Creo que Sor Juana es una mujer que puede servirnos de ejemplo a muchas, no sólo por su increíble personalidad e inteligencia, sino por las intrigas que la rodearon muy a su pesar. En ellas vemos cómo el famoso “techo de cristal” al que nos tenemos que enfrentar las mujeres a lo largo de nuestra carrera profesional no es ni de cristal ni tan siquiera un techo: consiste en unas manos bien curtidas que nos empujan cuesta abajo, impidiéndonos llegar allí donde nos merecemos.
Un ejemplo muy claro es su relación con los estudios teológicos. Siendo ella monja, debería haber sido natural que se aplicara a profundizar en el conocimiento de lo sagrado, sobre todo si se tiene en cuenta su claridad mental para la interpretación, sino ya de la Biblia, sí de los textos de otros sobre ella. Sin embargo, estos eran los estudios que por excelencia estaban vetados a la mujer:
El fin a que aspiraba era a estudiar Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales, de los divinos misterios; y que siendo monja y no seglar, debía, por el estado eclesiástico, profesar letras.
No sólo es lícito, pero utilísimo y necesario a las mujeres el estudio de las sagradas letras, y mucho más a las monjas. El no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras, para cuya inteligencia yo me conozco tan incapaz y para cuyo manejo soy tan indigna. Pues ¿cómo me atreviera yo a tomarlo en mis indignas manos, repugnándolo el sexo, la edad y sobre todo las costumbres? Y así confieso que muchas veces este temor me ha quitado la pluma de la mano y ha hecho retroceder los asuntos hacia el mismo entendimiento de quien querían brotar; el cual inconveniente no topaba en los asuntos profanos, pues una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio, sino los discretos con risa y los críticos con censura. Dejen eso para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante y tiemblo de decir alguna proposición malsonante o torcer la genuina inteligencia de algún lugar. Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos.
Así pues, Sor Juana trata de zafarse de la persecución dedicándose a la poesía; pero su destreza es tan desbordante que los que la envidian no cejan en el empeño de silenciar su palabra:
¿Quién no creerá, viendo tan generales aplausos, que he navegado viento en popa y mar en leche, sobre las palmas de las aclamaciones comunes? Pues Dios sabe que no ha sido muy así, porque entre las flores de esas mismas aclamaciones se han levantado y despertado tales áspides de emulaciones y persecuciones, cuantas no podré contar, y los que más nocivos y sensibles para mí han sido, no son aquéllos que con declarado odio y malevolencia me han perseguido, sino los que amándome y deseando mi bien (y por ventura, mereciendo mucho con Dios por la buena intención), me han mortificado y atormentado más que los otros, con aquel: "No conviene a la santa ignorancia que deben, este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza".
Pues por la −en mí dos veces infeliz− habilidad de hacer versos, aunque fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado o cuáles no me han dejado de dar? Algunas veces me pongo a considerar que el que se señala −o le señala Dios, que es quien sólo lo puede hacer− es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen o que hace estanque de las admiraciones a que aspiraban, y así le persiguen.
Yo de mí puedo asegurar que las calumnias algunas veces me han mortificado, pero nunca me han hecho daño, porque yo tengo por muy necio al que teniendo ocasión de merecer, pasa el trabajo y pierde el mérito. Estas cosas creo que aprovechan más que dañan, y tengo por mayor el riesgo de los aplausos en la flaqueza humana. Yo temo más esto que aquello; porque aquello, con sólo un acto sencillo de paciencia, está convertido en provecho; y esto, son menester muchos actos reflejos de humildad y propio conocimiento para que no sea daño.
