martes, 28 de abril de 2009

Lesbiana (o no)

Leía hace poco que, por lo general, las personas nos sentimos más cómodas cuando podemos explicarnos contando nuestra propia historia que cuando se nos obliga a decirnos adscribiéndonos a una única categoría. Y esto es aplicable también a aquella que pone nombre a nuestra orientación sexual.

Personalmente, he descubierto que una de las cosas que me molesta de decir que soy lesbiana son las interpretaciones restrictivas que algunas personas hacen de esa categoría. Me explico: sólo puedo sentirme cómoda denominándome lesbiana si todo lo que he sido, soy y seré cabe en ese concepto. Y para comprobarlo necesito contrastarlo con el relato de mi historia personal.

Después de recolectar gran cantidad de recuerdos y experiencias de mi infancia y juventud, después de pasarlos también por el tamiz de diferentes tipos de compresión (intelectual, emotiva, discursiva, biográfica y un largo etcétera), he llegado a la conclusión de que mi objeto de deseo romántico y social han sido, la mayor parte del tiempo, los hombres. Es decir: durante más de veinte años de mi vida, me he enamorado de hombres y he deseado que mi pareja fuera un hombre, todo ello aderezado con una ligera erotización de lo masculino. Por las mujeres, no obstante, sentía una intensa atracción física y sexual, atracción profundamente turbadora, que me provocaba un sentimiento cercano a la embriaguez del que creo haber sido siempre consciente. Pero en ese sentimiento no se incluía el amor ni, por supuesto, la deseabilidad social.

Desde hace un lustro, sin embargo, esta experiencia vital ha cambiado, debido, por una parte, a mi curiosidad por explorar el origen (y el alcance) de mi atracción por las mujeres; y por otra, a mi primera experiencia amorosa con una (mi pareja actual). En la misma línea, mis sentimientos por los hombres han ido decreciendo, no de manera inmediata (ni mucho menos), y siempre manteniendo, intermitentemente tal vez, cierta curiosidad por ellos y la misma ligera erotización que sentía con anterioridad.

¿Qué puede pasar de aquí en adelante? Yo creo, sinceramente, que mi camino se va dirigiendo hacia un aumento de la deseabilidad social en relación con las mujeres. Me refiero a que, poco a poco, empiezo a sentir en mí eso que antes me llamaba tanto la atención en otras y que pensaba que no podía estar hecho para mí: la certeza, cada día mayor, de que si volviese a nacer querría nacer de nuevo lesbiana. Empiezo a asumir mi lesbianismo no como un castigo divino o una herencia genética contra la que no se puede luchar, sino como un regalo maravilloso, una oportunidad que la vida me brinda para poder desarrollarme y ser feliz de la manera más hermosa que podría imaginar. Empiezo, creo, a considerar que ser lesbiana no es una mera orientación sexual, sino una opción personal.

¿Puede entonces la categoría lesbiana albergar por completo mi experiencia? ¿Entenderán los demás que, si yo soy lesbiana, esta palabra significa necesariamente todo lo que yo soy? Y si mi futuro no fuera el que creo, ¿en qué momento dejaría de ser lesbiana para, quizás, plantearme si soy o no bisexual? ¿Cómo y dónde se establecen los límites entre ambos conceptos? ¿Los pongo sólo yo o los ponen también los demás?

Si bien la adscripción personal a una u otra categoría depende de numeroso factores, me parece relevante ese sentimiento de comodidad con el concepto que surge especialmente cuando, aparte de constituir una opción, la palabra con la decidimos nombrarnos realmente nos representa. De manera amplia, diversa, pero lo suficientemente significativa como para poder decirnos y decir: “sí, yo soy así”.

Mientras no sintamos eso, mientras no hayamos recorrido esa parte del camino, quizá no merezca la pena esforzarse por aceptar o rechazar una palabra vacía (o con demasiada carga) que otros dicen que somos (o no).

Encantada.

viernes, 24 de abril de 2009

Nu Gua

La supervivencia a través del tiempo del mito chino de Nu Gua es casi un milagro, un pequeño tesoro que debemos conocer, preservar y difundir. Y es que es uno de los pocos en los que una diosa y no un dios crea a los seres humanos.

Como en otros relatos de la creación, Nu Gua había existido desde siempre, gozando del poder de transformarse y transformar otros elementos. Después de mucho tiempo vagando por el mundo en soledad, decidió buscar compañía, creando a los seres humanos. Para ello, se sentó en la orilla de un río y empezó a moldear una figurilla con barro. Cuando la posó en el suelo, una vez terminada, ésta cobró vida de inmediato, bailando y riendo de felicidad. Contagiada de esta alegría, Nu Gua decidió llenar el mundo de otras figurillas similares, para lo cual trabajó hasta el anochecer. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que, por mucho que trabajara del mismo modo, no alcanzaría a crear tantas figurillas como deseaba. Entonces, cogió un tallo de enredadera, lo pasó por el barro y, utilizando su poder, lo hizo girar, de manera que cada gota de barro que salía despedida de la enredadera y tocaba el suelo se transformaba en un ser humano. Y así fue como la diosa Nu Gua logró poblar la Tierra.

