sábado, 23 de agosto de 2008

Guiños a la romana

Esta semana, mi novia y yo hemos hecho una escapadita a Mérida, ciudad de imponentes vestigios romanos y un festival de teatro más que especial.

Allí descubrí que tengo una curiosa afición: quedarme absorta observando ruinas y reconstruyendo en mi cabeza su esplendor perdido. Como si de una “matrix reloaded” se tratara, las vasijas, pinturas, casas y monumentos iban recuperando su belleza, su luminosidad, sus pedazos derruidos, llenándose de gente, de bullicio, de olores. Me veía a mí misma como una espía extranjera que se colaba en la vida de las personas de hace veinte siglos y las sorprendía en sus quehaceres escudriñándolas desde la impunidad.

Eso implicaba quedarme diez minutos mirando fijamente un cacho de plato raído.
Mi novia, una mujer de más cordura, no compartía esta devoción.

Una tarde, mientras sorbíamos nuestra limonada sentadas en un banco, vimos pasar a una pareja de mujeres lesbianas cogidas de la mano. Llevaban el pelo corto, la ropa ajustada, y su andar era de lo más natural. Mi novia sugirió que en aquella plaza rellena de gentucilla su aparición provocaría cierto revuelo, pero la verdad es que no fue así. Tal vez, en algún momento, alguien advirtiera su presencia, pero la normalidad con la que ellas paseaban seguramente hizo que los demás se replanteasen su presunta extraordinariedad.

Y nosotras felices de encontrarnos paisanas allá donde vamos, que dan ganas de ir a saludarlas aunque no las conozcas de nada, porque en el fondo, ¡sientes que tienes tanto en común...!

Mi parte de normalidad la aporté al día siguiente, justo antes de visitar el teatro romano. Mi novia y yo estábamos sentadas bajo un árbol, con la mirada perdida y el cuerpo sudoroso, tratando de recuperar algo de aliento antes de seguir achicharrándonos entre piedras, cuando, de pronto, escuché mi nombre en la lejanía. Yo sonreí cual subnormal profunda, jactándome de mi inteligencia privilegiada y pensando: “Cualquier otra habría levantado la cabeza, pero yo sé que no es a mí”. Sin embargo, la voz se fue acercando, y justo antes de que me gritara al oído, apenas antes de que mi novia me arreara un codazo, levanté la cabeza y lo vi: ¡era mi jefe!

Bueno, no era mi jefe actual, sino mi jefe del año pasado, un jefe al que odiaba y que me hizo la vida imposible día a día, aunque después de verle en el teatro he llegado a la conclusión de que el hombre realmente creía que lo estaba haciendo bien. El caso es que me levanté de un brinco, le saludé con la frescura de una recién duchada, charlamos animadamente durante dos minutos y yo contesté a todo lo que me decía con una sonrisa a pesar de que sólo me llegaba la mitad, porque entre el sobresalto y el calor se me había taponado un oído y sentía como un yunque mamografiaba mi cabeza.

Cuando se marchó y me volví a sentar, mi novia me preguntó si era alguien de mi familia, y yo sonreí y le expliqué que era el hombre del que había echado pestes cada día durante el año anterior. Ella se quedó bastante sorprendida por mi reacción, y yo me sorprendí aún más cuando me di cuenta de un pequeño gran detalle: en ningún momento pensé “oh, no, me ha pillado con mi novia, ¡¡horror!!”.

Verdad era que no había forma hetero de deducir que la chica que me acompañaba era mi novia, pero en tantos otros momentos de mi vida, encontrarme con alguien mientras paseaba con ella, aunque fuera a un metro de distancia, formaba parte de mis peores pesadillas. Y sin embargo, al fin había ocurrido, y no sólo con alguien, sino con mi jefe, y contra todo pronóstico, ¡yo ni siquiera me había dado cuenta!

En fin, que la vida te guiña un ojo donde y cuando menos te lo esperas, porque, ¿quién me iba a decir a mí que, a 300 kilómetros de mi casa, a las dos de la tarde y en pleno mes de agosto, cobijada bajo un árbol y ahogándome en mis propios jugos, me iba a encontrar a uno de los seres más despreciables con los que me he topado en la vida e iba a lograr no sólo ser simpática, olvidar y superar de un golpe viejas rencillas, sino también sobrellevar con naturalidad interna el hecho ineludible de ser lesbiana...?

¡Encantada!

5 comentarios:

Manon Kuzmin dijo...

Hermosa Mérida! Se respira historia por doquier, entiendo que te sintieras así (yo disfruto tu misma afición!).
La vida nos guiña el ojo, se sienta con nosotr@s a tomar café...No es una vida tan mala como la pintan! ;)

marga dijo...

me alegro que te haya resultado tan natural, la próxima vez tenés que presentarla che! jajaja es broma

bss

encantada dijo...

Todo se andará, marga, todo se andará... Cualquier día me sale solo y ni me doy cuenta, fíjate :P

No es tan mala la vida, es verdad, lo importante es que estemos atentas para captar su belleza :)

Anónimo dijo...

Soy hetero y jamás pienso cuando veo a dos mujeres juntas que son lesbianas, a no ser que haya signos muy obvios y he hecho muchísimos viajes sola con amiga o amigas y nos hemos agarrado del brazo y de la mano (he crecido con ellas y sobre todo con mi amiga de la infancia es algo precioso ir de la mano) y nunca me he puesto a pensar en que impresión doy. Vive tu vida que es preciosa que si no cuando tengas 80 años te arrepentiras y querrás volver a ser joven para vivirla sin pensar en lo que piensen los demás. Un beso guapa. Por cierto, me gusta mucho tu blog.

encantada dijo...

¡Gracias por tu comentario!

Cuando yo me creía hetero tampoco me fijaba en si dos chicas que iban juntas eran o no lesbianas, y también viajaba con amigas, compartíamos cama e íbamos agarradas del brazo y dándonos besos sin darle la mayor importancia.

Sin embargo, cuando estás al otro lado, las cosas cambian un poco, y tienes que pasar un proceso hasta que eres capaz de volver a considerar que esos detalles no tienen importancia.

De todas formas, mi objetivo es vivir mi vida, que sólo tengo una, e irme librando del peso de la mirada de los demás lo mejor y más rápido que pueda :)

¡Vuelve por el blog cuando quieras!

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