A pesar de la humildad que muestra, del estoicismo que la acompaña cuando se enfrenta a tan inmerecidas críticas, sigue desglosando sus ideas y cimentando su argumentación para defender el derecho de las mujeres al estudio, sea este del tipo que sea. En este punto, es llamativa la lista de mujeres doctas que señala, mujeres que ya eran ignoradas por la Historia tal y como siguen siéndolo ahora:
Porque veo a una Débora dando leyes, así en lo militar como en lo político, y gobernando el pueblo donde había tantos varones doctos. Veo una sapientísima reina de Sabá, tan docta que se atreve a tentar con enigmas la sabiduría del mayor de los sabios, sin ser por ello reprendida, antes por ello será juez de los incrédulos. Veo tantas y tan insignes mujeres: unas adornadas del don de profecía, como una Abigaíl; otras de persuasión, como Ester; otras, de piedad, como Rahab; otras de perseverancia, como Ana, madre de Samuel; y otras infinitas, en otras especies de prendas y virtudes.
Si revuelvo a los gentiles, lo primero que encuentro es con las Sibilas, elegidas de Dios para profetizar los principales misterios de nuestra Fe; y en tan doctos y elegantes versos que suspenden la admiración. Veo adorar por diosa de las ciencias a una mujer como Minerva, hija del primer Júpiter y maestra de toda la sabiduría de Atenas. Veo una Pola Argentaria, que ayudó a Lucano, su marido, a escribir la gran Batalla Farsálica. Veo a la hija del divino Tiresias, más docta que su padre. Veo a una Cenobia, reina de los Palmirenos, tan sabia como valerosa. A una Arete, hija de Aristipo, doctísima. A una Nicostrata, inventora de las letras latinas y eruditísima en las griegas. A una Aspasia Milesia que enseñó filosofía y retórica y fue maestra del filósofo Pericles. A una Hipasia que enseñó astrología y leyó mucho tiempo en Alejandría. A una Leoncia, griega, que escribió contra el filósofo Teofrasto y le convenció. A una Jucia, a una Corina, a una Cornelia; y en fin a toda la gran turba de las que merecieron nombres, ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas; pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas de la antigüedad por tales.
Sin otras infinitas, de que están los libros llenos, pues veo aquella egipcíaca Catarina, leyendo y convenciendo todas las sabidurías de los sabios de Egipto. Veo una Gertrudis leer, escribir y enseñar. Y para no buscar ejemplos fuera de casa, veo una santísima madre mía, Paula, docta en las lenguas hebrea, griega y latina y aptísima para interpretar las Escrituras. Y qué más que siendo su cronista un Máximo Jerónimo, apenas se hallaba el Santo digno de serlo, pues con aquella viva ponderación y enérgica eficacia con que sabe explicarse dice: “Si todos los miembros de mi cuerpo fuesen lenguas, no bastarían a publicar la sabiduría y virtud de Paula”. Las mismas alabanzas le mereció Blesila, viuda; y las mismas la esclarecida virgen Eustoquio, hijas ambas de la misma Santa; y la segunda, tal, que por su ciencia era llamada Prodigio del Mundo. Fabiola, romana, fue también doctísima en la Sagrada Escritura. Proba Falconia, mujer romana, escribió un elegante libro con centones de Virgilio, de los misterios de Nuestra Santa Fe. Nuestra reina Doña Isabel, mujer del décimo Alfonso, es corriente que escribió de astrología. Sin otras que omito por no trasladar lo que otros han dicho (que es vicio que siempre he abominado), pues en nuestros tiempos está floreciendo la gran Cristina Alejandra, Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima, y las Excelentísimas señoras Duquesa de Aveyro y Condesa de Villaumbrosa.
