Una de las herencias más preciadas que he recibido por vía matrilineal es la del gusto por las plantas. A mi abuela le gustaban, a mi madre le gustan, y a mí, desde hace poco, aunque suficiente, también.
Mi abuela solía tener su casa llena de plantas, y además, regalaba a los vecinos el fruto de su creatividad poniendo algunas plantas en el descansillo. Era un pasillo largo, adornado con grandes cristales, donde mi abuela cuidaba sus plantas sin pedir a cambio siquiera un bien merecido reconocimiento.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que un vecino se quejara de que el descansillo era un lugar común y que mi abuela no tenía derecho a colocar allí sus estupideces. Después de grandes broncas sin sentido, y a falta de palabras para explicar que no trataba de invadir, sino de regalar, mi abuela tuvo que recoger sus plantas y dejar el descansillo vacío, envuelta por la tristeza y la impotencia que ella expresaba destilando una mala leche sin par.
Muchas veces he pensado en la injusticia que mi abuela tuvo que sufrir, y en cómo el fruto del trabajo desinteresado, amable y entusiasta de las mujeres es tantas veces desechado sin la más mínima sensibilidad.
Mi madre también llena su casa de plantas, aunque desistió pronto de intentar lo mismo en el descansillo después del precedente tan nefasto de mi abuela. Sin embargo, no por ello ha dejado de ofrecer su creatividad, regalando esquejes, pétalos y macetas por doquier. Por si esto no fuera suficiente, la he visto arrastrar grandes macetas hasta su oficina para decorarla con ellas y alegrarles el día a los demás. A pesar del gran valor simbólico de estos regalos, no siempre son bien recibidos, pues una planta cualquiera apenas puede competir en valor con ese tipo de cosas que salen del bolsillo, no del corazón.
Pero mi madre regala vida, el fruto de su trabajo, lo que ella misma ha ayudado a crecer con sus propias manos, tal y como millones de mujeres hacen cada día, a lo largo de sus vidas, sin que se le dé el más mínimo valor, cuando es un trabajo tan valioso que ni todo el oro del mundo lo podría pagar.
En cuanto a mí, apenas he comenzado mi afición a través de un bonsái, un cactus y las macetas que planeo poner en la terraza de la casa que espero compartir con mi novia. Sin embargo, ese incipiente contacto con la tierra, el tacto de las hojas, la acción de regar cada día, me han aportado sobrada cantidad de paz y armonía como para reconocer que mi afición no hará sino crecer. Tal vez debido a las experiencias de mis predecesoras, no aspiro a compartir mi creatividad con los demás, sino que la realizo por puro placer egoísta. A pesar de ello, tengo ya en mi haber numerosos regalos de flores y plantas, lo que acredita cierto altruismo, incluso a mi pesar.
Regalar una planta es regalar una vida, una oportunidad, una esperanza, una ilusión.
Las mujeres las regalamos cada día, y tal vez pronto el mundo lo comprenderá.
Encantada de verlo ocurrir.
Mi abuela solía tener su casa llena de plantas, y además, regalaba a los vecinos el fruto de su creatividad poniendo algunas plantas en el descansillo. Era un pasillo largo, adornado con grandes cristales, donde mi abuela cuidaba sus plantas sin pedir a cambio siquiera un bien merecido reconocimiento.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que un vecino se quejara de que el descansillo era un lugar común y que mi abuela no tenía derecho a colocar allí sus estupideces. Después de grandes broncas sin sentido, y a falta de palabras para explicar que no trataba de invadir, sino de regalar, mi abuela tuvo que recoger sus plantas y dejar el descansillo vacío, envuelta por la tristeza y la impotencia que ella expresaba destilando una mala leche sin par.
Muchas veces he pensado en la injusticia que mi abuela tuvo que sufrir, y en cómo el fruto del trabajo desinteresado, amable y entusiasta de las mujeres es tantas veces desechado sin la más mínima sensibilidad.
Mi madre también llena su casa de plantas, aunque desistió pronto de intentar lo mismo en el descansillo después del precedente tan nefasto de mi abuela. Sin embargo, no por ello ha dejado de ofrecer su creatividad, regalando esquejes, pétalos y macetas por doquier. Por si esto no fuera suficiente, la he visto arrastrar grandes macetas hasta su oficina para decorarla con ellas y alegrarles el día a los demás. A pesar del gran valor simbólico de estos regalos, no siempre son bien recibidos, pues una planta cualquiera apenas puede competir en valor con ese tipo de cosas que salen del bolsillo, no del corazón.
Pero mi madre regala vida, el fruto de su trabajo, lo que ella misma ha ayudado a crecer con sus propias manos, tal y como millones de mujeres hacen cada día, a lo largo de sus vidas, sin que se le dé el más mínimo valor, cuando es un trabajo tan valioso que ni todo el oro del mundo lo podría pagar.
En cuanto a mí, apenas he comenzado mi afición a través de un bonsái, un cactus y las macetas que planeo poner en la terraza de la casa que espero compartir con mi novia. Sin embargo, ese incipiente contacto con la tierra, el tacto de las hojas, la acción de regar cada día, me han aportado sobrada cantidad de paz y armonía como para reconocer que mi afición no hará sino crecer. Tal vez debido a las experiencias de mis predecesoras, no aspiro a compartir mi creatividad con los demás, sino que la realizo por puro placer egoísta. A pesar de ello, tengo ya en mi haber numerosos regalos de flores y plantas, lo que acredita cierto altruismo, incluso a mi pesar.
Regalar una planta es regalar una vida, una oportunidad, una esperanza, una ilusión.
Las mujeres las regalamos cada día, y tal vez pronto el mundo lo comprenderá.
Encantada de verlo ocurrir.