Desde que puedo recordar, las personas que me rodean, especialmente mi familia, siempre dieron por hecho que algún día yo me quedaría embarazada de mi marido y de esa manera tendría hijos. Esta idea resultaba tan aplastante, que yo nunca la cuestioné, porque, entre otras cosas, estaba profundamente unida a mi persona. Mi madre, su madre, y la madre de su madre tuvieron varios hijos sin apenas esfuerzo, y como mi cuerpo era una fotocopia de los suyos, parecía que no podía esperarle un destino diferente.
Todo empezó a torcerse cuando descubrí que era lesbiana y lo compartí con mi familia. Del futuro ideal se descolgó entonces mi supuesto marido, que ya nunca existiría (aunque mis padres lo sigan esperando secretamente) y que nunca pondría su parte en el engendramiento de nuestros desaparecidos hijos comunes. Pero aquel cambio de planes no me ayudó a cuestionar la idea de quedarme embarazada, porque mi cuerpo seguía siendo el mismo y su presunta función esencial había quedado intacta.
La primera vez que me enfrenté a la posibilidad de no tener hijos biológicos fue una tarde en que a mi novia y a mí se nos ocurrió la brillante idea de hacer un jueguecito con una cadena que supuestamente adivinaba cuántos hijos tendríamos cada una. Mi novia lo había hecho hacía mucho tiempo, y siempre le salía lo mismo: frotaba la cadena con el borde de su mano, y cuando la suspendía sobre su palma, esta empezaba a moverse hacia los lados y en círculos, indicando un número concreto de hijos futuros y el sexo de cada uno. Sin embargo, cuando lo probamos conmigo, la cadena no se movió. Permaneció quieta sobre la palma de mi mano, sin girar ni moverse hacia los lados ni una sola vez. Y así ocurrió todas las veces que, durante varios meses, volví a probar de nuevo el juego para comprobar que no estaba equivocado.
Después de haber dado por hecho, durante toda mi vida, que me quedaría embarazada y tendría hijos, enfrentarme con la idea de que eso nunca ocurriría me produjo una gran desazón interna. Igual que siempre pensé que tener como pareja a un hombre era prueba de mi valía personal y que, si no lo tenía, eso significaba que era una persona indigna, incompleta, inferior o insuficiente; me di cuenta de que también creía que tener hijos biológicos era prueba de mi valor como mujer, y que si no los tenía, eso quería decir que había fracasado en mi función principal, de manera que cualquier otro logro en mi vida quedaría empañado por el hecho de no haber sido capaz de dar a luz a ninguna criaturita.
Sin embargo, ese sentimiento de desazón, que me llegaba desde arriba como una lengua de fuego destinada a abrasar mis entrañas, era contrarrestado desde el fondo de mi alma por otro sentimiento de orden contrario: una inmensa paz, una gran armonía que me indicaba que esa nueva situación, por horrible que me pareciera en un principio, estaba en conexión íntima con lo que yo era, con lo que, muy a pesar de mi herencia familiar, estaba llamada a ser.
Creo que siempre he tenido instinto maternal, pero también creo que mi instinto es diferente a lo que normalmente se considera propio de una madre. Yo siento una fuerte identificación con mi cuerpo, tan fuerte, que no me permite la idea de compartirlo con otro ser. De la misma manera que las relaciones sexuales con hombres me provocaban una terrible sensación de “invasión”, la idea de albergar otra vida dentro de mi cuerpo, por muy extraño que parezca, me resulta completamente antinatural. Sé que los nazis me habrían gaseado por ello, pero imaginar que dentro de mí se mueve otra persona me hace pensar, invariablemente, en un “alien”, en su sentido más etimológico del “ajeno”, del “extraño”.