Tras estos argumentos de autoridad, a mi juicio tan incuestionables como desconocidos, Sor Juana defiende no sólo el derecho de las mujeres al estudio, sino también a la docencia:
El leer públicamente en las cátedras y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero el estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, pero muy provechoso y útil. ¡Oh cuántos daños se excusaran en nuestra república si las ancianas fueran doctas como Leta, y que supieran enseñar como manda San Pablo y mi Padre San Jerónimo! Y no que por defecto de esto y la suma flojedad en que han dado en dejar a las pobres mujeres, si algunos padres desean doctrinar más de lo ordinario a sus hijas, les fuerza la necesidad y falta de ancianas sabias, a llevar maestros hombres a enseñar a leer, escribir y contar, a tocar y otras habilidades, de que no pocos daños resultan. Muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres, lo cual se excusara si hubiera ancianas doctas, como quiere San Pablo, y de unas en otras fuese sucediendo el magisterio como sucede en el de hacer labores y lo demás que es costumbre. Porque ¿qué inconveniente tiene que una mujer anciana, docta en letras y de santa conversación y costumbres, tuviese a su cargo la educación de las doncellas? Y no que éstas o se pierden por falta de doctrina o por querérsela aplicar por tan peligrosos medios cuales son los maestros hombres. Y no hallo yo que este modo de enseñar de hombres a mujeres pueda ser sin peligro, si no es en el severo tribunal de un confesionario o en la distante docencia de los púlpitos o en el remoto conocimiento de los libros, pero no en el manoseo de la inmediación. Y todos conocen que esto es verdad; y con todo, se permite sólo por el defecto de no haber ancianas sabias; luego es grande daño el no haberlas. Esto debían considerar los que atados al Mulieres in Ecclesia taceant, blasfeman de que las mujeres sepan y enseñen. Y es que en la Iglesia primitiva se ponían las mujeres a enseñar las doctrinas unas a otras en los templos; y este rumor confundía cuando predicaban los apóstoles y por eso se les mandó callar. Y de otro lugar: Mulier in silentio discat; siendo este lugar más en favor que en contra de las mujeres, pues manda que aprendan, y mientras aprenden claro está que es necesario que callen.
Pero Sor Juana no se queda en los lugares comunes ni en las generalidades; muy al contrario, se defiende nominalmente de aquel que inició la mayor de sus desgracias, un hombre concreto cuyos argumentos dejó Sor Juana en ridículo:
¿Llevar una opinión contraria de Vieyra fue en mí atrevimiento, y no lo fue en su Paternidad llevarla contra los tres Santos Padres de la Iglesia? Mi entendimiento tal cual ¿no es tan libre como el suyo? Si es, como dice el censor, herética, ¿por qué no la delata? Pues como yo fui libre para disentir de Vieyra, lo será cualquiera para disentir de mi dictamen.
Considero la Respuesta a Sor Filotea un valiosísimo alegato a la libertad intelectual de las mujeres, cuya forma quizás haya quedado anticuada, pero cuyo fondo, tristemente, tiene toda la actualidad. Todavía hoy las mujeres permanecemos ignorantes de nuestro pasado, dudamos de nuestra palabra, nos sentimos pioneras cuando deberíamos alzarnos sobre los hombros de nuestro propio género, y desconfiamos de nuestras intuiciones a pesar de que no nos asiste sólo el derecho a acertar, como en el caso de Sor Juana, sino también el derecho a equivocarnos.
Este ensayo habría sido suficiente para grabar el nombre de Sor Juana con las letras de oro de la posteridad. Sin embargo, para placer de muchas, Sor Juana no sólo se quedó ahí.
[Continuará...]
Un ejemplo muy claro es su relación con los estudios teológicos. Siendo ella monja, debería haber sido natural que se aplicara a profundizar en el conocimiento de lo sagrado, sobre todo si se tiene en cuenta su claridad mental para la interpretación, sino ya de la Biblia, sí de los textos de otros sobre ella. Sin embargo, estos eran los estudios que por excelencia estaban vetados a la mujer:
El fin a que aspiraba era a estudiar Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales, de los divinos misterios; y que siendo monja y no seglar, debía, por el estado eclesiástico, profesar letras.
