domingo, 29 de junio de 2008

Orgullos y contradicciones

Este fin de semana hemos empezado a calentar motores de cara al Orgullo, ya que la manifestación de Madrid tendrá lugar el próximo día 5 de julio. Parece que se pretendía reservar el día de ayer, el histórico 28, para que la gente pudiese manifestarse en sus ciudades, de manera que el próximo sábado todo el mundo viniera a Madrid y así hacer una macromanifestación.

Y es esta situación la que me crea el primer sentimiento contradictorio del día. Por un lado, entiendo que es necesario que la comunidad LGBT de cada lugar se manifieste allí donde vive, porque es allí y no en otra parte donde necesitan visibilidad. También entiendo que la gran manifestación de Madrid es muy importante, porque todos juntos hacemos mucho bulto y mucho ruido y así podemos dar cifras astronómicas para que salgan en los telediarios. Pero a la vez... ¡no sé! El 28 de junio es el 28 de junio, al fin ha dado la casualidad de que cae en sábado, y sin embargo... en Madrid nos castigan sin manifestación. Por otra parte, recuerdo el Euro Pride del año pasado como un evento angustioso, con las calles a rebosar de espectadores, una marea humana que nunca terminabas de saber a lo que iba... y me planteo la necesidad de convocar otra manifestación similar.

Pero bueno, lo que piensas en estos casos es que nada va a convencerte al 100%, así que hay que ir de cualquier manera, hay que moverse, hay que acudir en estos días grandes del Orgullo, es el momento y por eso, mi novia y yo fuimos a tomarnos algo a Chueca el viernes para empaparnos del ambientillo pre-Pride.

Y ahí llega mi segundo sentimiento contradictorio del día. Por la calle iban repartiendo folletos del MADO (Madrid Orgullo), lo cual es siempre una alegría, especialmente cuando te dispones a deleitarte con un montón de actividades supuestamente dirigidas a personas como tú, cuando hojeas un cuadernito repleto de banderas del arco iris, cuando sabes que todo lo que se ofrece forma parte de un festival oficial que, en sí mismo, es un gran logro para una comunidad históricamente perseguida. Pero entonces lo abres y te da como pena fijarte en gran cantidad de publicidad de bebidas alcohólicas que lo adornan, que sabes que han patrocinado el evento pero que te preguntas qué tendrán que ver con ser lesbiana o gay o bisexual o transexual o meramente persona, aunque después empiezas a entenderlo cuando descubres, un año más, que la mayor parte de las actividades que se plantean consisten en ir a un bar de ambiente y escuchar a DJ Nosequién. Y bueno, al fin y al cabo, eso dicen que son las fiestas, beber y bailar, así que casi debería alegrarme de que el MADO no fuera diferente.

El problema es que esa sensación de estar ante algo que deberías sentir como propio y que sin embargo te resulta ajeno se extiende cada vez más a todo el ambiente, de manera que Chueca va dejando de ser un refugio para provocarte cierta estupefacción y cierto malestar. No digo el concepto de barrio rosa, no digo todos los lugares a los que se puede ir, no digo la mayoría de la gente, digo algo difuso, una mirada, un gesto, un ademán, unos precios que te empujan a sentirte diferente otra vez. Y sí, es lo de siempre, la discusión inacabable de la imagen de gay-guapo-guay en la que tú no entras, porque no eres gay, ni eres ese tipo de guapo (¡qué coño!), ni desde luego eres nada que se pueda clasificar como guay, porque no le devuelves a los heteros la imagen de los gays que quieren ver, porque ni siquiera se la devuelves a muchos gays, y entonces parece que no puedas participar de ese Imperio Ultrarrosa que tienen montado y que a ti te relega a un más que modesto lado oscuro.

Pero está bien, no, no, no, no todo es tan malo, porque en las últimas hojas del folleto encuentras algunas actividades culturales: performances a favor de la igualdad de la mujer, un coloquio de mujeres creadoras, unos cuantos cortos y largos de cine lésbico, que te hacen pensar que eres una jodida, que te has dejado seducir por la crítica fácil y que si no mueves el culo para participar de lo que sí sientes que eres parte, es porque no te da la gana.

