Mi novia y yo nos conocimos en la Universidad. Asistíamos a un curso de especialización que ninguna de las dos teníamos una intención clara de hacer, en un año en el que no nos tocaba coincidir, y a pesar de todo ello y de muchas otras cosas, ocurrió.
Cuando explicamos que nos conocimos “fuera del ambiente”, la gente siempre se apresura a preguntarnos cómo supimos que éramos lesbianas. Y la respuesta, obviamente, es que no lo supimos: el nuestro fue un camino a tientas por una habitación oscura. Y es que no sólo no sabíamos que la otra era lesbiana, sino que, por aquella época, ni siquiera nosotras mismas nos considerábamos tales. Mi novia tenía cierta intuición sobre ello, pero precisamente entonces atravesaba una época de su vida “bastante” heterosexual. Yo, por el contrario, acababa de empezar a plantearme apenas un par de meses atrás si existía una posibilidad remota de que, a pesar de mi experiencia y contradiciendo toda lógica, me gustasen las mujeres.
Nuestras primeras impresiones también fueron diferentes. A mi novia yo le parecía una persona interesante y perspicaz; a mí, ella me resultaba descentrada e inmadura. Poco a poco, según íbamos trabajando juntas y conociéndonos, creo que ambas nos fuimos desplazando hacia el otro extremo. Cada vez que hablábamos, ella me iba resultando más amable, cuidadosa, atenta, respetuosa, elegante, inteligente, atractiva y misteriosa. Yo, sin embargo, creo que inicié un descenso imparable hacia la bipolaridad, la incongruencia, la falta de habilidades sociales y la crisis emocional.
Y así siguió nuestro cortejo, unos cinco meses de altibajos durante los cuales era casi imposible llegar a una conclusión acerca de qué era lo que realmente estaba ocurriendo y cómo o cuándo podía terminar.
Dice mi novia que se fijó en mí porque hacía muchas preguntas en clase y era muy participativa. La verdad era que los temas que tratábamos en el curso me interesaban mucho y, además, como no conocía a nadie, procuraba abrirme a todo el mundo. A mí me costó más intuir su presencia, ya que ella era una chica muy silenciosa que no solía hablar en clase y que se relacionaba sobre todo con su grupo de amigas, porque ellas habían decidido hacer el curso todas juntas.
Con el tiempo formamos unos grupos de trabajo, y mi novia acudió rauda y veloz al grupo en el que yo estaba. Recuerdo haberla visto saltar por encima de algunas sillas, según ella, para que nadie le quitara un puesto a mi lado. Gracias a ese grupo empezamos a conocernos, y para cuando se deshizo, yo ya estaba más que interesada en ella y en continuar nuestra relación. Así que me inventé una treta para conseguir su teléfono y asegurarme de que ella tuviera el mío, y mi dirección de correo electrónico, y de que me agregara al messenger.
Empezaron entonces las noches pegadas al ordenador, contándonos mil cosas, o mejor dicho, con mi novia haciéndome mil preguntas y yo respondiendo encantada a todas ellas. Todavía no podía ponerle nombre a lo que ocurría, me repetía una y otra vez que lo que sentía era lo mismo que sentía cuando me gustaba un chico, pero aún así me costaba entender cómo podía ser así. A esto se le unían todas las dudas que tenía sobre si mi novia me correspondería o no, sobre si aquello sería para ella sólo una amistad o si realmente había tenido la suerte de fijarme justamente en una chica a la que también le gustaran las mujeres.