No sólo es lícito, pero utilísimo y necesario a las mujeres el estudio de las sagradas letras, y mucho más a las monjas. El no haber escrito mucho de asuntos sagrados no ha sido desafición, ni de aplicación la falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras, para cuya inteligencia yo me conozco tan incapaz y para cuyo manejo soy tan indigna. Pues ¿cómo me atreviera yo a tomarlo en mis indignas manos, repugnándolo el sexo, la edad y sobre todo las costumbres? Y así confieso que muchas veces este temor me ha quitado la pluma de la mano y ha hecho retroceder los asuntos hacia el mismo entendimiento de quien querían brotar; el cual inconveniente no topaba en los asuntos profanos, pues una herejía contra el arte no la castiga el Santo Oficio, sino los discretos con risa y los críticos con censura. Dejen eso para quien lo entienda, que yo no quiero ruido con el Santo Oficio, que soy ignorante y tiemblo de decir alguna proposición malsonante o torcer la genuina inteligencia de algún lugar. Yo no estudio para escribir, ni menos para enseñar (que fuera en mí desmedida soberbia), sino sólo por ver si con estudiar ignoro menos.
Así pues, Sor Juana trata de zafarse de la persecución dedicándose a la poesía; pero su destreza es tan desbordante que los que la envidian no cejan en el empeño de silenciar su palabra:
¿Quién no creerá, viendo tan generales aplausos, que he navegado viento en popa y mar en leche, sobre las palmas de las aclamaciones comunes? Pues Dios sabe que no ha sido muy así, porque entre las flores de esas mismas aclamaciones se han levantado y despertado tales áspides de emulaciones y persecuciones, cuantas no podré contar, y los que más nocivos y sensibles para mí han sido, no son aquéllos que con declarado odio y malevolencia me han perseguido, sino los que amándome y deseando mi bien (y por ventura, mereciendo mucho con Dios por la buena intención), me han mortificado y atormentado más que los otros, con aquel: "No conviene a la santa ignorancia que deben, este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza".
Pues por la −en mí dos veces infeliz− habilidad de hacer versos, aunque fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado o cuáles no me han dejado de dar? Algunas veces me pongo a considerar que el que se señala −o le señala Dios, que es quien sólo lo puede hacer− es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen o que hace estanque de las admiraciones a que aspiraban, y así le persiguen.
Yo de mí puedo asegurar que las calumnias algunas veces me han mortificado, pero nunca me han hecho daño, porque yo tengo por muy necio al que teniendo ocasión de merecer, pasa el trabajo y pierde el mérito. Estas cosas creo que aprovechan más que dañan, y tengo por mayor el riesgo de los aplausos en la flaqueza humana. Yo temo más esto que aquello; porque aquello, con sólo un acto sencillo de paciencia, está convertido en provecho; y esto, son menester muchos actos reflejos de humildad y propio conocimiento para que no sea daño.
A pesar de la humildad que muestra, del estoicismo que la acompaña cuando se enfrenta a tan inmerecidas críticas, sigue desglosando sus ideas y cimentando su argumentación para defender el derecho de las mujeres al estudio, sea este del tipo que sea. En este punto, es llamativa la lista de mujeres doctas que señala, mujeres que ya eran ignoradas por la Historia tal y como siguen siéndolo ahora:
Porque veo a una Débora dando leyes, así en lo militar como en lo político, y gobernando el pueblo donde había tantos varones doctos. Veo una sapientísima reina de Sabá, tan docta que se atreve a tentar con enigmas la sabiduría del mayor de los sabios, sin ser por ello reprendida, antes por ello será juez de los incrédulos. Veo tantas y tan insignes mujeres: unas adornadas del don de profecía, como una Abigaíl; otras de persuasión, como Ester; otras, de piedad, como Rahab; otras de perseverancia, como Ana, madre de Samuel; y otras infinitas, en otras especies de prendas y virtudes.
