fui así como mi altillo empezó a llenarse de cómics para lesbianas, y fue así como descubrí que aquello que mis padres me decían con los ojos crispados lo satirizaban las creadoras por doquier. No podían tener razón cuando los padres de todas las lesbianas habían dicho lo mismo, cuando los tópicos eran tan típicos que hasta servían de material para una viñeta. Había decidido ponerle el punto divertido a mi experiencia, y a base de libros, lo conseguí.
Para entonces mi altillo rebosaba. Los libros y los diarios se peleaban por ocupar el sitio que ya no había, de manera que algunos libros que compré con intención lésbica (aunque la temática fuera neutra) tuvieron que ocupar una estantería exterior. Fue por eso que, cuando empecé la mudanza, uno de los primeros armarios que desalojé fue el altillo.
Sacar tanto libro lésbico de la casa de mis padres fue toda una experiencia. Allí estaba yo, con las manos repletas de bolsas repletas de libros repletos de lesbianas, caminando hacia mi coche mientras aguantaba la risa que me provocaba la idea de desparramar todos aquellos libros por el suelo del garaje. Pero lo único que ocurrió es que todos llegaron sanos y salvos a mi nueva casa, y que entre mi novia y yo pudimos dejarlos sobre nuestro escritorio, donde todavía respiran aliviados después de una amarga existencia en el armario.
Cuando soñaba con la casa que compartiría con mi novia, uno de mis sueños era poder sacar todos aquellos libros del altillo, poder romper aquella metáfora de mi armario y liberar un espacio más para ocuparlo con una vida que no tengo por qué esconder. Ahora que pronto viviremos juntas, sólo espero que cualquiera que nos visite pueda ver mi colección de libros, y que quien prefiera no verla simplemente no pise la casa de dos mujeres que son también lo que esos libros muestran de su ser.
Todavía hay muchos armarios en mi vida, pero no quiero que mi casa sea uno de ellos.
Encantada de liberarla para nosotras dos.
Cuando todavía no sabía que era lesbiana, sólo guardaba en el altillo mis diarios. Sin embargo, a medida que fui tomando conciencia de mi condición, el altillo empezó a llenarse de libros de temática lésbica hasta que no pudo albergar ninguno más.
Los primeros libros que compré me los recomendaron en el grupo de ayuda al que asistía. En aquellos primeros meses, cuando ser lesbiana me angustiaba sólo un poco, quizá porque todavía no me lo creía y lo analizaba todo desde una perspectiva intelectual, leí algunos libros con auténtica devoción. Para cada tema que tratábamos en el grupo, yo tenía mi cita preparada: “ah, no, no hay que pensar así, porque como dice el libro de…”.
Mi angustia era tan pequeña, y mis ganas de afrontar un nuevo reto tan grandes, que incluso me atrevía a leer aquellos libros en el metro. Forré las portadas porque sus fotografías me parecían demasiado llamativas, pero íntimamente deseaba que todo el mundo supiera qué libros leía y por qué. “Esto es visibilidad lésbica”, me decía desde una postura tan combativa como inocente.
A medida que avanzaban los meses, y que aquello que mis padres consideraban una fase, un capricho, seguía adelante, la situación en mi casa se recrudeció y los libros del altillo empezaron a crecer. Ya no los forraba, porque ya no me atrevía a sacarlos de casa. Ya no los leía llena de devoción, sino ávida de consuelo. Ya no me parecía travieso abrirlos de noche, a escondidas, cual quinceañera, porque sentía que la que estaba escondida en el altillo no era mi colección de libros, sino que, envuelta en sí misma y con una postura imposible, la que intentaba ocultarse era yo.
Al principio pensaba que salir del armario era sólo cuestión de atreverse, de dar el paso, de decirlo un día, sin pensar, sin lamentarse, sólo decirlo. Y una vez que se pasara el mal trago, saliera como saliera, ya estaba, ya había terminado, nunca más se volvería a entrar.
Me equivoqué. Yo salí del armario con mis padres y ellos me hicieron volver a él. Chantajes, amenazas, llantos, charlas interminables, los métodos no importan: a veces una quiere salir y se encuentra las puertas del armario cerradas desde fuera.
Pero los meses pasaron, y al tiempo, decidí poner de mi parte para mitigar tanto dolor. Fui así como mi altillo empezó a llenarse de cómics para lesbianas, y fue así como descubrí que aquello que mis padres me decían con los ojos crispados lo satirizaban las creadoras por doquier. No podían tener razón cuando los padres de todas las lesbianas habían dicho lo mismo, cuando los tópicos eran tan típicos que hasta servían de material para una viñeta. Había decidido ponerle el punto divertido a mi experiencia, y a base de libros, lo conseguí.
Para entonces mi altillo rebosaba. Los libros y los diarios se peleaban por ocupar el sitio que ya no había, de manera que algunos libros que compré con intención lésbica (aunque la temática fuera neutra) tuvieron que ocupar una estantería exterior. Fue por eso que, cuando empecé la mudanza, uno de los primeros armarios que desalojé fue el altillo.
Sacar tanto libro lésbico de la casa de mis padres fue toda una experiencia. Allí estaba yo, con las manos repletas de bolsas repletas de libros repletos de lesbianas, caminando hacia mi coche mientras aguantaba la risa que me provocaba la idea de desparramar todos aquellos libros por el suelo del garaje. Pero lo único que ocurrió es que todos llegaron sanos y salvos a mi nueva casa, y que entre mi novia y yo pudimos dejarlos sobre nuestro escritorio, donde todavía respiran aliviados después de una amarga existencia en el armario.
Cuando soñaba con la casa que compartiría con mi novia, uno de mis sueños era poder sacar todos aquellos libros del altillo, poder romper aquella metáfora de mi armario y liberar un espacio más para ocuparlo con una vida que no tengo por qué esconder. Ahora que pronto viviremos juntas, sólo espero que cualquiera que nos visite pueda ver mi colección de libros, y que quien prefiera no verla simplemente no pise la casa de dos mujeres que son también lo que esos libros muestran de su ser.
Todavía hay muchos armarios en mi vida, pero no quiero que mi casa sea uno de ellos.
Encantada de liberarla para nosotras dos.
sábado, 6 de octubre de 2007
Un bebé en la mochila
Todos los días subo en el autobús que me lleva al trabajo con una mamá que carga a su bebé dentro de una mochila. Es una mamá que me llama mucho la atención porque no se parece a otras mamás que no me gustan nada.
No me gustan nada las mamás que, cuando no eran mamás sino simplemente mujeres, cuidaban exquisitamente de su cuerpo y, ahora que uno o varios churumbeles se lo han destrozado, se arrastran lánguidas por la vida como si el mundo les debiera algo. Yo creo que las mujeres tenemos todo el derecho del mundo a anteponer nuestro cuerpo a cualquier otra cosa, y por supuesto, a anteponer nuestro cuerpo al hecho de ofrecerlo para crear en su interior otra vida, ya que este proceso no es ninguna broma, ni ninguna mujer deja de serlo por no querer pasar por él. Sin embargo, una vez que una mujer decide quedarse embarazada y dar a luz, considero esencial que acepte las consecuencias, y que cuando se mire horrorizada en el espejo (momento terrible, estoy segura), acto seguido se gire para contemplar a su pequeño llena de amor, no que salga despotricando a la ventana y le grite al mundo cuánto le debe. Entiendo que muchas circunstancias obligan a las mujeres a tener hijos sin desearlo del todo o sin estar preparadas para aceptar sus consecuencias con madurez, pero también creo que muchas mujeres ya deberíamos ser capaces de decidir por nosotras mismas, y que dejarse arrastrar por la comodidad o el qué dirán tiene consecuencias fatales que todas deberíamos tratar de evitar.
Tampoco me gustan nada las mamás que se comportan como una especie de estación de servicio para sus vástagos, con las piernas permanentemente abiertas para crearlos y los pechos permanentemente llenos para alimentarlos. Creo que todas las mujeres, mamás o no, debemos mantener nuestra individualidad, sin desperdigarnos entre las personas que nos rodean, pues ello acarrea consecuencias perniciosas para nosotras y para los demás. Así, muchas madres que lo dieron todo (y no niego que fueran coaccionadas para hacerlo), después pretenden recibir una parte proporcional a cambio, cuando eso, por definición, es algo que no puede ocurrir. Ser madre consiste en dar a fondo perdido, y si después, con el paso de los años, aquel bebé por el que pasaste tantas noches en vela se ha convertido en un adulto que te respeta, te aprecia, comparte cosas contigo e incluso te visita, entonces puedes considerarte una mamá afortunada. Darlo todo esperando recibir algo a cambio no es darlo todo, es abrir una cuenta de crédito a una persona que tal vez nunca en su vida la pueda pagar.
Pero la mamá del autobús no es una mamá como estas, es una mamá dueña de sí misma que, a la vez, ama profundamente a su bebé. No sé por qué sé eso de ella, si sólo la veo durante unos minutos en el autobús de la mañana, pero es algo que siento dentro de mí como una poderosa intuición.
El otro día me volví hacia ella en un momento en que consideré que podía mirarla sin parecer una acosadora, y la pillé en una hermosa estampa llena de amor. Mientras que su bebé colgaba con las piernas y los brazos abiertos de la mochila, mirando a cualquier parte con la boquita abierta, ella lo abrazaba fuertemente con los ojos perdidos hacia el infinito. Era una imagen tan bella, que tuve que dejar de mirarla y empezar a pensar en cosas horribles para evitar que un llanto descontrolado me hiciera llegar al trabajo con peores pintas de las que ya llevo todos los días.
En ese momento me di cuenta de algo en lo que nunca había reparado. Y es que normalmente tendemos a pensar que son las personas más jóvenes o desvalidas que nosotros (bebés, niños, adolescentes, ancianos) las que nos necesitan, las que están ahí para recibir de nosotros cariño, cuidados, atención. Sin embargo, observando a esa mamá abrazada a su bebé, me di cuenta de que, en ese preciso instante, era ella la que lo necesitaba a él. Me di cuenta de que ese bebé, sin hacer nada más que existir, que respirar, que colgar de su mochila, estaba llenando la vida de esa mamá como quizás nadie nunca pudiera llegar a hacerlo. Me di cuenta de que, en ese momento concreto, el bebé le estaba dando más a su mamá de lo que ella podría darle en toda su vida. Y me pareció una idea hermosa, una idea que me enterneció el corazón y me hizo valorar súbitamente a muchas de las personas que me rodean. Personas por las que tengo que hacer muchísimas cosas y que, sin embargo, me reportan a mí más de lo que yo puedo reportarlas.
Y así es como llegué al trabajo feliz, contenta y llena de amor.
