Uno de los recuerdos más curiosos que guardo de mi abuela materna es su imagen saliendo a recibirnos en bata un domingo cualquiera. No, no era la bata, o la ropa de estar en casa, o las zapatillas, lo que llamaban mi atención infantil; era el par de trapos del polvo, perfectamente doblados, que se colocaba bajo las suelas de los zapatos, y sobre los que se patinaba cada habitación, con la meta combinada de no ensuciar lo recién limpiado, y de paso, abrillantar.
Mi padre siempre cuenta orgulloso cómo sentó las bases de la relación con su suegra el día que ella le ofreció colocarse los trapos del polvo bajo los zapatos y él se negó. Yo, sin embargo, siempre añoré que mi abuela me invitase a patinar con ella, porque me parecía de lo más divertido recorrer la casa montada sobre bayetas, y como elemento insuperable de placer, hacerlo de su mano.
Comparada con mi abuela, mi madre siempre fue el colmo de la modernidad. Cambió los trapos del polvo por una mopa, dejó de limpiar el suelo de rodillas y se pasó a la fregona con palo, y por supuesto, nunca osó involucrar a mi padre en determinadas tareas. Sin embargo, no en vano fue mi abuela la que le enseñó los secretos de su profesión, de manera que mis recuerdos infantiles sobre los domingos familiares empiezan de manera invariable con mi madre abriendo las ventanas de par en par, pasando la aspiradora tan rápida como eficazmente por todas las habitaciones, y condenándonos a mi hermano y a mí a morirnos de frío refugiados en el último rincón.
Por mi parte, desde muy pequeña renegué de la herencia que mi madre y mi abuela me brindaban. Siempre consideré que ambas estaban obsesionadas con la limpieza, que malgastaban su tiempo en una actividad demasiado femenina, demasiado tradicional. Siempre creí que el empeño que volcaban en abrillantar cada superficie de la casa podía ser más útil en otro campo, que su energía se perdía inútilmente entre escobas y trapos, que no sabían dirigirla bien, que tiraban sus domingos y gran parte de su vida por la misma ventana por la sacudían el mantel.
Alcancé a entender algo de todo aquello cuando mi reloj biológico empezó a marcar la hora de la independencia. De pronto, algo en mí decidió sin consultarme que mantener limpia y ordenada mi habitación era una prioridad. Que cambiar las sábanas cada semana, pasar la aspiradora, quitar el polvo, constituían un rito de suma importancia para mi equilibrio interior. Y así, comprendí que debía irme de casa el día que me sorprendí a mí misma deslizando un dedo acusador por una de las estanterías del salón.
Sin embargo, la importancia que otorgamos a la limpieza no es sólo es una muestra de autonomía personal, los actos de ordenar y colocar no apuntan sólo a la expresión de nuestra individualidad, sino que también, incluso por encima de todo ello, significan control. Tanto mi madre como mi abuela fueron mujeres que, como muchas otras, vieron frustradas en muchos campos sus ansias de realización vital. Ninguna obtenía de la vida lo que deseaba, pero al menos su casa estaba limpia, ordenada, y siempre recibían los halagos y felicitaciones de las visitas.
Entendí esto un día que llegué a mi propia casa cansada, deprimida, asustada, enfadada, frustrada, y agarré frenéticamente la aspiradora mientras me colgaba el trapo del polvo en el hombro. Mi madre seguía sin aceptarme, pero al menos las bolas de polvo ya no campaban a sus anchas por el salón; de mi familia sólo me llegaban problemas, pero las estanterías estaban limpias y los libros perfectamente alineados; el mundo parecía estar en mi contra, mi vida era un completo caos, pero en mi casa, en mi refugio, se respiraba equilibrio, paz y tranquilidad.
