Con motivo de la celebración del 17 de mayo, me gustaría hacer mención a un tipo de homofobia que, en ocasiones, las propias personas homosexuales nos olvidamos de combatir: la homofobia interiorizada.
Esta homofobia tiene su origen en la interacción entre nuestro yo interior y la vida en sociedad. Desde nuestra infancia, millones de mensajes (subliminales en el mejor de los casos, explícitos muy comúnmente) nos advierten de que tener una sexualidad diferente a la heteronormativa es negativo. Puede que esa negatividad se exprese en forma de pecado, de falta moral, de enfermedad, de depravación; pero, en cualquier caso, la idea de fondo es semejante.
Muchas veces, no es necesario que nadie nos diga nada, ni siquiera tenemos que oír hablar de la existencia de una sexualidad diferente para aprender a temerla y, a partir de este temor, defendernos de ella odiándola. Las propias estructuras que vertebran nuestra sociedad se encargan de generarnos esas emociones: todo el mundo tiene papá y mamá, abuelos y abuelas, tíos y tías; todas las películas, libros, canciones están protagonizadas por parejas heterosexuales; nuestro futuro, por tanto, debe ser y será el mismo, el único. Lo que nos muestran como normal nos introduce sin preguntarnos en la esfera de lo normativo, ocultándonos información, negándonos una visión completa de la realidad.
Por eso, cuando descubrimos que la realidad puede ser diferente, y que esa diferencia la provocamos nosotros, el miedo a lo desconocido puede llegar a convertirse en rechazo y odio por lo que pudiera ser nuestra vida, por la experiencia de nuestro verdadero yo. El sufrimiento atroz que esta contradicción conlleva nos empuja a minimizarlo acudiendo a diversos razonamientos que, a corto plazo, resultan paliativos: que me guste tener relaciones sexuales con alguien de mi propio sexo no me convierte en homosexual; yo me enamoro de las personas y que mis parejas siempre hayan sido de mi mismo sexo es pura casualidad; aunque mantenga una relación estable con alguien de mi propio sexo soy heterosexual; que alguna vez haya tenido una relación heterosexual implica que no puedo ser homosexual; etc.
Considero que el caso de la homofobia interiorizada debe ser tratado como cualquier otro tipo de homofobia: problematizando ésta y no la homosexualidad. Sin embargo, muchas personas que la sufren confunden estos términos y creen que su malestar proviene de su condición sexual y no del odio hacia ellas mismas que las estructuras sociales les han transmitido durante años, y que probablemente les siguen transmitiendo. Este cambio de perspectiva, no obstante, parece ser la clave para instalarse en el camino de superar el odio y caminar hacia la aceptación.
Por nuestra propia salud, recordemos que la homofobia interiorizada también se puede curar.
Encantada de contribuir a su desaparición.
Esta homofobia tiene su origen en la interacción entre nuestro yo interior y la vida en sociedad. Desde nuestra infancia, millones de mensajes (subliminales en el mejor de los casos, explícitos muy comúnmente) nos advierten de que tener una sexualidad diferente a la heteronormativa es negativo. Puede que esa negatividad se exprese en forma de pecado, de falta moral, de enfermedad, de depravación; pero, en cualquier caso, la idea de fondo es semejante.
Muchas veces, no es necesario que nadie nos diga nada, ni siquiera tenemos que oír hablar de la existencia de una sexualidad diferente para aprender a temerla y, a partir de este temor, defendernos de ella odiándola. Las propias estructuras que vertebran nuestra sociedad se encargan de generarnos esas emociones: todo el mundo tiene papá y mamá, abuelos y abuelas, tíos y tías; todas las películas, libros, canciones están protagonizadas por parejas heterosexuales; nuestro futuro, por tanto, debe ser y será el mismo, el único. Lo que nos muestran como normal nos introduce sin preguntarnos en la esfera de lo normativo, ocultándonos información, negándonos una visión completa de la realidad.
Por eso, cuando descubrimos que la realidad puede ser diferente, y que esa diferencia la provocamos nosotros, el miedo a lo desconocido puede llegar a convertirse en rechazo y odio por lo que pudiera ser nuestra vida, por la experiencia de nuestro verdadero yo. El sufrimiento atroz que esta contradicción conlleva nos empuja a minimizarlo acudiendo a diversos razonamientos que, a corto plazo, resultan paliativos: que me guste tener relaciones sexuales con alguien de mi propio sexo no me convierte en homosexual; yo me enamoro de las personas y que mis parejas siempre hayan sido de mi mismo sexo es pura casualidad; aunque mantenga una relación estable con alguien de mi propio sexo soy heterosexual; que alguna vez haya tenido una relación heterosexual implica que no puedo ser homosexual; etc.
Considero que el caso de la homofobia interiorizada debe ser tratado como cualquier otro tipo de homofobia: problematizando ésta y no la homosexualidad. Sin embargo, muchas personas que la sufren confunden estos términos y creen que su malestar proviene de su condición sexual y no del odio hacia ellas mismas que las estructuras sociales les han transmitido durante años, y que probablemente les siguen transmitiendo. Este cambio de perspectiva, no obstante, parece ser la clave para instalarse en el camino de superar el odio y caminar hacia la aceptación.
Por nuestra propia salud, recordemos que la homofobia interiorizada también se puede curar.
Encantada de contribuir a su desaparición.