Encantada de montar en autobús.
No me gustan nada las mamás que, cuando no eran mamás sino simplemente mujeres, cuidaban exquisitamente de su cuerpo y, ahora que uno o varios churumbeles se lo han destrozado, se arrastran lánguidas por la vida como si el mundo les debiera algo. Yo creo que las mujeres tenemos todo el derecho del mundo a anteponer nuestro cuerpo a cualquier otra cosa, y por supuesto, a anteponer nuestro cuerpo al hecho de ofrecerlo para crear en su interior otra vida, ya que este proceso no es ninguna broma, ni ninguna mujer deja de serlo por no querer pasar por él. Sin embargo, una vez que una mujer decide quedarse embarazada y dar a luz, considero esencial que acepte las consecuencias, y que cuando se mire horrorizada en el espejo (momento terrible, estoy segura), acto seguido se gire para contemplar a su pequeño llena de amor, no que salga despotricando a la ventana y le grite al mundo cuánto le debe. Entiendo que muchas circunstancias obligan a las mujeres a tener hijos sin desearlo del todo o sin estar preparadas para aceptar sus consecuencias con madurez, pero también creo que muchas mujeres ya deberíamos ser capaces de decidir por nosotras mismas, y que dejarse arrastrar por la comodidad o el qué dirán tiene consecuencias fatales que todas deberíamos tratar de evitar.
Tampoco me gustan nada las mamás que se comportan como una especie de estación de servicio para sus vástagos, con las piernas permanentemente abiertas para crearlos y los pechos permanentemente llenos para alimentarlos. Creo que todas las mujeres, mamás o no, debemos mantener nuestra individualidad, sin desperdigarnos entre las personas que nos rodean, pues ello acarrea consecuencias perniciosas para nosotras y para los demás. Así, muchas madres que lo dieron todo (y no niego que fueran coaccionadas para hacerlo), después pretenden recibir una parte proporcional a cambio, cuando eso, por definición, es algo que no puede ocurrir. Ser madre consiste en dar a fondo perdido, y si después, con el paso de los años, aquel bebé por el que pasaste tantas noches en vela se ha convertido en un adulto que te respeta, te aprecia, comparte cosas contigo e incluso te visita, entonces puedes considerarte una mamá afortunada. Darlo todo esperando recibir algo a cambio no es darlo todo, es abrir una cuenta de crédito a una persona que tal vez nunca en su vida la pueda pagar.
Pero la mamá del autobús no es una mamá como estas, es una mamá dueña de sí misma que, a la vez, ama profundamente a su bebé. No sé por qué sé eso de ella, si sólo la veo durante unos minutos en el autobús de la mañana, pero es algo que siento dentro de mí como una poderosa intuición.
El otro día me volví hacia ella en un momento en que consideré que podía mirarla sin parecer una acosadora, y la pillé en una hermosa estampa llena de amor. Mientras que su bebé colgaba con las piernas y los brazos abiertos de la mochila, mirando a cualquier parte con la boquita abierta, ella lo abrazaba fuertemente con los ojos perdidos hacia el infinito. Era una imagen tan bella, que tuve que dejar de mirarla y empezar a pensar en cosas horribles para evitar que un llanto descontrolado me hiciera llegar al trabajo con peores pintas de las que ya llevo todos los días.
En ese momento me di cuenta de algo en lo que nunca había reparado. Y es que normalmente tendemos a pensar que son las personas más jóvenes o desvalidas que nosotros (bebés, niños, adolescentes, ancianos) las que nos necesitan, las que están ahí para recibir de nosotros cariño, cuidados, atención. Sin embargo, observando a esa mamá abrazada a su bebé, me di cuenta de que, en ese preciso instante, era ella la que lo necesitaba a él. Me di cuenta de que ese bebé, sin hacer nada más que existir, que respirar, que colgar de su mochila, estaba llenando la vida de esa mamá como quizás nadie nunca pudiera llegar a hacerlo. Me di cuenta de que, en ese momento concreto, el bebé le estaba dando más a su mamá de lo que ella podría darle en toda su vida. Y me pareció una idea hermosa, una idea que me enterneció el corazón y me hizo valorar súbitamente a muchas de las personas que me rodean. Personas por las que tengo que hacer muchísimas cosas y que, sin embargo, me reportan a mí más de lo que yo puedo reportarlas.
Y así es como llegué al trabajo feliz, contenta y llena de amor.
Encantada de montar en autobús.
jueves, 4 de octubre de 2007
Desastres mentales
Reprimir mi lesbianismo durante años, a pesar de haber sido un mecanismo inconsciente, me ha creado numerosos desastres mentales. Uno de ellos, quizá el más doloroso, es haber perdido mi capacidad de comportarme con naturalidad al relacionarme con otra gente.
Puedo fechar en los quince años el momento en que dejé de ser natural con mis amigas. Hasta entonces, guardo una ristra completa de fotos en las que aparezco abrazadísima a todas ellas y siempre muy sonriente. A partir de los quince, los abrazos desaparecieron y la sonrisa se difuminó de melancolía. No sé qué pasó, simplemente, empecé a pensar que aquellos abrazos, aquellas caricias, aquel ir cogidas de la mano ya no estaban bien. Lo curioso es que yo temía que ellas pensaran que mis intenciones eran perversas, cuando en realidad hoy creo que era yo la que tenía miedo del placer que a veces me causaban esos roces amistosos.
No llegué a darme cuenta de este cambio hasta que, hace pocos años, una amiga me comentó de pasada que yo pertenecía a esa clase de personas “a las que no se les puede tocar”. Hasta entonces, juro solemnemente que había estado segura de que fueron mis amigas las que habían cambiado para conmigo, dejando de abrazarme quién sabe por qué razón. Pero después de ese comentario empecé a pensar y me di cuenta de lo que siempre había sabido: que quien realmente tenía una razón para dejar de tocarlas era yo.
Con los hombres no puedo marcar una fecha para mi cambio, aunque también sé que lo hubo, y que probablemente fue a la misma edad. Yo siempre había sentido una camaradería especial hacia ellos, que me hacía estar a gusto en su compañía, supongo que porque no percibía ningún tipo de tensión sexual. Sin embargo, llegó un momento en que también identifiqué lo excesivamente relajado de mi camaradería, que no respetaba ciertos límites, límites que, al parecer, había que respetar. Fue así como fui perdiendo mi naturalidad hacia los hombres, creyéndome una mujer ligera de cascos, o para que nos entendamos, una calientapollas. Porque lo que yo entendía como amistad ellos lo consideraban una incitación sexual que, una vez frustrada, me dejaba en mal lugar.
De esta manera aprendí que yo poseía algo intrínsecamente malo, que hacía las cosas al revés y siempre de manera sucia y perversa. De esta manera aprendí a desconfiar de mis impulsos naturales, de mis instintos, y empecé a comportarme como yo creía que se esperaba de mí: mecánicamente, con prótesis que me eran ajenas, perdiendo mi espontaneidad.
Recién me he dado cuenta de este desastre mental, y apenas soy capaz de analizarlo, de entenderlo, de aceptarlo. En mi día a día, pienso una y otra vez si debería mirar a esta o aquella persona a los ojos, si es un momento adecuado para ofrecer un abrazo, si he de saludar o mejor mirar hacia otro lado. Aún me pregunto cuántos minutos exactos puedo frecuentar la compañía de las personas que me son agradables, cuáles son los contextos en los que se desarrolla una relación de este u otro tipo de manera normal, cuántas veces puedo llamar por teléfono, qué datos personales tengo derecho a conocer, cuándo, cómo y por qué. Y siento pena de mí misma, una terrible tristeza al verme convertida en un robot, sin saber, una vez más, qué es lo que quiero, sin saber, una vez más, quién soy.
Sólo espero que este desastre mental sea de los que tienen arreglo, para poder arreglarlo un poco cada día y recuperar así mi naturalidad.
Porque estaba encantada de tenerla, y hoy, desde mi corazón de lata, la añoro a más no poder.
Puedo fechar en los quince años el momento en que dejé de ser natural con mis amigas. Hasta entonces, guardo una ristra completa de fotos en las que aparezco abrazadísima a todas ellas y siempre muy sonriente. A partir de los quince, los abrazos desaparecieron y la sonrisa se difuminó de melancolía. No sé qué pasó, simplemente, empecé a pensar que aquellos abrazos, aquellas caricias, aquel ir cogidas de la mano ya no estaban bien. Lo curioso es que yo temía que ellas pensaran que mis intenciones eran perversas, cuando en realidad hoy creo que era yo la que tenía miedo del placer que a veces me causaban esos roces amistosos.
No llegué a darme cuenta de este cambio hasta que, hace pocos años, una amiga me comentó de pasada que yo pertenecía a esa clase de personas “a las que no se les puede tocar”. Hasta entonces, juro solemnemente que había estado segura de que fueron mis amigas las que habían cambiado para conmigo, dejando de abrazarme quién sabe por qué razón. Pero después de ese comentario empecé a pensar y me di cuenta de lo que siempre había sabido: que quien realmente tenía una razón para dejar de tocarlas era yo.
Con los hombres no puedo marcar una fecha para mi cambio, aunque también sé que lo hubo, y que probablemente fue a la misma edad. Yo siempre había sentido una camaradería especial hacia ellos, que me hacía estar a gusto en su compañía, supongo que porque no percibía ningún tipo de tensión sexual. Sin embargo, llegó un momento en que también identifiqué lo excesivamente relajado de mi camaradería, que no respetaba ciertos límites, límites que, al parecer, había que respetar. Fue así como fui perdiendo mi naturalidad hacia los hombres, creyéndome una mujer ligera de cascos, o para que nos entendamos, una calientapollas. Porque lo que yo entendía como amistad ellos lo consideraban una incitación sexual que, una vez frustrada, me dejaba en mal lugar.
De esta manera aprendí que yo poseía algo intrínsecamente malo, que hacía las cosas al revés y siempre de manera sucia y perversa. De esta manera aprendí a desconfiar de mis impulsos naturales, de mis instintos, y empecé a comportarme como yo creía que se esperaba de mí: mecánicamente, con prótesis que me eran ajenas, perdiendo mi espontaneidad.
Recién me he dado cuenta de este desastre mental, y apenas soy capaz de analizarlo, de entenderlo, de aceptarlo. En mi día a día, pienso una y otra vez si debería mirar a esta o aquella persona a los ojos, si es un momento adecuado para ofrecer un abrazo, si he de saludar o mejor mirar hacia otro lado. Aún me pregunto cuántos minutos exactos puedo frecuentar la compañía de las personas que me son agradables, cuáles son los contextos en los que se desarrolla una relación de este u otro tipo de manera normal, cuántas veces puedo llamar por teléfono, qué datos personales tengo derecho a conocer, cuándo, cómo y por qué. Y siento pena de mí misma, una terrible tristeza al verme convertida en un robot, sin saber, una vez más, qué es lo que quiero, sin saber, una vez más, quién soy.
