─ Ay, cómo me gusta, hija mía, cómo me gusta… Ay, que me encanta, que me encanta, madre… Ay, hija mía, ¡ay! Que me gusta muchísimo, vaya.
En aquel momento debí darme cuenta de que algo que provocaba en mi abuela un entusiasmo semejante no podía ser bueno para mí. Pero sus vítores constituían la culminación perfecta de todos mis anhelos: de una adolescencia atormentada cuya único propósito vital parecía ser encontrar novio, de una entrada triunfal en la mayoría de edad que hizo realidad el sueño tan esperado, de una recién estrenada veintena con una relación sólida que prometía. Y si encima a mi abuela le gustaba, ¿qué más se podía pedir?
Recuerdo perfectamente aquella comida. Mi ex-novio, tan alto, guapo, bienvestido, educado y amable como era, hizo las delicias de las mujeres de mi familia. Mi abuela le miraba como si se hubiese reencontrado con su primer amor; la sonrisa eterna de mi tía parecía transmitir un estado de embriaguez mayor que el que de hecho llevaba; mi madre se paseaba del salón a la cocina como si el espíritu de una neocenicienta se hubiese apoderado de ella. Todas estaban encantadas con aquella presentación en sociedad, con aquella buena pieza que su nieta/sobrina/hija había atrapado en su anzuelo.
Toda aquella alegría, aquellas conversaciones de antes, durante y después de la comida, las bromas, el derroche de cumplidos, las sonrisas, tenían lugar ante mis ojos, pero yo no parecía participar en ninguna de ellas. Entre aquella vida perfecta y yo se interponía una fina burbuja que me mantenía aislada, que me impedía tomar posesión de la misma, que me hacía percibir lo que ocurría a mi alrededor de manera borrosa, como un eco lejano, como una ensoñación.
Dentro de la burbuja, en aquel espacio reservado para mí, no había nada. No había nadie. Todo mi yo se había vaciado en aquellas otras personas que sí parecían disfrutar de lo que pasaba. Todos mis sueños, ilusiones, empeños, alegrías, eran las suyas, las que tenían lugar en aquel momento, las que me habían aniquilado con su realidad.
Yo creía recordar que sonreía, que participaba, que era feliz. Tenía que serlo, había estado luchando muchos años, los años más decisivos, por todo aquello. Ya era una mujer completa, eso que nunca parecía llegar a ser; ya podía participar de la sociedad de los adultos, había pasado la prueba de fuego, había demostrado que contaba con suficiente arrojo, con suficiente madurez. Pero en realidad, allí no había nadie, el cuerpo que calentaba mi silla no era yo. Todo lo que quedaba de mí era una necesidad, imperiosa, profunda y discreta, de salir corriendo de allí.
Fue mi ex-novio el que me lo hizo saber.
─ ¿Qué te pasaba durante la comida? Tenías la mirada perdida, estabas como ausente, incómoda; como si no lo estuvieras pasando bien.
─ ¿Quién? ¿Yo?
Porque entonces yo no lo sabía, no sabía que la persona que protagonizaba mi vida no era yo sino los demás, los demás que tan sutilmente la habían planeado, y que yo sólo me limitaba a ejecutarla con la máxima precisión.
Estos días en que tantas de nosotras nos sentimos tristes, melancólicas, frustradas, impotentes en esas celebraciones familiares que nos repiten una y otra vez que lo que deseamos nunca tendrá lugar, este recuerdo me ha resultado más significativo que nunca. Y he querido compartirlo con vosotras para que nunca nos olvidemos de que, por encima de las tradiciones, de las costumbres, de la presunta felicidad social y familiar, está nuestro derecho individual a SER.
Encantada de desearos una feliz (y lo más auténtica posible) navidad.
En aquel momento debí darme cuenta de que algo que provocaba en mi abuela un entusiasmo semejante no podía ser bueno para mí. Pero sus vítores constituían la culminación perfecta de todos mis anhelos: de una adolescencia atormentada cuya único propósito vital parecía ser encontrar novio, de una entrada triunfal en la mayoría de edad que hizo realidad el sueño tan esperado, de una recién estrenada veintena con una relación sólida que prometía. Y si encima a mi abuela le gustaba, ¿qué más se podía pedir?