Así que el sábado estuvimos con unas amigas en el teatro, viendo “Monólogos de bollería fina”, una obra compuesta por tres monólogos de temática lésbica muy divertidos y muy recomendables. Me gustó el ambiente del teatro (con su dosis alternativa y su dosis digna), me gusto el detalle que tuvieron según entrabas a la sala (detalle que no cuento para que otras puedan sorprenderse con él), me gustó sentarme en la butaca rodeada de lesbianas de todos los tipos (la diferencia lógica que se ve cuando muchas lesbianas se juntan) y me gustó la visión de las lesbianas que devolvía la obra, una visión difusa, múltiple, contradictoria, que considero bastante cercana a eso que llaman “la realidad”.

De manera que parece que aún queda sitio para la esperanza. También en el folleto del MADO, que al final del todo, en un espacio muy pequeño pero existente, hicieron una mención al entretenimiento infantil, algo que yo buscaba con avidez y no esperaba encontrar. Porque si tanto defendemos a nuestras familias, ¿se puede saber cuál es su espacio durante estas fiestas del Orgullo?

Pero esta esperanza me crea el tercer y último sentimiento contradictorio del día. Porque me doy cuenta de que no, de que yo no quiero eso. No quiero encontrarme en el ambiente, no quiero encontrarme durante un mes al año, no quiero orgullo sólo durante el Orgullo. Me doy cuenta de que mi vida es el día a día, en mi casa, en mi barrio, en mi trabajo, con mi gente, y no quiero que se abran más espacios para la diferencia, quiero que se abran espacios para el encuentro, para la igualdad, para no esperar ávidamente una fecha ni sentirme impelida a acudir a un evento un solo día, cuando a lo mejor no me apetece, cuando a lo mejor no es el momento, sólo porque no habrá más.

Y lo sé. Sé que la discriminación positiva es necesaria, sé que es un precio que pagamos gustosamente, sé que no está mal y que se necesita, sé que una se siente bien rodeada de personas como tú, cuando se ha organizado algo pensado en ti, cuando sales de la invisibilidad y te conviertes en protagonista. Pero también te sientes bien cuando sencillamente formas parte de la sociedad.

Encantada, sí
... y contradictoria.

jueves, 26 de junio de 2008

Relato sin nombre

Esta es la historia de la madre de la madre de la madre de mi madre; es decir, de mi tatarabuela. Aunque, para no resultar presuntuosa, debería añadir que este es sólo un retazo de su historia, apenas un suspiro, un ligero recuerdo que, afortunadamente, hace unos días mi propia madre decidió legarme.

Ocurrió durante la Guerra Civil, en un pueblo de Zamora, donde residía la familia de mi abuela materna. Por aquella época, mi abuela era una niña y su madre una jovenzuela, así que mi tatarabuela debía de ser una mujer algo entrada en años, aunque no demasiado. Toda su familia era republicana, y como tal se había significado, de manera que a mi tatarabuelo “se lo habían llevado” al poco tiempo de llegar al pueblo los fascistas. Sin embargo, la represión no quedó ahí, y pronto volvieron “a por más”. Esta vez pretendían llevarse también a algunos de los hijos de mi tatarabuela, hermanos de mi abuela, tíos de mi madre. Pero mi tatarabuela lo impidió.

No sé cómo sería aquella mujer, ni cómo se la conocería en el pueblo, ni cómo se mostraría ante los militares, ni cómo cimentaría su argumentación; pero el caso es que la creyeron. La creyeron cuando dijo que sus hijos eran inocentes, la creyeron cuando se autoinculpó de todos los cargos que caían sobre ellos, la creyeron tanto que la hicieron subir al camión destinado a sus hijos, y ellos, que decidieron también creerse sus mentiras, nunca más la volvieron a ver.

Cuando escuché esta historia, una parte de mí pensó que la actuación de mi tatarabuela fue la actuación natural de toda madre que trata de proteger a sus hijos, que es capaz de darles vida pero también de dar su vida por ellos. Por alguna razón inconsciente, proyecté en mi mente la imagen de una madre amantísima, llena de ternura y entrega, abierta siempre a los requerimientos de los demás.