Si revuelvo a los gentiles, lo primero que encuentro es con las Sibilas, elegidas de Dios para profetizar los principales misterios de nuestra Fe; y en tan doctos y elegantes versos que suspenden la admiración. Veo adorar por diosa de las ciencias a una mujer como Minerva, hija del primer Júpiter y maestra de toda la sabiduría de Atenas. Veo una Pola Argentaria, que ayudó a Lucano, su marido, a escribir la gran Batalla Farsálica. Veo a la hija del divino Tiresias, más docta que su padre. Veo a una Cenobia, reina de los Palmirenos, tan sabia como valerosa. A una Arete, hija de Aristipo, doctísima. A una Nicostrata, inventora de las letras latinas y eruditísima en las griegas. A una Aspasia Milesia que enseñó filosofía y retórica y fue maestra del filósofo Pericles. A una Hipasia que enseñó astrología y leyó mucho tiempo en Alejandría. A una Leoncia, griega, que escribió contra el filósofo Teofrasto y le convenció. A una Jucia, a una Corina, a una Cornelia; y en fin a toda la gran turba de las que merecieron nombres, ya de griegas, ya de musas, ya de pitonisas; pues todas no fueron más que mujeres doctas, tenidas y celebradas y también veneradas de la antigüedad por tales.
Sin otras infinitas, de que están los libros llenos, pues veo aquella egipcíaca Catarina, leyendo y convenciendo todas las sabidurías de los sabios de Egipto. Veo una Gertrudis leer, escribir y enseñar. Y para no buscar ejemplos fuera de casa, veo una santísima madre mía, Paula, docta en las lenguas hebrea, griega y latina y aptísima para interpretar las Escrituras. Y qué más que siendo su cronista un Máximo Jerónimo, apenas se hallaba el Santo digno de serlo, pues con aquella viva ponderación y enérgica eficacia con que sabe explicarse dice: “Si todos los miembros de mi cuerpo fuesen lenguas, no bastarían a publicar la sabiduría y virtud de Paula”. Las mismas alabanzas le mereció Blesila, viuda; y las mismas la esclarecida virgen Eustoquio, hijas ambas de la misma Santa; y la segunda, tal, que por su ciencia era llamada Prodigio del Mundo. Fabiola, romana, fue también doctísima en la Sagrada Escritura. Proba Falconia, mujer romana, escribió un elegante libro con centones de Virgilio, de los misterios de Nuestra Santa Fe. Nuestra reina Doña Isabel, mujer del décimo Alfonso, es corriente que escribió de astrología. Sin otras que omito por no trasladar lo que otros han dicho (que es vicio que siempre he abominado), pues en nuestros tiempos está floreciendo la gran Cristina Alejandra, Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima, y las Excelentísimas señoras Duquesa de Aveyro y Condesa de Villaumbrosa.
Tras estos argumentos de autoridad, a mi juicio tan incuestionables como desconocidos, Sor Juana defiende no sólo el derecho de las mujeres al estudio, sino también a la docencia:
El leer públicamente en las cátedras y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero el estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, pero muy provechoso y útil. ¡Oh cuántos daños se excusaran en nuestra república si las ancianas fueran doctas como Leta, y que supieran enseñar como manda San Pablo y mi Padre San Jerónimo! Y no que por defecto de esto y la suma flojedad en que han dado en dejar a las pobres mujeres, si algunos padres desean doctrinar más de lo ordinario a sus hijas, les fuerza la necesidad y falta de ancianas sabias, a llevar maestros hombres a enseñar a leer, escribir y contar, a tocar y otras habilidades, de que no pocos daños resultan. Muchos quieren más dejar bárbaras e incultas a sus hijas que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres, lo cual se excusara si hubiera ancianas doctas, como quiere San Pablo, y de unas en otras fuese sucediendo el magisterio como sucede en el de hacer labores y lo demás que es costumbre. Porque ¿qué inconveniente tiene que una mujer anciana, docta en letras y de santa conversación y costumbres, tuviese a su cargo la educación de las doncellas? Y no que éstas o se pierden por falta de doctrina o por querérsela aplicar por tan peligrosos medios cuales son los maestros hombres. Y no hallo yo que este modo de enseñar de hombres a mujeres pueda ser sin peligro, si no es en el severo tribunal de un confesionario o en la distante docencia de los púlpitos o en el remoto conocimiento de los libros, pero no en el manoseo de la inmediación. Y todos conocen que esto es verdad; y con todo, se permite sólo por el defecto de no haber ancianas sabias; luego es grande daño el no haberlas. Esto debían considerar los que atados al Mulieres in Ecclesia taceant, blasfeman de que las mujeres sepan y enseñen. Y es que en la Iglesia primitiva se ponían las mujeres a enseñar las doctrinas unas a otras en los templos; y este rumor confundía cuando predicaban los apóstoles y por eso se les mandó callar. Y de otro lugar: Mulier in silentio discat; siendo este lugar más en favor que en contra de las mujeres, pues manda que aprendan, y mientras aprenden claro está que es necesario que callen.