Sólo espero que este desastre mental sea de los que tienen arreglo, para poder arreglarlo un poco cada día y recuperar así mi naturalidad.
Porque estaba encantada de tenerla, y hoy, desde mi corazón de lata, la añoro a más no poder.
domingo, 30 de septiembre de 2007
Ana Frank
y espero que seas para mí un gran apoyo.
Desde que me regalaron el Diario de Ana Frank, en plena adolescencia, traté de leerlo varias veces, sin conseguirlo ninguna. Por alguna razón, sus páginas no me transmitían nada emocionante: cada una de ellas me daba la sensación de ser un bloque monolítico de información condensada que no lograban erizarme ni medio pelo. Me resultaba imposible identificarme con aquella chica, y ni tan siquiera los escalofriantes sucesos que relataba me provocaban entonces la más mínima compasión. No, no pude leerme el Diario de Ana Frank durante años, hasta que me topé con una poderosa razón para hacerlo: la idea de que Ana Frank pudo ser lesbiana.
Cuando se lo comenté a mi novia, ella me miró como diciendo: “sí, claro, Ana Frank lesbiana y la Virgen María transexual”. Yo le contesté que cerrar la puerta a esa posibilidad era fruto de la homofobia interiorizada, pero para dejar claro que no me entregaba a una simple homosexualización desenfrenada de la realidad, decidí leerme el Diario. Y esta vez sí que lo conseguí.
Para no crear falsas expectativas, empezaré diciendo que en casi trescientas páginas de Diario sólo he podido encontrar un pasaje abiertamente lésbico. Sin embargo, el pasaje es lo suficientemente elocuente por sí mismo como para sospechar que, de haber tenido la posibilidad de desarrollar su vida, Ana Frank podría haber decidido compartirla con una mujer:
Recuerdo una vez que me quedé a dormir en casa de Jacque y que no podía contener la curiosidad de conocer su cuerpo, que siempre me había ocultado, y que nunca había llegado a ver. Le pedí que, en señal de nuestra amistad, nos tocáramos mutuamente los pechos. Jacque se negó. También ocurrió que sentí una terrible necesidad de besarla, y lo hice. Cada vez que veo una figura de una mujer desnuda, como por ejemplo la Venus en el manual de Historia de Springer, me quedo extasiada contemplándola. A veces me parece de una belleza tan maravillosa, que tengo que contenerme para que no se me salten las lágrimas. ¡Ojalá tuviera una amiga!
¿Acaso habría escrito estas palabras una mujer completamente heterosexual? El anhelo que siente Ana por “una amiga” es lo suficientemente fuerte como para hacer que le dedique su Diario por entero. Creo que esta clave de lectura es sumamente importante para su interpretación, ya que Ana escribe lo que escribe por y para otra mujer:
Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma […]. Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
Como es bien sabido, muchas mujeres lesbianas tomamos conciencia de nuestra condición entre los 20 y los 30 años. No obstante, con anterioridad podemos tener ciertas experiencias, propias de una etapa de sensibilización, a las que más tarde volvemos para apuntalar la coherencia de nuestra identidad recién descubierta. Una de esas experiencias es cierta conciencia difusa de nuestra diferencia:
Antes, en mi casa, cuando aún no pensaba tanto, de vez en cuando me daba la sensación de no pertenecer a la misma familia que Mansa, Pim y Margot, y que siempre sería una extraña.
Las primeras experiencias heterosexuales, propiciadas por la heteronormatividad del entorno, pueden redundar en esta sensación de diferencia, de extrañeza, al revelarnos que algo aún difícil de concretar no va bien:
Peter me quiere, no como un enamorado, sino como un amigo, su afecto crece día a día, pero sigue habiendo algo misterioso que nos detiene a los dos, y que ni yo misma sé lo que es. A veces pienso que esos enormes deseos míos de estar con él eran exagerados.
En ocasiones, sin embargo, este rechazo velado hacia el sexo opuesto puede acentuarse en el momento de establecer relaciones sexuales. Aunque Ana Frank no llega a experimentarlas, su malestar se evidencia muy pronto. Así por ejemplo, cuando recuerda su primer amor, Peter Schiff, lo hace en estos términos:
A él lo amo con toda mi alma y a él me entrego con todo mi corazón. Pero sólo hay una cosa: no quiero que me toque más que la cara.
Se podría argumentar que la Ana que escribe estas líneas es aún una muchachita preadolescente (la misma que, no obstante, identificaba un deseo de tocar y ser tocada por otra mujer). Sin embargo, a medida que transcurren sus años de encierro, con la madurez anticipada que le otorgan, Ana no hace más que confirmar sus primeras intuiciones acerca de la relación con el sexo opuesto, intuiciones que toman cuerpo con la experiencia:
Anoche también nos estábamos besando, pero las mejillas de Peter me decepcionaron, porque no eran tan suaves como parece, sino que eran como las mejillas de papá, o sea, como las de un hombre que ya se afeita.
Ana va comprendiendo que los sentimientos que alberga hacia su compañero de encierro, Peter, no pueden ir más allá de la simple amistad:
Después de mi tortuosa conquista, estoy un poco por encima de la situación […]. Sé muy bien que he sido yo quien le ha conquistado a él, y no a la inversa, me he forjado de él una imagen de ensueño, le veía como a un chico callado, sensible, bueno, muy necesitado de cariño y amistad. Yo necesitaba expresarme alguna vez con una persona viva. Quería tener un amigo que me pusiera otra vez en camino, acabé la difícil tarea y poco a poco hice que él se volviera hacia mí. Cuando por fin había logrado que tuviera sentimientos de amistad para conmigo, sin querer llegamos a las intimidades que ahora, pensándolo bien, me parecen fuera de lugar […]. He cometido un gran error al excluir cualquier otra posibilidad de tener una amistad con él, y al acercarme a él a través de las intimidades […]. He atraído a Peter hacia mí a la fuerza, mucho más de lo que él se imagina, y ahora él se aferra a mí y de momento no veo ningún medio eficaz para separarlo de mí […]. Me di cuenta, muy al principio, de que él no podía ser el amigo que yo me imaginaba.
A pesar de este sentimiento de equivocación, de fracaso, lo que ella misma llama “la desilusión por lo de Peter”, creo que la manera en que Ana y Peter construyen su relación resulta muy ilustrativa acerca de las emociones que una mujer lesbiana puede sentir hacia un varón. Tal vez no fuera el caso de Ana, pero las palabras que ella utiliza pueden resonar en el corazón de otras mujeres que sí lo hemos sentido de esa manera:
Notaba una fuerte sensación de solidaridad, algo que antes sólo había tenido con mis amigas.
Nos quedamos mirando hacia fuera un rato, y cuando se puso a cortar leña, tuve la certeza de que era un buen tipo.
Si Peter fuera mayor y quisiera casarse conmigo, ¿qué le contestaría? ¡Ana, di la verdad! No podrías casarte con él, pero también es difícil dejarle ir.
Otros pasajes del Diario permiten descubrir que el interés de Ana por los hombres es una especie de “fase” que rompe con un anhelo anterior por la mujer:
Después del Año Nuevo, el segundo gran cambio: mi sueño… con el que descubrí mis deseos de tener… un amigo o novio; no quería una amiga mujer, sino un amigo varón.
Sin embargo, Ana sigue manteniendo cierta ambigüedad:
No vayas a creer que estoy enamorada de Peter, ¡nada de eso! Si los Van Daan hubieran tenido una niña en vez de un hijo varón, también habría intentado trabar amistad con ella.
Finalmente, algunas experiencias aisladas que Ana relata también coinciden con otras bien conocidas para las mujeres lesbianas:
Wilma es una chica que al principio me caía muy bien, pero que se pasa el día hablando nada más que de chicos, y eso termina por aburrirte.
Peter tiene alguna ocurrencia divertida de vez en cuando. Al menos una de sus aficiones que hace reír a todo la comparte conmigo: le gusta disfrazarse. Un día aparecimos él metido en un vestido negro muy ceñido de su madre y yo vestida con un traje suyo; Peter llevaba un sombrero y yo una gorra. Los mayores se partían de risa y nosotros no nos divertimos menos.
Uno sólo de los pasajes anteriores tal vez sería insuficiente para justificar la posibilidad de que Ana Frank hubiera sido lesbiana. Sin embargo, todo juntos quizá aporten algo más de credibilidad a esta hipótesis. De haber amado a una mujer, en cualquier caso, estoy segura de que Ana Frank se habría lanzado sin dudar a vivir esa experiencia, no sólo por su personalidad intrépida, sino por la admirable conciencia de género de que hace gala con tan sólo quince años de edad:
Quiero progresar; no puedo imaginarme que tuviera que vivir como mamá, la señora Van Daan y todas esas mujeres que hacen sus tareas y que más tarde todo el mundo olvidará. Aparte de un marido e hijos, necesito otra cosa a la que dedicarme […].
Más de una vez, una de las preguntas que no me deja en paz por dentro es por qué en el pasado, y a menudo aún ahora, los pueblos conceden a la mujer un lugar tan inferior al que ocupa el hombre. Todos dicen que es injusto, pero con eso no me doy por contenta: lo que quisiera conocer es la causa de semejante injusticia.
Es de suponer que el hombre, dada su mayor fuerza física, ha dominado a la mujer desde el principio; el hombre, que tiene ingresos, el hombre, que procrea, el hombre, al que todo le está permitido… Ha sido una gran equivocación por parte de tantas mujeres tolerar, hasta hace poco tiempo, que todo siguiera así sin más, porque cuantos más siglos perdura esta norma, tanto más se arraiga. Por suerte, la enseñanza, el trabajo y el desarrollo le han abierto un poco los ojos a la mujer. En muchos países las mujeres han obtenido la igualdad de derechos; mucha gente, sobre todo mujeres, pero también hombres, ven ahora lo mal que ha estado dividido el mundo durante tanto tiempo, y las mujeres modernas exigen su derecho a la independencia total.
Pero no se trata sólo de eso: ¡también hay que conseguir la valoración de la mujer! En todos los continentes, el hombre goza de una alta estima generalizada. ¿Por qué la mujer no habría de compartir esa estima antes que nada? A los soldados y héroes de guerra se los honra y rinde homenaje, a los descubridores se les concede fama eterna, se venera a los mártires, pero ¿qué parte de la Humanidad en su conjunto también considera soldados a las mujeres?