Afortunadamente, otra parte de mí se rebeló ante ello y me recordó que, por encima de su condición de madre o mujer, mi tatarabuela era una persona. Una persona completa, con sus miedos, sus ambiciones, sus instintos naturales de supervivencia, sus proyectos. Una persona que decidió enfrentarse al maltrato, la violación y la muerte para salvar a otros de una pena parecida. Una persona que dejó su casa, que salió con lo puesto, que fue zarandeada y obligada a subir al camión que la conducía a la cárcel, a la celda, al paseíllo, al paredón. Una persona que vio alejarse su hogar, el pueblo donde se crió, su vida, para perderse en cualquier descampado, con un tiro en nosedónde, y acabar en una fosa común.

No puedo decir el nombre de mi tatarabuela porque su nombre, como el de tantas mujeres en la Historia, fue silenciado. Sus hijos, a los que dio la vida dos veces, decidieron olvidarlo. No volvieron a hablar de aquel “suceso” durante generaciones, de manera que lo que ha llegado hasta mis manos es el códice roído de un relato sin cara, sin dignidad, sin nombre. La acción de mi tatarabuela fue la vergüenza de la familia. No se la erigió ningún monumento, no consta en ninguna enciclopedia, no se hacen series ni novelas sobre ella. Ni aunque quisiera buscarla, rastrearla, podría esta tataranieta enervada hallar ni rastro de su persona, pues hasta sus apellidos se perdieron por las vicisitudes del orden en la sucesión.

Un pequeño homenaje, un mínimo altar a su memoria, es todo lo que le puedo ofrecer. A ella como a tantas, cuyas gestas quedan empañadas por el deber de entregarse que se le presupone no a toda persona, sino a toda mujer.

Encantada de que sea su sangre la que ahora me permite devolverle el mínimo aliento que se le debe a su voz.

domingo, 22 de junio de 2008

¿El huevo o la gallina?

Una de mis paradojas preferidas a la hora de explicar el origen de ciertas realidades es la que pregunta: “¿qué fue primero, el huevo o la gallina?”. Y hoy me atrevo a aplicarla a uno de los últimos bastiones del machismo: el que explica la discriminación de la mujer por razones biológicas.

En demasiadas ocasiones me he topado con hombres presuntamente feministas y sobradamente bienintencionados que me han intentado convencer, con muy buenas palabras, de que una mujer no puede ser bombero o tocar la batería debido a las limitaciones “naturales” de su propio cuerpo. Y pongo el ejemplo de estos hombres porque me parece el más significativo: hordas de hombres machistas nos las encontramos todos los días; hordas de mujeres que reniegan del feminismo, también. Pero tener que escuchar cómo hombres que tienen tu respeto insisten en que para extinguir un incendio o ser el baterista de un grupo es necesario contar con una inestimable musculatura masculina, me arrebata toda la confianza en la Humanidad.

Este planteamiento cae en una sencilla falacia de generalización indebida, ya que da por hecho que todos los hombres son fuertes y todas las mujeres son débiles, cuando creo que la mayoría de las personas conocemos casos de hombres débiles corporalmente y mujeres fuertes en el mismo sentido. Todo esto sin tener en cuenta que la fuerza muscular no es lo único que se necesita para desempeñar ciertas tareas: ser bombero o tocar la batería requiere de una técnica y de unos conocimientos que no surgen espontáneamente de los músculos.

Pero a mí me gustaría ir más allá. Dando por hecho incluso que la mayoría de los hombres fueran más fuertes que la mayoría de las mujeres, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Es decir, ¿es la presunta debilidad femenina la que impide a las mujeres realizar ciertas tareas, o fue la discriminación respecto a esas tareas la que provocó que las mujeres no desarrollasen su cuerpo en el sentido de la fortaleza necesaria para llevarlas a cabo?

Si nos fijamos en el mundo animal, no siempre el macho es el fuerte y grande de la especie, sino que, en numerosas ocasiones, realiza un papel subsidiario de la hembra, grande, fuerte e incluso muy agresiva. Y lo que es más: en muchas especies, yo diría que en la mayoría, aunque el macho sea grande no lo es para dominar a la hembra, sino para competir con otros machos en el momento de la procreación; para el resto del año, las hembras, con su tamaño y fortaleza, se bastan y se sobran para defenderse y sacar adelante a sus crías.

