En mi intento por diluir un tanto la misoginia que he aprendido en mi familia, he estado reflexionando sobre el papel de sus dos matriarcas principales: mis dos abuelas.
Mi abuela materna ha sido acusada en repetidas ocasiones de egoísta y marimandona, de tener una personalidad demasiado enérgica, de querer imponer siempre su voluntad, de no ser capaz de albergar emociones empáticas hacia los demás.
Mi abuela paterna ha sido acusada justo de lo contrario: de ser demasiado pasiva y complaciente, de no comunicar sus verdaderos pensamientos e intenciones, de entregarse al mejor postor alegando dependencia, de manipular a los demás a través de la compasión.
Personalmente, me ha costado muchísimo plantearme siquiera que estas personalidades tan monolíticas no fueran reales. Así lo he aprendido en mi familia, desde pequeña he visto interpretar cada movimiento de mis abuelas, cada palabra, en estas direcciones, y a día de hoy me siento absolutamente incapaz de reconstruir una historia alternativa.
Sin embargo, me gustaría abrir un camino en mi memoria que plantease al menos el beneficio de la duda. No es posible que mis abuelas hayan sido tan malas pécoras mientras que mis abuelos fueron dos auténticos santos. Por eso he intentado buscar algo verdaderamente valioso que mis abuelas hubieran hecho por mí en sus vidas, y la buena noticia es que lo he encontrado.
Recuerdo una vez (no tendría más de seis o siete años, quizás menos) que paseaba con mi abuela materna cerca de su casa. No recuerdo hacia dónde nos dirigíamos, pero sí que el acontecimiento era extraordinario, puesto que ella no salía mucho de paseo conmigo. Yo, para variar, iba perdida en mis ensoñaciones, cuando de pronto ella me regresó a la tierra de un susto:
- ¡Niña! ¡No andes de esa manera!
Yo me quedé paralizada, sin saber muy bien a qué se refería, pero siendo consciente de que estaba haciendo algo horrible sin saberlo y sin poderlo evitar. Como ni lo sabía ni podía evitarlo, seguí andando igual.
- ¡Que te he dicho que no andes así, muchacha!
No recuerdo haber dicho nada ante esta segunda reprimenda, y probablemente no lo dije, ya que de pequeña era muy tímida en el trato con los mayores. Sin embargo, debí de poner cierta cara de espanto, de la cual mi abuela debió de deducir que no sabía a qué se estaba refiriendo con tanta bronca.
- ¡Que no vayas así, mirando al suelo!
La verdad es que, si hice alguna lista imaginaria de hipótesis acerca de los motivos de su enfado, en ella no incluía el ir mirando al suelo. ¿Por qué era malo ir mirando al suelo? ¿Acaso no era lo que los mayores te decían que hicieras?
- ¡Atolondrada! ¡Mira por dónde andas!
Yo miraba al suelo porque tenía miedo de caerme. Recuerdo que íbamos caminando por un paseo en el que había árboles y algunas baldosas sueltas. Quizá el paso al que mi abuela andaba era demasiado rápido comparado con el mío, o quizás simplemente yo miraba al suelo por precaución, por costumbre, porque nadie antes (ni nadie después) me había dicho que no lo hiciera así.
Tal vez en ese momento sí que me atreví a preguntar algo:
- ¿Por qué?
Y mi abuela, sin perder un tono de reprimenda que a mí me hacía sentir como un gusano, me lo explicó.
- ¿Cómo que por qué? ¿Es que a ti te parece normal caminar mirando al suelo, como si tuvieras algo de que avergonzarte, como si fueras pidiendo perdón? ¡Tú no tienes nada de qué avergonzarte, nada por lo que pedir perdón! ¡Así que mira al frente y camina con orgullo! ¡Vamos! ¡Que yo te vea!
Y vaya si me vio. Pero no porque entendiera nada de lo que me había dicho, sino por el puro terror que me provocaba su tono de voz y la manera en que me zarandeaba el brazo. Recuerdo que entonces empecé a caminar sin mirar al suelo, muerta de miedo y segura de que no tardaría en tropezar y estamparme. De vez en cuando, siempre que creía a mi abuela distraída, miraba de reojo al suelo para comprobar que todo iba bien.