A los únicos que condeno es a los hombres y a todo el orden mundial, que nunca quieren darse cuenta del importante, difícil y a veces también bello papel desempeñado por la mujer en la sociedad.
Nunca podremos saber lo que habría sido de Ana Frank si no hubiese sido víctima de la barbarie del Holocausto; de hecho, tal vez habría permanecido en el anonimato y su Diario nunca habría llegado a nuestras manos. Sin embargo, su relato está hoy al alcance de todos, y el significado que cada uno decida darle entra dentro de nuestra libertad individual, por lo que merece absoluto respeto. Si yo quiero creer que Ana Frank era lesbiana, puedo hacerlo, y si sus palabras inspiran mi experiencia como mujer homosexual, entonces ella forma parte, de alguna manera, de las mujeres que sintieron y sienten como yo:
... buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo.
Sus últimas palabras pudieron ser las mías.
Encantada de compartirlas con ella desde hoy.
jueves, 27 de septiembre de 2007
Teoría de las vidas paralelas
Por alguna razón inexplicable, creo que soy monógama. Y digo inexplicable porque entiendo que la monogamia no es para nada un instinto del ser humano; de hecho, la ingente cantidad de normas y costumbres que fuerzan el tener una única pareja parecen apuntar a todo lo contrario: que lo realmente instintivo es la poligamia. Personalmente, además, considero que entregarse a varias personas a la vez, de manera consentida y recíproca, es algo de lo más sano y, por supuesto, mucho más moral que ser infiel. Pero, aún así, creo que a mí me va la monogamia.
Cuando me planteo la posibilidad de tener más de una pareja, me doy cuenta de que sería incapaz de llevarlo a la práctica. No sólo por educación y costumbre, que también, sino porque, teniendo en cuenta la energía, el tiempo y las emociones que pongo en una relación, sería imposible multiplicarlas siquiera por dos, ya que si emplease más energía, más tiempo y más emociones, dejaría de trabajar, de relacionarme con otras personas e incluso de dormir. Muchas veces he pensado que, si me embarco en una relación de menor intensidad, sí que podría hacerlo; sin embargo, nunca termina mereciéndome la pena ninguna relación de menor intensidad.
Todo esto no significa que no tenga ojos en la cara, y que no esté siempre atenta a las personas que conozco. De hecho, muchos de los hombres y mujeres con los que me cruzo cada día llaman mi atención, y algunos, incluso, me provocan cierta angustia existencial, cuando pienso en cuánto me gustaría dedicarles cierta energía, tiempo y emociones, y cómo me resulta imposible hacerlo. Para rebajar esta angustia he ideado un sistema que me funciona bastante bien: me imagino viviendo con ellos otras vidas paralelas.
Así, fantaseo con la idea de que soy completamente libre para dedicarme a cada una de estas personas, y que, además, quiero hacerlo. Entonces, me imagino qué pasaría, cómo serían las cosas, qué ocurriría entre nosotros, y al cabo de algunas semanas, a lo sumo un par de meses, me canso de imaginar. Para entonces, la angustia ha desaparecido, y yo sigo tranquilamente con mi vida.
Lo curioso del asunto es que me pasa tanto con hombres como con mujeres; de hecho, me ocurre más a menudo con hombres, lo que reviste de cierto absurdo mi angustia. Supongo que sentir atracción por algunos hombres es, para mí, una costumbre adquirida durante años que ahora ni puedo ni quiero abandonar. Aunque parte de mi angustia también viene producida por cierta incomprensión hacia la realidad de la orientación sexual: creo que, todavía, algo en mí no entiende por qué no podemos amar a las personas por encima de su sexo, a pesar de que el resto de mi ser ha comprobado una y otra vez que el sexo de la pareja es una condición sine qua non para poderla amar. En fin, será la voz del homófobo que todos llevamos dentro.
He llegado a la conclusión de que imaginar vidas paralelas es una costumbre muy sana, ya que reprimir una emoción o un pensamiento siempre termina pasando factura. Durante años, yo reprimí sin ni tan siquiera saberlo la atracción que sentía por las mujeres, y ahora puede que esté toda la vida tratando de reparar los estragos que esa represión ha creado en mi psique. Por otro lado, considero que la fantasía es un coto vedado que entra dentro de la intimidad no necesariamente compartida de cada persona. Así, no creo en nada parecido a un pecado de pensamiento: cuando imagino vidas paralelas, simplemente imagino, y pienso que tengo derecho a hacerlo. Otra cosa muy distinta sería llevarlas a la práctica, no porque no pudiera hacerlo, sino porque tendrían que darse ciertas condiciones, ya que lo que sí me parece inmoral es la infidelidad encubierta.
La idea de que la imaginación entre dentro de la intimidad de cada cual me parece importante porque no siempre es aconsejable compartir este tipo de fantasías. De hecho, a mí no me gustaría que mi pareja me contase con quién fantasea y qué se imagina, ya que, por desgracia, no tengo tanta confianza en mí misma como para no sentir celos e inseguridad hasta límites insoportables. Sin embargo, creo que es importante que reconozcamos a la otra persona su derecho a la intimidad, a la imaginación, a la fantasía, aunque sea de carácter sexual y no precisamente con nosotras. Primero, porque la libertad mental es un hecho incontestable, al menos a este respecto; y segundo, porque es una hermosa manera de respetar y amar a nuestra pareja, y, por tanto, de estar más unidas a ella, aunque a algunos les resulte paradójico.
En fin, es sólo una teoría personal, pero que a mí me ha aportado mucha paz y estabilidad mental y emocional desde que la llevo a la práctica.
Y por eso estoy encantada de compartirla.
Cuando me planteo la posibilidad de tener más de una pareja, me doy cuenta de que sería incapaz de llevarlo a la práctica. No sólo por educación y costumbre, que también, sino porque, teniendo en cuenta la energía, el tiempo y las emociones que pongo en una relación, sería imposible multiplicarlas siquiera por dos, ya que si emplease más energía, más tiempo y más emociones, dejaría de trabajar, de relacionarme con otras personas e incluso de dormir. Muchas veces he pensado que, si me embarco en una relación de menor intensidad, sí que podría hacerlo; sin embargo, nunca termina mereciéndome la pena ninguna relación de menor intensidad.
Todo esto no significa que no tenga ojos en la cara, y que no esté siempre atenta a las personas que conozco. De hecho, muchos de los hombres y mujeres con los que me cruzo cada día llaman mi atención, y algunos, incluso, me provocan cierta angustia existencial, cuando pienso en cuánto me gustaría dedicarles cierta energía, tiempo y emociones, y cómo me resulta imposible hacerlo. Para rebajar esta angustia he ideado un sistema que me funciona bastante bien: me imagino viviendo con ellos otras vidas paralelas.
Así, fantaseo con la idea de que soy completamente libre para dedicarme a cada una de estas personas, y que, además, quiero hacerlo. Entonces, me imagino qué pasaría, cómo serían las cosas, qué ocurriría entre nosotros, y al cabo de algunas semanas, a lo sumo un par de meses, me canso de imaginar. Para entonces, la angustia ha desaparecido, y yo sigo tranquilamente con mi vida.
Lo curioso del asunto es que me pasa tanto con hombres como con mujeres; de hecho, me ocurre más a menudo con hombres, lo que reviste de cierto absurdo mi angustia. Supongo que sentir atracción por algunos hombres es, para mí, una costumbre adquirida durante años que ahora ni puedo ni quiero abandonar. Aunque parte de mi angustia también viene producida por cierta incomprensión hacia la realidad de la orientación sexual: creo que, todavía, algo en mí no entiende por qué no podemos amar a las personas por encima de su sexo, a pesar de que el resto de mi ser ha comprobado una y otra vez que el sexo de la pareja es una condición sine qua non para poderla amar. En fin, será la voz del homófobo que todos llevamos dentro.
He llegado a la conclusión de que imaginar vidas paralelas es una costumbre muy sana, ya que reprimir una emoción o un pensamiento siempre termina pasando factura. Durante años, yo reprimí sin ni tan siquiera saberlo la atracción que sentía por las mujeres, y ahora puede que esté toda la vida tratando de reparar los estragos que esa represión ha creado en mi psique. Por otro lado, considero que la fantasía es un coto vedado que entra dentro de la intimidad no necesariamente compartida de cada persona. Así, no creo en nada parecido a un pecado de pensamiento: cuando imagino vidas paralelas, simplemente imagino, y pienso que tengo derecho a hacerlo. Otra cosa muy distinta sería llevarlas a la práctica, no porque no pudiera hacerlo, sino porque tendrían que darse ciertas condiciones, ya que lo que sí me parece inmoral es la infidelidad encubierta.
La idea de que la imaginación entre dentro de la intimidad de cada cual me parece importante porque no siempre es aconsejable compartir este tipo de fantasías. De hecho, a mí no me gustaría que mi pareja me contase con quién fantasea y qué se imagina, ya que, por desgracia, no tengo tanta confianza en mí misma como para no sentir celos e inseguridad hasta límites insoportables. Sin embargo, creo que es importante que reconozcamos a la otra persona su derecho a la intimidad, a la imaginación, a la fantasía, aunque sea de carácter sexual y no precisamente con nosotras. Primero, porque la libertad mental es un hecho incontestable, al menos a este respecto; y segundo, porque es una hermosa manera de respetar y amar a nuestra pareja, y, por tanto, de estar más unidas a ella, aunque a algunos les resulte paradójico.
En fin, es sólo una teoría personal, pero que a mí me ha aportado mucha paz y estabilidad mental y emocional desde que la llevo a la práctica.
Y por eso estoy encantada de compartirla.
miércoles, 26 de septiembre de 2007
Valquirias
Las valquirias, deidades del panteón nórdico, son conocidas como las amazonas de la tradición escandinava. Así, comparten con las griegas dos de sus atributos principales: su dedicación al arte de la guerra y su virginidad. Sin embargo, las valquirias han sufrido más profundamente la herida del patriarcado, de manera que su fuerza ha ido disminuyendo a través de los diferentes relatos míticos, que han sustituido sus atributos más poderosos por otros más apropiados para una figura decorativa como es, en esta y otras tradiciones, la mujer.
Desde el punto de vista arquetípico, las valquirias son una de las múltiples representaciones de la deidad femenina dadora de vida y muerte. Simbólicamente, estas dos realidades son las dos caras de una misma moneda, de manera que, revolviendo entre las cenizas del matriarcado, podemos encontrar diosas que encarnan el poder de otorgar ambas: en el caso de las guerreras nórdicas, su función consistía en decidir sobre quién debía morir y quién debía permanecer con vida.
