Mi novia y yo empezamos a buscar casa a principios de verano. Antes siempre andábamos mirando pisos por internet, comprobando que eso del desplome de los precios que decían cada día en televisión era mentira, haciéndonos a la idea de cómo podría ser el piso de nuestros sueños y tratando de adecuar esa idea a la cruda realidad. Pero en verano tomamos la decisión, buscaríamos un piso en serio y lo compraríamos, si todo iba bien.
Entonces empezamos a patearnos las calles, reunimos información sobre hipotecas, pasamos horas y horas en internet haciendo búsquedas compulsivas, visitamos varios pisos, hablamos con dueños y agencias, negociamos, revisamos las ofertas de los bancos, las subastas, examinamos nuestras conciencias y nuestros extractos bancarios, asistimos a salones inmobiliarios, empleamos el pensamiento creativo para buscar alternativas, y en tres meses llegó la desesperanza.
Los barrios que nos gustaban eran muy caros, los pisos viejos, necesitados de una reforma integral que no teníamos ni dinero ni ganas ni conocimientos para emprender. Los pisos nuevos eran más caros todavía, y los asequibles nos los entregarían poco antes de que llegásemos a la jubilación, si de hecho eran construidos. Nos habíamos dejado la ilusión en los buscadores virtuales, conocíamos ya todas las ofertas del mercado y el piso que imaginábamos se lo había concedido el ayuntamiento a una amiga de una amiga (¡maldita!). Lo pero es que habíamos visto tantos, tantísimos, que nos sentíamos incapaces de discriminar cuál sería el nuestro. ¿Cómo íbamos a saberlo, si todos nos parecían iguales?
El caso es que lo supimos. Cambiamos de barrios, de expectativas, ajustamos el presupuesto a la realidad de nuestras nóminas, respiramos hondo y seguimos buscando. Un poquito hoy, un poquito mañana, sin atrevernos a visitar ninguno para no acumular decepciones. Hasta que un día, de pronto, un soplo de viento fresco nos animó a contactar con los dueños de varios pisos, y uno de ellos nos devolvió la llamada.
Nos plantamos en la casa sin ningún pálpito anticipatorio. El dueño era majo y la casa estaba bien: tenía, como todas, puntos en contra y puntos a favor. Dimos una vuelta, nos fijamos en lo que pudimos y nos marchamos, diciéndole al dueño lo que a todos los anteriores: que si nos decidíamos, nos pondríamos en contacto.
Pasaron varias semanas en las que nos dimos cuenta de que la casa iba ganando puntos a favor y perdiendo puntos en contra. No había que hacerle reforma, tenía terraza y ascensor (¡al fin!), el precio era asequible y, sobre todo, era especial. Personalmente, me siento atraída por las casas especiales, por las que tienen una distribución diferente, y esta la tenía. Así que, sin prisa pero sin pausa, volvimos a llamar. No sabíamos si, con el tiempo que había pasado, habrían vendido la casa o todavía estaría esperándonos. Yo pensaba que, si ese piso estaba en nuestro destino, no se nos habría adelantado ningún otro comprador. Y así fue.
Ya hemos dado la señal y llevado los papeles al banco.
Entonces empezamos a patearnos las calles, reunimos información sobre hipotecas, pasamos horas y horas en internet haciendo búsquedas compulsivas, visitamos varios pisos, hablamos con dueños y agencias, negociamos, revisamos las ofertas de los bancos, las subastas, examinamos nuestras conciencias y nuestros extractos bancarios, asistimos a salones inmobiliarios, empleamos el pensamiento creativo para buscar alternativas, y en tres meses llegó la desesperanza.
Los barrios que nos gustaban eran muy caros, los pisos viejos, necesitados de una reforma integral que no teníamos ni dinero ni ganas ni conocimientos para emprender. Los pisos nuevos eran más caros todavía, y los asequibles nos los entregarían poco antes de que llegásemos a la jubilación, si de hecho eran construidos. Nos habíamos dejado la ilusión en los buscadores virtuales, conocíamos ya todas las ofertas del mercado y el piso que imaginábamos se lo había concedido el ayuntamiento a una amiga de una amiga (¡maldita!). Lo pero es que habíamos visto tantos, tantísimos, que nos sentíamos incapaces de discriminar cuál sería el nuestro. ¿Cómo íbamos a saberlo, si todos nos parecían iguales?
El caso es que lo supimos. Cambiamos de barrios, de expectativas, ajustamos el presupuesto a la realidad de nuestras nóminas, respiramos hondo y seguimos buscando. Un poquito hoy, un poquito mañana, sin atrevernos a visitar ninguno para no acumular decepciones. Hasta que un día, de pronto, un soplo de viento fresco nos animó a contactar con los dueños de varios pisos, y uno de ellos nos devolvió la llamada.
Nos plantamos en la casa sin ningún pálpito anticipatorio. El dueño era majo y la casa estaba bien: tenía, como todas, puntos en contra y puntos a favor. Dimos una vuelta, nos fijamos en lo que pudimos y nos marchamos, diciéndole al dueño lo que a todos los anteriores: que si nos decidíamos, nos pondríamos en contacto.
Pasaron varias semanas en las que nos dimos cuenta de que la casa iba ganando puntos a favor y perdiendo puntos en contra. No había que hacerle reforma, tenía terraza y ascensor (¡al fin!), el precio era asequible y, sobre todo, era especial. Personalmente, me siento atraída por las casas especiales, por las que tienen una distribución diferente, y esta la tenía. Así que, sin prisa pero sin pausa, volvimos a llamar. No sabíamos si, con el tiempo que había pasado, habrían vendido la casa o todavía estaría esperándonos. Yo pensaba que, si ese piso estaba en nuestro destino, no se nos habría adelantado ningún otro comprador. Y así fue.
Ya hemos dado la señal y llevado los papeles al banco.
¡Al fin vamos a comprarnos nuestro propio piso!
Y las ideas negativas que durante seis meses poblaron mi cerebro se disolvieron como por arte de magia.
¡Encantada!
Y las ideas negativas que durante seis meses poblaron mi cerebro se disolvieron como por arte de magia.
¡Encantada!