Esperábamos aquellos momentos con mariposas en el estómago. Sin embargo, cuando íbamos a clase al día siguiente, yo nunca sabía cómo actuar. Me preguntaba qué sería lo adecuado, si mostrar la misma complicidad con ella o tratarla como a cualquier otra chica, porque no sabía si realmente existía esa complicidad especial o era todo fruto de mi imaginación. Me sentía tan confundida, tan perdida y nerviosa, que a veces llegaba a clase después de una noche de confesiones y ni siquiera la saludaba. A ella, más abierta y más tranquila, esto le contagiaba toda mi confusión y terminaba por no saber qué pensar de mí. En varias ocasiones concluyó que yo no le correspondía, que nuestra relación no iba a ninguna parte ni tan siquiera como amistad y perdió gran parte de su interés por mí. Aún así, reunió las fuerzas suficientes para escribirme algunas cartas, que me entregaba en medio de todo el mundo como si de una colegiala se tratara. Yo enrojecía hasta los tuétanos, pero en el fondo estaba encantada con que alguien realizara por mí aquellas pequeñas hazañas, ya que era uno de los sueños románticos de mi niñez. Por supuesto, yo siempre le respondía, pero procuraba encontrar un momento discreto de intimidad.
Por si esto no fuera suficiente, por aquel entonces yo creía haber encontrado al enésimo hombre de mi vida, un gilipollas arrogante más que agregar a mi lista con el que, sin embargo, tenía claro que no me unía ninguna atracción sexual. Cuando el susodicho decidía mover un dedo, yo corría a su lado olvidándome de mi novia; cuando él mostraba cómo era realmente, yo regresaba junto a ella con las orejas gachas y el rabo entre las piernas.
Fue en uno de estos vaivenes cuando decidí ponerles punto y final. Estaba claro que aquel tío no le llegaba ni a la suela de los zapatos a mi novia; además, yo ya había probado a relacionarme con otros chicos como él y quería intentar algo diferente: darme una verdadera oportunidad de ser feliz. Así que mi novia y yo empezamos a quedar fuera de clase, yo dejé de torturarla con mis idas y venidas, y nuestros abrazos de despedida se hicieron más intensos si cabe. Entonces el destino decidió ponerse de nuestro lado, mis padres se fueron un fin de semana fuera y yo aproveché para invitarla a “merendar”.
Preparé la mesa del salón con esmero. Saqué mi mantel preferido, las mejores tazas, herví mi mejor té. Cuando mi hermano pasó por allí, se quedó bastante sorprendido, ya que nunca me había visto hacer algo parecido, ni siquiera por mi ex. Claro que más se sorprendió después de decirle que venía una amiga a merendar, sobre todo al contrastar esa información con mi evidente nerviosismo. Entonces se alejó por el pasillo, asombrado y confuso, mientras yo me esforzaba en disimular que la cita era más que especial.
Aquella tarde, mi novia y yo hablamos de muchas cosas. Yo me esforcé en hacer todo lo que creía que podía gustarle, desplegando mil talentos hasta que casi pareció que trabajaba en un circo. El tiempo pasaba, nosotras no nos cansábamos de nuestra mutua compañía, preparamos una cena improvisada a las tantas de la noche y empezamos a hablar de que realmente queríamos hablar. Ella me había su teoría sobre las relaciones de pareja, según la cual, y en resumidas cuentas, porque era una teoría bastante elaborada, nos enamoramos de las personas, no de su sexo. Yo volví a sacar el tema para preguntarle si esa teoría también incluía relaciones con mujeres, y ella me dijo que sí. Entonces, me armé de valor y le hice la pregunta del millón: quería saber si las relaciones con mujeres que ella decía estar dispuesta a mantener también me incluían a mí. Llena del misterio y los dobles sentidos de los que siempre se adornaba, mi novia me contestó con algo parecido a un sí.
Eran las 3 de la mañana. Mi nerviosismo y quién sabe qué más me habían producido 39 grados de fiebre. Yo insistía en que estaba bien, insistía también en que se quedara, pero mi novia pensó que era hora de marcharse y se fue. Nos dimos un abrazo de despedida y, presa de la emoción y el agotamiento más profundos, corrí a la cama y me dormí.
Desde ese día hasta ahora llevamos 3 años y medio de amor.
Y estamos encantadas.
Cuando explicamos que nos conocimos “fuera del ambiente”, la gente siempre se apresura a preguntarnos cómo supimos que éramos lesbianas. Y la respuesta, obviamente, es que no lo supimos: el nuestro fue un camino a tientas por una habitación oscura. Y es que no sólo no sabíamos que la otra era lesbiana, sino que, por aquella época, ni siquiera nosotras mismas nos considerábamos tales. Mi novia tenía cierta intuición sobre ello, pero precisamente entonces atravesaba una época de su vida “bastante” heterosexual. Yo, por el contrario, acababa de empezar a plantearme apenas un par de meses atrás si existía una posibilidad remota de que, a pesar de mi experiencia y contradiciendo toda lógica, me gustasen las mujeres.