Por tanto, si los roles y funciones del tamaño o la fortaleza en los animales son diversos, ¿por qué los nuestros, seres matizables por la cultura, parecen determinados? ¿Por qué el hombre, fuerte y grande, resulta biológicamente idóneo para ciertas actividades, que históricamente han implicado dominación y poder, mientras que el cuerpo de la mujer apunta necesariamente a la exclusión de dichas actividades, y por tanto, a la subordinación? Se podría objetar a esto que ser bombero o tocar la batería son actividades inocuas, pero lo cierto es que no lo son, porque la discriminación de cualquier tipo, aunque se presuponga natural, nunca lo es. También se podría objetar la ausencia de argumentos a favor de la idea que defiendo: ¿acaso si las mujeres entrenasen mucho podrían llegar al nivel muscular de los hombres? Pues resulta que algunos estudios opinan que sí*.

En el caso del deporte, la situación es bien clara. Así, la ventaja de los hombres sobre las mujeres en actividades como el atletismo, donde la base es la acción de correr, se mantiene a lo largo de los años: milenios enteros corriendo detrás de las presas no se pueden suplir con un siglo escaso de entrenamiento. Sin embargo, otras actividades que no han estado ligadas a nuestra supervivencia como especie, arrojan otros resultados: en la natación, por ejemplo, la diferencia entre sexos no sólo es menor, sino que se ha ido reduciendo paulatinamente a lo largo del último siglo. ¿Podrían competir algún día hombres y mujeres en esta disciplina? Probablemente sí, aunque sus cuerpos seguirían presentando la misma morfología que se arguye como traba insalvable para que las mujeres agarren las baquetas.

Ergo: no parece necesario tener un cuerpo de hombre para lograr la plena igualdad, pero resulta imprescindible la creencia en que dicha igualdad es posible y la promoción de un acceso equivalente a las oportunidades de desarrollarla.

Cuando las mujeres dejemos de educarnos en la debilidad, descubriremos la inmensa fortaleza de nuestros cuerpos.

Encantada de intentarlo.


* Marvin Harris, Antropología cultural.

martes, 10 de junio de 2008

Naturalidad, visibilidad, militancia

Pensando sobre la maravillosa idea de vivir fuera del armario en todos los ámbitos de mi vida, especialmente en el trabajo aunque también en la vida cotidiana, se me han ocurrido muchas preguntas (y pocas respuestas) sobre tres términos que, según he escuchado, son la clave para lograrlo: naturalidad, visibilidad, militancia.

El primero lo he escuchado de boca de personas que parecen vivir su homosexualidad como un plácido camino de curiosos malentendidos y explicaciones condescendientes. Cuando se les pregunta cómo han sido capaces de salir del armario en tantos ámbitos y cosechar resultados tan decididamente positivos, suelen responder: “Con mucha naturalidad”, como si fuera nuestra falta de naturalidad lo que crease los problemas. Y no digo que muchas veces no lo sea; porque al fin y al cabo, naturalidad, lo que se decide naturalidad, es un término que no termino de saber lo que significa.

Cuando intento aplicármelo a mi vida, no puedo sino imaginarme una conversación cualquiera en mi trabajo. “¿Qué tal el fin de semana?”. “Bien. ¿Y el tuyo?”. Esta es mi respuesta tipo, que zanja la incómoda circunstancia de un plumazo y ha conseguido que casi ningún compañero me pregunte ya por lo que hago cuando salgo. Así que, pensando en la fórmula mágica, yo intento reconvertirme en un dechado de naturalidad y responder: “Bien, estuve con mi novia en el cine. ¿Y tú?”. Pero por más que me esfuerzo por ver la parte natural del asunto, a mí me parece una respuesta más que violenta. ¿No es necesaria una introducción a priori, no sé, algo para no soltar el bofetón tan de repente? ¿O realmente eso es naturalidad, una cualidad que perdí quién sabe cuándo y que por eso ya no puedo aparentar? Tal vez en algún momento de mi proceso tales dudas me parezcan atrasadas, pero ahora mismo la sola idea de pronunciar la palabra "novia" en el trabajo me provoca una intensa sensación de pérdida de la conciencia y el equilibrio. Vamos, un patatús en toda regla.

