Una de las actitudes que más me duele dentro del ambiente homosexual es la plumofobia. Me duele ver cómo tanta gente que ha sufrido personalmente una discriminación determinada es capaces de perpetuar otra que, aunque insista en negarlo, comparte con la anterior una misma raíz. La marginación de las personas no heterosexuales, así como la marginación de quienes no se ajustan a unos patrones de género preestablecidos, beben ambas de las fuentes de un patriarcado que no nos mostrará clemencia por muchos esfuerzos que realicemos para matizar nuestras “desviaciones” y llevarnos bien con él.
Claro que tampoco me convence la opción que se podría considerar contraria: la de quienes defienden que la pluma es una parte esencial de su personalidad, como si llevar deportivas o maquillarse fuera algo prescrito desde nuestro código genético.
El hábito no hace al monje, y por eso yo creo que la pluma es algo de quita y pon.
Lo cual no quiere decir que mostrar o no pluma en un momento u otro de nuestras vidas, en una actividad cotidiana u otra, con unas personas o con otras, no tenga un significado profundo que no determina pero sí condiciona nuestra actuación. Porque lo más importante de la pluma no es ella misma, sino su significado.
En mi experiencia vital, he tenido una relación fluctuante con mi pluma, una relación llena de significado que hace que mi pluma no haya sido casual, pero tampoco parte determinante de mi herencia biológica. Y aunque esta es una teoría personal salida de mi propia experiencia, tengo la osadía de pensar que se podría aplicar de manera general.
Cuando era muy pequeña, y todavía no había adquirido las estructuras mentales de qué es un hombre y qué es una mujer, vivía de manera natural el hecho de tener pluma. No me sentía mal por ello porque aún no comprendía que existían reglas sociales que lo sancionaban. Simplemente, se ajustaba de manera natural a mi personalidad, la cual reunía muchas otras características que con el tiempo sabría que eran consideradas como masculinas, y que yo vivía con gran orgullo y sin pizca de remordimiento.
Alrededor de los seis años, cuando empecé a entender que en la sociedad había normas y creí, según las posibilidades que mi nivel de desarrollo me brindaba, que esas normas eran incontestables debido a su bondad esencial, mi fluir natural se colapsó y mi pluma desapareció de manera repentina. Dejé de lado muchas de mis actitudes masculinas, pero no como resultado de una reflexión consciente acerca de lo que está bien y lo que está mal, muy lejos de mis capacidades, sino como un efecto no buscado y conseguido; como cuando un niño es capaz de meter el triángulo en el agujero circular sólo porque el círculo es mayor sin darse cuenta de que la pieza no es la que se pedía.
Esta situación, no obstante, duró muy poco. Alrededor de los nueve años, quizá antes, recuperé mi pluma, pero con un nuevo matiz. Yo ya sabía que mis actitudes masculinas, entre las cuales mi obcecación por llevar pantalones era sólo una más, eran consideradas por otras personas, algunas de mi misma edad, como algo que estaba mal, que no era adecuado en una niña como yo. Por eso mi pluma dejó de ser simplemente algo que fluía conmigo para pasar a ser una actitud contestataria. Mi pluma se oponía entonces a la no-pluma de muchas de las niñas que me rodeaban, iba acompañada de cierto rencor y desprecio por aquello que yo no era y que nunca podría ser, y me acercaba por primera vez a los niños, que hasta ese momento no eran un grupo diferenciado y que poco a poco fui identificando como aquellos que, de alguna manera, eran como yo.
Con la llegada de la pubertad, nuevamente, mi relación con la pluma varió. Las chicas y los chicos se separaron en dos compartimentos estancos que se atraían y repelían con una fuerza brutal. Ya no era fácil ver en los chicos a unos semejantes, porque ellos ya no me reconocían como tal y sus actitudes sexuales me eran ajenas, mientras que las chicas me resultaban un poco más amables y su compañía ya no me era tan odiosa. Pero, por encima de todo esto, lo que me hizo abandonar la pluma de nuevo fue la necesidad de forzar mi posicionamiento sexual. Ser capaz de atraer al sexo opuesto se convirtió en la mayor virtud, y todas las chicas sabíamos qué resultaba atractivo y qué no. En esos años tan sensibles, para mí fue más importante ganar cierto prestigio, asegurándome la supervivencia en sociedad, que mantener mis anteriores actitudes contestatarias o atreverme a cuestionar mi orientación sexual.
