Al principio, muchos judíos alemanes no veían a Hitler con malos ojos. Sí, era antisemita, pero traía el orden a una Alemania caótica, y a lo que más miedo tenían los judíos, lo que la historia les había enseñado a temer, eran los desórdenes sociales y las masas de alborotados linchadores. De modo que el Tercer Reich demostró que un sistema metódico y ordenado podía ser aún más atroz que el más completo de los caos.
Lo cierto es que en los primeros tiempos las pobres víctimas inquietaban e irritaban, por su carga de dolor, a mucha gente. Como cuenta Laure Adler, un miembro del Jewish Comité escribió en una carta a un colega: “Los que han sobrevivido no son los más aptos, sino mayoritariamente los judíos más bajos, que mediante la astucia o los instintos animales pudieron escapar”. Y el poeta sionista Hair Nahman dijo lo siguiente: “Huyeron como ratones, se escondieron como chinches y murieron como perros allá donde los encontraban. Eso fue en Europa. Aquí, en Palestina, esto no hubiera ocurrido. Aquí, la tierra de Israel produce un hombre nuevo”.
Hannah Arendt fue menos brutal, pero también pensó, como muchos otros, que las víctimas se dejaron matar como reses. Que su pasividad fue inexplicable. Como si seis millones de muertos pudieran ser el resultado de una pequeña debilidad de carácter. De un modo u otro, parte de la comunidad judía internacional que no vivió el Holocausto tendió en los primeros momentos a culpabilizar a los que lo sufrieron, y tuvo que pasar algún tiempo hasta que se empezó a escuchar de verdad a las víctimas. Probablemente, el Holocausto fue una atrocidad demasiado grande, un infierno que no cabía en la cabeza y que tardó en poder ser asumido. Culpabilizar a las víctimas es una manera de negar el horror y de evitar el pánico que el horror produce.
He aquí otra enseñanza terrible: los humanos somos bastante miserables y, por lo general, las víctimas molestan.
Rosa Montero. Extracto de El País Semanal.
El domingo pasado tuve la suerte de toparme con este artículo, cuya lectura me produjo lo que Jung habría denominado un “acontecimiento sincrónico”. La autora puso voz a una idea que me rondaba desde hacía bastante tiempo, y que gracias a su pie puedo seguir. A pesar de que yo no la aplicaba a la experiencia de los judíos tras el Holocausto, he descubierto que el mecanismo es similar.
Y es que desde hace un tiempo se venía formando en mi mente una nebulosa de ideas relacionadas con la incapacidad de muchas mujeres de aceptar que el patriarcado y su misoginia salvaje son una realidad que funciona desde hace siglos y que sigue funcionando hasta hoy, con total probabilidad de que mañana, a esta misma hora, lo siga haciendo. Creo que cualquier mujer sabe lo que es escuchar a una congénere despotricar sobre el Feminismo, alegando que es una doctrina trasnochada, propia de marimachos y mujeres violentas, que reaccionan contra los hombres al no haber conseguido su cuota de amor por feas, peludas y embrutecidas.
Tratando de comprender el porqué de tamaña ceguera, he llegado a la conclusión de que una de las causas que la producen (no la única, por supuesto) es el horror que conlleva aceptar el horror. Porque resulta infinitamente horrible darse cuenta de que las mujeres somos el grupo más discriminado de la Historia, tanto por el número de afectadas como por la extensión de nuestra situación en el espacio y en el tiempo. Y que esta subordinación, esta perpetua minoría de edad, no se sostiene sólo por la fuerza (lo cual aportaría cierta heroicidad a nuestra resistencia), sino por la ideas que, desde niñas, nos van inoculando en pequeñas dosis hasta que somos capaces de creérnoslas, de hacerlas nuestras, y lo que es peor, de transmitirlas.
Porque es horrible darse cuenta que esas pequeñas cosas que nos suceden a las mujeres todos los días no vienen provocadas por una animadversión personal ni obedecen a un error de cálculo, sino que son fruto de un sistema que nos infravalora, que nos domestica, y que lleva haciéndolo varios milenios. Y que no, que las mujeres no estamos biológicamente determinadas para permanecer en el ámbito de lo privado, ni somos natural o psicológicamente dependientes, ni lloramos más o nos sentimos desgraciadas a causa de nuestro ciclo hormonal. Que todo eso es mentira, o al menos participa mucho más de la mentira de lo que algunas estarían dispuestas a admitir, incluso para sí mismas.
Por desgracia (y aquí llega el redoble que, como lesbianas, esperábamos), creo que esta misma situación tiene lugar entre las personas homosexuales, mujeres y hombres. Así, he tenido la mala suerte de escuchar, de boca de muchos y muchas, que algunos, nunca ellos, son discriminados porque se lo merecen, porque van provocando, porque reivindican lo que no hace falta reivindicar y porque, para colmo, exageran su pluma con el fin de llamar más aún la atención. “Yo nunca me he sentido discriminada”, dicen muchas, “porque yo no voy diciendo por ahí lo que hago en la intimidad”. “Nunca he tenido ningún problema con mis padres”, alegan otras, “y siempre he podido llevar a mi novia a casa como a una amiga más”.
Y no. Ninguna persona se busca una discriminación que depende de una estructura tan grande, que lleva tantos siglos funcionando, y que, por definición, te despoja de tu individualidad para tratarte como miembro de un grupo que considera tan homogéneo como despreciable. La elección personal reside en resistir o en someterse al sistema, pero nunca en granjearse su amistad. Un sistema que discrimina no puede ser amistoso. Nunca.
Claro que es más fácil pensar que a “esa” la discriminan por Ana, por Lucía, por Yolanda, pero no por lesbiana o por mujer; porque mientras tú no seas ni Ana, ni Lucía, ni Yolanda, la apisonadora de la discriminación no te rozará. Pero si formas parte de un grupo etiquetado como “lesbianas” o como “mujeres”, entonces sí, entonces cada ataque va dirigido también a ti, y todas las víctimas de la Historia caen sobre tu espalda porque tú eres una más.
Entiendo este horror que nos paraliza, que nos empuja a buscar culpables entre nosotras mismas, porque la máquina que lo sustenta es tan poderosa que no nos atrevemos a pedirle cuentas. Pero también entiendo que esa no es la solución, que es parte de una estructura perversa que no sólo nos domina, sino que nos hace creer que merecemos esa dominación. Por eso creo que todos deberíamos tomar conciencia, judíos, mujeres, homosexuales, todos, y decir NO.
Encantada de hacerlo así.