Hoy creo que la limpieza, esa actividad tan íntima, tan casera, tan injustamente femenina, puede ser un rito importante de renovación, un ejercicio imprescindible de equilibrio, una fuente siempre disponible de paz. Si no sintiésemos frustraciones, si no necesitásemos desahogarnos, quizá podría seguir interpretándola como lo hacía en mi infancia, cuando sólo la consideraba una injusta esclavitud. Pero hoy entiendo muchas más cosas de la vida, entiendo mucho más sobre las mujeres que me rodean, y sé que, dentro de unos límites que debemos superar, cercadas por las barreras que aspiramos a romper, hemos sabido encontrar esos espacios de control, de realización, de armonía con un ambiente permanentemente hostil. De esa habilidad extraigo la enseñanza, sin olvidar que se ha encarnado nada casualmente en el acto concreto de agarrar una bayeta y frotar.
Aunque cuestionable e incluso desesperada, hoy estoy encantada de haber aceptado esta parte de mi herencia matrilineal.
Mi padre siempre cuenta orgulloso cómo sentó las bases de la relación con su suegra el día que ella le ofreció colocarse los trapos del polvo bajo los zapatos y él se negó. Yo, sin embargo, siempre añoré que mi abuela me invitase a patinar con ella, porque me parecía de lo más divertido recorrer la casa montada sobre bayetas, y como elemento insuperable de placer, hacerlo de su mano.
Comparada con mi abuela, mi madre siempre fue el colmo de la modernidad. Cambió los trapos del polvo por una mopa, dejó de limpiar el suelo de rodillas y se pasó a la fregona con palo, y por supuesto, nunca osó involucrar a mi padre en determinadas tareas. Sin embargo, no en vano fue mi abuela la que le enseñó los secretos de su profesión, de manera que mis recuerdos infantiles sobre los domingos familiares empiezan de manera invariable con mi madre abriendo las ventanas de par en par, pasando la aspiradora tan rápida como eficazmente por todas las habitaciones, y condenándonos a mi hermano y a mí a morirnos de frío refugiados en el último rincón.
Por mi parte, desde muy pequeña renegué de la herencia que mi madre y mi abuela me brindaban. Siempre consideré que ambas estaban obsesionadas con la limpieza, que malgastaban su tiempo en una actividad demasiado femenina, demasiado tradicional. Siempre creí que el empeño que volcaban en abrillantar cada superficie de la casa podía ser más útil en otro campo, que su energía se perdía inútilmente entre escobas y trapos, que no sabían dirigirla bien, que tiraban sus domingos y gran parte de su vida por la misma ventana por la sacudían el mantel.
Alcancé a entender algo de todo aquello cuando mi reloj biológico empezó a marcar la hora de la independencia. De pronto, algo en mí decidió sin consultarme que mantener limpia y ordenada mi habitación era una prioridad. Que cambiar las sábanas cada semana, pasar la aspiradora, quitar el polvo, constituían un rito de suma importancia para mi equilibrio interior. Y así, comprendí que debía irme de casa el día que me sorprendí a mí misma deslizando un dedo acusador por una de las estanterías del salón.
Sin embargo, la importancia que otorgamos a la limpieza no es sólo es una muestra de autonomía personal, los actos de ordenar y colocar no apuntan sólo a la expresión de nuestra individualidad, sino que también, incluso por encima de todo ello, significan control. Tanto mi madre como mi abuela fueron mujeres que, como muchas otras, vieron frustradas en muchos campos sus ansias de realización vital. Ninguna obtenía de la vida lo que deseaba, pero al menos su casa estaba limpia, ordenada, y siempre recibían los halagos y felicitaciones de las visitas.
Entendí esto un día que llegué a mi propia casa cansada, deprimida, asustada, enfadada, frustrada, y agarré frenéticamente la aspiradora mientras me colgaba el trapo del polvo en el hombro. Mi madre seguía sin aceptarme, pero al menos las bolas de polvo ya no campaban a sus anchas por el salón; de mi familia sólo me llegaban problemas, pero las estanterías estaban limpias y los libros perfectamente alineados; el mundo parecía estar en mi contra, mi vida era un completo caos, pero en mi casa, en mi refugio, se respiraba equilibrio, paz y tranquilidad.
