Este verano se ha casado el hermano de una de mis mejores amigas. Su boda ha sido todo un hito en nuestras vidas, ya que, en cierto modo, ha dado el pistoletazo de salida para lo que podríamos llamar “la era de las bodas” de nuestra generación. La celebración, además, ha permitido a mi amiga oficializar la relación que mantiene con su novio, ya que eso es lo que ocurre cuando llevas a tu novio a una boda y se lo presentas a toda la familia.
Por mucho que me alegre por ellos, por todos ellos, mientras mi amiga me lo contaba no podía dejar de pensar en mí y en todas las personas que son como yo.
Para empezar, son pocos los miembros de mi familia que considerarían la posibilidad de invitar a mi novia a su boda, y en cualquier caso, estoy segura de que conllevaría ciertas “molestias”. Por desgracia, si los que se casaran fuesen algunos de mis amigos, es probable que ocurriera lo mismo. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene parientes y amigos homosexuales, pero también los tienen homófobos.
En segundo lugar, creo que si me dedicase a presentar a mi novia como mi novia a los invitados de una boda, no sumaría alegría a la alegría como lo hizo mi amiga en la boda de su hermano, sino que reventaría la fiesta. Está bien, quizá finalmente no resultase tan trágico, pero apuesto a que si les diera a elegir a los novios, ellos preferirían que presentase a mi novia como a una amiga, lo que nos obligaría a no hacernos ningún arrumaco durante horas y a soportar a cuanto baboso hubiese cerca. Aunque, pensándolo bien, un baboso cerca no es tan malo: peor es que alguna de tus tías (o similar) trate de liarte con algún buen mozo de la otra familia. O que lo intente hacer con tu novia, claro.
El colofón final lo pone el hecho de que yo nunca tendré una boda como la del hermano de mi amiga. Mi familia y la de mi novia no festejarán al unísono nuestra unión, porque la mayoría, bien la desconoce, bien la repudia abiertamente. Si conseguimos juntar a nuestros padres, hermanos, cuatro primos sueltos y muchos amigos, sobre todo amigas (lesbianas, claro), será todo un éxito. Especialmente en el caso de mis padres, con los que no cuento de antemano por pura salud emocional.
En fin, al menos me queda el consuelo de que algún día seré invitada a unas cuantas bodas de parejas gays y lesbianas, y que allí podré mostrarme tal y como soy. Para que luego digan que vivimos en un gueto: ¡eso es lo que a veces una querría!
Lo más curioso de todo esto es que yo nunca he sido lo que se dice una fan de los matrimonios. De hecho, he pasado la mayor parte de mi vida como hetero extendiendo a diestro y siniestro la buena nueva de que estaría encantada de acudir a cualquier boda a la que se me invitase, menos a la mía. He gozado lo indecible escandalizando a mis ex novios con mi postura nada romántica acerca del vestido blanco y las flores en la iglesia. He mirado con auténtico horror a las novias ataviadas cual muñequitas de porcelana en un día en el que considero imposible que todo salga perfecto. Gastarse un dineral en unos zapatos que no volverás a usar me parecía una de las peores inversiones que existen en la vida. Y no, jamás he contemplado la posibilidad de cubrirme con un velo porque no pensaba llegar a ese día con un ápice siquiera de virginidad.
El problema es que, cuando me creía hetero, tenía la posibilidad de elegir. Podía elegir entre 200 ó 20 invitados, podía elegir entre una catedral o el juzgado de un pueblo recóndito, podía elegir entre una luna de miel exótica o una escapadita romántica. Podía elegir y elegía, y en mi elección se proyectaban mis ideas, mis sentimientos, mis valores; eligiera lo que eligiera, cambiase de opinión cuando quisiera, me proyectaba yo.
Ahora no puedo elegir. Si algún día me caso, los demás serán los que elijan la boda que me permitirán tener. De entre la gente que querría que estuviese allí, ellos serán los que elijan si vendrán o no; el lugar dependerá de cuán gay-friendly sea el dueño; la luna de miel la planificaré a partir de un mapa de Amnistía Internacional. Y encima tendré que dar gracias, sí, porque en mi país, al menos, me puedo casar.
Y esta situación me humilla, me molesta.
Mi amiga y yo empezamos a salir con nuestras respectivas parejas prácticamente a la vez. Y si bien al principio su novio tampoco gustaba, hoy ya le ha llevado a la boda de su hermano. Mientras tanto, ¿yo qué? Mi novia sigue sin poder llamar por teléfono a mi casa, sigue esperándome dos calles más allá cuando viene a buscarme, sigue sin existir para la mayoría de la gente que me rodea y yo sigo sin poder nombrarla.
