Uno de los escritos de Sor Juana que he leído con más interés es el que se conoce como Respuesta a Sor Filotea, pseudónimo tras el que se oculta el entonces obispo de Puebla, Fernández de Santa Cruz. Este ensayo viene motivado por la publicación de otro de sus textos, la Carta Athenagórica, una refutación al sermón del padre Vieyra, importante líder jesuita, en el que se discute cuál fue la mayor muestra de amor de Cristo a la humanidad. Sor Juana fue traicionada por el obispo de Puebla, el cual, a pesar de considerarse su amigo, hizo pública la Carta sin su consentimiento, con el fin de criticar a través de ella a uno de sus rivales, despreciando el daño irreparable que la escritora recibiría con ello. En medio de unas intrigas que, por lo demás, deberían haberle resultado ajenas, Sor Juana trata de defenderse de toda clase de acusaciones escribiendo su Respuesta.
Personalmente, me sentí atraída desde el primer momento por las notas biográficas que Sor Juana desliza entre la gran cantidad de citas de autoridades que pueblan su ensayo. Quizá porque me siento plenamente identificada, destacaría aquellas en que explica el gran amor que siempre sintió hacia el estudio, presentándolo como una tendencia irresistible y un don que recibió a muy su pesar:
Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones (que he tenido muchas), ni propias reflejas (que he hecho no pocas), han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga que daña.
La poderosa inteligencia de Sor Juana se muestra de manera incuestionable en una de las anécdotas que refiere sobre su infancia:
No había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden.
La niña que fue Sor Juana ya percibe el estudio como algo prohibido; sin embargo, se esfuerza por aprender, aplicándose ella misma llamativas sanciones:
Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños.
Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.
Sor Juana entiende también, desde muy pronto, que el estudio es algo que está vedado a las mujeres. Por eso intenta llevar a cabo lo que muchas consiguieron en la época: hacerse pasar por hombre y así lograr asistir a la Universidad. Sin embargo, su madre se niega a concedérselo:
Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad.
Aun habiendo renunciado a su sueño universitario, la altura intelectual se Sor Juana fue admirada desde el primer momento por las personas que la rodeaban:
Pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.
Las presiones que, desde muy joven, tuvo que soportar por el mero hecho de sentirse atraída hacia el estudio, la llevaron a ordenarse monja; a pesar de lo cual siguió sintiendo la llamada de ese presunto pecado que era su inteligencia. Además de este motivo, ella misma explica que no encontró otra salida decente para su vida, ya que sentía una natural animadversión hacia el matrimonio que la animaba a vivir sola, lo cual hubiera sido un escándalo para una mujer de su época y condición:
He intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad.
Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí! trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvora.
Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento; y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio. Una vez lo consiguió una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la obedecí (unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin refleja; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el entendimiento, si se considera como se debe.
Este modo de reparos en todo me sucedía y sucede siempre, sin tener yo arbitrio en ello, que antes me suelo enfadar porque me cansa la cabeza; y yo creía que a todos sucedía esto mismo y el hacer versos, hasta que la experiencia me ha mostrado lo contrario.
Esto es tan continuo en mí, que no necesito de libros; y en una ocasión que, por un grave accidente de estómago, me prohibieron los médicos el estudio, pasé así algunos días, y luego les propuse que era menos dañoso el concedérmelos, porque eran tan fuertes y vehementes mis cogitaciones, que consumían más espíritus en un cuarto de hora que el estudio de los libros en cuatro días; y así se redujeron a concederme que leyese.
No deja de sorprenderme que el simple hecho de ser una persona curiosa, reflexiva, y (creo que nunca lo subrayaré suficiente) de una inteligencia extraordinaria, llegase a ser sospechoso de herejía sólo por encarnarse en una mujer. En cualquier caso, no me parece adecuado interpretar a Sor Juana como una joven ilusa y asustada que realmente creía estar pecando por emplear sus dones en el estudio; muy al contrario, es necesario tener en cuenta que se encontraba en medio de unas intrigas que terminarían hundiéndola tanto personal como artísticamente, de ahí que trate de excusarse por el excelso uso que hacia de sus virtudes, las cuales, no obstante, habrían debido llenarla de justo orgullo.
[Continuará…]
Personalmente, me sentí atraída desde el primer momento por las notas biográficas que Sor Juana desliza entre la gran cantidad de citas de autoridades que pueblan su ensayo. Quizá porque me siento plenamente identificada, destacaría aquellas en que explica el gran amor que siempre sintió hacia el estudio, presentándolo como una tendencia irresistible y un don que recibió a muy su pesar:
Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones (que he tenido muchas), ni propias reflejas (que he hecho no pocas), han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí: Su Majestad sabe por qué y para qué; y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra, según algunos, en una mujer; y aun hay quien diga que daña.
La poderosa inteligencia de Sor Juana se muestra de manera incuestionable en una de las anécdotas que refiere sobre su infancia:
No había cumplido los tres años de mi edad cuando enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que la daban lección, me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, la dije que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero, por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia; y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían por haberlo hecho sin orden.