Hoy creo que la limpieza, esa actividad tan íntima, tan casera, tan injustamente femenina, puede ser un rito importante de renovación, un ejercicio imprescindible de equilibrio, una fuente siempre disponible de paz. Si no sintiésemos frustraciones, si no necesitásemos desahogarnos, quizá podría seguir interpretándola como lo hacía en mi infancia, cuando sólo la consideraba una injusta esclavitud. Pero hoy entiendo muchas más cosas de la vida, entiendo mucho más sobre las mujeres que me rodean, y sé que, dentro de unos límites que debemos superar, cercadas por las barreras que aspiramos a romper, hemos sabido encontrar esos espacios de control, de realización, de armonía con un ambiente permanentemente hostil. De esa habilidad extraigo la enseñanza, sin olvidar que se ha encarnado nada casualmente en el acto concreto de agarrar una bayeta y frotar.
Aunque cuestionable e incluso desesperada, hoy estoy encantada de haber aceptado esta parte de mi herencia matrilineal.
5 comentarios:
coincido
una de las pocas cosas que mi madre me enseñó fue a limpiar, mi cuarto y también el resto de la casa. lo que no me enseñó en forma directa lo aprendí de verla a ella fregar y fregar.
aunque el centro de mi vida, por suerte, no es la limpieza, estoy muy orgullosa y muy contenta de haber aprendido a hacerlo... comparada con otras mujeres que no saben ni lavar un plato, me siento poderosa, útil... a mí misma y a los demás.
me parece que el hecho de tener un titulo universitario no debería inhabilitarnos para saber mantener una casa limpia y agradable, no es sólo una cuestión de aspecto sino también una cuestión de salubridad...
mantener la casa limpia aleja ciertas enfermedades, lógicamente
a la vez me alegro también de arreglarme con la cocina.
en fin, que me parece imprescindible que todos, hombres o mujeres estén capacitados para mantener limpia una casa y para poder cocinar aunque más no sea una cierta cantidad de platos básicos para poder alimentarse, es más sano y más barato.
después, si uno quiere prescindir de realizar esas actividades, porque tenga una empleada que lo haga o porque lo haga su pareja o lo que sea, es otro tema, pero todos deberíamos saber hacerlo, aunque seamos ingenieros espaciales, me explico?
y aunque últimamente estoy un poco vaga algo que he notado también es que cuanto más ansiosa o preocupada estoy, más limpio la casa :)
un beso!
mucha, mucha, mucha nostalgia de mi abuela (que no se parece en nada a la tuya) de mi misma, (que me parezco mucho a tu abuela, y de la niña que describes como si habalar en presente.
gracias.
comparto contigo ese sentimiento de porqué gastaban tanto sus energías en tenerlo todo limpio, que eran unas obsesivas y también comparto el recuerdo de congelarme en casa porque mi madre siempre estaba ventilando las habitaciones...
y ahora sin quererlo también me pongo histérica con el desorden y la suciedad, sin qeu nadie me lo ordene necesito tener ese orden a mi alrededor....
Coincido en lo que dices de esos mecanismos de compensación y la necesidad de control...
Ya no, pero hubo un tiempo en que no podía recostarme a descansar o a leer si no estaba todo limpio antes...
Saludos
Yo también creo que todo el mundo debería saber mantener la casa y manejarse en la cocina. ¿De qué sirve tanta presunta cultura si luego eres incapaz de freír un huevo o ruedan pelotas de polvo por tu pasillo?
Teniendo eso en cuenta, deberíamos respetar a las mujeres que se empeñan en evitarlo y agradecerles que hayan hecho de nosotros algo más evolucionado que un ácaro. Y si de paso se hicieron terapia, ¿qué más se puede pedir?
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