Tras esta confesión, supongo que cuesta admitir que conserve nada que se parezca a un instinto maternal, pero yo creo que lo tengo: tengo instinto de madre de adopción. Personalmente, considero mucho más emocionante la idea de adoptar a un niño que la de llevarlo en mi vientre, a pesar de que comprendo perfectamente que no es una concepción muy común y que para nada es superior a otras, sino simplemente mucho más adecuada para mí. Pensar que en algún lugar, tal vez cerca de donde yo me encuentro o tal vez muy lejos, hay un niño que duerme en una cuna igual a otras cunas, y que sin embargo, algún día dormirá entre mis brazos, y yo lo llamaré hijo, y él me llamará mamá, y construiremos una relación desde la nada, a través de dudas, de miedos, pero también de mucho amor… no sé, me hace sentir una magia muy especial, y creo que es una experiencia que me gustaría vivir.
También siento esa magia cuando imagino que es mi novia quien se queda embarazada. Una emoción indescriptible me inunda cada vez que me veo acompañándola a las revisiones, a las clases de preparación al parto, cuidándola en sus molestias, atendiendo sus necesidades, cogiendo su mano y sintiendo su esfuerzo y su dolor mientras da a luz a nuestro hijo, durmiendo junto a su cama en el hospital, limpiando la casa para que todo esté listo cuando ellos lleguen, abrazándola por la espalda y ayudándole a sostener a nuestro hijo mientras le da de mamar… En fin, si ella quisiera, pero sólo si ella quisiera, yo estaría encantada de formar parte de esa maravillosa experiencia.
Por todo esto, a veces le digo a mi novia que yo lo que tengo es instinto paternal. Soy una mujer, me gusta serlo y me siento bien con mi cuerpo; pero sinceramente creo que lo que mejor describe mis sentimientos es la idea de ser papá. En mis delirios, incluso, pienso que considerarme un papá ahorraría a mis hijos muchos quebraderos de cabeza, porque tendrían eso que tanto les reclaman, un papá y una mamá, con la única salvedad de que su papá es una mujer. Y así, pasarían la semana previa al día del padre muy atareaditos en el colegio preparando recortables para hacerme muy feliz, muy papá y muy mujer.
Creo que esta idea ha tomado forma también gracias a mi experiencia con mi propio padre. Él siempre ha sido un papá atípico, muy cariñoso, muy cercano y con el que he podido tener una confianza real. Sin embargo, siempre se ha esforzado por mantener una distancia sana conmigo, sabiendo dónde terminaba él y dónde empezaba yo, y la verdad es que, sea papá o mamá finalmente, a mí me gustaría parecerme a él.
Creo que sí, que esta es la familia que me gustaría tener.
Y estaré encantada de tenerla.
Todo empezó a torcerse cuando descubrí que era lesbiana y lo compartí con mi familia. Del futuro ideal se descolgó entonces mi supuesto marido, que ya nunca existiría (aunque mis padres lo sigan esperando secretamente) y que nunca pondría su parte en el engendramiento de nuestros desaparecidos hijos comunes. Pero aquel cambio de planes no me ayudó a cuestionar la idea de quedarme embarazada, porque mi cuerpo seguía siendo el mismo y su presunta función esencial había quedado intacta.
La primera vez que me enfrenté a la posibilidad de no tener hijos biológicos fue una tarde en que a mi novia y a mí se nos ocurrió la brillante idea de hacer un jueguecito con una cadena que supuestamente adivinaba cuántos hijos tendríamos cada una. Mi novia lo había hecho hacía mucho tiempo, y siempre le salía lo mismo: frotaba la cadena con el borde de su mano, y cuando la suspendía sobre su palma, esta empezaba a moverse hacia los lados y en círculos, indicando un número concreto de hijos futuros y el sexo de cada uno. Sin embargo, cuando lo probamos conmigo, la cadena no se movió. Permaneció quieta sobre la palma de mi mano, sin girar ni moverse hacia los lados ni una sola vez. Y así ocurrió todas las veces que, durante varios meses, volví a probar de nuevo el juego para comprobar que no estaba equivocado.