En otro mito posterior, la diosa Nu Gua salva al mundo de la destrucción. Después de que dos de los dioses más poderosos se pelearan, uno de los pilares que sujetaban el cielo quedó dañado, provocando terribles inundaciones. Se dice que Nu Gua reparó el daño con su propio cuerpo, aunque en otras versiones utilizó para ello piedras de siete colores, dando origen al arco iris.

Los mitos asociados con la diosa Nu Gua me resultan particularmente hermosos porque en ellos se nos ofrece una diosa creadora muy diferente a otros dioses creadores de diferentes tradiciones. Nu Gua asume su soledad y la combate, se contagia de la alegría de sus propias criaturas, admite sus limitaciones como diosa y las supera con ingenio, cuidando de su creación a pesar de los descuidos de otros dioses.

Por todo ello, creo que su figura es una fuente de reflexión muy valiosa, que nos invita a imaginar otra sociedad basada en otras tradiciones donde no prime el poder despótico, la destrucción y la violencia, sino el cuidado, la compañía y la alegría de vivir y compartir.

Encantada.

lunes, 13 de abril de 2009

Queer de toda la vida

Es curioso. Desde que empecé a oír hablar de la teoría queer hasta hace bien poco, el mensaje que me llegaba era siempre el mismo: lo importante es cuestionar las categorías establecidas, lo importante es darse cuenta de que la categoría “lesbiana” no significa nada, lo importante es pensar que todos somos diversos, fluctuantes, equívocos.

Y no es que no me pareciera bien o no estuviera de acuerdo, pero siempre pensaba que la teoría, tal cual, estaba incompleta. Deconstruir sin ofrecer nada a cambio me resultaba un mero juego de niños: hoy me pongo bigote, mañana digo que yo me enamoro de las personas, al día siguiente me embadurno un brazo de testosterona y, mientras tanto, las estructuras del odio, de la discriminación, de la persecución, de la infelicidad siguen intactas.

Para mí, las categorías pueden ser cuestionables, cambiantes, plurisignificativas; pero, por encima incluso de ello, son útiles. Sin la categoría lesbiana, sin que millones de mujeres en todo el mundo se adscribieran libremente a ella, sin la reivindicación de ese nombre, por muy vacío que esté, por muy difuso que parezca, todavía nos encarcelarían, nos encerrarían en manicomios, nos condenarían a muerte, nos echarían del trabajo, nos marginarían socialmente, nos impedirían mantener relaciones y, por supuesto, no nos podríamos casar ni formar una familia.

Por todo ello, me parecía que la versión de la teoría queer que me llegaba no era más que un juego intelectual que estaba llevándose a cabo, bien desde la huida de la realidad, bien desde una realidad demasiado cómoda. Podía estar de acuerdo en la importancia de reivindicar la diversidad, la multiplicidad de nuestras experiencias, pero no a costa de romper con lo que durante tanto tiempo nos ha dado sentido, con lo que nos ha permitido precisamente pensarnos de maneras tan distintas.

Sin embargo, hace poco descubrí que la teoría queer no se queda simplemente en eso, sino que ofrece una visión positiva (e inteligente, a mi juicio) de las categorías, destacando la importancia de hacer un uso estratégico de ellas. Así, considera que la rentabilidad política y social de palabras como lesbiana hace que no sólo no podamos sino que no debamos prescindir de ellas en nuestra lucha, lucha de carácter social contra las estructuras que nos impiden ser de manera individual pero también y muy especialmente de manera colectiva.

Y es que la homofobia es una construcción social, una gran ola de odio que no se para a valorar cada caso. Por eso, la lucha individualizada desde una concepción radical de la diferencia (que también implica aislamiento) no tiene ningún sentido. Las lesbianas existimos, pero no desde una perspectiva esencial (la lesbiana verdadera, la falsa, la que siempre lo fue, la recién convertida) sino desde una decisión personal, profunda, íntima, política, pragmática y social de aplicarnos libremente esa etiqueta, en nombre de la cual podremos reivindicar una parte muy importante de nosotras mismas, de nuestra forma de vivirnos, de ser.