Y entonces sí quiero casarme, sí quiero llevarla a toda reunión familiar, sí elijo 200 invitados porque sí quiero festejar mi amor así, en lo público, en lo que, si bien no me prohíben, sí me invitan a dejar de hacer. Y entonces sí quiero decir que mi vida es diferente, no porque yo lo sea sino porque los demás me la hacen distinta, y sí quiero subrayar esa diferencia, para hacerla mi orgullo, para hacer visible esa marca que los demás me ponen y que a la vez me obligan a esconder.
Mi amiga, su hermano, yo, nos criamos en el mismo barrio, somos hijos de padres similares, tenemos el mismo nivel de estudios, pero carecemos del mismo porvenir. Si esto no es discriminación, si esto no es homofobia, entonces, ¿qué es?
Encantada de que no se pueda responder.
Por mucho que me alegre por ellos, por todos ellos, mientras mi amiga me lo contaba no podía dejar de pensar en mí y en todas las personas que son como yo.
Para empezar, son pocos los miembros de mi familia que considerarían la posibilidad de invitar a mi novia a su boda, y en cualquier caso, estoy segura de que conllevaría ciertas “molestias”. Por desgracia, si los que se casaran fuesen algunos de mis amigos, es probable que ocurriera lo mismo. Al fin y al cabo, todo el mundo tiene parientes y amigos homosexuales, pero también los tienen homófobos.
En segundo lugar, creo que si me dedicase a presentar a mi novia como mi novia a los invitados de una boda, no sumaría alegría a la alegría como lo hizo mi amiga en la boda de su hermano, sino que reventaría la fiesta. Está bien, quizá finalmente no resultase tan trágico, pero apuesto a que si les diera a elegir a los novios, ellos preferirían que presentase a mi novia como a una amiga, lo que nos obligaría a no hacernos ningún arrumaco durante horas y a soportar a cuanto baboso hubiese cerca. Aunque, pensándolo bien, un baboso cerca no es tan malo: peor es que alguna de tus tías (o similar) trate de liarte con algún buen mozo de la otra familia. O que lo intente hacer con tu novia, claro.
El colofón final lo pone el hecho de que yo nunca tendré una boda como la del hermano de mi amiga. Mi familia y la de mi novia no festejarán al unísono nuestra unión, porque la mayoría, bien la desconoce, bien la repudia abiertamente. Si conseguimos juntar a nuestros padres, hermanos, cuatro primos sueltos y muchos amigos, sobre todo amigas (lesbianas, claro), será todo un éxito. Especialmente en el caso de mis padres, con los que no cuento de antemano por pura salud emocional.
En fin, al menos me queda el consuelo de que algún día seré invitada a unas cuantas bodas de parejas gays y lesbianas, y que allí podré mostrarme tal y como soy. Para que luego digan que vivimos en un gueto: ¡eso es lo que a veces una querría!
Lo más curioso de todo esto es que yo nunca he sido lo que se dice una fan de los matrimonios. De hecho, he pasado la mayor parte de mi vida como hetero extendiendo a diestro y siniestro la buena nueva de que estaría encantada de acudir a cualquier boda a la que se me invitase, menos a la mía. He gozado lo indecible escandalizando a mis ex novios con mi postura nada romántica acerca del vestido blanco y las flores en la iglesia. He mirado con auténtico horror a las novias ataviadas cual muñequitas de porcelana en un día en el que considero imposible que todo salga perfecto. Gastarse un dineral en unos zapatos que no volverás a usar me parecía una de las peores inversiones que existen en la vida. Y no, jamás he contemplado la posibilidad de cubrirme con un velo porque no pensaba llegar a ese día con un ápice siquiera de virginidad.
El problema es que, cuando me creía hetero, tenía la posibilidad de elegir. Podía elegir entre 200 ó 20 invitados, podía elegir entre una catedral o el juzgado de un pueblo recóndito, podía elegir entre una luna de miel exótica o una escapadita romántica. Podía elegir y elegía, y en mi elección se proyectaban mis ideas, mis sentimientos, mis valores; eligiera lo que eligiera, cambiase de opinión cuando quisiera, me proyectaba yo.
Ahora no puedo elegir. Si algún día me caso, los demás serán los que elijan la boda que me permitirán tener. De entre la gente que querría que estuviese allí, ellos serán los que elijan si vendrán o no; el lugar dependerá de cuán gay-friendly sea el dueño; la luna de miel la planificaré a partir de un mapa de Amnistía Internacional. Y encima tendré que dar gracias, sí, porque en mi país, al menos, me puedo casar.
