Hay dos cambios de estación que me sientan de maravilla: el comienzo del otoño y el de la primavera. Y como no sé muy bien qué es lo que tienen en común, solo se me ocurre expresarlo diciendo que me gustan los equinocios.
Me encanta la llegada de las lluvias, los cielos plomizos, los primeros fríos. Me gusta sacar los jerseys del armario, dormir la siesta bajo una manta, contemplar las gotas que mojan mis ventanas, sujetar con las manos un tazón de té caliente. Me hace sentirme melancólica, con ganas de volver a mí misma, de recogerme, de recordarme, de leer, escribir y hacerme una bolita.
Pero también disfruto con el regreso del sol, de los paseos, de las ganas de estar en la calle, del buen tiempo. Me gusta guardar el abrigo, salir por la noche con una chaqueta ligera, destaparme mientras duermo y empezar a ponerme morena. Hace que me sienta viva, con ganas de proyectar, de crear, de iniciar cosas nuevas.
Y aunque todos los años sea lo mismo, todos los años vuelven a ilusionarme los equinocios. Me pongo nerviosa, me emociono, me siento aliviada ante la perspectiva de que nunca fueran a llegar. Siento que el ciclo se renueva, que puedo mantener la esperanza porque siempre me quedará el otoño, porque nunca me faltará la primavera.
Lo único que me entristece es que cada año sean más breves.
¡Dejen de robarnos las estaciones intermedias!