Poco a poco, sin embargo, mi relación con la pluma se fue haciendo más específica. Es decir: yo sabía en qué contextos podía permitirme algo más de pluma y en qué contextos no. Lo cual se traducía en salir los fines de semana pintada como una puerta e ir a clase a diario con una camiseta siete tallas mayor. Sólo me importaba ser “femenina” para atraer a los chicos; era un medio, no un fin. Ajustaba bastante mal con mi personalidad, pero me valía para conseguir mis logros, así que lo utilizaba de manera ejemplar.
Mi feminidad se relajó, no obstante, cuando tuve mi primera relación estable. Apenas me sentí segura de los sentimientos de mi ex novio, una oleada de pluma sacudió mi aspecto hasta extremos que incluso a mí me resultan llamativos. Esta vez tampoco fue fruto de una decisión premeditada; sencillamente, mi inconsciente se rebelaba ante una situación a todas luces inapropiada. Yo lo justificaba de mil maneras porque realmente no conocía la causa de mi actitud, pero está claro que, sin en algún momento mi pluma tuvo un significado profundo, fue entonces.
Cuando nuestra relación se rompió, volví a llenar mi armario de ropa femenina y me dejé el pelo más largo que he tenido jamás. De alguna manera, necesitaba deshacerme de la radicalidad de mi actitud anterior, que sólo pretendía defenderme frente a una amenaza muy clara, pero que no se correspondía del todo con la verdad de mi ser. Sentía que necesitaba recuperar muchas partes de mi yo que se habían inhibido, pero a la vez, era una forma de rebelarme ante mi experiencia anterior. Obviamente, mi pluma provocaba las críticas de mi ex, y una vez que lo dejamos, me vengué haciendo todo aquello que a él le hubiera gustado y que yo me resistía a llevar a cabo por sentirlo como una imposición.
Desde entonces, y a medida que he ido descubriendo que mi pluma apuntaba muchas veces en dirección a mi inexplorada orientación sexual, he seguido dos caminos en mi relación con ella. Por un lado, cuando me siento (y me permiten estar) tranquila y en paz con mi lesbianismo, incluso cuando me alejo un tanto del activismo, feminista u homosexual, exploro más ligeramente mis actitudes femeninas, que son muchas y que, de alguna manera, siempre han estado ahí. Sin embargo, cuando siento mi identidad amenazada, especialmente ante el eterno pensamiento de “tú no eres lesbiana porque no lo pareces”, cuando comprendo la necesidad acuciante de compromiso, utilizo la pluma como parapeto, como provocación ante una sociedad que se niega a entender la diversidad y el carácter fluctuante de las experiencias.
Con esto no quiero decir que en las demás personas la pluma signifique lo que significa en mí; pero sí que, en todos, la pluma tiene un significado. Que no está determinada, como prueba el hecho de que la pluma sea independiente de la orientación sexual; sino que es expresión de nuestra personalidad bajo determinadas circunstancias, una expresión motivada, aunque los motivos permanezcan en el inconsciente.
Por eso creo que debemos respetar la pluma, propia o ajena, hetero u homo, porque significa cosas, da cuenta de cosas, forma parte de la historial personal y los demás, desconocedores generalmente de nuestros semejantes, no somos nadie para juzgar o imponer normas ridículas sobre cómo han de comportarse otras personas.
Que la pluma esté motivada no quiere decir que se pueda o se deba cambiar. Debemos aprender a respetarnos en nuestras circunstancias, en nuestras diferencias, especialmente las personas homosexuales que tanto nos quejamos de la falta de respeto de la sociedad.
Encantada con una pluma que sólo me quito y me pongo yo.