La misma palabra “valquiria”, en alemán antiguo, significa ‘la que elige a los caídos’: en el fragor de la batalla, cuando un guerrero veía aparecer a una valquiria, sabía que su hora había llegado, ya que sólo aquellos destinados a morir podían ver a estas divinidades. Además de decidir sobre los caídos, las valquirias, militares expertas, dirigían los ejércitos e infundían a determinados guerreros (los berserkir) un furor divino que los hacía prácticamente invencibles, otorgándoles con ello el favor de la victoria. No en vano algunos de sus nombres (Hildr, Skuld, Gunnr, etc.) son compuestos de “batalla”, “combate”, “espada”, “furor”, “bravura”, etc.
Sin embargo, parece que la idea de que las campañas militares de los pueblos escandinavos estuvieran en manos de una diosas tan mortales como las mujeres no resultaba precisamente apropiado para una sociedad bélica donde ellas formaban parte del botín: a este respecto, es necesario recordar que los diversos pueblos germanos mantuvieron la poligamia incluso durante la Alta Edad Media, cuando la mayoría se había convertido ya al cristianismo.
Es aquí donde comienza el desarme de las valquirias.
En primer lugar, se despoja a estas divinidades de su poder de decisión: hijas de Odín, se convierten en meras ejecutoras de su voluntad. De soberanas pasan a ser simples esbirras, que otorgan victoria o derrota no en virtud de su poder arquetípico propio, sino de las alianzas de los hombres con el dios.
En segundo lugar, se diluye su función guerrera para recluirlas en el harén del que el patriarcado nunca tuvo la intención de dejarlas salir. Así, tras aparecerse a los guerreros señalados, las valquirias estaban encargadas de transportarlos al Valhalla, un palacio dorado donde iban los héroes que morían en la batalla. Y es que, para los pueblos nórdicos, morir en combate era un honor tal que hasta los propios dioses podían participar de él, ya que eran mortales. De esta manera, una vez que llegaban al Valhalla, los guerreros eran agasajados por las valquirias, que dejaban de tener el poder de conducir sus destinos para pasar a dispensar hidromiel: de guerreras a putas, la maniobra queda clara.
No obstante, en el núcleo inicial del mito de las valquirias es posible rastrear la libertad y la fuerza de las que estas divinidades eran símbolo, libertad y fuerza que han inspirado el inconsciente colectivo femenino durante siglos, y que pueden seguir inspirándonos todavía hoy.
La clave de estos dos poderes reside en la virginidad de las valquirias. Y es que, durante la mayor parte de la Historia, la única manera que las mujeres hemos tenido de alcanzar la soberanía sobre nuestros cuerpos ha sido, es, y tal vez será permanecer fuera del alcance sexual de los hombres. Por mucho que se empeñe la supuesta revolución sexual del siglo pasado, el coito heterosexual ha sido el instrumento de dominación del patriarcado por excelencia: a través del coito heterosexual se recordaba a la mujer su posición de subordinada, recluyéndola en las funciones reproductoras que, mal que les pese a algunos, son quizá las únicas que no nos han podido arrebatar. Por eso, la mayor parte de las divinidades fuertes y soberanas han sido siempre mujeres vírgenes.
Otro de los aspectos poderosos del símbolo es su sentido de comunidad. Las valquirias, como muchas otras deidades femeninas, son un colectivo de mujeres que actúan en conjunto y se benefician mutuamente. A pesar de tener una líder, en este caso la diosa Freya, se reparten el poder sin que este recaiga en una sola de ellas, algo que no suele ocurrir en el caso de los dioses. Sin salir de esta tradición, es posible nombrar a varios dioses individuales (Odín, Thor, Loki…), pero no encontramos un conjunto de dioses tan homogéneo como el de las valquirias.
Para terminar, es interesante señalar que las valquirias eran consideradas las diosas más bellas de todo el panteón. Como prueba de ello, en algunos relatos se les reconoce la capacidad de transformarse en cisnes, un poderoso símbolo de belleza y majestuosidad. Esta cualidad redunda en la importancia de su soberanía, ya que las valquirias habrían permanecido vírgenes, en un principio, a pesar de la codicia de los hombres. No obstante, la tradición termina entregándolas a varios guerreros, entre ellos un héroe de la talla de Sigfrido.
Las deidades femeninas, poderosas y ultrajadas al mismo tiempo, son arquetipos actuantes en nuestro inconsciente; por eso creo que las mujeres debemos conocerlas y reinterpretarlas a nuestro favor.
Y yo estoy encantada de hacerlo.
Desde el punto de vista arquetípico, las valquirias son una de las múltiples representaciones de la deidad femenina dadora de vida y muerte. Simbólicamente, estas dos realidades son las dos caras de una misma moneda, de manera que, revolviendo entre las cenizas del matriarcado, podemos encontrar diosas que encarnan el poder de otorgar ambas: en el caso de las guerreras nórdicas, su función consistía en decidir sobre quién debía morir y quién debía permanecer con vida.
La misma palabra “valquiria”, en alemán antiguo, significa ‘la que elige a los caídos’: en el fragor de la batalla, cuando un guerrero veía aparecer a una valquiria, sabía que su hora había llegado, ya que sólo aquellos destinados a morir podían ver a estas divinidades. Además de decidir sobre los caídos, las valquirias, militares expertas, dirigían los ejércitos e infundían a determinados guerreros (los berserkir) un furor divino que los hacía prácticamente invencibles, otorgándoles con ello el favor de la victoria. No en vano algunos de sus nombres (Hildr, Skuld, Gunnr, etc.) son compuestos de “batalla”, “combate”, “espada”, “furor”, “bravura”, etc.
Sin embargo, parece que la idea de que las campañas militares de los pueblos escandinavos estuvieran en manos de una diosas tan mortales como las mujeres no resultaba precisamente apropiado para una sociedad bélica donde ellas formaban parte del botín: a este respecto, es necesario recordar que los diversos pueblos germanos mantuvieron la poligamia incluso durante la Alta Edad Media, cuando la mayoría se había convertido ya al cristianismo.
Es aquí donde comienza el desarme de las valquirias.
En primer lugar, se despoja a estas divinidades de su poder de decisión: hijas de Odín, se convierten en meras ejecutoras de su voluntad. De soberanas pasan a ser simples esbirras, que otorgan victoria o derrota no en virtud de su poder arquetípico propio, sino de las alianzas de los hombres con el dios.
En segundo lugar, se diluye su función guerrera para recluirlas en el harén del que el patriarcado nunca tuvo la intención de dejarlas salir. Así, tras aparecerse a los guerreros señalados, las valquirias estaban encargadas de transportarlos al Valhalla, un palacio dorado donde iban los héroes que morían en la batalla. Y es que, para los pueblos nórdicos, morir en combate era un honor tal que hasta los propios dioses podían participar de él, ya que eran mortales. De esta manera, una vez que llegaban al Valhalla, los guerreros eran agasajados por las valquirias, que dejaban de tener el poder de conducir sus destinos para pasar a dispensar hidromiel: de guerreras a putas, la maniobra queda clara.
No obstante, en el núcleo inicial del mito de las valquirias es posible rastrear la libertad y la fuerza de las que estas divinidades eran símbolo, libertad y fuerza que han inspirado el inconsciente colectivo femenino durante siglos, y que pueden seguir inspirándonos todavía hoy.
La clave de estos dos poderes reside en la virginidad de las valquirias. Y es que, durante la mayor parte de la Historia, la única manera que las mujeres hemos tenido de alcanzar la soberanía sobre nuestros cuerpos ha sido, es, y tal vez será permanecer fuera del alcance sexual de los hombres. Por mucho que se empeñe la supuesta revolución sexual del siglo pasado, el coito heterosexual ha sido el instrumento de dominación del patriarcado por excelencia: a través del coito heterosexual se recordaba a la mujer su posición de subordinada, recluyéndola en las funciones reproductoras que, mal que les pese a algunos, son quizá las únicas que no nos han podido arrebatar. Por eso, la mayor parte de las divinidades fuertes y soberanas han sido siempre mujeres vírgenes.
Otro de los aspectos poderosos del símbolo es su sentido de comunidad. Las valquirias, como muchas otras deidades femeninas, son un colectivo de mujeres que actúan en conjunto y se benefician mutuamente. A pesar de tener una líder, en este caso la diosa Freya, se reparten el poder sin que este recaiga en una sola de ellas, algo que no suele ocurrir en el caso de los dioses. Sin salir de esta tradición, es posible nombrar a varios dioses individuales (Odín, Thor, Loki…), pero no encontramos un conjunto de dioses tan homogéneo como el de las valquirias.
Para terminar, es interesante señalar que las valquirias eran consideradas las diosas más bellas de todo el panteón. Como prueba de ello, en algunos relatos se les reconoce la capacidad de transformarse en cisnes, un poderoso símbolo de belleza y majestuosidad. Esta cualidad redunda en la importancia de su soberanía, ya que las valquirias habrían permanecido vírgenes, en un principio, a pesar de la codicia de los hombres. No obstante, la tradición termina entregándolas a varios guerreros, entre ellos un héroe de la talla de Sigfrido.
Las deidades femeninas, poderosas y ultrajadas al mismo tiempo, son arquetipos actuantes en nuestro inconsciente; por eso creo que las mujeres debemos conocerlas y reinterpretarlas a nuestro favor.
Y yo estoy encantada de hacerlo.
martes, 25 de septiembre de 2007
La familia que me gustaría tener
Desde que puedo recordar, las personas que me rodean, especialmente mi familia, siempre dieron por hecho que algún día yo me quedaría embarazada de mi marido y de esa manera tendría hijos. Esta idea resultaba tan aplastante, que yo nunca la cuestioné, porque, entre otras cosas, estaba profundamente unida a mi persona. Mi madre, su madre, y la madre de su madre tuvieron varios hijos sin apenas esfuerzo, y como mi cuerpo era una fotocopia de los suyos, parecía que no podía esperarle un destino diferente.
Todo empezó a torcerse cuando descubrí que era lesbiana y lo compartí con mi familia. Del futuro ideal se descolgó entonces mi supuesto marido, que ya nunca existiría (aunque mis padres lo sigan esperando secretamente) y que nunca pondría su parte en el engendramiento de nuestros desaparecidos hijos comunes. Pero aquel cambio de planes no me ayudó a cuestionar la idea de quedarme embarazada, porque mi cuerpo seguía siendo el mismo y su presunta función esencial había quedado intacta.