Después de haber dado por hecho, durante toda mi vida, que me quedaría embarazada y tendría hijos, enfrentarme con la idea de que eso nunca ocurriría me produjo una gran desazón interna. Igual que siempre pensé que tener como pareja a un hombre era prueba de mi valía personal y que, si no lo tenía, eso significaba que era una persona indigna, incompleta, inferior o insuficiente; me di cuenta de que también creía que tener hijos biológicos era prueba de mi valor como mujer, y que si no los tenía, eso quería decir que había fracasado en mi función principal, de manera que cualquier otro logro en mi vida quedaría empañado por el hecho de no haber sido capaz de dar a luz a ninguna criaturita.
Sin embargo, ese sentimiento de desazón, que me llegaba desde arriba como una lengua de fuego destinada a abrasar mis entrañas, era contrarrestado desde el fondo de mi alma por otro sentimiento de orden contrario: una inmensa paz, una gran armonía que me indicaba que esa nueva situación, por horrible que me pareciera en un principio, estaba en conexión íntima con lo que yo era, con lo que, muy a pesar de mi herencia familiar, estaba llamada a ser.
Creo que siempre he tenido instinto maternal, pero también creo que mi instinto es diferente a lo que normalmente se considera propio de una madre. Yo siento una fuerte identificación con mi cuerpo, tan fuerte, que no me permite la idea de compartirlo con otro ser. De la misma manera que las relaciones sexuales con hombres me provocaban una terrible sensación de “invasión”, la idea de albergar otra vida dentro de mi cuerpo, por muy extraño que parezca, me resulta completamente antinatural. Sé que los nazis me habrían gaseado por ello, pero imaginar que dentro de mí se mueve otra persona me hace pensar, invariablemente, en un “alien”, en su sentido más etimológico del “ajeno”, del “extraño”.
Tras esta confesión, supongo que cuesta admitir que conserve nada que se parezca a un instinto maternal, pero yo creo que lo tengo: tengo instinto de madre de adopción. Personalmente, considero mucho más emocionante la idea de adoptar a un niño que la de llevarlo en mi vientre, a pesar de que comprendo perfectamente que no es una concepción muy común y que para nada es superior a otras, sino simplemente mucho más adecuada para mí. Pensar que en algún lugar, tal vez cerca de donde yo me encuentro o tal vez muy lejos, hay un niño que duerme en una cuna igual a otras cunas, y que sin embargo, algún día dormirá entre mis brazos, y yo lo llamaré hijo, y él me llamará mamá, y construiremos una relación desde la nada, a través de dudas, de miedos, pero también de mucho amor… no sé, me hace sentir una magia muy especial, y creo que es una experiencia que me gustaría vivir.
También siento esa magia cuando imagino que es mi novia quien se queda embarazada. Una emoción indescriptible me inunda cada vez que me veo acompañándola a las revisiones, a las clases de preparación al parto, cuidándola en sus molestias, atendiendo sus necesidades, cogiendo su mano y sintiendo su esfuerzo y su dolor mientras da a luz a nuestro hijo, durmiendo junto a su cama en el hospital, limpiando la casa para que todo esté listo cuando ellos lleguen, abrazándola por la espalda y ayudándole a sostener a nuestro hijo mientras le da de mamar… En fin, si ella quisiera, pero sólo si ella quisiera, yo estaría encantada de formar parte de esa maravillosa experiencia.
Por todo esto, a veces le digo a mi novia que yo lo que tengo es instinto paternal. Soy una mujer, me gusta serlo y me siento bien con mi cuerpo; pero sinceramente creo que lo que mejor describe mis sentimientos es la idea de ser papá. En mis delirios, incluso, pienso que considerarme un papá ahorraría a mis hijos muchos quebraderos de cabeza, porque tendrían eso que tanto les reclaman, un papá y una mamá, con la única salvedad de que su papá es una mujer. Y así, pasarían la semana previa al día del padre muy atareaditos en el colegio preparando recortables para hacerme muy feliz, muy papá y muy mujer.
Creo que esta idea ha tomado forma también gracias a mi experiencia con mi propio padre. Él siempre ha sido un papá atípico, muy cariñoso, muy cercano y con el que he podido tener una confianza real. Sin embargo, siempre se ha esforzado por mantener una distancia sana conmigo, sabiendo dónde terminaba él y dónde empezaba yo, y la verdad es que, sea papá o mamá finalmente, a mí me gustaría parecerme a él.