Han tenido que pasar casi veinte años para que yo haya entendido lo que mi abuela me quiso decir aquel día. Quizá las palabras estén tergiversadas, tal vez el tono de voz haya sido amplificado, incluso es posible que nuestros paseos no fuesen algo tan excepcional. Pero lo que sí recuerdo perfectamente es que mi abuela pronunció la palabra “orgullo”. Ella, que vio a sus hermanos morir de hambre tras la Guerra; ella, que sacó adelante a sus cuatro hijos fregando suelos; ella, que al final de sus días decidió divorciarse de mi abuelo explicando que lo hacía por honor, a pesar de que nadie la entendiera; ella pronunció la palabra “orgullo”, y creo que ella sabía, como lo sé yo hoy, cuál era su significado.
Esto no implica que mi abuela fuera una santa, porque no lo fue; pero es un intento por restaurar a su imagen monolítica la personalidad compleja que como ser humano se merece. Y sobre todo, es un intento por denunciar, por denunciarme a mí misma aunque sea, que su forma de ser, sus consejos, han sido menospreciados por salir de boca de una mujer. Mi abuela nunca se conformó con su destino, y luchó, gritó y arañó para cambiarlo; algo que en un hombre habría sido heroico, en ella se interpretó como ya dije más arriba: de forma simplista y fatal.
Y sin embargo, todavía hoy me sorprendo de que pudiera darme tremendo consejo, de que me haya regalado esa enseñanza, tal vez una de las más valiosas que recibiré jamás.
En momentos bajos, cuando siento que llevo un cartel luminoso en la cabeza, cuando mi cuerpo se curva sin querer y rehuyo la mirada ajena, la recuerdo. Recuerdo que he caminar con orgullo, y lo hago.
Como lesbiana, como mujer… y como su nieta.
(continuará…)
Mi abuela materna ha sido acusada en repetidas ocasiones de egoísta y marimandona, de tener una personalidad demasiado enérgica, de querer imponer siempre su voluntad, de no ser capaz de albergar emociones empáticas hacia los demás.
Mi abuela paterna ha sido acusada justo de lo contrario: de ser demasiado pasiva y complaciente, de no comunicar sus verdaderos pensamientos e intenciones, de entregarse al mejor postor alegando dependencia, de manipular a los demás a través de la compasión.
Personalmente, me ha costado muchísimo plantearme siquiera que estas personalidades tan monolíticas no fueran reales. Así lo he aprendido en mi familia, desde pequeña he visto interpretar cada movimiento de mis abuelas, cada palabra, en estas direcciones, y a día de hoy me siento absolutamente incapaz de reconstruir una historia alternativa.
Sin embargo, me gustaría abrir un camino en mi memoria que plantease al menos el beneficio de la duda. No es posible que mis abuelas hayan sido tan malas pécoras mientras que mis abuelos fueron dos auténticos santos. Por eso he intentado buscar algo verdaderamente valioso que mis abuelas hubieran hecho por mí en sus vidas, y la buena noticia es que lo he encontrado.
Recuerdo una vez (no tendría más de seis o siete años, quizás menos) que paseaba con mi abuela materna cerca de su casa. No recuerdo hacia dónde nos dirigíamos, pero sí que el acontecimiento era extraordinario, puesto que ella no salía mucho de paseo conmigo. Yo, para variar, iba perdida en mis ensoñaciones, cuando de pronto ella me regresó a la tierra de un susto:
- ¡Niña! ¡No andes de esa manera!
Yo me quedé paralizada, sin saber muy bien a qué se refería, pero siendo consciente de que estaba haciendo algo horrible sin saberlo y sin poderlo evitar. Como ni lo sabía ni podía evitarlo, seguí andando igual.
- ¡Que te he dicho que no andes así, muchacha!
No recuerdo haber dicho nada ante esta segunda reprimenda, y probablemente no lo dije, ya que de pequeña era muy tímida en el trato con los mayores. Sin embargo, debí de poner cierta cara de espanto, de la cual mi abuela debió de deducir que no sabía a qué se estaba refiriendo con tanta bronca.