Sobre la visibilidad, creo que atisbo a entender lo que significa desde el punto de vista teórico, pero en la práctica me hago tanto lío como con lo anterior. Claro, yo comprendo que la gente que me rodea llegará a ver natural un comentario del tipo “Este fin de semana estuve con mi novia en el cine” una vez que yo me visibilice como lesbiana, es decir, una vez que descubran que las lesbianas no sólo existimos, sino que trabajamos a su lado, que tenemos novias y que vamos al cine con ellas los fines de semana (no todos, pero alguno cae). Y para lograr eso sólo es necesario algún tipo de presentación del asuntillo, un pequeño comentario que se cuela por cualquier resquicio de cualquier conversación, esas palabras que te sacan del armario y ¡zas! ya eres visible, y al poco, hasta te puedes expresar con naturalidad.

La pregunta es: ¿hasta dónde la visibilidad y desde dónde la intimidad? Porque hablar de tu pareja no es lo mismo si esta es del mismo sexo que si no lo es. Querríamos creer que no es así, pero lo cierto es que, para los heteros, hacer un comentario como “Fui al cine con mi mujer” no muestra nada íntimo. Porque se da por hecho que un hombre hetero tiene mujer y una mujer hetero tiene hombre (o coche, o se va de vacaciones a Gandía, o tiene tres hijos), pero nadie da por hecho que las lesbianas y los gays existimos, que trabajamos en cualquier lugar y que también nos gusta expresarnos. Y sí, ya sé, la visibilidad sirve precisamente para romper con esa idea, con esa conducta, con ese hábito falaz, doloroso y excluyente. Pero, ¿qué pasa si yo no quiero ser visible con la petarda (o el petardo) de turno, los mismos con los que no he compartido ningún comentario sobre mi visión del mundo, o mis ideas políticas, o lo que siento ante los problemas que surgen en el trabajo, ni siquiera un chiste, una broma, ni nada más que los buenos días y lo estrictamente necesario, si no quiero tener intimidad con ellos, y por lo tanto, no quiero hablarles de mi orientación sexual? ¿Estoy de alguna manera obligada a ser visible, porque visible se es o no se es y si se escoge, es que algo está fallando, porque una tiene que ser visible 7/24 y si se calla delante de unos y no de otros es que oh-dios-mío ya estamos otra vez en el armario?

Y así llegamos al tercer término, el de militancia. Este no aporta la alegría de “naturalidad”, ni la liberación de “visibilidad”, y encima te carga con la culpa de que, en cierta manera, resulta un deber moral. Pero sus razones tiene. Es decir: yo muchas veces he pensando sobre el hecho de que disfruto de una tolerancia social y una protección legal en las que apenas he contribuido, una tolerancia y una protección por las que otros pelearon, para ellos y también para mí, cuando la situación social y legal era muchísimo peor de lo que es ahora, y que por eso, estoy obligada a seguir luchando, a hacer mi parte para que lo que a todas luces está mal mejore, poner mi granito de arena para conseguir que los que todavía no disfrutan de la mínima parte de lo que tengo yo lo hagan cuanto antes. Y todo esto se ve muy claro cuando te encuentras rodeada de lesbianas y gays, cuando vas a reuniones en las que te inflamas de orgullo, cuando asistes a concentraciones y vitoreas sobre tu dignidad, cuando comentas con tu pareja y tus amigos lo cerca que está ese mundo mejor.

Pero cuando te planteas la posibilidad de que te miren mal por los pasillos, de que cuchicheen a tus espaldas, de que te hagan el vacío, de que la confianza se rompa, de que te insulten e infravaloren, de que te cuestionen como persona debido a tu orientación sexual, cuando piensas en que el dolor que ya conoces se extienda y crezca, que pase de lo íntimo a lo público, que se escape más aún de lo que ya se escapa de tus manos, cuando dejas de sentir el calor de tu comunidad y te encuentras sola ante el pequeño gran drama de tu vida, entonces no queda militancia, ni orgullo, ni dignidad, ni nada. Sólo un fuerte instinto de supervivencia que te hace callar, apretar los dientes y tragar.

Tengo la esperanza más absoluta de que todas estas preguntas se resolverán con el tiempo, y algún día las recordaré con nostalgia y entenderé que todo se resumía a una sola cosa: el miedo. Pero mientras tanto, pienso y pienso en la manera de manejar mi vida y estar fuera del armario, y siento que apenas recuerdo dónde queda la puerta de salida.

No todo es tan fácil como proclaman, aunque entiendo que deban proclamarlo.