Nuestras primeras impresiones también fueron diferentes. A mi novia yo le parecía una persona interesante y perspicaz; a mí, ella me resultaba descentrada e inmadura. Poco a poco, según íbamos trabajando juntas y conociéndonos, creo que ambas nos fuimos desplazando hacia el otro extremo. Cada vez que hablábamos, ella me iba resultando más amable, cuidadosa, atenta, respetuosa, elegante, inteligente, atractiva y misteriosa. Yo, sin embargo, creo que inicié un descenso imparable hacia la bipolaridad, la incongruencia, la falta de habilidades sociales y la crisis emocional.
Y así siguió nuestro cortejo, unos cinco meses de altibajos durante los cuales era casi imposible llegar a una conclusión acerca de qué era lo que realmente estaba ocurriendo y cómo o cuándo podía terminar.
Dice mi novia que se fijó en mí porque hacía muchas preguntas en clase y era muy participativa. La verdad era que los temas que tratábamos en el curso me interesaban mucho y, además, como no conocía a nadie, procuraba abrirme a todo el mundo. A mí me costó más intuir su presencia, ya que ella era una chica muy silenciosa que no solía hablar en clase y que se relacionaba sobre todo con su grupo de amigas, porque ellas habían decidido hacer el curso todas juntas.
Con el tiempo formamos unos grupos de trabajo, y mi novia acudió rauda y veloz al grupo en el que yo estaba. Recuerdo haberla visto saltar por encima de algunas sillas, según ella, para que nadie le quitara un puesto a mi lado. Gracias a ese grupo empezamos a conocernos, y para cuando se deshizo, yo ya estaba más que interesada en ella y en continuar nuestra relación. Así que me inventé una treta para conseguir su teléfono y asegurarme de que ella tuviera el mío, y mi dirección de correo electrónico, y de que me agregara al messenger.
Empezaron entonces las noches pegadas al ordenador, contándonos mil cosas, o mejor dicho, con mi novia haciéndome mil preguntas y yo respondiendo encantada a todas ellas. Todavía no podía ponerle nombre a lo que ocurría, me repetía una y otra vez que lo que sentía era lo mismo que sentía cuando me gustaba un chico, pero aún así me costaba entender cómo podía ser así. A esto se le unían todas las dudas que tenía sobre si mi novia me correspondería o no, sobre si aquello sería para ella sólo una amistad o si realmente había tenido la suerte de fijarme justamente en una chica a la que también le gustaran las mujeres.
Esperábamos aquellos momentos con mariposas en el estómago. Sin embargo, cuando íbamos a clase al día siguiente, yo nunca sabía cómo actuar. Me preguntaba qué sería lo adecuado, si mostrar la misma complicidad con ella o tratarla como a cualquier otra chica, porque no sabía si realmente existía esa complicidad especial o era todo fruto de mi imaginación. Me sentía tan confundida, tan perdida y nerviosa, que a veces llegaba a clase después de una noche de confesiones y ni siquiera la saludaba. A ella, más abierta y más tranquila, esto le contagiaba toda mi confusión y terminaba por no saber qué pensar de mí. En varias ocasiones concluyó que yo no le correspondía, que nuestra relación no iba a ninguna parte ni tan siquiera como amistad y perdió gran parte de su interés por mí. Aún así, reunió las fuerzas suficientes para escribirme algunas cartas, que me entregaba en medio de todo el mundo como si de una colegiala se tratara. Yo enrojecía hasta los tuétanos, pero en el fondo estaba encantada con que alguien realizara por mí aquellas pequeñas hazañas, ya que era uno de los sueños románticos de mi niñez. Por supuesto, yo siempre le respondía, pero procuraba encontrar un momento discreto de intimidad.