Creo que sí, que esta es la familia que me gustaría tener.
Y estaré encantada de tenerla.
5 comentarios:
Yo siempre he tenido ese instinto maternal del que hablas, quiero adoptar, no quiero traer más niños y niñas al mundo mientras existan millones que se preguntan en qué momento y por qué motivos están abandonados a su suerte en un orfanato o similar.
Para mí adoptar en lugar de concebir no es un capricho, casi afirmaría que debería ser una obligación moral, casi nadie (homosexual o heterosexual) se lo plantea, porque de por sí nuestra sociedad es tremendamente egocéntrica y egoísta.
No me considero mejor ni peor que nadie, pero si creo que mi elección es más justa, de eso no cabe duda.
La gente que me rodea quiere tener hijos/as en su vientre para ver después que los ojos azules de él o de ella son heredados, para reconcerse en los labios...¿No es esto un tanto pueril?.
La gente incluso que opta por adoptar elige a niños generalmente rusos o chinos, se ven pocos de piel oscura, suelen ser personas que no pueden concebir por causas como la esterilidad, así que se pelea por un niñito rubio...Tampoco considero esto algo ético.
La niña o el niño o los niños/as que adoptemos mi pareja y yo serán afortunados, amados, respetados, adorados, educados en el rechazo a toda discriminación (sexista, especista, racista...).
Aunque ahora nuestros hijos son Ego y Furo, nuestros pequeños únicos e irrepetibles que llenan nuestros días de risas, arrumacos, siestas... y si algún día llegan otros hijos que sean humanos formaremos todos/as una gran familia que se cuida, protege, ama y divierte.
Un saludo!
uf!!! todo este tema es tan fuerte! al principio pensé que no tendría hijos por ser lesbiana, después cuando tuve pareja quise que ella los tuviera, pero no quiso, entonces pensé en embarazarme yo, pero ella no me lo permitió, ella no quería hijos de ninguna manera... después me separé y pasaron los años pero sin embargo sigo con la idea de alguna vez poder adoptar un hijo, mi sueño sería tener muchos... no sé... por ahora malcrío a nuestros gatos y me transformo en la madre de todo ser viviente que pasa a mi alrededor... el otro día le dije a mi amigo: "subite las medias, no tenés frio?" y se las empecé a subir yo! eso es bien de madre, no?
Yo estoy encantada de leer tu blog, si no te importa te agrego a mis otros reinos conocidos.
Un saludo
A mi también me horroriza que la gente quiera traer hijos al mundo sólo para verse reflejada en ellos después. Es de un egocentrismo atroz, y además, acarrea grandes problemas a esas otras personas que son nuestro hijos, porque después no se les permite desarrollarse en libertad, ya que sus padres se siguen viendo reflejados en ellos y les hacen responsables de su infelicidad (por ejemplo, cuando resulta que aman a las personas de su mismo sexo y eso a los padres les traumatiza porque cuestiona su labor o porque ya no podrán ir exhibiendo a sus hijos por ahí...). Es ASQUEROSO.
Jajaja... jo, Marga, no renuncies a tu instinto por nada ni por nadie. Como me dijiste tú a mí en un comentario, no hay que dejar pasar la llamada de la maternidad NUNCA. Además, tú ya has comprobado por propia experiencia que renunciar a algo por otra persona no merece la pena. Luego esa persona se va y tú te quedas sin nada... Hay decisiones que tenemos que tomar por nosotras mismas, y yo creo que una de ellas es algo tan importante como tener hijos. Además, para adoptar nunca es tarde (o casi).
Gracias por agregarme, Pequeña Chinche, te devolveré la visita tan pronto como pueda :-)
Querida Encantada, tu blog me está descubriendo mi propio mundo. Escribes maravillosamente. Me encantan tus emociones y cómo las transmites. Os mando un abrazo a las dos.
No soy "anónimo", soy María Fernández.
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