Recuerdo perfectamente aquella comida. Mi ex-novio, tan alto, guapo, bienvestido, educado y amable como era, hizo las delicias de las mujeres de mi familia. Mi abuela le miraba como si se hubiese reencontrado con su primer amor; la sonrisa eterna de mi tía parecía transmitir un estado de embriaguez mayor que el que de hecho llevaba; mi madre se paseaba del salón a la cocina como si el espíritu de una neocenicienta se hubiese apoderado de ella. Todas estaban encantadas con aquella presentación en sociedad, con aquella buena pieza que su nieta/sobrina/hija había atrapado en su anzuelo.
Toda aquella alegría, aquellas conversaciones de antes, durante y después de la comida, las bromas, el derroche de cumplidos, las sonrisas, tenían lugar ante mis ojos, pero yo no parecía participar en ninguna de ellas. Entre aquella vida perfecta y yo se interponía una fina burbuja que me mantenía aislada, que me impedía tomar posesión de la misma, que me hacía percibir lo que ocurría a mi alrededor de manera borrosa, como un eco lejano, como una ensoñación.
Dentro de la burbuja, en aquel espacio reservado para mí, no había nada. No había nadie. Todo mi yo se había vaciado en aquellas otras personas que sí parecían disfrutar de lo que pasaba. Todos mis sueños, ilusiones, empeños, alegrías, eran las suyas, las que tenían lugar en aquel momento, las que me habían aniquilado con su realidad.
Yo creía recordar que sonreía, que participaba, que era feliz. Tenía que serlo, había estado luchando muchos años, los años más decisivos, por todo aquello. Ya era una mujer completa, eso que nunca parecía llegar a ser; ya podía participar de la sociedad de los adultos, había pasado la prueba de fuego, había demostrado que contaba con suficiente arrojo, con suficiente madurez. Pero en realidad, allí no había nadie, el cuerpo que calentaba mi silla no era yo. Todo lo que quedaba de mí era una necesidad, imperiosa, profunda y discreta, de salir corriendo de allí.
Fue mi ex-novio el que me lo hizo saber.
─ ¿Qué te pasaba durante la comida? Tenías la mirada perdida, estabas como ausente, incómoda; como si no lo estuvieras pasando bien.
─ ¿Quién? ¿Yo?
Porque entonces yo no lo sabía, no sabía que la persona que protagonizaba mi vida no era yo sino los demás, los demás que tan sutilmente la habían planeado, y que yo sólo me limitaba a ejecutarla con la máxima precisión.
Estos días en que tantas de nosotras nos sentimos tristes, melancólicas, frustradas, impotentes en esas celebraciones familiares que nos repiten una y otra vez que lo que deseamos nunca tendrá lugar, este recuerdo me ha resultado más significativo que nunca. Y he querido compartirlo con vosotras para que nunca nos olvidemos de que, por encima de las tradiciones, de las costumbres, de la presunta felicidad social y familiar, está nuestro derecho individual a SER.
Encantada de desearos una feliz (y lo más auténtica posible) navidad.
7 comentarios:
que razon tienes y cuantas de nosotras (yo personalmente) vivimos en esta falsedad
Encantada, ni te imaginas cuánto has dicho y cuánto me siento identificada con tus recuerdos. Un ole por tu manera sabia de expresar sentimientos. Te deseo que disfrutes siendo. Muchos besos.
uf, qué sensación tan desagradable... es eso, como si tu vida "pasara" delante de tí y tu fueras una espectadora, en vez de una actora más
por un año con menos (o mejor sin) falsedad :) y felicidades a tí porque al final se pinchó la burbuja
besitos!!!
PD. actora? xDDD actriz!!
mucha razon!!
muy buen blog!
saludos
Me has hecho alegrarme de tener la edad que tengo y haber dejado atrás esa (breve) época de mi vida en que pretendí complacer a las ideas acerca de lo que yo debería ser :)
Me alegra que este sea un sentimiento compartido... ¡pero me alegra mucho más que podamos ir superándolo!
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