Y esta situación me humilla, me molesta.
Mi amiga y yo empezamos a salir con nuestras respectivas parejas prácticamente a la vez. Y si bien al principio su novio tampoco gustaba, hoy ya le ha llevado a la boda de su hermano. Mientras tanto, ¿yo qué? Mi novia sigue sin poder llamar por teléfono a mi casa, sigue esperándome dos calles más allá cuando viene a buscarme, sigue sin existir para la mayoría de la gente que me rodea y yo sigo sin poder nombrarla.
Y entonces sí quiero casarme, sí quiero llevarla a toda reunión familiar, sí elijo 200 invitados porque sí quiero festejar mi amor así, en lo público, en lo que, si bien no me prohíben, sí me invitan a dejar de hacer. Y entonces sí quiero decir que mi vida es diferente, no porque yo lo sea sino porque los demás me la hacen distinta, y sí quiero subrayar esa diferencia, para hacerla mi orgullo, para hacer visible esa marca que los demás me ponen y que a la vez me obligan a esconder.
Mi amiga, su hermano, yo, nos criamos en el mismo barrio, somos hijos de padres similares, tenemos el mismo nivel de estudios, pero carecemos del mismo porvenir. Si esto no es discriminación, si esto no es homofobia, entonces, ¿qué es?
Encantada de que no se pueda responder.
5 comentarios:
Tu historia me hizo recordar el primer matrimonio al que fui en pareja. En ese entonces yo vivia con mi novia y estaba recien salida del closet, cuando llego la invitacion y pasandome por la faja todas las reglas de protocolo, llame al novio -mi amigo- a contarle mi situacion de pareja, el accedio -aparentemente sin problema- a que fueramos juntas, Pues fuimos mi novia y yo. Podria hablar de bandos: los que se hicieron los de las gafas e ignoraron el hecho, los que simpatizaron porque tienen un gay en la familia, y los que se tragaron un sapo y todavia estan atorados. Lo que si sucedio es que Mi amigo, dejo de serlo. que triste no?
feliz dia
Se me olvidaba, te invito a que visites mi blog mariasimona.blogspot.com tenemos una visitante en comun, que entre otras no a vuelto a aparecer.
Vaya, siento mucho que la historia acabase así con tu amigo, para nada me gusta tener razón en algunas de mis ideas más pesimistas... ¡en fin!
Lo bueno que veo, de todas formas, es que tú y tu novia os atrevisteis a ir a la boda, os hicisteis presentes a pesar de todo ese rechazo velado, y eso sí que es importante. No todo el mundo se atrevería a hacerlo, de eso puedes estar segura.
¡Queda pendiente mi visita!
Me animo a responderte y contesto según el orden en tu post:
A ver si puedo entender de qué se trata.
Se supone que una pareja hetero se casa, y decide de común acuerdo invitarte a ti y a tu pareja a su boda.
Ustedes concurren y de repente, más tarde o más temprano notan que no son muy bien recibidas por algún otro invitado.
Qué hacer en ese caso? Pues nada! seguir disfrutando a full de la fiesta, porque ustedes tienen tanto derecho a pasarla bien como los demás. Y al que le moleste que se vaya. Y ni asomo de sentirse culpables por arruinarle la fiesta a nadie, que en todo caso, los que les tendrían que pedir perdón a ustedes por hacerles pasar un mal momento, invitando a gente homófoba, son los anfitriones...
Y creo que lo importante en una boda no es la cantidad de invitados sino la calidad humana de la gente.
A pesar de que tenés mucha razón, en muchas cosas, y te entiendo perfectamente, yo creo que todavía podemos elegir... podés elegir por ejemplo que tu novia te llame por teléfono, que pase a buscarte y entre a tu casa... podés presentarla como tu novia a quien vos quieras...
Y me siento con el derecho a decírtelo, porque yo viví tus mismos miedos y en el closet por muchos años... y a la larga, me dí cuenta, que lo único que me impedía salir eran mis miedos... ya ves que nada malo me pasó desde entonces, si alguien quedó en el camino, allá ellos, y te puedo asegurar, ahora vivo mucho más feliz.
salu2
Yo también creo que los miedos son malos consejeros, pero superarlos es todo un camino. No creo que pueda levantarme un día y decir "hey, hoy voy a salir del armario lo que me queda porque me siento fenomenal". Pero bueno, estar fuera es una meta, y cada día nos acercamos a ella un poquito más.
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