La primera vez que me enfrenté a la posibilidad de no tener hijos biológicos fue una tarde en que a mi novia y a mí se nos ocurrió la brillante idea de hacer un jueguecito con una cadena que supuestamente adivinaba cuántos hijos tendríamos cada una. Mi novia lo había hecho hacía mucho tiempo, y siempre le salía lo mismo: frotaba la cadena con el borde de su mano, y cuando la suspendía sobre su palma, esta empezaba a moverse hacia los lados y en círculos, indicando un número concreto de hijos futuros y el sexo de cada uno. Sin embargo, cuando lo probamos conmigo, la cadena no se movió. Permaneció quieta sobre la palma de mi mano, sin girar ni moverse hacia los lados ni una sola vez. Y así ocurrió todas las veces que, durante varios meses, volví a probar de nuevo el juego para comprobar que no estaba equivocado.
Después de haber dado por hecho, durante toda mi vida, que me quedaría embarazada y tendría hijos, enfrentarme con la idea de que eso nunca ocurriría me produjo una gran desazón interna. Igual que siempre pensé que tener como pareja a un hombre era prueba de mi valía personal y que, si no lo tenía, eso significaba que era una persona indigna, incompleta, inferior o insuficiente; me di cuenta de que también creía que tener hijos biológicos era prueba de mi valor como mujer, y que si no los tenía, eso quería decir que había fracasado en mi función principal, de manera que cualquier otro logro en mi vida quedaría empañado por el hecho de no haber sido capaz de dar a luz a ninguna criaturita.
Sin embargo, ese sentimiento de desazón, que me llegaba desde arriba como una lengua de fuego destinada a abrasar mis entrañas, era contrarrestado desde el fondo de mi alma por otro sentimiento de orden contrario: una inmensa paz, una gran armonía que me indicaba que esa nueva situación, por horrible que me pareciera en un principio, estaba en conexión íntima con lo que yo era, con lo que, muy a pesar de mi herencia familiar, estaba llamada a ser.
Creo que siempre he tenido instinto maternal, pero también creo que mi instinto es diferente a lo que normalmente se considera propio de una madre. Yo siento una fuerte identificación con mi cuerpo, tan fuerte, que no me permite la idea de compartirlo con otro ser. De la misma manera que las relaciones sexuales con hombres me provocaban una terrible sensación de “invasión”, la idea de albergar otra vida dentro de mi cuerpo, por muy extraño que parezca, me resulta completamente antinatural. Sé que los nazis me habrían gaseado por ello, pero imaginar que dentro de mí se mueve otra persona me hace pensar, invariablemente, en un “alien”, en su sentido más etimológico del “ajeno”, del “extraño”.
Tras esta confesión, supongo que cuesta admitir que conserve nada que se parezca a un instinto maternal, pero yo creo que lo tengo: tengo instinto de madre de adopción. Personalmente, considero mucho más emocionante la idea de adoptar a un niño que la de llevarlo en mi vientre, a pesar de que comprendo perfectamente que no es una concepción muy común y que para nada es superior a otras, sino simplemente mucho más adecuada para mí. Pensar que en algún lugar, tal vez cerca de donde yo me encuentro o tal vez muy lejos, hay un niño que duerme en una cuna igual a otras cunas, y que sin embargo, algún día dormirá entre mis brazos, y yo lo llamaré hijo, y él me llamará mamá, y construiremos una relación desde la nada, a través de dudas, de miedos, pero también de mucho amor… no sé, me hace sentir una magia muy especial, y creo que es una experiencia que me gustaría vivir.
También siento esa magia cuando imagino que es mi novia quien se queda embarazada. Una emoción indescriptible me inunda cada vez que me veo acompañándola a las revisiones, a las clases de preparación al parto, cuidándola en sus molestias, atendiendo sus necesidades, cogiendo su mano y sintiendo su esfuerzo y su dolor mientras da a luz a nuestro hijo, durmiendo junto a su cama en el hospital, limpiando la casa para que todo esté listo cuando ellos lleguen, abrazándola por la espalda y ayudándole a sostener a nuestro hijo mientras le da de mamar… En fin, si ella quisiera, pero sólo si ella quisiera, yo estaría encantada de formar parte de esa maravillosa experiencia.
Por todo esto, a veces le digo a mi novia que yo lo que tengo es instinto paternal. Soy una mujer, me gusta serlo y me siento bien con mi cuerpo; pero sinceramente creo que lo que mejor describe mis sentimientos es la idea de ser papá. En mis delirios, incluso, pienso que considerarme un papá ahorraría a mis hijos muchos quebraderos de cabeza, porque tendrían eso que tanto les reclaman, un papá y una mamá, con la única salvedad de que su papá es una mujer. Y así, pasarían la semana previa al día del padre muy atareaditos en el colegio preparando recortables para hacerme muy feliz, muy papá y muy mujer.
Creo que esta idea ha tomado forma también gracias a mi experiencia con mi propio padre. Él siempre ha sido un papá atípico, muy cariñoso, muy cercano y con el que he podido tener una confianza real. Sin embargo, siempre se ha esforzado por mantener una distancia sana conmigo, sabiendo dónde terminaba él y dónde empezaba yo, y la verdad es que, sea papá o mamá finalmente, a mí me gustaría parecerme a él.
Creo que sí, que esta es la familia que me gustaría tener.
Y estaré encantada de tenerla.
Todo empezó a torcerse cuando descubrí que era lesbiana y lo compartí con mi familia. Del futuro ideal se descolgó entonces mi supuesto marido, que ya nunca existiría (aunque mis padres lo sigan esperando secretamente) y que nunca pondría su parte en el engendramiento de nuestros desaparecidos hijos comunes. Pero aquel cambio de planes no me ayudó a cuestionar la idea de quedarme embarazada, porque mi cuerpo seguía siendo el mismo y su presunta función esencial había quedado intacta.
La primera vez que me enfrenté a la posibilidad de no tener hijos biológicos fue una tarde en que a mi novia y a mí se nos ocurrió la brillante idea de hacer un jueguecito con una cadena que supuestamente adivinaba cuántos hijos tendríamos cada una. Mi novia lo había hecho hacía mucho tiempo, y siempre le salía lo mismo: frotaba la cadena con el borde de su mano, y cuando la suspendía sobre su palma, esta empezaba a moverse hacia los lados y en círculos, indicando un número concreto de hijos futuros y el sexo de cada uno. Sin embargo, cuando lo probamos conmigo, la cadena no se movió. Permaneció quieta sobre la palma de mi mano, sin girar ni moverse hacia los lados ni una sola vez. Y así ocurrió todas las veces que, durante varios meses, volví a probar de nuevo el juego para comprobar que no estaba equivocado.
Después de haber dado por hecho, durante toda mi vida, que me quedaría embarazada y tendría hijos, enfrentarme con la idea de que eso nunca ocurriría me produjo una gran desazón interna. Igual que siempre pensé que tener como pareja a un hombre era prueba de mi valía personal y que, si no lo tenía, eso significaba que era una persona indigna, incompleta, inferior o insuficiente; me di cuenta de que también creía que tener hijos biológicos era prueba de mi valor como mujer, y que si no los tenía, eso quería decir que había fracasado en mi función principal, de manera que cualquier otro logro en mi vida quedaría empañado por el hecho de no haber sido capaz de dar a luz a ninguna criaturita.
Sin embargo, ese sentimiento de desazón, que me llegaba desde arriba como una lengua de fuego destinada a abrasar mis entrañas, era contrarrestado desde el fondo de mi alma por otro sentimiento de orden contrario: una inmensa paz, una gran armonía que me indicaba que esa nueva situación, por horrible que me pareciera en un principio, estaba en conexión íntima con lo que yo era, con lo que, muy a pesar de mi herencia familiar, estaba llamada a ser.
Creo que siempre he tenido instinto maternal, pero también creo que mi instinto es diferente a lo que normalmente se considera propio de una madre. Yo siento una fuerte identificación con mi cuerpo, tan fuerte, que no me permite la idea de compartirlo con otro ser. De la misma manera que las relaciones sexuales con hombres me provocaban una terrible sensación de “invasión”, la idea de albergar otra vida dentro de mi cuerpo, por muy extraño que parezca, me resulta completamente antinatural. Sé que los nazis me habrían gaseado por ello, pero imaginar que dentro de mí se mueve otra persona me hace pensar, invariablemente, en un “alien”, en su sentido más etimológico del “ajeno”, del “extraño”.
Tras esta confesión, supongo que cuesta admitir que conserve nada que se parezca a un instinto maternal, pero yo creo que lo tengo: tengo instinto de madre de adopción. Personalmente, considero mucho más emocionante la idea de adoptar a un niño que la de llevarlo en mi vientre, a pesar de que comprendo perfectamente que no es una concepción muy común y que para nada es superior a otras, sino simplemente mucho más adecuada para mí. Pensar que en algún lugar, tal vez cerca de donde yo me encuentro o tal vez muy lejos, hay un niño que duerme en una cuna igual a otras cunas, y que sin embargo, algún día dormirá entre mis brazos, y yo lo llamaré hijo, y él me llamará mamá, y construiremos una relación desde la nada, a través de dudas, de miedos, pero también de mucho amor… no sé, me hace sentir una magia muy especial, y creo que es una experiencia que me gustaría vivir.
También siento esa magia cuando imagino que es mi novia quien se queda embarazada. Una emoción indescriptible me inunda cada vez que me veo acompañándola a las revisiones, a las clases de preparación al parto, cuidándola en sus molestias, atendiendo sus necesidades, cogiendo su mano y sintiendo su esfuerzo y su dolor mientras da a luz a nuestro hijo, durmiendo junto a su cama en el hospital, limpiando la casa para que todo esté listo cuando ellos lleguen, abrazándola por la espalda y ayudándole a sostener a nuestro hijo mientras le da de mamar… En fin, si ella quisiera, pero sólo si ella quisiera, yo estaría encantada de formar parte de esa maravillosa experiencia.
Por todo esto, a veces le digo a mi novia que yo lo que tengo es instinto paternal. Soy una mujer, me gusta serlo y me siento bien con mi cuerpo; pero sinceramente creo que lo que mejor describe mis sentimientos es la idea de ser papá. En mis delirios, incluso, pienso que considerarme un papá ahorraría a mis hijos muchos quebraderos de cabeza, porque tendrían eso que tanto les reclaman, un papá y una mamá, con la única salvedad de que su papá es una mujer. Y así, pasarían la semana previa al día del padre muy atareaditos en el colegio preparando recortables para hacerme muy feliz, muy papá y muy mujer.
Creo que esta idea ha tomado forma también gracias a mi experiencia con mi propio padre. Él siempre ha sido un papá atípico, muy cariñoso, muy cercano y con el que he podido tener una confianza real. Sin embargo, siempre se ha esforzado por mantener una distancia sana conmigo, sabiendo dónde terminaba él y dónde empezaba yo, y la verdad es que, sea papá o mamá finalmente, a mí me gustaría parecerme a él.