La niña que fue Sor Juana ya percibe el estudio como algo prohibido; sin embargo, se esfuerza por aprender, aplicándose ella misma llamativas sanciones:
Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso, porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños.
Empecé a deprender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno.
Sor Juana entiende también, desde muy pronto, que el estudio es algo que está vedado a las mujeres. Por eso intenta llevar a cabo lo que muchas consiguieron en la época: hacerse pasar por hombre y así lograr asistir a la Universidad. Sin embargo, su madre se niega a concedérselo:
Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costuras que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad.
Aun habiendo renunciado a su sueño universitario, la altura intelectual se Sor Juana fue admirada desde el primer momento por las personas que la rodeaban:
Pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico, se admiraban, no tanto del ingenio, cuanto de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar.
Las presiones que, desde muy joven, tuvo que soportar por el mero hecho de sentirse atraída hacia el estudio, la llevaron a ordenarse monja; a pesar de lo cual siguió sintiendo la llamada de ese presunto pecado que era su inteligencia. Además de este motivo, ella misma explica que no encontró otra salida decente para su vida, ya que sentía una natural animadversión hacia el matrimonio que la animaba a vivir sola, lo cual hubiera sido un escándalo para una mujer de su época y condición:
He intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificársele sólo a quien me le dio; y que no otro motivo me entró en religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad.
Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma, pero ¡miserable de mí! trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarazarse con tanto ejercicio que la religión tiene, reventaba como pólvora.
Pero todo ha sido acercarme más al fuego de la persecución, al crisol del tormento; y ha sido con tal extremo que han llegado a solicitar que se me prohíba el estudio. Una vez lo consiguió una prelada muy santa y muy cándida que creyó que el estudio era cosa de Inquisición y me mandó que no estudiase. Yo la obedecí (unos tres meses que duró el poder ella mandar) en cuanto a no tomar libro, que en cuanto a no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer, porque aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal. Nada veía sin refleja; nada oía sin consideración, aun en las cosas más menudas y materiales; porque como no hay criatura, por baja que sea, en que no se conozca el me fecit Deus, no hay alguna que no pasme el entendimiento, si se considera como se debe.
Este modo de reparos en todo me sucedía y sucede siempre, sin tener yo arbitrio en ello, que antes me suelo enfadar porque me cansa la cabeza; y yo creía que a todos sucedía esto mismo y el hacer versos, hasta que la experiencia me ha mostrado lo contrario.
Esto es tan continuo en mí, que no necesito de libros; y en una ocasión que, por un grave accidente de estómago, me prohibieron los médicos el estudio, pasé así algunos días, y luego les propuse que era menos dañoso el concedérmelos, porque eran tan fuertes y vehementes mis cogitaciones, que consumían más espíritus en un cuarto de hora que el estudio de los libros en cuatro días; y así se redujeron a concederme que leyese.
No deja de sorprenderme que el simple hecho de ser una persona curiosa, reflexiva, y (creo que nunca lo subrayaré suficiente) de una inteligencia extraordinaria, llegase a ser sospechoso de herejía sólo por encarnarse en una mujer. En cualquier caso, no me parece adecuado interpretar a Sor Juana como una joven ilusa y asustada que realmente creía estar pecando por emplear sus dones en el estudio; muy al contrario, es necesario tener en cuenta que se encontraba en medio de unas intrigas que terminarían hundiéndola tanto personal como artísticamente, de ahí que trate de excusarse por el excelso uso que hacia de sus virtudes, las cuales, no obstante, habrían debido llenarla de justo orgullo.
[Continuará…]
3 comentarios:
Adoro a Sor Juana y he tenido la inmensa dicha de estra enseñándola en estos días (las maravillas que tiene estar transitando el primer trimestre!). Me han maravillado desde la primera vez que leí el texto las trazas autobiográficas porque son de las pocas que tenemos. Todavía me pregunto si realmente el soneto de "mi corazón deshecho entre tus manos" fue dedicado a otra mujer o no... (mi corazón entero en las manos de otra mujer me dice que así ha sido). Pero retomo y digo que la torsión que logra hacer Sor Juna para dejar en claro que Dios podrá ser amor pero por sobre todas las cosas es conocimiento y por eso ningún saber es profano, me parece de las argumentaciones más brillantes de todo los tiempos.
Adoro a Sor Juan y me gustó mucho leer tu post.
¿Leíste "Las trampas de la fe "?
A mí también me admiran las argumentaciones de Sor Juana, son impecables, así que no me extraña que se granjease tantos enemigos... ¡les dejaba a todos a la altura del betún!
He leído algún capítulo suelto de "Las trampas de la fe", pero espero leérmelo entero ahora que comprendo mejor a Sor Juana, porque cuando lo leí aún no entendía muchas cosas y creo que no lo aproveché como debía.
¡Qué placer poder enseñar sobre Sor Juana!
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