La primera vez que me llamé a mí misma lesbiana iba en un avión.
Desde hacía algunos meses, varios acontecimientos, quién sabe si fortuitos, estaban ayudando a que algo en mi interior se desperezase lentamente, frotándose los ojos, estirando los brazos, bostezando y dándose los buenos días:
− Eres lesbiana.
Aunque nunca me lo había planteado seriamente, por más que sospechase, la primera vez que me lo dije sonó natural. Fue como si en una partida de Tetris todas las piezas cayesen a la vez y encajaran. Algo en mi cerebro hizo “clic”, un “clic” muy suave, delicado, nada parecido a un terremoto, y eso fue todo. Después miré a un par de chicas mientras corría para no perder el avión siguiente, y lo comprobé. Estaba claro. No tenía ninguna explicación lógica pero así era. Y tal vez siempre había sido así.
La segunda vez que me llamé a mí misma lesbiana participaba en una terapia de grupo.
Habían pasado muchos meses y la intuición dejó paso, poco a poco, a la razón. Tratar de explicar y de explicarme me había hecho dudar de lo que en mi interior parecía comprobado. No tenía respuestas para casi nada, sólo podía repetir que era así y que estaba bien, pero fue difícil resistir y la falta de argumentos hizo que mis intuiciones sucumbieran. Las condiciones de los demás se impusieron y tuve que renunciar a mi nombre, el que yo misma me había dado, a cambio de absolutamente nada, aparte de la confusión y la inseguridad.
Así que allí estaba yo, en un grupo de lesbianas sin considerarme yo misma lesbiana, porque no podía, porque no cumplía las condiciones que otros me habían dicho que tenía que cumplir, porque llamarme lesbiana no era lógico y sólo lo lógico tiene cabida en un mundo como el nuestro. Pero aquel día fue diferente, sentí náuseas y ganas de llorar, algo quería escaparse de mis adentros y no tenía tiempo que perder.
− Soy lesbiana.
Lo dije con un hilo de voz. Me lo dije a mí misma por segunda vez y se lo confirmé a los demás. Entonces mis compañeras me aplaudieron y yo sonreí.
Porque eso es lo importante. Más alto o más bajo, más seguras o sin ninguna seguridad, ponednos el nombre que nostras elijamos y sonreír.
Encantada.
Desde hacía algunos meses, varios acontecimientos, quién sabe si fortuitos, estaban ayudando a que algo en mi interior se desperezase lentamente, frotándose los ojos, estirando los brazos, bostezando y dándose los buenos días:
− Eres lesbiana.
Aunque nunca me lo había planteado seriamente, por más que sospechase, la primera vez que me lo dije sonó natural. Fue como si en una partida de Tetris todas las piezas cayesen a la vez y encajaran. Algo en mi cerebro hizo “clic”, un “clic” muy suave, delicado, nada parecido a un terremoto, y eso fue todo. Después miré a un par de chicas mientras corría para no perder el avión siguiente, y lo comprobé. Estaba claro. No tenía ninguna explicación lógica pero así era. Y tal vez siempre había sido así.
La segunda vez que me llamé a mí misma lesbiana participaba en una terapia de grupo.
Habían pasado muchos meses y la intuición dejó paso, poco a poco, a la razón. Tratar de explicar y de explicarme me había hecho dudar de lo que en mi interior parecía comprobado. No tenía respuestas para casi nada, sólo podía repetir que era así y que estaba bien, pero fue difícil resistir y la falta de argumentos hizo que mis intuiciones sucumbieran. Las condiciones de los demás se impusieron y tuve que renunciar a mi nombre, el que yo misma me había dado, a cambio de absolutamente nada, aparte de la confusión y la inseguridad.
Así que allí estaba yo, en un grupo de lesbianas sin considerarme yo misma lesbiana, porque no podía, porque no cumplía las condiciones que otros me habían dicho que tenía que cumplir, porque llamarme lesbiana no era lógico y sólo lo lógico tiene cabida en un mundo como el nuestro. Pero aquel día fue diferente, sentí náuseas y ganas de llorar, algo quería escaparse de mis adentros y no tenía tiempo que perder.
− Soy lesbiana.
Lo dije con un hilo de voz. Me lo dije a mí misma por segunda vez y se lo confirmé a los demás. Entonces mis compañeras me aplaudieron y yo sonreí.
Porque eso es lo importante. Más alto o más bajo, más seguras o sin ninguna seguridad, ponednos el nombre que nostras elijamos y sonreír.
Encantada.