Pero Sor Juana no se queda en los lugares comunes ni en las generalidades; muy al contrario, se defiende nominalmente de aquel que inició la mayor de sus desgracias, un hombre concreto cuyos argumentos dejó Sor Juana en ridículo:
¿Llevar una opinión contraria de Vieyra fue en mí atrevimiento, y no lo fue en su Paternidad llevarla contra los tres Santos Padres de la Iglesia? Mi entendimiento tal cual ¿no es tan libre como el suyo? Si es, como dice el censor, herética, ¿por qué no la delata? Pues como yo fui libre para disentir de Vieyra, lo será cualquiera para disentir de mi dictamen.
Considero la Respuesta a Sor Filotea un valiosísimo alegato a la libertad intelectual de las mujeres, cuya forma quizás haya quedado anticuada, pero cuyo fondo, tristemente, tiene toda la actualidad. Todavía hoy las mujeres permanecemos ignorantes de nuestro pasado, dudamos de nuestra palabra, nos sentimos pioneras cuando deberíamos alzarnos sobre los hombros de nuestro propio género, y desconfiamos de nuestras intuiciones a pesar de que no nos asiste sólo el derecho a acertar, como en el caso de Sor Juana, sino también el derecho a equivocarnos.
Este ensayo habría sido suficiente para grabar el nombre de Sor Juana con las letras de oro de la posteridad. Sin embargo, para placer de muchas, Sor Juana no sólo se quedó ahí.
[Continuará...]
6 comentarios:
Se le "toleró" que fuera mujer de letras (profanas), porque por el mismo calibre de su producción, resultaba inofensiva. Sí resulta imperdonable que intente abrevar en aguas dedicadas a los "doctos" varones de la iglesia.
La Respuesta a sor Filotea es el genial argumento en el que echa por tierra la acusación de dedicarse al estudio de lo profano (porque también de eso la acusan), sosteniendo aprende de la naturaleza que Dios creó y, por lo tanto, Dios además de amor sería conocimiento.
Cómo y cuánto han molestado las mujeres pensantes. Adoro a Sor Juana. Siempre vuelvo a sus textos y siempre es un placer reencontrarme con ellos.
Un beso
Sor Juana es fuente inacabable de inspiración (o debiera serlo, en mi opinión). Gracias por traerla hoy a mi memoria.
Juana.. así a secas.
Ella.
Uno de esos seres
y en este caso hembra
que hizo de su vida un auténtico acto poético.
Más allá de lo escrito, lo vivido me resulta un fascinante modo de hacer arte.
un placer encontrarla
Para mí también es un placer escribir sobre ella, con ella, por ella, para ella... :)
Sor Juana es el modelo de una conciencia que busca el conocimiento. Hay que reparar que escribe desde la feminidad (véase la última línea de El Primero sueño) sin evadirse en hablantes neutros o masculinos. Y no dudo de que amó a la Virreyna, Duquesa de Mancera. Con un lesbianismo platónico, dada su circunstancia, tan lícito como cualquier otro.
Recuperemos a Sor Juana, no permitamos que nadie la olvide.
No lo permitamos, no :)
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