Otra de mis excursiones preferidas fue la que hicimos a San Pedro de Rodas, un impresionante monasterio construido en plena montaña y con unas envidiables vistas al mar.
Mientras paseábamos por sus estancias, se me ocurrió confesarle a mi novia que la vida monástica me resultaba sumamente atractiva. Esta es una confesión recurrente, es decir, que he debido de confesársela cientos de veces durante los cinco años que dura nuestra relación. Así que ella suspiró y con media sonrisa irónica me espetó:
─ ¡Cómo no te a resultar atractiva! ¡Si tú eres como un monje! ¡Siempre metida en casa y estudiando...!
Ante tamaña desfachatez, me veo obligada a explicar qué quiero decir exactamente con eso de que la vida monástica me atrae. A mí lo que me gusta es el silencio, la tranquilidad, la posibilidad de dedicarme a leer, escribir, reflexionar, crear sin más molestia que el trino de los pájaros. Me encanta la idea de encontrarme todos los días el plato sobre la mesa, de que mi rutina esté dictada por el eco de las campanas tañendo sobre el valle, y de tener un huertito cerca donde cavar y ensuciarme las manos cuando me entre la nostalgia de la tierra.
Evidentemente, no deseo dedicar mi vida a rezar y flagelarme, entre otras cosas porque ni siquiera soy creyente. Tampoco quiero vivir encerrada, sin poder viajar y conocer otros mundos, sin poder visitar y ser visitada, sin otra ocupación que la que pudiera desarrollarse entre cuatro monumentales paredes. Y por supuesto, tengo clarísimo que no renunciaría a internet ni por todo el silencio del mundo.
En resumen, que la vida monástica que me atrae en realidad se parece más a una especie de vacaciones pagadas en un lugar recóndito y paradisíaco (¡como tonta!) que a lo que verdaderamente debió de ocurrir en San Pedro de Rodas desde los tiempos medievales hasta que los monjes decidieron que ya estaba bien de ser saqueados cada quince días y que mejor se marchaban a vivir a un lugar un poco menos impresionante pero mucho más seguro. Así que, teniendo en cuenta mis posibilidades reales, me temo que la tan deseada vida monástica tendrá que ser sustituida por unos tapones para los oídos, varios CDs de música ambiente y los pocos ratos que pueda arañarle a una rutina dictada por el eco del despertador. Y cuando me entre nostalgia de la tierra, meteré las manos en mis macetas.
Y como colofón a este compendio de actividades culturales, Dalí.
Desde siempre he querido visitar esta región por ser la cuna de mi pintor preferido. Sin embargo, después de estar allí he de reconocer que le he cogido una manía que cada vez que escucho su nombre me sale como un sarpullido que sólo se mitiga tras permanecer varios días lejos de cualquier camiseta, chapa, taza, bolso, pañuelo, pendientes, cuaderno, lámina, gorrito y cualquier otro elemento perteneciente a lo que más se aprecia de Dalí en Girona: su industria. Espero curarme pronto para poder seguir disfrutando de sus cuadros, pero mucho me temo que el horror por el mito y su explotación nunca me desaparecerá.
Lo que menos me gustó fue el Teatro Museo. Y no por su contenido: interesante, curioso, puro genio; sino por la marea humana que inundaba todas las salas, hasta tal punto de que para poder pararte a admirar un solo cuadro durante apenas 15 segundos, era necesario entregarse a un frenesí de empujones, codazos, pisotones y tirones de pelo que ni el arte más excelso del más excelso artista merecen. Aun así, y como mi mente práctica me empujaba a amortizar la entrada a toda costa, confieso que me dejé caer hasta los niveles más bajos de humanidad y obtuve con ello pequeños flashes de la mayor parte de los cuadros. Mi novia, cuya exquisita educación le impide ciertas bajezas, optó por quedarse en la puerta de cada una de las salas y esperarme pacientemente, mientras se concentraba en no ser empujada para no empujar a su vez a ningún miembro de aquella marea de gente.
Lo cierto es que debimos de sospecharlo mientras esperábamos la inmensa cola, que se movía muy rápido hacia la puerta pero que no mostraba ningún flujo a la inversa: es decir, que entrar, parece que entramos todos, pero salir, no salía ninguno. Y yo me pregunto, ¿sabrán los del Teatro Museo lo que significa “aforo completo”? ¿Habrán reflexionado alguna vez sobre las condiciones necesarias para poder disfrutar un mínimo del arte? ¿Se encontrarán entre sus objetivos alguno más que los referidos al negocio en su más pura esencia…?
De todas formas, esta experiencia nos sirvió para realizar un estudio sociológico callejero cuya tesis pudo ser comprobada in situ: a pesar de tantos siglos de leyenda negra, hoy podemos afirmar que los españoles NO somos los más maleducados de Europa. Y como muestra de todas las maleducancias que tuvimos que sufrir, sólo os diré que pasamos por una experiencia terroríficamente amarga que se quedará grabada en nuestros corazoncitos durante toda la vida. Y es que, mientras esperábamos en la cola… ¡se nos colaron unos franceses! ¡Unos franceses! ¡Franceses de Francia! Las caras de corderitos degollados con las que les miramos dice mucho de nuestros sentimientos encontrados: si hubieran sido españoles, no habríamos dudado en indicarles amablemente que la cola empezaba media hora más atrás; pero ante la visión de sus rubieces y sus ojoazuladas, estas dos morenas sólo pudieron asistir a la caída de un mito. Siempre creímos que los europeos no se colaban. Que los franceses menos que nadie. Que eso era propio del África que empieza en los Pirineos. Y ahora resulta que no, que en Europa… ¡nos colamos todos!
Mi última gran decepción la sufrí en Cadaqués: “el lugar más bonito del mundo”, según Dalí. Y no es que no fuera bonito, que lo era: una bahía pequeña, con sus barcas, sus casas pintadas de blanco y azul, las montañas… Un casco histórico curioso, peatonal: con sus cuestecitas, sus tiendas pequeñas, sus rincones floridos… Pero de la luz que inspiró al genio, del encanto irresistible y de la delicadeza del lugar… pues bueno, yo no encontré mucho rastro. Pueblos como Cadaqués hay muchos en España, y seguramente también en otros países. Que fue este el que vio nacer al genio, pues muy bien, pero después de visitarlo aseguraría que fue Dalí quien creó a Cadaqués y no a la inversa. Que me parece genial, que con su fama y su prestigio cada uno hace lo que quiere: la pena es que los demás nos lo creamos y después comprobemos que nuestras inmensas expectativas no las pueden cubrir lugares con una magia relativa. Y mucho menos cuando lo primero que hacen es obligarte a pagar por un aparcamiento que no has pedido y te recuerdan que para visitar la Casa Museo hay que pedir cita anticipada. ¡Ni tanto ni tan calvo, señores!
En cualquier caso, la industria Dalí no desmerece la belleza de Girona, e incluso diría que ni siquiera le hacía falta a la provincia, por más que sea un filón económico. Sin el genio hubiéramos pasado unas vacaciones igual de bonitas, completas y hermosas, y no hubiéramos dejado de recomendar que se visitara la zona. Y con el genio también, qué remedio.
Encantada.