Creo que sí, que esta es la familia que me gustaría tener.
Y estaré encantada de tenerla.
jueves, 20 de septiembre de 2007
Regalar flores
Una de las cosas que más me gusta de ser lesbiana es poder regalarle flores a mi pareja. No es que piense que a los hombres no se les pueden regalar, al contrario: es que ya lo intenté cuando salía con hombres y la respuesta fue nefasta. Para ellos, la simple idea de que una mujer les regalara flores constituía una afrenta y una intromisión de lo más deshonroso en su papel de machos. Aún así, conservo la esperanza de que existan algunos a los que se les puedan regalar, por el bien de las mujeres heterosexuales que se los encuentren; personalmente, sin embargo, ha dejado de importarme porque, para mi delicia, ahora salgo con una mujer.
Como la originalidad me persigue, pero yo corro más rápido, las flores que más me gusta regalar son las rosas. Y a poder ser, rojas, por supuesto. A mi favor diré que este raro conservadurismo se termina aquí, ya que más que regalar rosas, a mí lo que me gusta es hacer cosas con ellas. Por eso, me resultan tediosos los momentos previos a llevarme la rosa de la tienda, con toda esa parafernalia que le ponen y que después acabará en la primera papelera que me encuentre. Y es que, para a mí, lo más valioso de las rosas son sus pétalos, que deshojo con sumo cuidado y placer para usarlos como complemento de algún regalo ingenioso.
Para una mujer, además, el simple hecho de comprar rosas rojas puede llegar a convertirse en una aventura en sí misma. Quizá sea sólo mi imaginación, pero me da en la nariz que la mayor parte de las personas que compran estas flores no son precisamente mujeres. La última vez que compré una rosa roja, la floristera me preguntó qué pegatina quería que le pusiera: “¿Espero que te guste? ¿Con cariño? ¿Felicidades? ¿Te quiero?”. Yo, distraída e impaciente a un tiempo, dije sin pensar: “Te quiero”, y la señora me plantificó una pegatina en la que un corazón macho hacía feliz a un corazón hembra. La rabia fue tal que casi la arranco con la boca nada más verla, pero como tenía prisa, pagué y me fui.
El momento de salir a la calle también es una odisea. Supongo que la mayoría de la gente que me ve me toma por feminista, o por encargada de un regalo ajeno, o por la hija perfecta, o por la nuera abnegada, o qué sé yo. El caso es que mi intuición me indica que ninguna de las personas con las que me cruzo acertará a comprender que regalo flores porque soy lesbiana, o tal vez sea yo, que no quiero que nadie descubra que paseo embobada con una rosa entre los brazos porque tengo una novia a la que agasajar.
De lo que me veo obligada a advertir es del peligro que una corre si se pone a deshojar una rosa en plena calle. Una vez se me ocurrió hacerlo en una céntrica plaza de Madrid, y creo que acaparé más miradas que si me hubiese paseado desnuda. Lo cual me desagradó porque, para mí, deshojar una rosa y preparar mi regalo es un momento íntimo y personal, que tuve que llevar a cabo en la calle porque llegaba tarde a mi cita y no había encontrado ninguna floristería por el camino.
En cualquier caso, y a pesar de mis arrebatos feministas, he de reconocer que me causa mucho más placer regalarle flores a una mujer que a un hombre. Sé que no es más que un topicazo, pero el rocío deslizándose hacia el interior de sus pétalos, el temblor delicado sobre el tallo firme, la suavidad del roce y su perfume exquisito… pues sí, me recuerdan a una mujer. Creo que las flores y las mujeres nos llevamos bien, aunque sólo sea a fuerza de convivir durante siglos.
Cuando mi novia abre su regalo y sus mejillas terminan del color de los pétalos… ¡ay! Entonces me enamoro mucho más de ella y me siento llena de satisfacción. Comprar la rosa, pasearme con ella, deshojarla y preparar mi regalo ven multiplicado el placer que en sí mismos me causan porque han contribuido a que la haga feliz.
Encantada de tener una mujer a la regalarle miles de flores.
Como la originalidad me persigue, pero yo corro más rápido, las flores que más me gusta regalar son las rosas. Y a poder ser, rojas, por supuesto. A mi favor diré que este raro conservadurismo se termina aquí, ya que más que regalar rosas, a mí lo que me gusta es hacer cosas con ellas. Por eso, me resultan tediosos los momentos previos a llevarme la rosa de la tienda, con toda esa parafernalia que le ponen y que después acabará en la primera papelera que me encuentre. Y es que, para a mí, lo más valioso de las rosas son sus pétalos, que deshojo con sumo cuidado y placer para usarlos como complemento de algún regalo ingenioso.
Para una mujer, además, el simple hecho de comprar rosas rojas puede llegar a convertirse en una aventura en sí misma. Quizá sea sólo mi imaginación, pero me da en la nariz que la mayor parte de las personas que compran estas flores no son precisamente mujeres. La última vez que compré una rosa roja, la floristera me preguntó qué pegatina quería que le pusiera: “¿Espero que te guste? ¿Con cariño? ¿Felicidades? ¿Te quiero?”. Yo, distraída e impaciente a un tiempo, dije sin pensar: “Te quiero”, y la señora me plantificó una pegatina en la que un corazón macho hacía feliz a un corazón hembra. La rabia fue tal que casi la arranco con la boca nada más verla, pero como tenía prisa, pagué y me fui.
El momento de salir a la calle también es una odisea. Supongo que la mayoría de la gente que me ve me toma por feminista, o por encargada de un regalo ajeno, o por la hija perfecta, o por la nuera abnegada, o qué sé yo. El caso es que mi intuición me indica que ninguna de las personas con las que me cruzo acertará a comprender que regalo flores porque soy lesbiana, o tal vez sea yo, que no quiero que nadie descubra que paseo embobada con una rosa entre los brazos porque tengo una novia a la que agasajar.
De lo que me veo obligada a advertir es del peligro que una corre si se pone a deshojar una rosa en plena calle. Una vez se me ocurrió hacerlo en una céntrica plaza de Madrid, y creo que acaparé más miradas que si me hubiese paseado desnuda. Lo cual me desagradó porque, para mí, deshojar una rosa y preparar mi regalo es un momento íntimo y personal, que tuve que llevar a cabo en la calle porque llegaba tarde a mi cita y no había encontrado ninguna floristería por el camino.
En cualquier caso, y a pesar de mis arrebatos feministas, he de reconocer que me causa mucho más placer regalarle flores a una mujer que a un hombre. Sé que no es más que un topicazo, pero el rocío deslizándose hacia el interior de sus pétalos, el temblor delicado sobre el tallo firme, la suavidad del roce y su perfume exquisito… pues sí, me recuerdan a una mujer. Creo que las flores y las mujeres nos llevamos bien, aunque sólo sea a fuerza de convivir durante siglos.
Cuando mi novia abre su regalo y sus mejillas terminan del color de los pétalos… ¡ay! Entonces me enamoro mucho más de ella y me siento llena de satisfacción. Comprar la rosa, pasearme con ella, deshojarla y preparar mi regalo ven multiplicado el placer que en sí mismos me causan porque han contribuido a que la haga feliz.
Encantada de tener una mujer a la regalarle miles de flores.
domingo, 16 de septiembre de 2007
Caótico falo
Este fin de semana fui con mi novia al cine para ver Caótica Ana, la última película de Julio Médem, y todo lo que puedo decir a su favor es que espero ansiosamente que Julio se reencarne en una mujer para que pueda regalar al mundo películas fantásticas y no fantasías peliculeras como la que mi novia y yo nos obligamos a ver.
Para todo lo que puedo decir en contra, ahí va esta entrada.
La primera idea que me vino a la cabeza, no sé si durante o después de ver la película, fue que Caótica Ana es a Julio Médem lo que El código da Vinci a Dan Brown. Puede sonar cruel, pero lo realmente cruel vendrá en unas líneas, así que tengamos paciencia. Para mí, la historia que hay detrás de El código da Vinci (una historia que lo antecede y lo sucederá, la leyenda del Grial con todas sus derivaciones) es tan rematadamente buena que hasta las pezuñas de Dan Brown son capaces de hacer de ella un best seller, incluso de poner en bandeja el embrión de una película llamada a convertirse en un clásico (friki, pero clásico). En el caso de Caótica Ana, ocurre lo mismo: el inconsciente colectivo femenino es una realidad de tal fuerza, llamada a cumplir un papel tan relevante en la vida individual y colectiva de todas y cada una de las mujeres, es la fuente inagotable de tal riqueza cultural, literaria, onírica, psicológica y social, que ni el encefalograma falocéntrico de Julio Médem puede impedirle que emita las vibraciones arrolladoras que es capaz de emitir.
Como decía mi novia, entre la frustración y el asombro, “el caso es que la película transmite algo”. Lo que transmite, o más bien, lo que muy a su pesar deja traslucir, es la energía infinita de una realidad femenina universal.
Otra de las imágenes que aparecieron en mi mente, esta sí, a mitad de la película, fue la de un jovencito Médem dando saltos para alcanzar la tarta de frambuesa que su mamá había dejado a salvo en una repisa demasiado alta para él. Creo que la doctora Pinkola Estés, gran gurú del inconsciente colectivo femenino, sonreiría conmigo y le daría unas palmaditas maternales a Julio para indicarle que, pese al intento loable, “otra vez será”. Y es que, lejos de acercarse un mínimo al universo femenino, o siquiera a un personaje femenino concreto, se pasea por una serie de símbolos sagrados cual elefante en una cacharrería, para presentarnos la figura de una mujer plana y vacía como sujeto, medio y objeto de los demás.
Si lo que quería era mostrar en vivo el arquetipo de la mujer salvaje, eligió a la actriz correcta, pero equivocó de cabo a rabo el guión. Podría enumerar una a una las faltas de decoro que comete, pero me conformaré con otra comparación. Y es que en esa primera cena en la cueva, junto a su padre y a la mujer que será su mecenas, Ana comienza a reírse súbitamente de tal manera que, lejos de evocar (¿sabrá Médem lo que significa ese verbo?) la inocencia primigenia, la frescura de la mismísima madre naturaleza, la espontaneidad de la juventud, te produce un escalofrío de terror por todo el cuerpo similar al que producía el niño-robot de Inteligencia Artificial. Lo curioso es que el primer director de I.A. pretendía crear el efecto que consigue, pero, ¿acaso Médem lo pretendía también?