- ¡Que no vayas así, mirando al suelo!
La verdad es que, si hice alguna lista imaginaria de hipótesis acerca de los motivos de su enfado, en ella no incluía el ir mirando al suelo. ¿Por qué era malo ir mirando al suelo? ¿Acaso no era lo que los mayores te decían que hicieras?
- ¡Atolondrada! ¡Mira por dónde andas!
Yo miraba al suelo porque tenía miedo de caerme. Recuerdo que íbamos caminando por un paseo en el que había árboles y algunas baldosas sueltas. Quizá el paso al que mi abuela andaba era demasiado rápido comparado con el mío, o quizás simplemente yo miraba al suelo por precaución, por costumbre, porque nadie antes (ni nadie después) me había dicho que no lo hiciera así.
Tal vez en ese momento sí que me atreví a preguntar algo:
- ¿Por qué?
Y mi abuela, sin perder un tono de reprimenda que a mí me hacía sentir como un gusano, me lo explicó.
- ¿Cómo que por qué? ¿Es que a ti te parece normal caminar mirando al suelo, como si tuvieras algo de que avergonzarte, como si fueras pidiendo perdón? ¡Tú no tienes nada de qué avergonzarte, nada por lo que pedir perdón! ¡Así que mira al frente y camina con orgullo! ¡Vamos! ¡Que yo te vea!
Y vaya si me vio. Pero no porque entendiera nada de lo que me había dicho, sino por el puro terror que me provocaba su tono de voz y la manera en que me zarandeaba el brazo. Recuerdo que entonces empecé a caminar sin mirar al suelo, muerta de miedo y segura de que no tardaría en tropezar y estamparme. De vez en cuando, siempre que creía a mi abuela distraída, miraba de reojo al suelo para comprobar que todo iba bien.
Han tenido que pasar casi veinte años para que yo haya entendido lo que mi abuela me quiso decir aquel día. Quizá las palabras estén tergiversadas, tal vez el tono de voz haya sido amplificado, incluso es posible que nuestros paseos no fuesen algo tan excepcional. Pero lo que sí recuerdo perfectamente es que mi abuela pronunció la palabra “orgullo”. Ella, que vio a sus hermanos morir de hambre tras la Guerra; ella, que sacó adelante a sus cuatro hijos fregando suelos; ella, que al final de sus días decidió divorciarse de mi abuelo explicando que lo hacía por honor, a pesar de que nadie la entendiera; ella pronunció la palabra “orgullo”, y creo que ella sabía, como lo sé yo hoy, cuál era su significado.
Esto no implica que mi abuela fuera una santa, porque no lo fue; pero es un intento por restaurar a su imagen monolítica la personalidad compleja que como ser humano se merece. Y sobre todo, es un intento por denunciar, por denunciarme a mí misma aunque sea, que su forma de ser, sus consejos, han sido menospreciados por salir de boca de una mujer. Mi abuela nunca se conformó con su destino, y luchó, gritó y arañó para cambiarlo; algo que en un hombre habría sido heroico, en ella se interpretó como ya dije más arriba: de forma simplista y fatal.
Y sin embargo, todavía hoy me sorprendo de que pudiera darme tremendo consejo, de que me haya regalado esa enseñanza, tal vez una de las más valiosas que recibiré jamás.
En momentos bajos, cuando siento que llevo un cartel luminoso en la cabeza, cuando mi cuerpo se curva sin querer y rehuyo la mirada ajena, la recuerdo. Recuerdo que he caminar con orgullo, y lo hago.
Como lesbiana, como mujer… y como su nieta.
(continuará…)
3 comentarios:
voy a ser muy poco original: me encantó la historia, me encantó tu dedicación en pos de descifrar las verdaderas motivaciones de tu abuela, y me hubiese encantado conocer a las mías.
salu2
Que maravilla leerte y poder pasear por tu blog, como siempre un placer.
Sasha
¡Muchas gracias a las dos!
Vuestros comentarios sí que son una maravilla. ¡Así da gusto escribir!
Gracias otras vez ;-)
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