Por si esto no fuera suficiente, por aquel entonces yo creía haber encontrado al enésimo hombre de mi vida, un gilipollas arrogante más que agregar a mi lista con el que, sin embargo, tenía claro que no me unía ninguna atracción sexual. Cuando el susodicho decidía mover un dedo, yo corría a su lado olvidándome de mi novia; cuando él mostraba cómo era realmente, yo regresaba junto a ella con las orejas gachas y el rabo entre las piernas.
Fue en uno de estos vaivenes cuando decidí ponerles punto y final. Estaba claro que aquel tío no le llegaba ni a la suela de los zapatos a mi novia; además, yo ya había probado a relacionarme con otros chicos como él y quería intentar algo diferente: darme una verdadera oportunidad de ser feliz. Así que mi novia y yo empezamos a quedar fuera de clase, yo dejé de torturarla con mis idas y venidas, y nuestros abrazos de despedida se hicieron más intensos si cabe. Entonces el destino decidió ponerse de nuestro lado, mis padres se fueron un fin de semana fuera y yo aproveché para invitarla a “merendar”.
Preparé la mesa del salón con esmero. Saqué mi mantel preferido, las mejores tazas, herví mi mejor té. Cuando mi hermano pasó por allí, se quedó bastante sorprendido, ya que nunca me había visto hacer algo parecido, ni siquiera por mi ex. Claro que más se sorprendió después de decirle que venía una amiga a merendar, sobre todo al contrastar esa información con mi evidente nerviosismo. Entonces se alejó por el pasillo, asombrado y confuso, mientras yo me esforzaba en disimular que la cita era más que especial.
Aquella tarde, mi novia y yo hablamos de muchas cosas. Yo me esforcé en hacer todo lo que creía que podía gustarle, desplegando mil talentos hasta que casi pareció que trabajaba en un circo. El tiempo pasaba, nosotras no nos cansábamos de nuestra mutua compañía, preparamos una cena improvisada a las tantas de la noche y empezamos a hablar de que realmente queríamos hablar. Ella me había su teoría sobre las relaciones de pareja, según la cual, y en resumidas cuentas, porque era una teoría bastante elaborada, nos enamoramos de las personas, no de su sexo. Yo volví a sacar el tema para preguntarle si esa teoría también incluía relaciones con mujeres, y ella me dijo que sí. Entonces, me armé de valor y le hice la pregunta del millón: quería saber si las relaciones con mujeres que ella decía estar dispuesta a mantener también me incluían a mí. Llena del misterio y los dobles sentidos de los que siempre se adornaba, mi novia me contestó con algo parecido a un sí.
Eran las 3 de la mañana. Mi nerviosismo y quién sabe qué más me habían producido 39 grados de fiebre. Yo insistía en que estaba bien, insistía también en que se quedara, pero mi novia pensó que era hora de marcharse y se fue. Nos dimos un abrazo de despedida y, presa de la emoción y el agotamiento más profundos, corrí a la cama y me dormí.
Desde ese día hasta ahora llevamos 3 años y medio de amor.
Y estamos encantadas.
10 comentarios:
wow! qué historia más maravillosa
impresionante
Que linda historia...y también la cuentas muy bien.
Clap! clap! Clap!
Me emocione mucho leyendo tu historia, tambien tengo tres años y unos meses mas con mi novia, recordar como sucedio, como empezo todo, es volver a vivir esas emociones.
Que afortunadas somos!
Encantada de leerte
Gracias, chicas. La verdad es que ya me la he contado tantas veces que termino dudando de si ocurrió realmente o me la inventé... por suerte duermo cada noche con la prueba de que fue cierto ;)
pero q paso luego??? siento como los finales de temporada gringos donde uno se tiene q quedar intrigado meses...
Luego pasaron muchas cosas... jojojo.
Excelente, que bonita historia de amor, muy emocionante!! :)))
ah , que lindo, y mas lindo es que duermas con ella hoy y todas tus noches!...saludos Mexicanos
¡Gracias, chicas! ¡Bienvenidas!
Qué entrada preciosa.. qué lagrimones..
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