Ninguna de mis quejas mantendría su vigencia si Médem se dignase a ser honesto y reconociera que en sus películas no trata sino de ahondar en el universo masculino, o incluso en el suyo propio. Porque sí, los hombres tienen sus propias obsesiones, sus propios arquetipos, sus anhelos, sus contradicciones, sus choques violentos contra la realidad. Y explorarlos, representarlos, cuestionarlos, podría resultar una labor masculina más que encomiable, enriquecedora para hombres y mujeres por igual.
Pero no, mucho mejor apuntarse al carro de decir lo femenino, no con el afán disciplinario tradicional, sino con el mucho más moderno de explorar ese “continente desconocido” al que, sin embargo y todavía, se le mantiene sin voz. La atmósfera sofocante que emana la película, con la presencia constante del falo, del incesto, de la violencia ejercida sobre la mujer, no forma parte del inconsciente femenino, sino del masculino. Son ellos los que se obsesionan con el mismo acecho que cometen; nosotras, mal que mal, aprendemos a convivir con ello, y cuando lo conseguimos, dirigimos nuestra mirada más allá.
Creo que pocas mujeres se representarían a sí mismas como “madre de todos los hombres buenos”, creo que la mayoría consideraría valiosa una hazaña propia y no perpetrada a través de “todo un ejército de niños”, creo que las mujeres, día a día, realizan actos de revolución colectiva en el seno de sus comunidades, buscando el bien común a través del propio, no individualizando una acción hasta el punto de realizar en la intimidad de un dormitorio la venganza que cientos de mujeres reclaman a la protagonista desde el fondo de la Historia.
Los únicos personajes evocadores de la película son hombres; las mujeres no tienen ni fondo ni forma: son figuras de cartón.
Pero es que ni tan siquiera el hecho de inventarse el universo femenino o el caso concreto de una mujer me parecería despreciable si se hiciese bien. La última comparación que vino a mi mente mientras paseaba con mi novia tiene que ver con una directora maravillosa: Isabel Coixet. En La vida secreta de las palabras, una película que me impactó vivamente y que aún me pone los pelos como escarpias cada vez que la recuerdo, Isabel Coixet se inventa varios papeles masculinos, especialmente el del protagonista. Nadie se cree que un hombre tan rudo que trabaja en una plataforma petrolífera y que tiene las manos como sartenes sea capaz de tanta ternura, tanta empatía, tanta comprensión, tanto tacto, tanto amor. La mayoría de los hombres (rudos o no) no son así; los protagonistas de Isabel Coixet salen de la mente de Isabel Coixet, pero representan una oportunidad de crecimiento y de revolución interior para los hombres que ya quisieran muchos cursos de desarrollo personal. Si los hombres fueran como los imagina Isabel Coixet, otro gallo nos cantaría, a ellos y a nosotras.
Sin embargo, ¿qué nos ofrecen las protagonistas de Julio Médem a las mujeres? ¿Volver a centrar nuestra vida en la maternidad, volver a creer que nuestra fuerza interior sale a través de la entrepierna, que todo nuestro potencial es de carácter sexual, que conseguiremos grandes cosas enseñando las tetas?
En fin. No necesitábamos décadas de Feminismo para eso.
Los únicos motivos por los que recomendaría la película son los siguientes:
- La protagonista es hermosa a pesar de que el guión la haga parecer una autómata, y verla durante casi dos horas en la pantalla constituye un verdadero placer. ¡Una directora para Manuela Vellés ya!
- La coprotagonista de la historia es Bebe, otro fenómeno de la naturaleza que, incluso soltando bazofia por sus labios, resulta digno de ver.
- Si se ve la película, se puede despotricar de Julio Médem mucho mejor. Irresistible, ¿verdad?
Para terminar, sólo puedo decir que no soy ninguna experta en cine, pero sí en literatura, hermenéutica simbólica, psicología junguiana, y para colmo, soy mujer. Así que lo siento, Julio, pero a mí no me la das.
Encantada de dejarlo claro entre los dos.
Para todo lo que puedo decir en contra, ahí va esta entrada.
La primera idea que me vino a la cabeza, no sé si durante o después de ver la película, fue que Caótica Ana es a Julio Médem lo que El código da Vinci a Dan Brown. Puede sonar cruel, pero lo realmente cruel vendrá en unas líneas, así que tengamos paciencia. Para mí, la historia que hay detrás de El código da Vinci (una historia que lo antecede y lo sucederá, la leyenda del Grial con todas sus derivaciones) es tan rematadamente buena que hasta las pezuñas de Dan Brown son capaces de hacer de ella un best seller, incluso de poner en bandeja el embrión de una película llamada a convertirse en un clásico (friki, pero clásico). En el caso de Caótica Ana, ocurre lo mismo: el inconsciente colectivo femenino es una realidad de tal fuerza, llamada a cumplir un papel tan relevante en la vida individual y colectiva de todas y cada una de las mujeres, es la fuente inagotable de tal riqueza cultural, literaria, onírica, psicológica y social, que ni el encefalograma falocéntrico de Julio Médem puede impedirle que emita las vibraciones arrolladoras que es capaz de emitir.
Como decía mi novia, entre la frustración y el asombro, “el caso es que la película transmite algo”. Lo que transmite, o más bien, lo que muy a su pesar deja traslucir, es la energía infinita de una realidad femenina universal.
Otra de las imágenes que aparecieron en mi mente, esta sí, a mitad de la película, fue la de un jovencito Médem dando saltos para alcanzar la tarta de frambuesa que su mamá había dejado a salvo en una repisa demasiado alta para él. Creo que la doctora Pinkola Estés, gran gurú del inconsciente colectivo femenino, sonreiría conmigo y le daría unas palmaditas maternales a Julio para indicarle que, pese al intento loable, “otra vez será”. Y es que, lejos de acercarse un mínimo al universo femenino, o siquiera a un personaje femenino concreto, se pasea por una serie de símbolos sagrados cual elefante en una cacharrería, para presentarnos la figura de una mujer plana y vacía como sujeto, medio y objeto de los demás.
Si lo que quería era mostrar en vivo el arquetipo de la mujer salvaje, eligió a la actriz correcta, pero equivocó de cabo a rabo el guión. Podría enumerar una a una las faltas de decoro que comete, pero me conformaré con otra comparación. Y es que en esa primera cena en la cueva, junto a su padre y a la mujer que será su mecenas, Ana comienza a reírse súbitamente de tal manera que, lejos de evocar (¿sabrá Médem lo que significa ese verbo?) la inocencia primigenia, la frescura de la mismísima madre naturaleza, la espontaneidad de la juventud, te produce un escalofrío de terror por todo el cuerpo similar al que producía el niño-robot de Inteligencia Artificial. Lo curioso es que el primer director de I.A. pretendía crear el efecto que consigue, pero, ¿acaso Médem lo pretendía también?
Ninguna de mis quejas mantendría su vigencia si Médem se dignase a ser honesto y reconociera que en sus películas no trata sino de ahondar en el universo masculino, o incluso en el suyo propio. Porque sí, los hombres tienen sus propias obsesiones, sus propios arquetipos, sus anhelos, sus contradicciones, sus choques violentos contra la realidad. Y explorarlos, representarlos, cuestionarlos, podría resultar una labor masculina más que encomiable, enriquecedora para hombres y mujeres por igual.
Pero no, mucho mejor apuntarse al carro de decir lo femenino, no con el afán disciplinario tradicional, sino con el mucho más moderno de explorar ese “continente desconocido” al que, sin embargo y todavía, se le mantiene sin voz. La atmósfera sofocante que emana la película, con la presencia constante del falo, del incesto, de la violencia ejercida sobre la mujer, no forma parte del inconsciente femenino, sino del masculino. Son ellos los que se obsesionan con el mismo acecho que cometen; nosotras, mal que mal, aprendemos a convivir con ello, y cuando lo conseguimos, dirigimos nuestra mirada más allá.
Creo que pocas mujeres se representarían a sí mismas como “madre de todos los hombres buenos”, creo que la mayoría consideraría valiosa una hazaña propia y no perpetrada a través de “todo un ejército de niños”, creo que las mujeres, día a día, realizan actos de revolución colectiva en el seno de sus comunidades, buscando el bien común a través del propio, no individualizando una acción hasta el punto de realizar en la intimidad de un dormitorio la venganza que cientos de mujeres reclaman a la protagonista desde el fondo de la Historia.
Los únicos personajes evocadores de la película son hombres; las mujeres no tienen ni fondo ni forma: son figuras de cartón.
Pero es que ni tan siquiera el hecho de inventarse el universo femenino o el caso concreto de una mujer me parecería despreciable si se hiciese bien. La última comparación que vino a mi mente mientras paseaba con mi novia tiene que ver con una directora maravillosa: Isabel Coixet. En La vida secreta de las palabras, una película que me impactó vivamente y que aún me pone los pelos como escarpias cada vez que la recuerdo, Isabel Coixet se inventa varios papeles masculinos, especialmente el del protagonista. Nadie se cree que un hombre tan rudo que trabaja en una plataforma petrolífera y que tiene las manos como sartenes sea capaz de tanta ternura, tanta empatía, tanta comprensión, tanto tacto, tanto amor. La mayoría de los hombres (rudos o no) no son así; los protagonistas de Isabel Coixet salen de la mente de Isabel Coixet, pero representan una oportunidad de crecimiento y de revolución interior para los hombres que ya quisieran muchos cursos de desarrollo personal. Si los hombres fueran como los imagina Isabel Coixet, otro gallo nos cantaría, a ellos y a nosotras.
Sin embargo, ¿qué nos ofrecen las protagonistas de Julio Médem a las mujeres? ¿Volver a centrar nuestra vida en la maternidad, volver a creer que nuestra fuerza interior sale a través de la entrepierna, que todo nuestro potencial es de carácter sexual, que conseguiremos grandes cosas enseñando las tetas?
En fin. No necesitábamos décadas de Feminismo para eso.
Los únicos motivos por los que recomendaría la película son los siguientes:
- La protagonista es hermosa a pesar de que el guión la haga parecer una autómata, y verla durante casi dos horas en la pantalla constituye un verdadero placer. ¡Una directora para Manuela Vellés ya!
- La coprotagonista de la historia es Bebe, otro fenómeno de la naturaleza que, incluso soltando bazofia por sus labios, resulta digno de ver.
- Si se ve la película, se puede despotricar de Julio Médem mucho mejor. Irresistible, ¿verdad?
Para terminar, sólo puedo decir que no soy ninguna experta en cine, pero sí en literatura, hermenéutica simbólica, psicología junguiana, y para colmo, soy mujer. Así que lo siento, Julio, pero a mí no me la das.
Encantada de dejarlo claro entre los dos.