Leía hace poco que, por lo general, las personas nos sentimos más cómodas cuando podemos explicarnos contando nuestra propia historia que cuando se nos obliga a decirnos adscribiéndonos a una única categoría. Y esto es aplicable también a aquella que pone nombre a nuestra orientación sexual.
Personalmente, he descubierto que una de las cosas que me molesta de decir que soy lesbiana son las interpretaciones restrictivas que algunas personas hacen de esa categoría. Me explico: sólo puedo sentirme cómoda denominándome lesbiana si todo lo que he sido, soy y seré cabe en ese concepto. Y para comprobarlo necesito contrastarlo con el relato de mi historia personal.
Después de recolectar gran cantidad de recuerdos y experiencias de mi infancia y juventud, después de pasarlos también por el tamiz de diferentes tipos de compresión (intelectual, emotiva, discursiva, biográfica y un largo etcétera), he llegado a la conclusión de que mi objeto de deseo romántico y social han sido, la mayor parte del tiempo, los hombres. Es decir: durante más de veinte años de mi vida, me he enamorado de hombres y he deseado que mi pareja fuera un hombre, todo ello aderezado con una ligera erotización de lo masculino. Por las mujeres, no obstante, sentía una intensa atracción física y sexual, atracción profundamente turbadora, que me provocaba un sentimiento cercano a la embriaguez del que creo haber sido siempre consciente. Pero en ese sentimiento no se incluía el amor ni, por supuesto, la deseabilidad social.
Desde hace un lustro, sin embargo, esta experiencia vital ha cambiado, debido, por una parte, a mi curiosidad por explorar el origen (y el alcance) de mi atracción por las mujeres; y por otra, a mi primera experiencia amorosa con una (mi pareja actual). En la misma línea, mis sentimientos por los hombres han ido decreciendo, no de manera inmediata (ni mucho menos), y siempre manteniendo, intermitentemente tal vez, cierta curiosidad por ellos y la misma ligera erotización que sentía con anterioridad.
¿Qué puede pasar de aquí en adelante? Yo creo, sinceramente, que mi camino se va dirigiendo hacia un aumento de la deseabilidad social en relación con las mujeres. Me refiero a que, poco a poco, empiezo a sentir en mí eso que antes me llamaba tanto la atención en otras y que pensaba que no podía estar hecho para mí: la certeza, cada día mayor, de que si volviese a nacer querría nacer de nuevo lesbiana. Empiezo a asumir mi lesbianismo no como un castigo divino o una herencia genética contra la que no se puede luchar, sino como un regalo maravilloso, una oportunidad que la vida me brinda para poder desarrollarme y ser feliz de la manera más hermosa que podría imaginar. Empiezo, creo, a considerar que ser lesbiana no es una mera orientación sexual, sino una opción personal.
¿Puede entonces la categoría lesbiana albergar por completo mi experiencia? ¿Entenderán los demás que, si yo soy lesbiana, esta palabra significa necesariamente todo lo que yo soy? Y si mi futuro no fuera el que creo, ¿en qué momento dejaría de ser lesbiana para, quizás, plantearme si soy o no bisexual? ¿Cómo y dónde se establecen los límites entre ambos conceptos? ¿Los pongo sólo yo o los ponen también los demás?
Si bien la adscripción personal a una u otra categoría depende de numeroso factores, me parece relevante ese sentimiento de comodidad con el concepto que surge especialmente cuando, aparte de constituir una opción, la palabra con la decidimos nombrarnos realmente nos representa. De manera amplia, diversa, pero lo suficientemente significativa como para poder decirnos y decir: “sí, yo soy así”.
Mientras no sintamos eso, mientras no hayamos recorrido esa parte del camino, quizá no merezca la pena esforzarse por aceptar o rechazar una palabra vacía (o con demasiada carga) que otros dicen que somos (o no).
Encantada.
Personalmente, he descubierto que una de las cosas que me molesta de decir que soy lesbiana son las interpretaciones restrictivas que algunas personas hacen de esa categoría. Me explico: sólo puedo sentirme cómoda denominándome lesbiana si todo lo que he sido, soy y seré cabe en ese concepto. Y para comprobarlo necesito contrastarlo con el relato de mi historia personal.
Después de recolectar gran cantidad de recuerdos y experiencias de mi infancia y juventud, después de pasarlos también por el tamiz de diferentes tipos de compresión (intelectual, emotiva, discursiva, biográfica y un largo etcétera), he llegado a la conclusión de que mi objeto de deseo romántico y social han sido, la mayor parte del tiempo, los hombres. Es decir: durante más de veinte años de mi vida, me he enamorado de hombres y he deseado que mi pareja fuera un hombre, todo ello aderezado con una ligera erotización de lo masculino. Por las mujeres, no obstante, sentía una intensa atracción física y sexual, atracción profundamente turbadora, que me provocaba un sentimiento cercano a la embriaguez del que creo haber sido siempre consciente. Pero en ese sentimiento no se incluía el amor ni, por supuesto, la deseabilidad social.
Desde hace un lustro, sin embargo, esta experiencia vital ha cambiado, debido, por una parte, a mi curiosidad por explorar el origen (y el alcance) de mi atracción por las mujeres; y por otra, a mi primera experiencia amorosa con una (mi pareja actual). En la misma línea, mis sentimientos por los hombres han ido decreciendo, no de manera inmediata (ni mucho menos), y siempre manteniendo, intermitentemente tal vez, cierta curiosidad por ellos y la misma ligera erotización que sentía con anterioridad.
¿Qué puede pasar de aquí en adelante? Yo creo, sinceramente, que mi camino se va dirigiendo hacia un aumento de la deseabilidad social en relación con las mujeres. Me refiero a que, poco a poco, empiezo a sentir en mí eso que antes me llamaba tanto la atención en otras y que pensaba que no podía estar hecho para mí: la certeza, cada día mayor, de que si volviese a nacer querría nacer de nuevo lesbiana. Empiezo a asumir mi lesbianismo no como un castigo divino o una herencia genética contra la que no se puede luchar, sino como un regalo maravilloso, una oportunidad que la vida me brinda para poder desarrollarme y ser feliz de la manera más hermosa que podría imaginar. Empiezo, creo, a considerar que ser lesbiana no es una mera orientación sexual, sino una opción personal.
¿Puede entonces la categoría lesbiana albergar por completo mi experiencia? ¿Entenderán los demás que, si yo soy lesbiana, esta palabra significa necesariamente todo lo que yo soy? Y si mi futuro no fuera el que creo, ¿en qué momento dejaría de ser lesbiana para, quizás, plantearme si soy o no bisexual? ¿Cómo y dónde se establecen los límites entre ambos conceptos? ¿Los pongo sólo yo o los ponen también los demás?
Si bien la adscripción personal a una u otra categoría depende de numeroso factores, me parece relevante ese sentimiento de comodidad con el concepto que surge especialmente cuando, aparte de constituir una opción, la palabra con la decidimos nombrarnos realmente nos representa. De manera amplia, diversa, pero lo suficientemente significativa como para poder decirnos y decir: “sí, yo soy así”.
Mientras no sintamos eso, mientras no hayamos recorrido esa parte del camino, quizá no merezca la pena esforzarse por aceptar o rechazar una palabra vacía (o con demasiada carga) que otros dicen que somos (o no).
Encantada.