De hecho, la teoría queer no sólo no huye de las categorías, sino que subraya nuestra adscripción múltiple a todas ellas. Allí donde haya una conceptualización de la realidad, allí encontraremos un nombre con el que llamarnos, un nombre para sernos, para vivirnos, para entendernos y para luchar, un nombre que, a pesar de todo ello, nunca nos representará esencialmente. Y es que las lesbianas no sólo somos lesbianas, sino también mujeres, biológicas o transexuales; trabajadoras, amas de casa, millonarias, paradas, indigentes; somos blancas, negras, orientales, mestizas; pertenecemos a tantas categorías como seamos capaces de pensar y aún más, y porque esas categorías funcionan en la sociedad, debemos tomar conciencia de ellas y hacerlas nuestras, emplearlas a nuestro favor y no dejar que funcionen sin nosotras, sin nuestra interpretación de las mismas, sin nuestra participación, sin nuestra diversidad. Nuestra ignorancia o la negación de la realidad no las destruye, nos las hace más comprehensivas; el juego inocente con ellas las mantiene intactas, incluso nos debilita y las refuerza; considerarlas esenciales e inmutables niega nuestra verdadera existencia y nos condena.

Y sobre todo ello nos hace reflexionar lo que a mi juicio es una versión completa y profunda de la teoría queer.

Encantada de haberlo descubierto.

miércoles, 8 de abril de 2009

Decisiones

Dedicado a A. Daniela, que tan amablemente
me incluyó en el club de futuras mamás.
.
Supongo que tener dudas ante una decisión tan importante y evidentemente definitiva como tener hijos implica más una toma de conciencia ante la magnitud del acontecimiento que algún tipo de señal trascendente que nos avisa de que no se debe ser madre si en algún momento del proceso se dudó. O al menos, esa es mi visión después de reconciliarme con mis propios recelos. Y una de las maneras que me han ayudado a hacerlo ha sido darme cuenta de que, antes de tomar la decisión de tener hijos, ya tomé muchas otras decisiones que los implicaban.

Algunas son decisiones que podríamos denominar estructurales, como por ejemplo, escoger mi profesión y la manera en la que la desempeño. Aparte de que siempre me sentí inclinada a ella, y aunque mis aptitudes también apuntaban en la misma dirección, he de reconocer que, si he buscado la seguridad y la flexibilidad en mi trabajo ha sido porque, desde muy joven, tenía clarísimo que no quería que nada ni nadie coartase mi maternidad.

Y es que la experiencia de las mujeres de mi alrededor me había enseñado que la carrera profesional y el desarrollo de la maternidad suelen estar reñidos. Por eso yo, que tenía la intención de crear una familia numerosa, traté por todos los medios de conseguir un trabajo que me permitiera a mí elegir cuándo y cómo tener a cada uno de mis hijos, sin miedo al despido o a las trabas en la promoción profesional. Y aunque hoy me planteo si mi trabajo me permite el desarrollo de muchas de mis inquietudes, si es suficiente para mi realización personal y profesional, reconozco que, al menos en lo tocante a la maternidad, es estupendo.

Otras decisiones pueden considerarse coyunturales, pero no por ello menos importantes: por ejemplo, la elección del coche que me vi obligada a comprar cuando mi precioso primer bólido quedó inutilizable. Todo el mundo me aconsejaba que me comprase un modelo pequeño, manejable, de ciudad, de mujer. Pero mi autoconcepción de cabeza de familia me impedía pensar en un coche que no pudiera ser calificado, aunque fuera discretamente, de familiar. Por eso, cuando fui a ver el que sería mi futuro coche, no me decidí a comprarlo hasta que no abrí una de las puertas traseras, imaginé un par de sillitas de niño en los asientos, y supe que aquel podía ser el coche de una mamá.

Y aunque estas decisiones pertenecen al pasado, y que se podría argumentar, por tanto, que no implican que hoy en día, después de mis muchas dudas y mi toma de conciencia, todavía quiera ser madre, resulta que mi maternidad potencial sigue condicionando muchas otras decisiones presentes y futuras de gran calado, como por ejemplo, la compra de una casa.

Cuando mi novia y yo decidimos vivir juntas, los criterios que utilizamos para buscar un piso sólo tenían que ver con nosotras: que fuera barato, legal, que tuviera una habitación de estudio, que nos pillara bien a alguna de las dos para ir al trabajo, que tuviera el metro cerca para poder ir al centro, etc. Sin embargo, los que ahora me obsesionan cada vez que buscamos una nueva vivienda no se parecen en nada a aquellos: que tenga colegios cerca, que tenga parques, que se pueda practicar deportes en las inmediaciones, que resulte lo más acogedor posible para una familia homoparental... En fin: nada que me hubiera importado si la casa fuera sólo para nosotras dos.

Por eso creo que, a pesar de mis dudas, lo que me planteo y me replanteo, los impedimentos de alrededor, las dificultades, el miedo... muchas decisiones en mi vida ya han preparado el camino para que algún día sea lo único que mis hijos necesitan que yo sea: su mamá.

Encantada.

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