
Hace poco, descubrí que una de mis amigas tenía un cubo de Rubik en su casa. Lo había conseguido gracias a esa extraña moda que nos invade ahora reivindicando los 80, de los que siempre nos habíamos avergonzado los que nacimos en ellos y que tanta morriña nos producen según nos vamos acercando a la treintena. Le pedí que me lo dejara para jugar en homenaje a mi infancia, pero ella hizo algo más por mí: me prestó también las instrucciones. Aunque no alcancé a entenderlas todas (¿alguna vez habéis intentado descifrar las instrucciones de un cubo de Rubik? ¡yo creo que resulta más sencillo resolverlo!), sí que descubrí que, como mi tío I. aseguraba, existían algunas reglas que te permitían armar el cubo convenientemente, sin dejar espacio para el azar. Pasé aquella tarde enzarzada con el cubo, dándome cuenta de hasta qué punto mi mente había evolucionado desde mi infancia, sintiéndome poderosa y capaz de resolverlo, y deseando tener mi propio cubo para demostrármelo aunque tuviera que superar las náuseas (jugar trepidantemente marea) y me dejara la vista (como buena miope) por el camino.
Así que mi novia, que está al quite de todo, me regaló un cubo de Rubik coincidiendo con el final de nuestras vacaciones. Pero no lo hizo solamente para que me entretuviese con él, para que me sintiera superior a la niña que fui, para que yo también sonriese irónicamente como mi tío. Lo hizo porque este verano me he venido abajo muchas veces pensando que nunca superaría los problemas que tengo, que mi situación nunca podría ir a mejor. Que nunca me llevaría bien con mis padres, que la relación que mantengo con mi novia sucumbiría ante las presiones, incompatibilidades y nuestra incapacidad para reconducirla, que el mundo seguramente seguiría presentándoseme como un lugar inhóspito y que, en fin, todo iría mal, se estropearía y sería horrible.

Mi cubo de Rubik, intacto.
Pero ella me animó a comprender que la vida, como mis problemas, es solamente un cubo de Rubik. Cuanto más la vivimos, cuanto más la movemos, más se complica, más se van mezclando todos los colores. Y a veces pensamos que los cuadros están juntos o separados por puro azar, que sólo podemos seguir moviéndola de cualquier manera, cruzando los dedos para que se produzca el milagro. Pero el cubo de Rubik, como la vida, tiene sus instrucciones, difíciles de leer aunque las tengamos delante de las narices, que en ocasiones logramos atisbar para completar una fila, una cara, donde todos los colores aparezcan armonizados y nos permitan sentirnos un poco dueños de nuestro destino, un poco capaces de conducir nuestra vida sin que los imprevistos la desbaraten una y otra vez.
Mi cubo de Rubik, tras sufrir un frenesí existencial.
Muchas gracias, cariño, por hacerme este fantástico regalo.
A tu lado me siento fuerte y segura para resolver el cubo de Rubik y cualquier otro puzzle que la vida nos invite a resolver.
Te quiero.
Encantada.