Encantada (on the road).

jueves, 5 de junio de 2008

Amazonas

El mito griego de las Amazonas es uno de los más conocidos, especiales y queridos para las mujeres. La historia de este pueblo tiene, además, una base real. Así, se considera probado el parentesco entre el mito y los enterramientos escitas de mujeres guerreras hallados en el año 2003 por Jeannine Davis-Kimball. No obstante, estas mujeres formaban parte de una sociedad regida por hombres, a pesar de lo cual resulta más que interesante la posibilidad de que pudieran ejercer como militares. De cualquier modo, el mito demuestra su gran calado en la percepción de de tribus femeninas y guerreras que recorre el tiempo y el espacio. Uno de los casos más llamativos es el que da nombre al río Amazonas, relatado por Francisco de Orellana, aunque probablemente se tratase también de mujeres guerreras dentro de una sociedad mixta, como en el caso de las escitas.

Sin dejar de lado la importancia de la base real en el mito de las Amazonas, estas han pasado a la historia del arte y de la literatura como mujeres independientes, guerreras, que vivían alejadas de los hombres e incluso se negaban a criarlos, portadoras de arcos y flechas, expertas jinetes, capaces de establecerse como sociedad independiente y bellísimas. Bellísimas incluso a pesar del hecho, no siempre representado como tal en el arte, de que prescindían de uno de sus pechos para poder manejar el arco con mayor agilidad.

De entre todas las afrentas que las Amazonas hacían al patriarcado, creo que esta última es quizá la de mayor significado en el mundo actual. Dedicarse a la guerra no tiene por qué tener hoy el valor que tenía entonces, ya que el pacifismo es una opción incluso más feminista si cabe. Discriminar a los hijos varones, dejando de lado el simbolismo que la acción tenía en origen, sería hoy una crueldad incomprensible. Pero disponer del propio cuerpo, prescindir del erotismo del pecho en aras de un ideal superior son acciones de plena actualidad, ya que una de las batallas que el feminismo aún tiene por ganar se libra todavía en nuestro propio cuerpo, y tiene el cuartel general en nuestros pechos.

El sufrimiento que genera a las mujeres la forma, el tamaño, el color y la presunta funcionalidad erótico-materna de los pechos resulta inconmensurable; pero creo que es aún mayor en el caso de las mujeres que han de prescindir de uno o de ambos pechos. Es algo que me cuesta entender y que, además, me causa un dolor muy profundo: que después de superar un cáncer de mama, o incluso en el camino de luchar contra tan terrible enfermedad, la mujeres pongan por delante de su salud, de la alegría de vivir, de la celebración de su coraje, de su inmensa valentía, la ausencia o presencia de sus pechos.

Muchas mujeres no corren a abrazar a sus parejas para fundirse en el alivio o la esperanza de estar vivas, sino que les miran a través del miedo de no volver a ser aceptadas por un cambio que debería considerarse mínimo en sus cuerpos, especialmente frente a la enfermedad y la amenaza de la muerte. No estoy diciendo que una mujer no tenga derecho a identificarse con sus pechos y que sufra ante su ausencia y se sienta mutilada. Pero considero que detrás de ese sufrimiento se esconde a veces un reduccionismo que condena a la mujer a ser considerada siempre bajo la mirada del otro, que decide cuándo y en qué condiciones puede conservar su dignidad.

Por eso creo que el mito de las Amazonas puede inspirarnos a todas las mujeres, a las que se encuentran y a las que podemos encontrarnos en una situación parecida, recordándonos que, porque somos más que un objeto, somos más que nuestro cuerpo, de manera que nuestra valía personal, la alegría de nuestra existencia, jamás se puede reducir ni a uno ni a nuestros dos pechos. Una mujer no es una mujer porque sus pechos sean hermosos, o grandes, o porque simplemente existan; igual que no lo es por tener hijos, ni porque sus caderas tengan la medida perfecta, o porque su pelo caiga largo y sedoso hasta la cintura. Una mujer es una mujer porque así se considera, porque así se disfruta, porque así lo decide, y como tal, puede decidir también que su valor en la vida no sea el de ser madre, ni esposa, ni compañera sexual. O sí, pero madre también sin hijos biológicos, esposa también sin lazos legales, y compañera sexual también sin pechos.

Las mujeres somos seres maravillosos, en nosotras mismas y en nuestros cuerpos, sean los que sean, sean como sean.

¡Vivan nuestras amazonas!

Encantada.

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